LO ESENCIAL DEL CRISTIANISMO: HUMANIDAD DE DIOS, DIVINIDAD DEL HOMBRe
Introducción
La reflexión sobre la propia esencia o identidad es característica de situaciones de crisis, en las que la identidad se desmorona, o se oscurece, o se siente amenazada o simplemente confrontada. ¿No sucede también con el cristianismo? Su situación interna y externa, que puede caracterizarse como de malestar generalizado, nos invita con creciente urgencia a reflexionar sobre lo que le es esencial y constitutivo; el cristiano actual se ve empujado y obligado, como en épocas cruciales del pasado, a mirarse en profundidad, a reencontrarse consigo, a discernir lo importante y lo relativo en su fe, a exhumar la energía transformadora de esa fe. Las reflexiones que siguen[1] están inspiradas por esa necesidad interna y externa de la fe cristiana de volver a decirse hoy, desde hoy, para hoy; no porque vaya a decir nada nuevo sobre sí misma, sino porque es preciso redescubrir la novedad y actualidad permanente de la fe en Jesús, el hombre y el Hijo, de la fe en el Dios de Jesús y en el hombre según Jesús o, lo que es lo mismo, de la fe en la humanidad del Dios de Jesús y en la divinidad del hombre en Jesús.
Uno de los rasgos más propios del modo como el cristiano vuelve a decir hoy la fe de siempre es que lo hace desde la aceptación de la diferencia y en presencia del otro: el otro cristiano que entiende y vive la fe común de manera diferente, en la propia Iglesia o en otra distinta; el otro creyente que pertenece a otras religiones, ellas mismas tan diferentes entre sí, que resulta objetivamente imposible y teológica mente injusto incluirlas a todas en el vago concepto de “las otras religiones”; el otro no creyente, sea que se afirme como tal enarbolando su increencia, sea que -como es más probable- se desentienda hasta de la increencia. Una cosa se desprende con claridad: el cristiano no puede proclamar su identidad sino en presencia del otro diferente. Y en la medida en que así lo haga, su proclamación tendrá sentido no solamente para sus iguales, sino también para los otros diferentes: el sentido de unos interrogantes comunes y de una búsqueda común, el sentido de un respeto y de una ayuda mutuas.
El diálogo con el otro constituye, pues, un elemento fundamental de la peculiaridad cristiana, de manera que solamente en actitud real de diálogo podrá el cristiano captar y hacer efectivo lo nuclear de su fe en el mundo plural de hoy, evitando el vaciamiento y la ideologización de su fe. En suma, la presencia irreductible del otro altera en el cristiano su percepción de la propia identidad cristiana, su manera de vivirla y su modo de expresarla.
l. La pregunta por lo esencial del cristianismo
a) La dificultad de una definición
La pregunta por lo propio y peculiar del cristianismo es de creciente actualidad: la impone, desde fuera, el pluralismo religioso que sitúa al cristianismo como una religión junto a otras, necesitada por lo tanto, como cualquier otra, de explicarse ante las otras; la impone también, desde dentro, la situación de crisis y de perplejidad internas que vive el cristianismo, viéndose obligado a centrar la atención justamente en lo esencial.
Pero esta empresa, tan imprescindible, no está libre de equívocos y complejidades. En efecto, y quedándonos en un ámbito intracristiano, ¿podrán ponerse de acuerdo los cristianos entre sí sobre lo que es esencial y accesorio? ¿No sucederá más bien que las diferencias intraeclesiales o intereclesiales se reproducirán también en relación a lo esencial o a la manera de entenderlo? Por ejemplo: ¿No justifican muchos cristianos conservadores sus planteamientos involucionistas diciendo que la Iglesia, durante el Concilio y el postconcilio, preocupada de “abrirse al mundo”, corrió el riesgo de olvidar o diluir lo esencial de su fe, y que es la hora de volver los ojos a lo nuclear del Evangelio y de la Iglesia? ¿Y no replican los progresistas que el involucionismo significa precisamente la confusión de lo esencial con lo que no lo es (es decir, de la fe con la doctrina, del misterio con la estructura, del Evangelio con la institución), y que hoy todavía es imprescindible deshacerse de mucho lastre superfluo para salvar lo esencial? Y si en el interior de la Iglesia católica romana aparecen disensiones en cuanto a la manera concreta de definir lo esencial y de aplicarlo prácticamente, no se diga nada entre las diversas iglesias cristianas.
Pocos discutirán que lo esencial del cristianismo es Jesucristo: su mensaje y su persona. Pero también aquí surgen las discrepancias, que a veces parecerán de acento y de perspectiva, pero otras parecen afectar al corazón mismo del mensaje y de la persona de Jesucristo, a la historia misma de Jesús y al misterio de su ser Cristo. ¿No se tiene frecuentemente la impresión de que hablando del mismo (Jesucristo) no hablamos de lo mismo?
b) La necesidad de un diálogo
Salta, pues, a la vista que el lema del “retorno al centro”[2] es equívoco, pues es justamente la definición del “centro”, del “único necesario”, del foco unificador de la pluriforme realidad cristiana, lo que parece sujeto a discusión y divergencia, y no tanto en cuanto a su enunciado formal y neutro, sino en cuanto a su comprensión concreta, a sus implicaciones vitales, a su incidencia práctica. La diferencia no se sitúa solamente en el exterior de la fe, sino también en el interior; no solamente en lo superficial, sino también en lo nuclear; y no solamente en relación a “los de fuera”, sino también entre “los de dentro” (¿y quiénes están “dentro” y quiénes “fuera”?).
A la necesidad de definir lo propio y peculiar cristiano en medio y más allá de todas estas discrepancias respondió, del lado protestante, la propuesta de un “canon dentro del canon” de la Escritura: la propuesta de un criterio fundamental que pudiera servir para interpretar la Escritura desde dentro de la misma, sin instancias externas (el dogma, la jerarquía…), pues es claro que la mera Escritura no se basta sin más para resolver las divergencias de interpretación de la misma. Ahora bien, ningún “canon dentro del canon” sirvió para asegurar una interpretación unánime. Resultaba tentador entonces apelar -y así se hizo del lado católico- al papel regulador de la Iglesia, y confiar al magisterio la definición última y definitiva de lo que constituye la esencia de la fe cristiana. Pero tampoco de esta forma se resuelve el litigio, pues no faltan quienes contestan, no sin razón, la identificación de la Iglesia con el magisterio, más aún, la identificación -demasiado reciente en la historia de la Iglesia- del magisterio con el magisterio jerárquico[3].
