MI ITINERARIO TEOLÓGICO. Un balance a los 65 años

Pascua en Aizarna (a modo de Introducción)

Aizarna es el nombre de un singular pueblecito guipuzcoano de 300 habitantes, fundado en el s. XIV, y es el nombre de este valle de montaña tan hermoso, rodeado por siete ermitas, presididas por la de Santa Engracia que se levanta en lo más alto entre el cielo y el mar, protegiendo la calma y el silencio del valle. Es Jueves Santo de 2017.

Nunca hubiera imaginado este momento en este lugar, junto a mi mujer y sus dos hijos, en su casa natal convertida también de algún modo en mi casa natal, con la terraza al Este, hacia caseríos diseminados, prados, bosques y montes, y con el balcón al Oeste, hacia una amplia plaza rectangular llena de armonía, cerrada por una bellísima Iglesia gótica al norte y la sencilla ermita de Santa Cruz al Sur, cuyo muro sirve de frontis de un frontón sin muros. Aquí escribo estas páginas.

Su título es demasiado pretencioso para mí que no pasé de ser, mientras fui, un modesto profesor de teología –vocacionado y apasionado, eso sí– y que hace 7 años dejé de serlo, cuando me fue retirada la licencia canónica. Pero no por ello perdí la pasión, y creo que tampoco la vocación o la misión, mi pequeña misión en la Iglesia.

Este año cumpliré 65 años (no me lo explico y casi ni me lo puedo creer), y al final del curso 2017-2018 me jubilaré, aunque me parece que apenas he empezado todavía. Pero todo empieza cada día, y cada fin es un génesis. De modo que, cuando José Antonio Badiola, el Decano, me extendió la amable invitación para que escribiera una colaboración con ocasión de las Bodas de Oro de la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz, pensé que se me ofrecía una oportunidad para hacer un balance de mi itinerario teológico, por pobre que sea.

Lo hago ante todo por mí mismo, por la necesidad que siento de mirar para atrás al camino recorrido, de entender más a fondo el rumbo seguido, de ser más libre de sus zonas –mis zonas– oscuras, de reconocer lo poco que he hecho para curar las enormes heridas de la humanidad y de la creación, de acoger más profundamente la gracia de mi pobreza. Lo hago también, cerca ya de mi jubilación profesional, para no dejar de mirar al futuro universal y a mi propio futuro con confianza, no dejar de caminar y de conversar por el camino, mantenerme abierto a todos los cambios –aún inimaginables– de esquemas y lenguajes que pudieran sobrevenir, y seguir diciendo una palabra de protesta y de aliento, de crítica rebelde y de consuelo, en un mundo más roto, injusto y amenazado que nunca.

Escribo, pues, por mí mismo y para mí. Y por si a alguien pudiera llegar y ayudar el testimonio –un esbozo nada más– de esta humilde autobiografía teológica.

Renuncio a todo aparato crítico de notas y referencias bibliográficas. Con todas mis ambigüedades, busco decir mi fe cristiana y redescubrirla sin cesar en el mundo actual, primero para mí mismo, pero también para los hombres y las mujeres de hoy a las que pudiera llegar algún eco, sin más. Todo lo recibimos de todos y a todos se lo debemos.

La vida –mejor con mayúscula, pues en cada vida late el Todo– me ha traído a ser signo de contradicción para muchos, para mí mismo en primer lugar. Lo he elegido yo, pero ¿no tenemos la impresión de que no podemos sino elegir lo que somos y de que somos lo que se nos ofrece ser? Cada opción cada día es una encrucijada. Y de ningún modo pretendo que mi opción –vital, teológica– sea la mejor, la más verdadera, ni siquiera verdadera. Somos insignificantes formas o fragmentos vivientes. Llamo Verdad a la plena Comunión de todos los vivientes –un nombre de Dios–, más allá de todo esquema temporal (pasado, presente, futuro), más allá de toda idea y palabra, de toda voluntad posesiva. La Verdad es la Vida en la que vivimos, nos movemos y somos. A ella aspiramos. Y todas las religiones –cristianismo incluido– con todos sus dogmas no pasan de ser, en el mejor de los casos, formas culturales y provisionales que adopta en nosotros, humanos, el Aliento sin forma. Todas las religiones con todas sus verdades son pasajeras. Es bueno que conversemos, debatamos, incluso con pasión, pero no merece la pena que nos condenemos. Eso jamás.

Estas páginas querrían ser una sincera e inconclusa expresión de mi de fe en el Espíritu de Dios que gime de dolor y de gozo en el corazón de los seres humanos y de todos los seres, de los átomos y de las galaxias, de la Tierra y del Cosmos.

En la colaboración quincenal para DEIA y los diarios del Grupo Noticias y que se publicará este próximo domingo de Pascua he escrito: “Amiga, amigo, hoy es Pascua, que significa paso. Celebramos que todo pasa pero nada se pierde, que todo se mueve y se renueva como la luna y la primavera, que ninguna muerte es definitiva y ninguna vida está condenada, que la bondad y la vida triunfan a pesar, mejor, a través de todos los daños y muertes. Mira el laurel en flor. Escucha el canto del zorzal. Siente el pulso de los pueblos pobres.

Jesús de Nazaret es para los cristianos la imagen por excelencia de la pascua universal, porque pasó la vida haciendo el bien. Y por ello fue condenado por el Sanedrín judío y crucificado por el poder romano, pero por eso mismo confesamos que resucitó: por la vida buena y eterna que vivió. La fe en la resurrección de Jesús no proclama que sucedieran milagros sobrenaturales, tumba vacía y apariciones físicas, sino que la vida de Jesús, su rebeldía pacífica, su fe en el futuro, su bondad feliz no quedaron sepultadas bajo una losa fría. Y que todo paso hacia el bien, por pequeño que sea y no exento de equívocos, también es pascua de la vida, como la de Jesús”.

Así entiendo hoy la Pascua de Jesús, en unión inseparable de la Pascua de toda la humanidad, de la tierra viviente y del cosmos entero. Es obvio que no siempre la entendí así, como es lógico y enseguida lo diré.

1. De Olite a Arantzazu

Como franciscano que era, hice mi primer ciclo de estudios teológicos en el Teologado franciscano de Arantzazu, entre los años 1972 y 1976. Por cierto, la nuestra fue la última promoción que terminó los estudios de teología en Arantzazu; para el curso siguiente, los pocos estudiantes que quedaban se trasladaron a Bilbao y se matricularon en la Facultad de Teología de Deusto.

