LUTERO
Es el año de Lutero. El 31 de octubre se cumplirán 500 años desde aquel día en que el genial reformador clavó en la puerta de la iglesia de Wittenberg las 95 tesis contra la venta de indulgencias. El papa le conminó a retractarse. Lutero, por fidelidad al evangelio de Jesús y a la propia conciencia, no se retractó. Y fue excomulgado.
El clamor por la reforma era entonces general en la Iglesia de Europa. Y la mente y el corazón de un hombre extraordinario supieron percibirlo y formularlo para un tiempo nuevo que estaba naciendo, irresistible como el Aliento de la vida. Pero la jerarquía romana hizo lo peor que cabía: puso en marcha una Contrarreforma. Los unos y los otros se aliaron con el poder, y Europa se enzarzó en lo peor de la religión: la guerra en su nombre.
El tiempo y la cultura han cambiado radicalmente. ¿A quién le importan ya las indulgencias? ¿Quién debate hoy si Dios nos “justifica” por la fe en su gracia o por nuestras obras? ¿A quién le interesa si los sacramentos son siete o son dos, y si en la eucaristía se produce o no la transubstanciación? ¿A quién le preocupa si María y los santos han de ser o no objeto de culto, si Dios se revela únicamente en la Biblia o también en la Tradición, si Jesús instituyó o no a Pedro como papa y si quiso que tuviera sucesores?
Son debates que responden a un paradigma medieval. Hace 500 años, Lutero intuyó la urgencia de otra teología y otra iglesia. Hace 2000 años, Jesús centró la religión en las Bienaventuranzas y en el Buen Samaritano. Y ya hace 2500 años, muchos sabios vislumbraron la necesidad de una espiritualidad mística y política más allá de todas las palabras y formas religiosas: las filosofías de Pitágoras y Heráclito, las profecías de Isaías y de Jeremías, la reforma de Zoroastro, las enseñanzas de Buda y Mahavira, la sabiduría de Confucio y de Laotsé… Hoy como entonces, hay que ir más allá.
Está bien celebrar el año de Lutero, y que Roma reconozca por fin que Lutero fue profeta evangélico de un nuevo tiempo. Y es hora de que las diversas iglesias se reconozcan las unas a las otras en su diversidad. Ello bastaría para resolver nuestras vanas pendencias confesionales. Bastaría aceptar todas las diferencias existentes para resolver el problema ecuménico.
Pero no bastaría con eso. El gran reto para católicos y protestantes es reinventar a fondo sus iglesias –instituciones, doctrinas, lenguajes– para acoger y ofrecer aliento liberador a la Tierra y a los pobres de hoy.
(Dialogal. Quaderns de l’Associació UNESCO per al Dialeg Interreligiós [2016])