Nos hallamos, pues, en la necesidad interna y externa de “definir” lo propio de nuestra fe y en la imposibilidad práctica de hacerlo de manera unívoca y definitiva. Una situación incómoda, como se ve. Pero esta situación no es necesariamente funesta: no nos condena a la arbitrariedad, nos invita a la escucha mutua; no nos aboca a Babel, nos impulsa al diálogo; y, por cierto, no sólo al diálogo interno con otros cristianos, sino también al diálogo externo con no cristianos, sean creyentes o increyentes. Lo funesto sería que pudiésemos saber y definir exactamente lo esencial del cristianismo, pues estaríamos empequeñeciéndolo, particularizándolo y haciéndolo lugar de división y exclusión, en vez de lugar de acogida y comunión. El corazón de la fe cristiana debe caracterizarse por “poseer muchas moradas” donde puedan caber todos aquellos que sinceramente buscan en el mensaje y la persona de Jesucristo el fundamento y el horizonte de sus vidas: su fe, su esperanza, su lucha.
Así pues, sólo en la conciencia de la diferencia y en la presencia ineludible del otro, podemos afirmar aquello que constituye la esencia de la fe cristiana. Ello quiere decir que todas nuestras afirmaciones sobre la esencia del cristianismo, en cuanto afirmaciones que son de la fe que peregrina, están marcadas por la búsqueda y la provisionalidad, y es preciso reconocerlo, no para relativizar lo que creemos, sino justamente para afirmarlo como absoluto que supera nuestros conceptos y definiciones.
c) Lo decisivo en Jesús: Dios y el Reino
Apenas habrá quien discuta que lo esencial en el cristianismo es aquello mismo que era lo esencial en el mensaje y en la persona de Jesús. Pero surgirán discrepancias a la hora de precisar qué era lo esencial de Jesús. De modo que también aquí se ha de reconocer de entrada: ningún criterio deberá ser absolutizado, salvo el criterio del diálogo mismo, un diálogo sin concesiones y sin pretensiones; y ningún punto de partida deberá ser exclusivizado metodológicamente (por ej. el punto de partida histórico, de abajo arriba, o el punto de partida dogmático, de arriba abajo), sino que habrá que combinar y articular siempre al máximo las diversas perspectivas.
Con estas observaciones, intentemos señalar aquello que era decisivo para Jesús.
Jesús apareció en esa frontera entre tres mundos que es el Oriente Próximo: frontera entre Europa, Asia y África; lugar de cruce de rutas comerciales y calzadas militares; encrucijada de grandes culturas (de Egipto, Mesopotamia, Grecia e incluso del lejano Oriente); lugar de cita de grandes religiones (las religiones del antiguo Canaán, el judaísmo, el cristianismo, el islam). Y Jesús apareció en un momento de profundo malestar religioso y político-social en el mundo mediterráneo en general y en Palestina en particular: tiempo de transición cultural (generalización del helenismo) y política (paso del predominio griego al predominio romano); tiempo de miserias y revueltas (en Palestina particularmente); tiempo de divergencia y pluralidad, también en el seno del judaísmo; y, en la raíz de todo, tiempo de profunda inquietud religiosa y de búsqueda de respuesta a las grandes cuestiones de la existencia en todas las capas de la sociedad, desde el filósofo culto al hombre del campo; especialmente viva y generalizada era la sed de supervivencia después de la muerte, claramente perceptible, por ej. en el judaísmo y en las religiones mistéricas.
En esa época de malestar integral (que posee evidentes rasgos de semejanza con los tiempos actuales), el judaísmo gozaba de un gran prestigio filosófico y religioso, así como de un gran respeto en general por parte de las autoridades imperiales, debido fundamentalmente a la sublimidad de su idea de Dios, a la pureza de su ética personal y social, a su mesianismo profético.
Pues bien, en los años 20 de nuestra era, Jesús de Nazaret empieza a proclamar en la Galilea judía: “El Reino de Dios está cerca” (Mc 1,15). No se puede dudar de que el mensaje y la vida entera de Jesús se resumen, tanto histórica como teológicamente, en estos dos términos: Reino y Dios. “Reino” significaba para los judíos y para Jesús el proyecto y la promesa de una humanidad realizada en justicia y en paz universal. Pero es un proyecto y una promesa que tienen un autor, un protagonista, una garantía: Dios. Sustentada en Dios, la esperanza del Reino no es una esperanza abocada al fracaso, como toda esperanza humana sin Dios o contra Dios: como la esperanza de Sísifo que, tras haber denunciado a Zeus, es condenado por éste a empujar monte arriba una enorme piedra que una y otra vez se le vuelve a caer, o como la esperanza de Prometeo, trágicamente encadenado a una roca del Cáucaso por su enfrentamiento con Zeus, el jefe de los dioses, para socorrer a los humanos.
Reino y Dios: esperanza y compromiso humanos elevados al máximo, pero que tienen su fundamento y su garantía en Dios mismo. En eso consiste fundamentalmente el mensaje y la persona de Jesús; en eso consiste igualmente, en consecuencia, el cristianismo. Y es imprescindible afirmarlo y vivirlo en unos tiempos “postsecularizados” en los que se constata que vuelve la religión, unos tiempos en los que incluso para los pensadores más críticos la lucha de Jacob con el Ángel vuelve a ser ineludible[4]. ¿Pero no se trata a menudo de una religiosidad demasiado vaga y difusa, no solamente por estar privada de todo vínculo institucional, sino por estar exclusivamente centrada en el bienestar psicológico y personal de los individuos? ¿No se trata de una religión sin Dios y sin Reino, sin Absoluto y sin compromiso? Las figuras trágicas de Sísifo y Prometeo ¿no están siendo sustituidas por la figura endeble de Narciso?