Pero el Teologado de Arantzazu no es la única casa que nos tocó cerrar. Con nosotros se cerró igualmente, en el año 1972, el Filosofado de Olite. ¡Olite! Guardo recuerdos imborrables del paisaje, del pueblo y del convento. Allí descubrí el encanto de las viñas, la belleza de los extensos campos de trigo, la luz de horizontes amplios nunca imaginados; y el canto del ruiseñor de día y de noche en la glorieta de la huerta y en las choperas sombreadas, y los abejarucos de vivos colores; y a Sófocles, Cervantes y Kafka, a Pascal, Descartes y Sartre, a Robinson, Cox y Bonhöffer, a Teilhard de Chardin, a Heisenberg y Von Weizsäcker, a Peyrefitte y un largo etcétera; y, por supuesto, a Txillardegi y a la joven generación de escritores vascos (Lertxundi, R. Arregi, Sarasola, Saizarbitoria, Urretabizkaia…) que tanto admiraba. Sigo enamorado de Olite.

Nosotros cerramos también el Noviciado de Zarautz en 1969, y el antiguo Colegio de Forua (Bizkaia). Y el viejo seminario de Arantzazu se cerró un año después de que nuestra promoción saliera de él.

Así pues, desde que entré al Seminario de Arantzazu en 1963 a los diez años, se han ido cerrando una tras otra, como quien dice, todas las casas por donde fui pasando durante toda mi etapa de formación franciscana. Y te aseguro, lector/a, que yo no tuve nada que ver en ello. Es simplemente un signo del cambio de tiempo que me ha tocado, nos está tocando, vivir. ¿Cómo alguien puede, pues, escandalizarse de que la teología cambie tanto? Lo extraño sería que no cambiara, y sería letal resistirse al cambio, como creo que está sucediendo… Hace siete años que dejé Arantzazu, el hábito franciscano y el sacerdocio clerical, y no me parece demasiado aventurado vaticinar que, si vivo veinte años más, conoceré la desaparición de la Provincia Franciscana de Arantzazu, y que desaparecerá también la Orden Franciscana, aunque esto yo no lo conoceré, y que algún día también desaparecerá el modelo jerárquico y clerical de Iglesia y de ministerios que aún pervive, si es que la humanidad no da un giro cultural poco verosímil. Y la misma humanidad, al menos este Homo Sapiens que somos, ¿hasta cuándo pervivirá? Pero me estoy adelantando, o tal vez yéndome demasiado lejos.

Volvamos a Arantzazu. A mis 19-20 años, en el primer curso, me costó enganchar con la teología. Una tarde, como tantas otras, estaba yo en mi habitación traduciendo al euskera un libro de historia del País Vasco de Mateo Zabala para la editorial JAKIN. Llamó y entró el maestro, Javier Unanue. “¿Qué haces, Joxe?”, me preguntó. “Pues… estoy traduciendo este libro”. “¿Traduciendo? ¿Y la teología?”. “Es que no me interesa… Al final del curso pienso irme a casa, dejar la Orden”. “¿Cómo al final del curso? Vete ahora mismo, mañana mismo”. Me quedé cortado, y no me acuerdo cómo siguió la conversación. Pero allí seguí, seguramente porque no tuve agallas para otra cosa. Pero no quiero juzgarme demasiado severamente. Si entonces no hubiera seguido allí, ahora no me encontraría aquí. Y doy gracias a la Vida por todo.

En Arantzazu se respiraba la renovación conciliar del Vaticano II, pero ésta, como se sabe, siguió dos líneas enfrentadas: la de Karl Rahner y la de Hans Urs von Balthasar. La de la revista Concilium y la de Communio, creada como alternativa a la primera bajo la inspiración y el impulso de algunos teólogos desengañados por el Vaticano II o por la aplicación de sus reformas, como De Lubac y Ratzinger, con Von Balthasar como figura inspiradora. En Arantzazu se reflejaba netamente este choque, del que yo no sabía nada cuando llegué allí con mis compañeros de curso. Pronto lo supimos. A los unos se les conocía como “humanistas” y a los otros como “espiritualistas”. Las diferencias se habían manifestado primero entre los profesores, se habían extendido luego a los alumnos, y habían creado división en el seno de la propia fraternidad local y de toda la Provincia franciscana. Esta circunstancia dificultó gravemente que tuviéramos una formación teológica libre, sin prejuicios. Nos ideologizó y obligó a definirnos más bien que a ser libres.

Hablo de mí. Había llegado de Olite bien preparado para un camino intelectual, psicológico y espiritual de ensanchamiento y liberación. Quería y podía, aunque no lo sabía. Años después fui consciente de la magnífica oportunidad perdida en aquella edad decisiva. Profundamente religioso como era, y perfeccionista e inseguro, demasiado dependiente del fuerte superyó –delicado, peligroso cóctel– me dejé dirigir, aunque sin definirme del todo, por aquella línea que me parecía teológica y espiritualmente más profunda y radical, la de los “espiritualistas”. La hondura teológico-mística, la cultura oceánica y el lenguaje de Von Balthasar me fascinaron (El corazón del mundo, Solo el amor es digno de fe, El problema de Dios en el hombre actual, Por qué soy cristiano, Misterio Pascual…). Nuestro texto fundamental de lectura y estudio eran los 10 gruesos volúmenes de Mysterium Salutis, enorme esfuerzo plural –y muy desigual como es comprensible– de suma teológica posconciliar. Hacia el final de los estudios teológicos, descubrí a Romano Guardini, y lo leí con fruición. Necesitaríamos muchos Guardinis, y menos Barths (Von Balthasar era muy barthiano: mundo y Dios, razón y fe, religión y revelación, culpa y gracia, Iglesia y sociedad…, muchas dualidades donde la “y” significaba demasiadas veces “o”, “versus”, “contra”).

Una vez vino a darnos un cursillo sobre discernimiento espiritual un franciscano de la Provincia con gran prestigio por su vida y sus libros, a quien había tenido como profesor –buen profesor– en Olite, y a quien yo reconocía una enorme autoridad espiritual e intelectual. Solo me acuerdo que nos habló de la primera carta de San Juan, y que en un momento determinado nos dijo: “Schillebeeckx no es cristiano”. Me quedé muy perplejo. Yo estaba leyendo justamente La teología del mundo de Schillebeeckx, y me iluminaba sobre el mundo y la polis como lugar teológico. Pero si no era cristiano, ¿con qué me quedaba? (Schillebeeckx se convirtió años después en uno de mis autores favoritos). Poco me imaginaba que, 25 años más tarde, ese mismo franciscano me escribiría una cartita en la que me decía: “Durante años he pensado que estabas en la frontera y prestabas un buen servicio a los de fuera. Pero veo que ahora te sitúas fuera de la fe cristiana, y en adelante no recomendaré tus cursos de formación teológica para laicos”.

En Arantzazu, buscaba a Dios con toda mi alma, y con todas mis ambigüedades. Necesitaba un “Dios” que diera seguridad a mi alma sensible e introvertida, y a mi mente inquieta. Necesitaba un “Dios razón última” que me explicara todo. Necesitaba un “Dios de gracia” que me liberara de aquella culpabilidad asociada sobre todo con la sexualidad. Theos y Eros eran enemigos. La culpabilidad sexual me hizo mucho daño desde los 9 años, cuando alguien me dijo que estaba en pecado mortal porque había jugado a médicos con una primita de mi edad, mientras cuidábamos las vacas en el campo. Y más desde que a los 11 años, ya en Arantzazu, durante unos Ejercicios Espirituales de tres días, un franciscano nos habló, en una capilla con las ventanas cerradas y a oscuras, de la terrible eternidad de las torturas del infierno. Y mucho más todavía desde que en el Noviciado, en uno de los pocos libros que teníamos en la estantería de la habitación, leí que en el sexto mandamiento no existía “parvedad de materia”, que todo era pecado mortal; tenía 16 años y no se me pasó por la cabeza ponerlo en duda, y nadie me lo explicó de otra manera. Ya en plenos estudios teológicos de Arantzazu, en una ocasión en que vino a mi habitación el profesor que lideraba el sector “espiritualista” y que se empeñaba en ganarme (sin terminar nunca de conseguirlo), le pregunté por qué razón era pecado grave todo lo que tenía que ver con la sexualidad, y trató de justificármelo con el argumento del carácter fundamental de la dimensión sexual para la persona humana; ése sería más bien un argumento para sostener justamente lo contrario, la especial bondad y santidad de la sexualidad sanamente vivida en cualquiera de sus expresiones y placeres, pero el maniqueísmo agustiniano seguía muy arraigado, y yo no supe argumentarle en contra, aunque seguí sin entenderlo. ¡Cuánto sufrimiento inútil y represión malsana en todos aquellos años, en todos aquellos siglos en que viven todavía muchos!

Cuanto más buscaba a Dios menos lo encontraba, pues no me encontraba a mí mismo, como diría San Agustín (por entonces leí las Confesiones de San Agustín, que me marcaron profundamente, para bien y para mal). No me encontraba porque no acogía en paz mi propia arcilla preciosa con todas sus sombras. No hallaba la paz en mí porque no lograba entrar hasta el fondo más libre y verdadero de mí o, lo que es lo mismo, no salía de mi ego encerrado, y así me debatía con las cadenas de mi propia prisión, como diría Nietzsche (uno de los grandes profetas de una nueva teología, un verdadero místico en negativo con sus críticas demoledoras y acertadas). Y no podía encontrar a Dios, o la Paz anchurosa, libre y creativa en el Fondo de todo. O el Fondo de todo. Llamaba “Dios” a un Ser Supremo o Ente Personal Absoluto que, a pesar de todo, tenía todos los rasgos de la ambigüedad humana, que me consolaba infinitamente y a la vez sentía como amenaza. Y dudaba con razón de su existencia, pero a falta de Dios, necesitaba a “Dios”.

En efecto, desde hacía unos años eran recurrentes en mí las “dudas de fe”. Así las llamábamos y así pensaba yo que eran, siendo así que no pasaban de ser dudas mentales acerca de unas creencias igualmente mentales. La única duda de fe propiamente dicha es el desaliento y el miedo, el derrumbe de la confianza y de la compasión, eso que Biser ha llamado “herejía emocional”, la única herejía propiamente dicha. Pero nuestra noción de fe, como nuestra teología, era entonces demasiado ideológica, y nadie se percataba de que los conflictos emocionales profundos de nuestra psicología juvenil eran la fuente principal, inconsciente, de nuestras “dudas de fe”.

Las mías empezaron a mis 17 años, y nunca se me olvidará dónde y cómo. Estaba en Olite –de nuevo Olite– y empezaba a estudiar Filosofía y a abrirme al mundo. Era una mañana de domingo soleada y fría. Yo paseaba por la terraza del tercer piso en forma de claustro abierto, encima de los claustros cerrados de los pisos inferiores. En la torre de la iglesia conventual empezaron a sonar las campanas para la misa mayor. De pronto sentí que de lo más profundo me subía un terrible interrogante: “¿Existe Dios?”. Y me invadieron la congoja y el vértigo, la sensación de caer en un abismo vacío. Y el sentimiento de un grave pecado contra Dios, aunque dudaba o negaba a “Dios”, a un dios que no existe. Y cuanto más me empeñaba en superar la duda más fuerza cobraba. Por fin, un día, después de cenar, cuando íbamos en filas cantando el Miserere a rezar Completas en la iglesia, al hermano que distribuía los folletos a la entrada, le dije –era nuestra costumbre– que pidiera a Javier Garrido, que tenía aureola de filósofo y místico, sentarse en el confesonario después de las Completas. Fui y se lo conté con mucho miedo. Y él me respondió con toda naturalidad: “¡Vaya! ¿Y cómo quieres tú ser creyente sin tener dudas?”. Nunca más me confesé de tener dudas, ni me sentí “moralmente” culpable de tenerlas.

Pero en Arantzazu seguía pensando que las dudas de fe eran mi mayor problema. Y llegué a convencerme de que la teología consistía en adquirir razones para creer o saber “por qué creemos”. “Por qué creemos”: así se titulaba un grueso libro de W. Kern y otros autores que quería ser sin llegar a serlo una “apologética” moderna (hoy llamada “Teología fundamental”). El profesor de Apologética –el mismo que el de teología dogmática– nos lo puso como libro de texto, y yo me lo trabajé a fondo. Yo anhelaba razones para creer, y allí se me ofrecían; me las aprendí todas, pero me quedé con una inmensa sensación de vacío. Eran razones irrefutables que no tocaban el fondo del corazón ni el de la mente. Todas las pruebas son construcciones humanas.