Ciertamente se equivocaría un cristianismo que se felicitara del “retomo de la religión” y quisiera así justificar sus dificultades ya seculares para asumir la modernidad y su fenómeno de secularización social y cultural. Más bien, el cristianismo está llamado a hacer suyos de nuevo esos dos núcleos del mensaje y de la experiencia de Jesús: Dios y Reino. Poco antes de ser ejecutado por Hitler, D. Bonhöffer escribía desde la cárcel que el cristiano de hoy sólo tiene dos quehaceres fundamentales: “orar y hacer justicia”[5]. Dimensión mística y dimensión política, arraigo en Dios e implicación en la historia, transformación en Dios y transformación del mundo: he ahí el núcleo del Evangelio también para hoy.
d) Lo esencial en el cristianismo: la humanidad de Dios y la divinidad del hombre
Estos dos elementos, Dios y el Reino, no constituyen solamente los dos rasgos sobresalientes del mensaje histórico de Jesús. Son también los dos elementos fundamentales de su misterio personal. Y cabe formularlos en una perspectiva más cristológica y en un lenguaje más dogmático con los dos términos enunciados en el título de estas reflexiones: la humanidad de Dios y la divinidad del hombre. Se trata de los dos elementos que los cristianos reconocemos en Jesucristo, a quien confesamos como Hijo de Dios humanizado y como hijo del hombre divinizado, es decir, como realización personal de la humanidad de Dios y como divinidad del hombre.
La humanidad de Dios y la divinidad del hombre son, pues, la versión cristológica de Dios y del Reino: una figura de Dios radicalmente implicado en la historia humana y un Reino que es la máxima exaltación de la dignidad y de la vocación humanas; la solidaridad de Dios con el hombre y la trascendencia del hombre hacia Dios.
El cristianismo es una manera de creer en Dios y en su promesa, una manera de implicarse por el hombre y su esperanza: creer en Dios y practicar a Dios como Jesús, esperar para el hombre y entregarse a su causa como Jesús. Veamos más en detalle cada uno de estos elementos que configuran la esencia del cristianismo.
II. El Dios de Jesús: la humanidad de Dios
1) Un Dios de gracia
R. Sánchez Ferlosio ha escrito que “mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado”[6]. Así es, en efecto, y con ello queda afirmada, aunque sea negativamente, la incidencia vital y práctica de la fe, pues si, como él sostiene, convertir a Dios en ídolo de muerte tiene efectos mortíferos, ¿no habrá de poseer virtud vivificadora el creer en el Dios de la vida? Dios adopta demasiado a menudo en las religiones, también en el cristianismo, la imagen cambiante del hombre: de sus intereses, sus angustias y poderes opresores. Dios se convierte entonces en ídolo de muerte que ha de ser cambiado y negado. Y como afirmó el Vat. II, en la génesis del ateísmo “pueden tener parte no pequeña los propios creyentes” (Gaudium et Spes 19); quizás pueda decirse incluso que la raíz histórica principal del ateísmo es la perversión de la imagen de Dios por parte de los creyentes y de los teólogos.
Desde este trasfondo nos preguntamos: ¿Qué imagen de Dios nos revela Jesús? Jesús nos revela de manera única al Dios único y siempre nuevo, un Dios que no ha de cambiar, sino que nos ha de cambiar a nosotros con todas nuestras falsas imágenes de Dios. El Dios de Jesús es el Dios del Reino: no un Dios lejano y pasivo, sino un Dios activo y próximo, un Dios que es proyecto y promesa para la humanidad, un Dios radicalmente interesado por el hombre que sufre y por la historia entera tan atormentada.
El Dios de Jesús es el Dios vivo que sólo es vida y transforma toda muerte en vida, todo interés en gratuidad, todo temor en confianza.
El Dios de Jesús no es un Dios que juzga y condena, que castiga y amenaza, sino un Dios que es absoluta gracia y buena noticia. Las primeras palabras que Jesús pronuncia en público según el Evangelio de Lucas son las siguientes: “El Espíritu del Señor me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). Eso es Dios según Jesús: buena noticia para el pobre, año de gracia sin fin.
El judaísmo de la época de Jesús dejaba suspendido a Dios entre el juicio y la gracia. En consecuencia, también la esperanza del creyente quedaba necesariamente suspendida; la “barrera del juicio”[7] toma en barrera de angustia, pues ¿quién podrá presumir ser hallado justo? La llamada a la conversión se acompaña entonces de la amenaza del castigo. Así vernos en Juan Bautista, buen representante de la ambivalencia de la imagen de Dios en la apocalíptica judía (Dios que salva/Dios que condena eternamente). Pero, en contraste con él, Jesús apoyó su llamada a la conversión en el anuncio de una buena noticia, del año de gracia, aún cuando siga utilizando la imaginería apocalíptica del juicio y del castigo[8].
Y Jesús no reveló a Dios ante todo hablando sobre Dios, sino practicándolo. Jesús practicó a Dios siendo bueno y haciendo el bien, compadeciéndose del dolor y curando dolencias, compartiendo la mesa con excluidos y pecadores. En una palabra, siendo humano. Siendo tan humano como solamente Dios puede serlo, Jesús reveló la humanidad de Dios; siendo humano hasta el dolor, hasta la Cruz, hasta la muerte; Jesús reveló la humanidad radical de Dios capaz de transformar por dentro la humanidad del hombre. Incluso la Cruz, máxima inhumanidad, la convirtió Jesús en prueba de máxima solidaridad divina, de máxima humanidad de Dios. Y así transformó por dentro incluso la cruz en Pascua. Ese Dios es creíble, es digno de fe, incluso en la Cruz, y sobre todo en la Cruz. Y es poderoso y eficaz para transformar la cruz en Pascua. Así lo reconocemos los cristianos confesando que Dios resucitó a Jesús crucificado: la Cruz de Jesús muestra la plena solidaridad humana de Dios en la que podemos creer, y la Resurrección de Jesús muestra la divinidad de Dios en la que podemos esperar. La Resurrección revela el poder del amor revelado por la Cruz. La Cruz hace creíble el poder de Dios revelado por la Resurrección[9].
“Yo no creería más que en un Dios que supiese bailar”, sentenció Nietzsche[10]. De acuerdo, decimos los cristianos. Pero ¿podemos creer en un Dios que, al mismo tiempo, no supiese padecer con los que padecen para que dejen de padecer? La “alegre noticia” que quiso anunciar Nietzsche ¿llega a serlo mientras no haya quien transforme de dentro las malas noticias? El cristianismo se resume en una palabra: Evangelio, Buena Noticia, alegre anuncio, llamada a la esperanza, y nada que no sea buena noticia capaz de transformar tantas malas noticias merece el nombre de cristiano, pero no hay forma de lograrlo si no es afrontando y asumiendo la realidad con sus malas noticias, sus conflictos, su muerte. El Dios de Jesús es el que transforma en Evangelio toda desgracia, asumiéndola.