Toda la teología dogmática lo es también. Leyendo, años después, un libro de Rahner (Cambio estructural de la Iglesia), que se había publicado en castellano por entonces, me encontré –gratificante confirmación– con una frase que habla de “la imposibilidad de evitar por completo que muchos cristianos y católicos que viven en su Iglesia y le dan importancia a ese hecho, debido al pluralismo intelectual y al exceso de contenidos conscientes, tengan opiniones que objetivamente son herejías”. Agudo y exacto Rahner, como siempre, aunque este autor me ha resultado a menudo demasiado escolástico y, a la hora de la verdad, demasiado tímido para romper con muchos esquemas tradicionales que considero insostenibles. Pero su mérito es inestimable. Él no buscaba tanto razones para creer, sino un lenguaje para decir la fe en su tiempo, que tal vez ya no es el nuestro.

A pesar de todas las dificultades apuntadas, al cabo de dos años en Arantzazu fui tomando gusto a la teología, y poniendo en ella creciente interés. El drama del humanismo ateo de De Lubac y El problema de Dios en el hombre actual de Von Balthasar me seducían. Las “misiones” –nuestra Provincia franciscana tenía numerosos misioneros en Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, Bolivia, Paraguay, Corea, Japón– nunca me atrajeron, y cada vez más me sentía llamado a ser testigo de la fe en la sociedad moderna en el País Vasco. Y en euskera. Soñaba con escribir artículos breves de teología en la Revista Aránzazu, pero nunca pensé que se me ofreciera la oportunidad de hacerlo, y así fue, aunque se me han dado, y con creces hasta hoy, otras oportunidades.

Un día, cuando estaba a punto de terminar el cuatrienio teológico de Arantzazu, vino a hablar conmigo Joseba Intxausti, que, junto con otros hermanos como Joan Mari Torrealdai y Paulo Agirrebaltzategi, estaban haciendo –y siguen haciendo, aunque ya no como franciscanos los dos primeros– una encomiable labor en favor de la cultura vasca en torno a la revista, la editorial y el proyecto JAKIN. Me propuso sumarme a su equipo. En mis años de Olite –siempre vuelvo a aquel Olite en que desperté a tantas cosas– lo tenía muy claro: quería dedicar enteramente mi vida al euskera y la cultura vasca, y en mis años de estudiante seguí trabajando para JAKIN, pero a Intxausti le dije que no. Que ni siquiera sabía si iba a seguir siendo franciscano –en ésas estaba todavía– y que, en caso de serlo, me gustaría hacer estudios superiores de teología y ser teólogo vasco para el País Vasco. También aquella negativa determinó mi vida.

Al terminar mis estudios teológicos, a Tomás Larrañaga, Ministro o Superior Provincial, le dije –más que nada, me parece, por miedo a lanzarme a la vida– que quería seguir en Arantzazu hasta la profesión solemne y la ordenación sacerdotal. Y allí seguí tres años más, dedicado entre otras cosas a la traducción del Nuevo Testamento al euskera. Al Provincial le dije también que me gustaría ir a algún lugar a hacer estudios superiores de teología. Le pareció bien. Pero antes debía probar otra cosa. Tenía razón.

2. De Arantzazu a París, por Durango

Tres años después fui destinado a la pequeña fraternidad de Durango. Fueron tres años felices, salvo en las clases de religión que daba a adolescentes en los colegios de San Francisco y de los Maristas. Cuanto más me reconciliaba conmigo mismo, menos necesitaba de la teología como refugio ideológico. En Durango me enamoré por primera vez, y fue la mayor gracia que me había deparado la Vida desde los 10 años. Pero una moral y una teología de la vida religiosa todavía tradicionales me impidieron vivirlo plenamente. La culpabilidad empezaba a ahogar la alegría de vivir el amor.

Al cabo de los tres años, el nuevo Provincial, Eusebio Unzurrunzaga, me dijo que debía ir a estudiar y que fuera donde quisiera, pero mejor que no fuera a Roma… Escogí París, y fue una óptima elección. Pero confieso que mis motivos fueron, una vez más, ambiguos. Escogí París porque me atraía (aunque apenas me había enterado de Mayo 68), y porque allí (más concretamente en Versalles) podría tener, como de hecho tuve, la oportunidad de ser alojado y mantenido –como antes Joan Mari Torrealdai– por una gran comunidad de religiosas (Soeurs Servantes du Sacré Coeur) a cambio de los servicios de capellán. Pero también fui a París, que entonces se hallaba mucho más lejos que ahora, para alejarme de Durango y de la amiga de la que estaba enamorado. De alguna forma, fui a París huyendo de mí y, por lo tanto, huyendo de Dios, como Jonás, pero creyendo que iba por Dios y a Dios.

(Han pasado 35 años, y hoy me encuentro en Aizarna. Soy el mismo, pero todo es distinto, también en mí. Hace dos años me casé con Itziar, madre de dos hijos, y ahora compañera inseparable de mi camino, bendición de bendiciones. Después de tantos años de lucha baldía, junto a ella han quedado lejos, ¡cuán lejos!, aquellas angustias y culpabilidades, tan artificiosas y tan perniciosas. Todo es muy natural y sencillo, siendo a la vez frágil e inacabado. Bendigo a la Vida –a Dios, sin comilla alguna– por Itziar, por Mikel y Malen, por todo, por el amor tan humano y tan divino, por nuestras arcillas y alientos fundidos, por esta alianza de libertades).

Los cuatro años (1982-1986) pasados en la ciudad de la luz y de la Sorbona, del Barrio Latino y del Instituto Católico me resultaron exigentes y fecundos. La teología del Instituto Católico me desconcertó durante bastante tiempo. Allí se había olvidado ya Mysterium Salutis, obra alemana; en su lugar habían elaborado una enciclopedia alternativa, Manuel de Théologie Pratique (5 volúmenes), que yo no conocía, aunque luego la descubrí y compré, y me sirvió mucho en mis años de docencia. Pero, de momento, mis esquemas teológicos seguían siendo básicamente los del Teologado de Arantzazu, y llevaba siete años más bien desligado de la teología. Me sentía descolocado, casi expatriado. “Aquí hace mucho frío”, le escribía a mi amigo Juan Ignacio Agirre a comienzos de diciembre de 1983 para felicitarle en su cumpleaños. No me refería, naturalmente, al frío meteorológico, sino al clima teológico del Instituto Católico de París donde había llegado en octubre de 1982 y que me resultaba inhóspito y frío.

Pero nunca me eché atrás. En mis cursos segundo y tercero, dedicados de lleno a la licenciatura, tuve como tutor (y como bestia negra) a Georges Kowalski, sacerdote polaco, genial y un tanto excéntrico, científico, teólogo, informático adelantado… Él era el encargado de orientar (o más bien de reorientar) a los estudiantes extranjeros que iban a la Catho a hacer la licenciatura en teología. Una verdadera prueba que no todos pasaban, en aquel antro enorme de la rue Madame, atestado de libros, donde en un rincón tenía su camastro desangelado, medio disimulado por una cortina raída. Yo pasé la prueba, pero no sin padecer. Con su acento polaco, su mirada indagadora y su sorna sin compasión, ponía en evidencia todas las carencias de mi pobre teología de Arantzazu, y se regodeaba un poco llevándome dialécticamente contra la pared. A veces, después de la entrevista con él, volvía a casa derrumbado. Una vez me pidió que leyera su libro La route qui nous change (el camino que nos cambia), era el único que había escrito (cuando se piensa tan rápido como él pensaba, la escritura es una demora y requiere mucha paciencia, y él no la tenía). Lo leí. Eran comentarios a pasajes evangélicos, pero yo no encontraba en ellos ni Evangelio ni Presencia. Hoy sí lo encontraría. París fue un camino arduo, pero insensiblemente me fue cambiando, o disponiéndome para un gran cambio.

Yo quería estudiar sobre todo cristología, y me matriculé con gran interés en un curso, multitudinariamente seguido, de Joseph Doré (luego arzobispo de Estrasburgo). Pero no acabó de engancharme, ni hoy me engancharía. Mucho más que sus clases me aprovecharon los libros de la Colección “Jésus et Jésus-Christ” (Desclée de Brouwer) que él dirigía. Me resultaron muy interesantes dos cursos, igualmente multitudinarios, de Jacques Briend sobre la historia deuteronómica (Jueces, Samuel, Reyes). Era otra manera de entender la “conquista” de Canaán. Otro David, otro Salomón. Otra forma de leer la Biblia, a base de rebuscar rigurosamente las huellas de la historia –una pobre historia como la de todos los pueblos–, y una grandiosa interpretación teológica llevada a cabo siglos más tarde. Era como La Biblia desenterrada, pero hace 33 años. Lo que se cuenta es mucho más importante que lo que sucedió. El relato es mucho más eficaz que el acontecimiento. En una línea similar, pero aplicada al Nuevo Testamento, trabajaba Charles Perrot, con quien seguí dos interesantísimos seminarios, uno sobre la historia de Jesús, otro sobre las relaciones de Pablo y Pedro. Fantástico ejercicio en directo de lectura histórico-crítica de la Biblia.

Tres profesores influyeron sobre mí más que los demás: René Marlé, Jean Greisch y Claude Géffré. Con el primero seguí un curso sobre hermenéutica que me abrió los ojos a una perspectiva que para mí era nueva (sin embargo, he de reconocer que en esas dos horas de clase, justo después de comer, a menudo también se me cerraban los ojos, mientras la cabeza asentía apaciblemente). Con el segundo, Greisch, me perdía a menudo en sus análisis y constantes glosas cruzadas sobre Hegel, Heidegger, Lacan, Wittgenstein, Derrida, Lévinas, Ricoeur… y en sus correspondientes aplicaciones a la teología, pero era mucho lo que me sugería independientemente de lo que entendía. Con el mismo Greisch seguí un seminario de lectura y comentario de L’Étoile de la Rédemption (La Estrella de la Redención) del judío Franz Rosenzweig, obra extraordinaria de fenomenología, filosofía o teología de la religión.

Debo hacer una mención especial de Claude Géffré: un curso de “Hermenéutica y teología” y un seminario sobre Dieu, Mystère du monde (Dios, misterio del mundo) de E. Jüngel, tal vez el libro (dos volúmenes) que mayor impacto ejerció sobre mí en todos aquellos años y en los que siguieron. Me costó un tiempo digerir a Géffré (no tenía ninguna simpatía por Von Balthasar, y él era uno de los que me hacía sentir el frío del alma en París), pero luego me hice casi un adicto suyo. Él es, junto con Marlé y Greisch, uno de los grandes representantes de uno de los desplazamientos fundamentales de la teología en el siglo XXI: de la dogmática a la hermenéutica. No hay teología, ni dogma ni creencia ni “palabra de Dios” sin hermenéutica, sin interpretación. El lenguaje no lo dice todo y aquello a lo que se refiere es más importante que lo que logra decir, pero todo lo que decimos es lenguaje, aunque lo diga el Evangelio o un “papa infalible”.

Hice mi tesina sobre la “Fenomenología de la fe según Hans Urs von Balthasar”, cotejándolo someramente con el método fenomenológico de Husserl y Merleau Ponty. Bien a mi pesar, quiso dirigirla Georges Kowalski, y con él tuve que vérmelas más de una vez en el proceso de su elaboración. Junto a él, en el tribunal de la presentación estuvo también Greisch. Todo acabó bien (aunque me faltó un pelín para la máxima nota, porque no supe responder muy bien a una pregunta que me hizo Greisch sobre el “mal absoluto” en Kant). Kowalski me animó a hacer el doctorado, que yo también deseaba hacer. Quería prepararme a fondo para dar razón de mi fe cristiana en el mundo moderno. Se lo propuse al Provincial y él me permitió quedarme en París un año más, para hacer el curso de doctorado, aunque siempre me insistía en que volviera a la Provincia cuanto antes (siempre me acordaré, en contraste, de aquel joven jesuita con quien durante ese curso compartí seminario sobre la Ciudad de Dios de San Agustín: su Provincial le había destinado a París para dos años enteros con el único fin de estudiar justamente la Ciudad de Dios, nada más que para eso; no sé qué habrá sido de él, pero fue para mí un ejemplo de la responsabilidad y de la inversión que los jesuitas han dedicado a la teología y que la teología requiere, si no queremos quedarnos con los dogmas y el catecismo o el magisterio del papa). Durante ese último curso fue cuando seguí los seminarios más interesantes y provechosos: los de Perrot, Greisch y Géffré.