Es imposible entender a Jesús sin Dios. Es quizás ésta su diferencia más radical con Buda, que nunca se interesó por el tema o al menos por el concepto de Dios; éste no sería sino mera ilusión y representación de la mente humana. ¿Será que Buda poseía un espíritu más crítico que Jesús, o será más bien que Jesús conocía un secreto, mejor, un rostro, que Buda quizás no conoció o al menos no conoció de esa forma? Sin duda, Jesús fue un desenmascarador de ídolos divinos tan radical como Buda, sabía mejor que nadie cuánto han desfigurado y desfiguran el nombre santo de Dios los sacerdotes y los escribas de todos los tiempos, le revolvía la mentira de muchos templos, sacrificios y doctrinas, y era muy consciente de que ningún saber ni ninguna teología aciertan a decir quién es Dios, pero todo ello no le llevó a callar a Dios, sino a invocarlo con el corazón y la palabra, en días de trajín y en noches de calma. Y lo invocó con la sencillez de un niño, y como no consta que le invocase antes ningún judío: llamándole Abbá, “papá”[11] La ternura de este nombre es revelación y eco de la ternura de Dios que él conocía, del Dios que conocía como absoluta ternura. Infinita ternura de padre/madre, de esposo/a, de amigo/a e incluso de amante.
2) Un Dios encarnado
La persona entera de Jesús fue justamente percibida como manifestación de ese Dios de ternura. Por eso puede decir la carta a Tito, refiriéndose a Jesús: Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su filantropía, o su amor a los hombres (Tit 3,4). Y por eso llegaron a decir los cristianos que en Jesús la Palabra de Dios se hizo carne y plantó su tienda de campaña entre nosotros (Jn 1,14). Y por eso pudieron llamar a Jesús Enmanuel o Dios con nosotros, imagen y sacramento de Dios, encarnación humana de Dios.
Esta confesión cristiana de Jesús como encarnación de Dios, o mejor, del Verbo y del Hijo de Dios, uno de los dogmas centrales del cristianismo, choca y escandaliza a judíos y musulmanes. No es lícito evacuar demasiado fácilmente el escándalo, pero es lícito y necesario preguntarse seriamente: al confesar a Jesús como Hijo de Dios encarnado, ¿afirmamos realmente los cristianos lo que judíos y musulmanes niegan o niegan ellos realmente lo que nosotros afirmarnos? Es preciso eliminar equívocos mitológicos, sin vaciar la confesión de fe[12]. La confesión cristiana de la encamación de Dios, de su humanidad radical hasta la Cruz y la muerte, ¿no es la manera radical de afirmar la cercanía de Dios al hombre y en el hombre, y su solidaridad absoluta con el hombre? ¿No es precisamente el ahondamiento último de aquella Shekinah o cercanía o presencia de la que se habla en las Escrituras judías? ¿Y no es la afirmación extrema de los dos calificativos divinos, “el Compasivo, el Misericordioso”, con los que se abre el Corán (fatiha) y que los fieles musulmanes repiten constantemente en su oración?
3) Un Dios comunión trinitaria
El Dios que revela Jesús es un Dios plenamente humano. Pero eso no quiere decir que deje de ser Dios, el misterio absoluto, el totalmente otro, el innombrable. Invocar a Dios con Jesús como Abbá y confesar a Jesús como humanidad de Dios no significa de ningún modo rebajar a Dios, banalizar su divinidad, vaciar su misterio, todo lo cual nos conduciría rápidamente o bien a la idolatría o bien al ateísmo. Dios es Abbá, pero el Abbá es Dios. El cristianismo es tan radical en su crítica de la imagen de Dios como la filosofía y la mística de todos los tiempos, tan radical como el hasidismo judío o el sufismo musulmán o incluso el budismo más genuino. El sentido del misterio y de la absoluta trascendencia de Dios forma parte de la confesión cristiana de la humanidad de Dios y de su invocación como Abbá. De modo que para designar a Dios vale la primera palabra que aprende el niño a pronunciar, pero al mismo tiempo ninguna suma teológica, ninguna fórmula dogmática, ningún catecismo doctrinal expresan a Dios adecuadamente.
Esa es precisamente la función esencial del dogma cristiano de la Trinidad: salvaguardar el misterio de Dios, impedir que la humanidad de Dios se reduzca a ideología. El dogma de la Trinidad es otro de los escándalos de la fe cristiana para el monoteísmo judío y musulmán, pero es preciso preguntar también aquí: ¿la fe cristiana en Dios como comunión trinitaria niega lo que afirma la verdadera fe monoteísta de judíos y musulmanes?[13] No, la fe en la Trinidad no niega el monoteísmo, sino que preserva el misterio de Dios, impide que Dios se convierta en simple doctrina e impide, en último término, que el monoteísmo derive en justificación de toda monarquía absoluta, de tipo político o religioso. El dogma de la Trinidad salvaguarda el misterio de Dios. Pero no como un misterio lejano y frío, sino como misterio de cercanía y comunión, como misterio vital, como misterio del mundo.
Y como misterio práctico. En efecto, la fe en Dios como comunión trinitaria brota de la experiencia de comunión y empuja a la praxis de la comunión. El que vive en generosidad y en solidaridad afirma realmente a Dios como misterio y fuente de toda comunión, del mismo modo que fueron la vida y las obras de Jesús más que sus discursos las que nos revelaron que Dios no es indiferente lejanía, sino cercana intimidad; no es fría soledad, sino cálida compañía; es Padre y Madre, vida y ternura; es Hijo, fraternidad y entrega; es Espíritu, presencia, libertad y misterio.
En definitiva, la Trinidad es un “programa de acción” y una esperanza de futuro. Es la plena divinidad y humanidad de Dios, que se revelará y se realizará cuando el hombre alcance su plena humanidad y divinidad
III. El hombre en Jesús: la divinidad del hombre
1) El hombre digno de fe
A todo creyente, también al cristiano, le atormenta la pregunta: ¿Es creíble Dios mientras hay dolor, injusticia y muerte? No es bueno responder demasiado pronto y demasiado a la ligera, sin dejarse herir por la pregunta. Pero de la herida misma de esta pregunta brota otra pregunta: ¿Es creíble el hombre sin Dios? ¿Es creíble la dignidad y el futuro del hombre sin Dios? ¿Es creíble la lucha contra el dolor y la injusticia sin Dios? ¿No condenaríamos de nuevo al hombre al fracaso trágico de Sísifo y de Prometeo o al fracaso trivial de Narciso?