Durante el curso debía depositar el tema de la tesis. Yo seguía todavía interesado en la obra de Von Balthasar, aunque ya la leía en una nueva perspectiva, mucho más amplia. Pensé que sería razonable seguir investigando sobre el pensamiento de un autor con el que la tesina me había familiarizado. Me decidí por un tema que ya entonces constituía mi principal inquietud teológica: el lugar de Jesús y del cristianismo respecto de las otras religiones. Creía que era una cuestión transversal en la inabarcable obra de Von Balthasar y me parecía que éste podía responder a mis interrogantes más radicales. (Aquí hago de nuevo un breve inciso sobre la ambigüedad de mis motivos: cuando había elegido el tema de la tesina y ahora al elegir el tema de mi tesis, estaba muy presente en mí la intención de discutir las posiciones teológicas del sector “espiritualista” de Arantzazu que aún seguía muy vivo y que se apoyaba justamente en Von Balthasar, y de discutirlo desde un conocimiento más profundo de la obra de éste). Le escribí personalmente (ya lo había hecho con ocasión de la tesina) para consultarle sobre el tema elegido. Me respondió a vuelta de correo, como solía, pero en un tono seco y severo: “Yo no he tratado nunca sobre ese tema, de modo que le resultará tanto más fácil desfigurarme”. No me di por rendido. Le volví a escribir una larga carta, señalándole los muchos textos en los que trataba el asunto y por qué creía yo que era una cuestión central en su pensamiento. Esta vez se mostró más amable, me dijo que estaba de acuerdo y me dio alguna indicación para el trabajo. Deposité, pues, este título: “Religion, religions et Christianisme”. Pero esa es otra historia.

No puedo cerrar estas rápidas notas teológicas sobre aquellos años sin referirme a un curso de Bernard Quelquejeu sobre ética que seguí en mi primer año. No tanto por el profesor, innovador y riguroso, sino por la ocasión que me brindó. Había que hacer un trabajo, y yo escogí hacerlo sobre Emmanuel Levinas. El trabajo, centrado especialmente en Totalité et Infini¸ me costó sudores, pero me dio la ocasión para leer bastante a fondo a otro de los pensadores más importantes del siglo XX.

En resumen, al cabo de 4 años había caminado, y no poco. Me quedaba mucho: todavía apenas me había sumergido, por ejemplo, en la teología de la liberación. O en la teología ecológica, que haría mía más tarde.

3. Bilbao 1987: callejón sin salida en la tesis

Terminada la licenciatura y el curso de doctorado, fui destinado a nuestra fraternidad de Bilbao, donde residían nuestros candidatos franciscanos que estudiaban teología en la Facultad de Deusto. Allí me dediqué a la tesis y a la traducción interconfesional de la Biblia (Elizen Arteko Biblia) al euskera dentro de un proyecto y equipo que en los primeros meses del curso organizamos con el padrinazgo de la Sociedad Bíblica Internacional. Al mismo tiempo, me estrené como profesor en la Facultad de Vitoria-Gasteiz, impartiendo un seminario de licenciatura sobre el pensamiento de Hans Urs von Balthasar, en euskera.

En cuanto a la tesis, no acababa de ver el camino a seguir. Había proyectado empezar por presentar el análisis balthasariano del fenómeno religioso, comparándolo sucintamente con el de Barth por un lado y con el de Rahner por otro. Von Balthasar se situaba entre ambos, pero empezaba a encontrar contradicciones en él: el camino humano o, mejor, los caminos humanos hacia Dios ¿son o no son verdaderos caminos de Dios? Si el ser humano busca a Dios porque ya lo ha encontrado desde siempre o porque Dios lo ha encontrado a él desde siempre, ¿por qué esa animosidad temprana de Von Balthasar contra Rahner, contra su afirmación del “existencial sobrenatural humano” (es decir, que todo ser humano está no solamente destinado a la gracia divina, sino que ésta le es congénita y constitutiva), o contra su idea del ser humano como “cristiano anónimo”? Pero, al mismo tiempo, ¿a qué viene que Rahner se empeñe tanto en demostrar la necesidad de una revelación o encarnación particular y única de Dios en la historia, en el hombre Jesús? ¿No coincidían ambos, en el fondo, en el mismo “inclusivismo cristiano” (es decir: “las religiones humanas contienen semillas o fragmentos de verdad, pero solo adquieren plenitud y sentido en Jesús, el Hijo de Dios encarnado”)? Pero este inclusivismo ¿no acaba siendo al final un exclusivismo (es decir: “única y exclusivamente en Jesucristo se ha revelado y autocomunicado Dios de manera plena”)? Y este inclusivismo exclusivista de ambos ¿no coincide en definitiva con el exclusivismo radical y declarado de Barth (es decir: “Dios se ha revelado exclusivamente en Cristo, de modo que las religiones no son más que constructos humanos idolátricos”)? Y, al final de todo, ¿qué decimos al decir revelación y encarnación? ¿Qué decimos al decir Dios? Me perdía. Me entraban serias dudas de que mi trabajo pudiera llegar a ninguna meta clara o pudiera aportar algo.

Pero no se me pasaba por la cabeza arrojar la toalla. Hice como pude los dos primeros capítulos, se los envié por correo normal –todavía no existía el correo electrónico– a mi directora Henriette Danet y en marzo de 1987, a propuesta suya, fui a París a verla. Ella tampoco veía operativo ni viable mi planteamiento, pero no me dio ninguna orientación práctica. Volví a Bilbao muy desanimado. No podía seguir, ni siquiera veía hacia dónde pudiera tirar. El cansancio y la angustia me invadieron. No solamente se me rompía toda la tesis tal como la había concebido. Se me rompía también el esquema teológico –teísta, dualista, sobrenaturalista, inclusivista (en el fondo exclusivista, como acabo de señalar en el párrafo anterior)–, el esquema que hasta entonces había sostenido, que me había sostenido hasta entonces. Pero no podía admitirlo, porque no veía ningún modelo alternativo. Era un callejón sin salida. Se rompía mi espiritualidad. Me rompía yo.

Aconsejado por mi amigo y homónimo José María Arregi, fui a hablar con Javier Garrido que a la sazón vivía en Huarte-Pamplona. Me tranquilizó y recomendó dejar la tesis al menos provisionalmente. Y como de pasada me dijo algo que para mí fue un chispazo decisivo, pero con lo que –según me ha parecido siempre desde entonces– el mismo Garrido no ha sido coherente hasta el fin, en la medida en que sostiene una imagen de Dios como voluntad y decisión exterior al mundo y al ser humano.

De vuelta a Bilbao, José Mari Arregi me sugirió que fuera a pasar algún tiempo en el Santuario de San Pedro Regalado (Burgos), cerca de Aranda de Duero, que era por entonces la casa del Noviciado de la Provincia Franciscana de Arantzazu. Pasaba las mañanas trabajando con Ramón Irizar en la traducción de la Biblia y por las tardes iba con el nutrido y alegre grupo de novicios a entresacar o aclarar la remolacha en los campos en que ya crecía. Reíamos tanto como trabajábamos.