La respuesta cristiana, si puede hablarse de respuesta, dice así: Dios es precisamente quien hace creíble al hombre que sufre, y precisamente porque Dios lo acompaña desde dentro en su dolor y en su lucha contra el dolor. No es rival, sino aliado incondicional. Dios no explica el dolor, ni lo quiere ni lo permite ni mucho menos lo inflige; de decir algo, habría que decir más bien que Dios lo padece con el hombre que lo padece, y que desde el seno mismo de la finitud y de la cruz es promesa de resurrección y de victoria. Es precisamente al Crucificado a quien los cristianos confesamos como el Hijo de Dios resucitado. Y puesto que el Crucificado está indisolublemente ligado a todos los crucificados, también su filiación divina y su resurrección constituyen la promesa y la vocación más íntima de todo ser humano, e incluso de todo ser creado. En el crucificado miramos la bondad y la solidaridad del Dios poderoso; en el Resucitado miramos el poder del Dios solidario. Dios es la garantía del hombre y del Reino, porque la causa del hombre y del Reino es la causa de Dios (E. Schillebeeckx). Porque Dios está interesado en el hombre, Dios es del máximo interés para el hombre.
2) El hombre Jesús, Hijo de Dios
El padre del ateísmo moderno, L. Feuerbach, afirmó que Dios no es sino el sueño del hombre, el sueño de omnipotencia de la finitud humana. Los cristianos no negamos que Dios sea el sueño del hombre; sólo añadimos que ello es así porque el hombre es el sueño de Dios. El hombre sueña a Dios, porque Dios lo ha soñado, proyectado, como imagen y anhelo y promesa de participación en la plenitud divina. También nosotros, como decía Pablo VI en una homilía de Navidad, “damos culto al hombre”, pero es porque el hombre lleva consigo a Dios como don y promesa.
Y fundamos esa afirmación y esa esperanza en Jesucristo. La confesión de Jesucristo como Hijo de Dios es la forma cristiana de afirmar al máximo la esperanza en el hombre. La historia de la constitución del dogma de la divinidad de Jesucristo muestra precisamente que la confesión de la divinidad de Jesús tenía como función fundamental la de garantizar y salvaguardar nuestra humanidad como humanidad llamada a divinizarse.
Pero el llamar al hombre Jesús de Nazaret Hijo de Dios, con escándalo y rechazo de judíos y musulmanes, no es en los cristianos mera expresión hiperbólica del deseo humano, ni olvido craso de la diferencia absoluta entre Dios y el hombre, sino el reconocimiento de que en Jesús es Dios mismo el que se manifiesta como autodonación universal al ser humano y como vocación universal del ser humano. Así, la filiación divina de Jesús no tiene por qué contradecir a la filosofía de la finitud, sino que la abre a su horizonte más atrevido, una “ontología del amor”: el horizonte de Dios como gratuidad absoluta y el horizonte del amor como origen y meta del ser. Y no propiamente porque el amor sea Dios (L. Feuerbach), sino porque Dios es amor, de manera que el amor lo revela y lo hace presente.
La confesión del hombre Jesús como Hijo de Dios implica que Dios y el hombre no se oponen ni se limitan, sino que se pertenecen íntimamente el uno al otro; no crecen en proporción inversa, sino en proporción directa: cuanto más humano, más divino; cuanto más divino, más humano. Y llamamos a Jesucristo Hijo de Dios no a pesar de que es humano, sino precisamente porque es humano, plenamente humano, tan humano como sólo Dios puede serlo (L. Boff).
Por eso, afirmamos de todo hombre lo mismo que afirmamos de Jesús el Hijo, y afirmamos en Jesús la realización plena de la vocación de todo hombre, y precisamente porque el hombre Jesús es la revelación de la trascendencia absoluta de lo humano, porque en él “el hombre se ha hecho presente a Dios, al igual que Dios se ha hecho presente al hombre”[14]. Y nos atrevemos, aunque muy a menudo en silencio y en dolor, y con sobriedad y pudor, a esperar que este ser humano tan enigmático, “vecino de la nada y del absoluto”, “ser híbrido imposible de acabar”, “esfinge universal para sí mismo” (H. U. van Balthasar), no es pasión inútil, sino que está llamado a la plena filiación divina, a la plena divinidad, al Reino de la plena libertad y comunión.
3) Universalidad sin barreras
En Jesucristo vemos los cristianos la realización de esta vocación humana a la plenitud en Dios, la realización del proyecto y la promesa de Dios para la humanidad: una universalidad sin barreras, una humanidad donde “la justicia y la paz se besen”, donde no hagan falta leyes de extranjería y donde las armas se conviertan en pan para todos. Eso soñó Jesús, eso anunció, eso practicó.
Y lo practicó sobre todo en forma de curaciones y de “comensalía abierta”[15]. Expulsando espíritus deshumanizadores y compartiendo la mesa con todos sin exclusión de nadie, anunciando y encarnando el Reino de Dios destinado precisamente para los rechazados y excluidos de la sociedad y de la religión, Jesús se convirtió en el gran sacramento del Reino, de la vocación humana a una comunión sin barreras.
Así, aunque su persona y su mensaje tenían un sello y un carácter radicalmente judío, al mismo tiempo Jesús vino a sobrepasar la tensión interna o incluso la contradicción interna del judaísmo entre el particularismo étnico y el universalismo teológico-profético[16]. Precisamente en cuanto judío, Jesús hizo estallar el judaísmo por dentro: Destruid este Templo (Jn 2); Os aseguro que jamás he encontrado en Israel una fe tan grande (Mt 8,10); Vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del Reino de los cielos (Mt 8,11).