Pronto recuperé el ánimo. Y entre los campos de remolacha y los amplios y claros cielos burgaleses me vino a la mente un esquema más claro y pertinente para la tesis. Presentaría dos modelos de diálogo del cristianismo con las religiones a partir de Von Balthasar:

1) Por un lado, el modelo reductor-inclusivista y en última instancia exclusivista, en el que todas las religiones, incluido el judaísmo, no pasan de ser sino “adviento del cristianismo” (R. Guardini), formas fragmentarias y provisionales de la plenitud que se da únicamente en Jesús, el Hijo de Dios encarnado y muerto. Todas las demás religiones no son más que un camino hacia la revelación cristiana, formas humanas abocadas al fracaso a menos que se abran a la palabra y la gracia que viene de lo alto, del Dios de lo alto.

2) Y por otro lado (Segunda Parte), el modelo de la alteridad irreductible de Israel y de su actualidad después de Jesús, modelo éste que apunta más allá del modelo inclusivista y que está claramente presente en Von Balthasar: el camino religioso de Israel ya es desde el principio revelación de Dios y no queda anulada ni puede ser usurpada por el cristianismo; entre Israel y la Iglesia se daría, pues, un diálogo de verdadera reciprocidad, sin superioridad, sin exclusión, pero también sin inclusión; claro que esa irreductibilidad y, por lo tanto, la reciprocidad de igual a igual se la reconoce Von Balthasar solamente a la religión de Israel como religión sobrenatural revelada.

3) Por fin (Tercera Parte), aplicaría este segundo modelo balthasariano al diálogo del cristianismo con todas las religiones no cristianas, no solamente con Israel. No cabe ni exclusión ni inclusión entre las religiones. Opté por el tercer modelo –el modelo pluralista (Hick, Knitter, Panikkar), tan denostado por entonces–; opté por él más que nada porque los otros me encerraban en un callejón sin salida y sin respiro. A pesar de que el paradigma pluralista era también a su vez como un salto en el vacío, de modo que no había paz en mí. Ya llegaría. En cualquier caso, no veía otro camino.

Los tres párrafos precedentes resumen el esquema general que a partir de entonces seguí en la tesis. Ante todo, volví a escribir a Hans Urs von Balthasar exponiéndole mi nuevo proyecto. Me respondió, como era de esperar, que el caso de Israel es absolutamente singular y que, por lo tanto, no es teológicamente legítimo ampliar la relación de reciprocidad entre el judaísmo y el cristianismo y aplicarlo a la relación entre el cristianismo y todas las otras religiones. Tampoco esta vez me rendí.

En junio de ese mismo año tuvo lugar en el Instituto Teológico San Dámaso de Madrid (hoy Facultad de Teología por obra y gracia de Mons. Rouco Varela) un Congreso Teológico sobre Hans Urs von Balthasar, al que asistí. Estuve con él, y me reiteró lo que me había dicho por escrito: que es cristianamente imposible equiparar a la religión de Israel con las demás religiones y también, por lo mismo, aplicar a la relación con las demás religiones la reciprocidad irreductible existente entre la fe de Israel y la de la Iglesia. Pero yo ya estaba decidido. Unos días después, el día en que iba a viajar a Roma para ser investido cardenal de honor por Juan Pablo II, mientras se afeitaba por la mañana, Hans Urs von Balthasar falleció.

Yo seguí adelante con mi proyecto y mi esquema. Hice una lectura crítica del autor, y me apoyé en él para defender una posición que él condenaba. Era consciente de la contradicción básica sobre la que se sostenía o más bien se tambaleaba mi tesis: me apoyaba en Von Balthasar para contradecirle. Creo que era y es, en el fondo, la misma contradicción sobre la que fluctúa toda la teología de Von Balthasar.

Doy un salto adelante de tres años y medio, para concluir con el relato de la tesis, que mientras tanto había pasado a titularse así: “Sans exclusion ni inclusion. La relation Israël-Eglise chez Hans Urs Von Balthasar comme paradigme du rapport entre le christianisme et les autres religions”. La presenté el 12 de enero de 1991 en el Instituto Católico de París (entretanto, en septiembre de 1987, había sido destinado a la fraternidad de Pamplona, y daba clases en el CSET –Centro Superior de Estudios Teológicos–, ubicado en el Seminario). Empecé mi intervención ante el tribunal con estas palabras: “El trabajo que hoy les someto constituye un interrogante más que una afirmación y la confesión de una aporía más que la prueba de una llegada a la meta. Es el modesto resultado al que me ha conducido mi camino espiritual e intelectual, y que se corresponde bien, me parece, con la actitud humana de un encuentro dialogante sin prejuicios, con una actitud religiosa auténtica de búsqueda del Absoluto Inefable sin voluntad de anticipación, y, por fin, con una actitud evangélica y cristiana de confesión del amor absoluto sin pretensión y sin privilegio”. Y terminé mi intervención con estas otras palabras: “El amor más grande aboca todos nuestros sistemas a un callejón sin salida, pero el callejón sin salida nos invita una y otra vez a una confesión de fe más humilde y más verdadera”.

Tomó la palabra Henri Cazelles, reconocido biblista, y no disimuló su crítica de fondo a mi trabajo. “Estoy de acuerdo –vino a decirme– con la teología de Von Balthasar sobre la relación entre el cristianismo y las otras religiones. Pero no puedo aprobar la aplicación que Ud. hace del modelo Iglesia-Israel a la relación del cristianismo con las religiones en general”. Luego habló Claude Géffré, que me estimaba y cuya teología yo estimaba mucho, y vino a decir: “Comparto la tesis que sostienes, pero no me parece correcto que hayas recurrido justamente a Von Balthasar para sostenerla”. Justo lo contrario de lo que me había dicho Cazelles. En otro momento, Géffré dijo también, en tono de broma: “No sé muy bien cómo se puede ser cristiano en el País Vasco afirmando como tú afirmas que Jesús no es la única Plenitud de la revelación divina…”.

Respondí como pude. El tribunal apreció mi intervención primera y mis respuestas a sus objeciones. Y también esta vez todo acabó bien. Pero no era más que el comienzo de un camino que me seguiría transformando más de lo que yo todavía imaginaba y que no podía saber hasta dónde me llevaría. De momento hasta aquí.

Luego he vuelto más bien poco, cada vez menos, a la lectura de Von Balthasar, salvo para algunas conferencias y publicaciones. Pero no me pesa el tiempo dedicado a leerlo y desentrañarlo. En cualquier caso, forma parte de mi itinerario espiritual y teológico y todo lo quiero dar por bueno.