Aquí se impone una referencia a la Iglesia. Es inevitable hablar de la Iglesia hablando de lo esencial del cristianismo; la Iglesia pertenece al núcleo de la fe cristiana, pero precisamente en cuanto signo y lugar histórico de esa plena realización del hombre en la comunión universal, donde ninguna particularidad se imponga o niegue a otra, sino que se reconozcan y se respeten y caminen juntos. Y esa comunión y esa universalidad son justamente el criterio fundamental que ha de guiar la organización y el funcionamiento de la Iglesia: una Iglesia profeta de la buena noticia en medio de todas las malas noticias, atenta a promover la vida más que a asegurar verdades e instituciones; una Iglesia “asilo de humanidad” (E. Biser), donde los hombres y mujeres de hoy puedan cobrar aliento y esperanza de futuro; una Iglesia comunidad de cristianos que caminan al lado de creyentes de otras religiones y al lado de increyentes, solidarios y compañeros de dudas y esperanzas; una Iglesia no regida por el poder, sino por el servicio, y no aliada con el poder, sino con los pobres; una Iglesia que no es mera democracia formal, pero en ningún caso menos que una democracia formal, sino realización más auténtica de la misma, pues el poder de Cristo que es servicio y la comunión trinitaria que es Dios se traslucen y se sacramentalizan únicamente en una comunidad no autoritaria y vertical, en una comunidad fraterna donde el poder es compartido y ejercido con espíritu fraterno y no señorial; una Iglesia donde todos los muros y barreras vayan siendo eliminados, sin diferencias entre varones y mujeres, entre clérigos y laicos, entre quienes mandan y quienes obedecen, quienes enseñan y quienes aprenden; una Iglesia como Jesús quiso, y fiel al principio genialmente formulado por San Pablo, el gran teólogo y artífice práctico de un Evangelio desligado de la Ley y del particularismo judío: Ya no hay distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Ga 3,28).
IV. El cristianismo ante el otro: del anatema al diálogo
1) El cristianismo, una religión predominante
Desde muy pronto, y en contraste con el fracaso del Crucificado, el cristianismo emprendió una impresionante trayectoria de expansión y de éxito a lo largo y ancho del Imperio Romano. El éxito del cristianismo se debió fundamentalmente a tres factores:
– en primer lugar, mucha gente veía en él una religión mistérica que propiciaba mejor que ninguna otra la comunión con la divinidad y aseguraba más que ninguna la supervivencia después de la muerte;
– en segundo lugar, el cristianismo compartía el prestigio del judaísmo en amplios sectores de la población judía y no judía;
– en tercer lugar, sin embargo, el factor decisivo fue que el cristianismo anulaba barreras: las barreras que reservaban los cultos mistéricos (la mayoría de ellos) a un grupo de iniciados; las barreras que impedían a los no judíos de raza participar plenamente en la religión judía.
En resumen, el cristianismo venía a ser una religión mistérica abierta a todos y un judaísmo sin exclusión de nadie. Una religión mistérica y un judaísmo sin barreras.
Fue particularmente decisivo el hecho de que los cristianos supieron liberar de raíz el judaísmo de sus ataduras étnicas y particulares. Ya no hay distinción entre judío o no judío, es decir, ya no se debe absolutizar ningún elemento particular, ni religioso, ni cultural, ni étnico. Ello acarreó a los cristianos el enfrentamiento con el estamento dirigente del judaísmo, y así el cristianismo acabó constituyéndose en religión distinta del judaísmo, y muy pronto se impuso sobre éste en dinamismo, en adaptabilidad, en capacidad expansiva. A los cristianos les empujaba la libertad del Espíritu del Resucitado, la libertad de la fe no ligada a ningún sistema legal, a ninguna institución religiosa, a ninguna cultura concreta.
Así los cristianos acertaron a traducir el mensaje de Jesús y el mensaje acerca de Jesús en nuevas categorías filosóficas y religiosas, las griegas, y supieron adaptarse a nuevas estructuras y circunstancias socio-políticas, las del Imperio Romano. Todo ello contribuyó decisivamente a que el cristianismo se convirtiera muy pronto en la religión oficial del Imperio. De ser acusado de impiedad para con los dioses imperiales, el cristianismo pasó a ser la forma de piedad por excelencia. Y en los siglos posteriores, los cristianos dieron muestras de la misma libertad y versatilidad para asumir la cultura de los nuevos pueblos germánicos del centro y del norte de Europa. El cristianismo que había olvidado el hebreo y había hablado el griego y el latín, pasó a hablar las lenguas germánicas y románicas, es decir, las lenguas de Europa.
Apunto todo ello para poner de relieve un hecho transcendental: el cristianismo que había nacido en el Oriente Medio, en aquel cruce de culturas, civilizaciones y religiones, se fue desplazando hacia Occidente, se europeizó progresivamente y prácticamente llegó a identificarse con la cultura europea[17]. Es indudable que el cristianismo contribuyó de manera decisiva a la cultura y a la identidad europea, y son innegables la grandeza y el mérito de esta empresa.
Pero también son innegables el riesgo y la tentación que la acompañaron: la tentación de identificarse con una cultura y unos intereses político-económico-religiosos particulares; la tentación de olvidar y excluir al otro, es decir, al pobre, al no europeo y al no cristiano; el riesgo de convertir el cristianismo en religión dominante, en cultura dominante y en política dominante. Cuando el cristianismo cede a esta tentación, el Evangelio fácilmente se convierte en sistema, la Iglesia en institución autoritaria, la fe en doctrina y rito. Entonces la evangelización adopta forma de colonización (cultural y político- económica) o va de la mano con ella (es difícil negar que mucho de esto se dio en la evangelización del continente americano).
Hay dos fórmulas muy desgraciadas de condena y exclusión que han jalonado este camino de deformación del cristianismo en religión totalitaria y sectaria, a saber: la fórmula “Anathema sit” que condena a los miembros heterodoxos de la Iglesia, y la fórmula “Fuera de la Iglesia no hay salvación”, que excluye de la salvación a todos aquellos que no forman parte de la Iglesia[18]. Ambas fórmulas adquieren máximo rigor y virulencia a partir del s. XVI y de la fractura occidental del cristianismo; la Iglesia católica de Roma, demasiado a la defensiva, emprendió entonces un camino de progresiva acentuación y endurecimiento institucional, de creciente negación y condena de toda diferencia y alteridad, y este camino llega hasta las vísperas del Concilio Vat. II[19].
El Concilio Vat. II supuso un viraje decisivo en lo que respecta a la actitud de la Iglesia y del cristiano ante el otro y ante los otros: la Iglesia reconoció por primera vez el principio de la libertad religiosa[20] y también por primera vez reconoció que Dios se revela y salva también en las otras religiones[21]. Nos avergüenza haber cambiado tan tarde, pero nos alegramos de haberlo hecho, de haber pasado o al menos comenzado a pasar del anatema al diálogo, a un diálogo entendido como reciprocidad.
2) El diálogo como reciprocidad
El Concilio supo captar la voz del Espíritu en los signos de los nuevos tiempos; y uno de los principales signos y estigmas de nuestro tiempo es el pluralismo: un pluralismo que es desafío y es gracia para la Iglesia cristiana hacia dentro y hacia fuera de ella misma. Un pluralismo que impone la presencia del otro en cuanto otro y que desautoriza toda actitud de posesión o de monopolio de la verdad. Un pluralismo que invita a la Iglesia, en feliz expresión de Pablo VI, a “hacerse diálogo”.
Ahora bien, el verdadero diálogo “exige la reciprocidad en todos los campos”, como dijo Juan Pablo II en Casablanca en un discurso ante jóvenes musulmanes[22]. Todo interlocutor, para serlo de verdad, debe tener no sólo algo que dar, sino también algo que recibir. La primera condición de un diálogo como reciprocidad es reconocer al otro en su alteridad y diferencia, y reconocerle como sujeto de una palabra de Dios que desconozco, de un don de Dios que no poseo.” Comunicarse con el otro es reconocer que el otro nos falta, dicho de otra forma, es confesar la verdad del otro y reconocer que aquélla no estaba en nosotros hasta que el otro la ha puesto ahí[23].
Pues bien, así es como debe situarse hoy el cristiano ante el otro, ante el no cristiano. La verdad no es un bien poseído, sino compartido; y ni siquiera es posesión compartida, sino aspiración compartida, camino compartido de conversión. Y la verdad no es solamente ni en primer lugar del orden del conocimiento, sino del orden de la realización: la realización de la vocación fraterna y filial del ser humano. En orden a esta realización nunca acabada, el cristiano interpela sin concesiones a cada uno de sus interlocutores (el judío, el musulmán, el budista o cualquier otro, también por supuesto el increyente), pero dejándose interpelar por ellos con el mismo rigor.
Un gran misionero cristiano en Afganistán ilustra con la siguiente parábola esta actitud de reciprocidad: “Al principio, cuando yo iba subiendo por mi escalera hacia Dios, vi a cierta distancia de mí a un musulmán que también estaba subiendo por su escalera hacia Dios; me imaginé entonces que podría convencerle de que mi escalera era mejor que la suya y prestársela, si la deseaba. Luego se me ocurrió pensar si acaso era necesario obligarle a bajar los escalones que ya había subido y pensé en hacerle una pasarela para que pudiera llegar a mi escalera sin perder la ventaja de los metros que ya había subido. Hoy intento, en la medida que me es posible, ayudarle a subir la suya, mientras que él me ayuda a subir la mía” (Serge de Beaurecueil)[24].
3) Una identidad dialógica
Aquí brota fácilmente la objeción: ¿no estará el cristiano de esta forma haciendo dejación de su confesión y deslizándose hacia un peligroso relativismo rayano en la indiferencia? Ciertamente, nada amenaza más al diálogo que el relativismo y la indiferencia de quien ya no tiene nada valioso y vital que confesar y por lo tanto nada sustancial que ofrecer. Pero el que cree poseer ya aquello que confiesa, en realidad ya no lo confiesa sino lo erige en ídolo fabricado según la propia medida y al propio servicio.
El cristiano que deja diluir su identidad compromete con ello la autenticidad del diálogo, pero quien afirma su identidad separadamente del otro o por encima del otro niega el hecho mismo del diálogo. El hombre no es sino desde otro; el otro nos constituye en nuestra identidad, al igual que la mirada de la madre, al suscitar la respuesta del hijo, instaura la identidad de éste. La presencia y la mirada del otro en su diferencia -cristiano o no cristiano- nos constituye en nuestra identidad cristiana más propia. Incluso el ateo contribuye decisivamente a engendrarnos como cristianos, a purificar nuestra fe, a realizarla en la vida. Es decir, el diálogo en reciprocidad no niega la identidad cristiana, sino que forma parte esencial de la misma.
El diálogo no significa en absoluto ceder a la moda actual del mercado religioso, sino emprender un camino exigente de conversión. Y ni siquiera el diálogo tiene como fin el acuerdo, sino la conversión; no se trata tanto de entenderse, sino de convertirse -a sí mismo y el uno al otro- a un Dios más divino, a un hombre más filial y fraterno, a un futuro más humano. Así pues: cuanto más cristiano, más dialogante; y cuanto más dialogante, más cristiano. Esa era la lógica de Jesús: la lógica del último puesto en la mesa común.
Una palabra de conclusión: la credibilidad del cristiano hoy no depende tanto de proclamas de doctrina, como del seguimiento real de aquél que vivió y murió por convertir en buena noticia del Reino las muchas malas noticias de su tiempo y del nuestro. Debemos reconocer que no carecía de razón el teólogo hindú que dijo que “los cristianos son gente muy ordinaria con pretensiones muy extraordinarias”. Seremos creíbles si nos parecemos a Jesús: si creemos en el Dios del hombre como él, si humanizamos al hombre en Dios como él, si traslucimos como él la humanidad de Dios y la divinidad del hombre, si la Iglesia se convierte en sacramento de comunión. Lo escribió Pablo VI en su Encíclica sobre la Evangelización en el mundo de hoy: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque son testigos”[25].
(Lumen 45 [1996], p. 441-463)
- Reproduzco básicamente la Conferencia pronunciada en el Ateneo Navarro el 15- 11-96, dentro de un ciclo de Conferencias sobre las grandes religiones. ↑
- Tal es el lema exhibido, muy pronto tras el Concilio, por Hans Urs von Balthasar en su libro Einfaltungen. Auf Wege christlicher Einigung (Concentraciones. Caminos de unidad cristiana), Kôsel Verlag, Munich 1969. Los elementos externos, dice el teólogo suizo, sólo se entienden desde su centro, cuya forma reproducen. Pero los elementos periféricos del cristianismo y de la Iglesia, por el hecho de que son concéntricos a su núcleo, ¿poseen el mismo valor que el centro y son tan imprescindibles como él? El autor muestra cierta tendencia, creciente con los años, a identificar el centro y la periferia. ↑
- Es con Gregorio XVI (Mirari vos, año 1832) y Pío IX (1846-1878) cuando se inicia la utilización del concepto de “magisterio” identificado con la enseñanza del “cuerpo de pastores” y esta utilización se hace común con Pío XII (1939-1958). Cf. Y. CONGAR, “Bref histoire des formes du ‘Magistère’ et de ses relations avec les docteurs”, en RevScPhTh 60 (1976), pp. 99-112. ↑
- Buena muestra de ello es el coloquio-encuentro que tuvieron en Capri en torno al fenómeno religioso J. Derrida, G. Vatimo, E. Trías, A.G. Gargani, M. Ferrari y H.G. Gadamer. Sus reflexiones han sido publicadas: La Religión, PPC, Madrid 1996. ↑
- “Nuestra Iglesia, que durante estos años sólo ha luchado por su existencia, como si ésta fuera una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse en portadora de la Palabra que ha de reconciliar y redimir a los hombres y al mundo (…). Por esta razón, las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer, y nuestra existencia de cristianos sólo tendrá, en la actualidad, dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres” (D. BONHÖFFER, Resistencia y sumisión, Ariel, Esplugues de Llobregat 1969, p. 182). ↑
- R. SÁNCHEZ FERLOSIO, “Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado”, Alianza, Madrid 1986. ↑
- Cf. H. U. VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica. Antiguo Testamento, Encuentro, Madrid 1988, pp. 294-298. ↑
- Sobre la esperanza cristiana de salvación universal, sin infierno para nadie, cf. H. U. VON BALTHASAR, Was dürfen wir hoffen? (¿Qué podemos esperar?), Johannes, Einsiedeln 1986; y la respuesta del mismo autor a sus críticos sobre este punto: Kleiner Diskurs über die Hölle (Breve discurso sobre el infierno), Johannes, Einsiedeln 1987. Es llamativo que los editores españoles de Balthasar no hayan traducido todavía estos dos libros. ↑
- Cf. J. SOBRINO, Jesús en América Latina, Sal Terrae, Santander 1982, pp. 241-243. ↑
- Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1875 (3ª ed.), p. 70. ↑
- Sí consta, por el contrario, en algún texto que se le aplicara a Dios dicho calificativo en forma indicativa (“Dios es abbá“) ya antes de Jesús (cf. J. SCHLOSSER, Le Dieu de Jésus. Étude exégétique, Cerf, París, 1987, pp. 199-200). ↑
- Cf. H. KÜNG, El cristianismo y las grandes religiones, Libros Europa, Madrid 1987, pp.151-164. ↑
- Cf. H. KÜNG, El cristianismo y las grandes religiones, o.e., pp. 145-151. Cf. muy especialmente H. HARING, “La fe cristiana en el Dios trino y uno”, en Concilium 258 (1995), pp. 237-252. ↑
- M. ZUNDEL, Á l’écoute du silence, Tequi, 1979, p. 9. ↑
- Sobre las curaciones y los banquetes abiertos de Jesús, Cf. el bello capítulo “Magia y banquete” de J.D. CROSSAN, Jesús: vida de un campesino judío, Crítica (Grijalbo), Barcelona 1994, pp.352-408. ↑
- El judaísmo estaba marcado desde siempre por una tensión interna insoluble entre la particularidad y la universalidad: entre su definición étnica (la sangre, el pueblo, la tierra, la lengua: todo ello representado en la teología de la elección y en el sacramento de la circuncisión) y su definición profética (el Dios único y universal, la fe del corazón, el mesianismo, la ética). ↑
- El cristianismo fue barrido del norte de África, Egipto y Oriente Medio por el Islam. Por otro lado, es claro que la división entre el cristianismo de Roma y el cristianismo de Oriente tuvo raíces más culturales y políticas que propiamente teológicas. ↑
- El mejor comentario del Anathema sit es el que hace esa impresionante figura de creyente no bautizada, Simone Weil, cuando afirma que el uso que la Iglesia ha hecho de esas dos palabritas constituye un “obstáculo infranqueable para la encarnación del cristianismo” y que son esas dos palabritas las que le impiden, por obediencia a Dios, “franquear el umbral de la Iglesia” (A la espera de Dios, Trotta, Madrid 1993, p. 46).
En cuanto a la fórmula “Fuera de la Iglesia no hay salvación”, es claro que hoy prácticamente nadie la acepta en el sentido en que se entendía cuando el Concilio de Florencia (1438- 1445) lo definió como doctrina de fe. Habría que afirmar más bien que “fuera de la salvación no hay Iglesia” (E. Schillebeeckx). ↑
- No es justo juzgar el pasado con los criterios del presente. De todos modos, y para hacer justicia a los profetas (a menudo mártires) del pasado, hay que decir, que en todos esos episodios más lamentables de la historia de la Iglesia, hubo voces distintas, espíritus clarividentes, conciencias precursoras: San Francisco de Asís y Ramón Llull frente a las Cruzadas, Erasmo frente al espíritu de la Contrarreforma, Bartolomé de las Casas frente a la política de la Corona y de la Iglesia en relación con los Indios La existencia de esas voces en aquellos tiempos prueba que en la postura eclesiástica oficial no había solamente limitación histórica, sino también cerrazón culpable. ↑
- Declaración Dignitatis humanae. “Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público (…). El derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella; y no puede impedirse su ejercicio con tal de que se respete el justo orden público” (DH 2). Sólo hacía un siglo que había sido condenada como ”pestilencial doctrina” (DS 2918 a) por el Syllabus de Pío IX (año 1864) la siguiente proposición: “Todo hombre es libre en abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, tuviere por verdadera” (DS 2915). Llama la atención la semejanza de lo afirmado por el Concilio con lo condenado por Pío IX. En 1520, el papa León X había condenado categóricamente (“condena, reprueba y rechaza”: DS 1492) la siguiente proposición atribuida a Lutero: “Que los herejes sean quemados es contra la voluntad del Espíritu” (DS 1483). ↑
- Declaración Nostra Aetate, el documento más breve y a la vez uno de los más importantes del Concilio. “La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo” (NA 2); “los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (LG 16; cf. GS 22). El Concilio contradice casi expresamente el principio ”fuera de la Iglesia no hay salvación”. Contradice igualmente lo que había enseñado Pío IX, quien había condenado la proposición de que “los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino de la salvación eterna y alcanzar la eterna salvación” (DS 2916). ↑
- El 19 agosto de 1985 (Ecclesia nº 2.235. año 1985, p. 1103). ↑
- J. MOINGT, “Une théologie de l’éxil”, en C. GEFFRÉ (ed.), Michel de Certeau ou la différence chrétienne, Cerf, Paris 1991, p. 141. ↑
- Citado por B. CHENU – F. COUNDREAU (dirs.), La fe de los católicos, Sígueme, Salamanca 1986, p. 678. ↑
- Evangelii Nuntiandi, n. 41. ↑