4. Entre Pamplona y Vitoria

En septiembre de 1987, como he dicho, fui destinado a la fraternidad de Pamplona, que era parroquia y a la vez residencia de nuestros jóvenes postulantes. Seguía con la tesis y con la traducción de la Biblia. Colaboraba en la formación de los postulantes, y algo también en la parroquia. Pero aquel mismo año, por sugerencia de Javier Garrido, diseñé y puse en marcha un programa de formación teológica básica e integral para laicos, que, tras terminar los tres años de catecumenado que el propio Garrido dirigía desde hacía años con mucha concurrencia, estaban interesados en una formación teológica no académica. Era un programa de cuatro años en los que se trataban todos los temas principales de la teología. Yo acompañaba cada grupo, que funcionaba en forma de seminario semanal, con un texto de lectura/estudio para el tema de cada semana. Cuando en septiembre 1994 fui destinado a Vitoria y ya no pude acompañar cada semana a todos los grupos, pasé a desarrollar el programa en forma magisterial de clases, de manera cíclica, en el Salón de Actos del Bup Leyre de las Religiosas del Sagrado Corazón de Pamplona. Cada jueves, de 19,30 a 21,00, acudían en torno a 200 personas. Luego, cuando en septiembre de 2002 fui destinado a Arantzazu y ya no podía desplazarme cada semana a Pamplona, y la gente quería seguir con la formación, les propuse enviarles por correo electrónico –a quienes lo tuvieran– el tema semanal elaborado por mí mismo. Y así seguimos durante años, y de ahí nacieron los escritos semanales que también se publicaban en varios portales de Internet (Feadulta, Atrio, Religión Digital…); a partir de 2010, a petición del periódico DEIA, se convirtieron en columnas de dicho periódico y de los otros Diarios del Grupo NOTICIAS. Me he extendido sobre este punto, porque siempre he considerado que es lo mejor de toda mi actividad teológica hasta hoy. Lo mejor ha tenido lugar en la amplia y plural aula extra-académica, fuera de los centros y Facultades teológicas.

Pamplona significó el inicio de mi plena docencia teológica. En 1988, Jesús Lezáun –brillante profesor y crítico implacable de las instituciones políticas y eclesiásticas navarras– se retiró o le retiraron como profesor de Cristología y Mariología en el CSET de Pamplona, y en su lugar fui nombrado yo, y Monseñor Cirarda aprobó el nombramiento. Desde que fui a París soñaba con ser profesor de cristología, y he aquí que se cumplía el sueño (con la cristología empecé mi docencia teológica en Pamplona y con ella continué en Deusto, ininterrumpidamente hasta que me fue retirada la licencia canónica en 2010). Jesús era mi pasión, en un doble o triple sentido: era un apasionado del hombre, el profeta, el creyente, el rebelde Jesús; era un apasionado de la reflexión y de la enseñanza sobre la historia y los dogmas relativos a Jesús; pero Jesús era también un motivo de pasión/padecimiento. La tesis había removido en mí creencias demasiado importantes para poder despojarme de golpe de ellas: divinidad, preexistencia, encarnación, concepción y nacimiento virginal, presciencia, milagros, expiación, plenitud de revelación-salvación, resurrección milagrosa, apariciones, segunda venida… “Perdona, Jesús, te estoy siendo infiel”, me decía dentro de mí. Pero no escogemos lo que pensamos, sino que pensamos lo que podemos. Lo que pasa es que aún me costaba aceptar en paz que la fe o la fidelidad no se juega en lo que creemos o pensamos. Y ya que mi “fe en Jesús” vacilaba, me agarraba a “la fe de Jesús”. “Me basta –me decía– con tratar de creer y obrar como Jesús creía y obraba”. En ello me ayudaron muchos autores como Jon Sobrino y Leonardo Boff. La fe es vida liberada y fraterna, es praxis liberadora y pacífica. Y eso es lo divino de Jesús y de todos nosotros. Así es como trato hoy de vivir mi fe en Jesús. Él sigue siendo mi pasión, pero ya no me hace padecer.

Los alumnos y alumnas (seminaristas, religiosos, laicos) de los dos o tres primeros cursos de Cristología en Pamplona fueron en general estimulantes. Jóvenes inquietos, abiertos, críticos. Jóvenes creyentes “normales”. Sentía que llegaba a ellos y que no me frenaban, que querían preguntarse más, como yo. Pronto fue cambiando el clima. Las pocas manos que se levantaban eran sobre todo para ponerme objeciones o pedirme cuentas. Un día que les dije que Jesús no lo sabía todo y que se equivocó cuando pensó que el Reino de Dios o la desaparición de todas las injusticias y pobrezas era inminente, un seminarista (que ahora es sacerdote y profesor de teología) levantó la mano y me espetó agriamente que “no era de recibo” que dijera aquello, que estaba negando el dogma de la divinidad y la presciencia divina. Observé que entre los alumnos de la clase había una escala muy clara de mayor a menor apertura, y luego lo he ido confirmando en todas partes: las más abiertas las mujeres laicas, luego las religiosas, luego los laicos, luego los religiosos, y en último lugar, a buena distancia, los seminaristas, los más cerrados. De esos seminaristas se ha nutrido el clero desde entonces, y de ese clero se está nutriendo el episcopado universal, y así nos va, así nos irá, y no creo que eso lo cambie el buen papa Francisco. Pero no soy pesimista, pues creo mucho en el Espíritu o aliento vital que no sabe de fronteras y catecismos.

No me extrañé, pues, cuando en junio de 1995 –yo vivía entonces en la fraternidad de Vitoria– me llamó el secretario de Mons. Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona, citándome para el día siguiente en el palacio arzobispal de Pamplona. No me extrañó, pero me eché a temblar. Sabía lo que venía. Don Fernando me esperaba solemne en lo alto de la solemne escalinata del hall, mientras yo subía como podía. “En son de paz”, me dijo cuando llegué arriba. Me acompañó a su despacho y no tardé en escuchar lo que ya pensaba: debía dejar las clases de Cristología. “Tienes fama de buen profesor, pero algunas cosas que enseñas van contra la fe y escandalizas”. Se refería sobre todo a la virginidad de María, obsesión masculina, obsesión clerical. Luego me preguntó sobre las nuevas publicaciones en Cristología. Yo le hablé de una obra muy reciente de Joseph Moingt, L’homme qui venait de Dieu (El hombre que venía de Dios), que acababa de leer, y de su atrevida deconstrucción de la idea tradicional de la preexistencia de Jesús. No me dijo nada. Cuando volví a casa, en mi habitación, rompí a llorar. Miraba mis estanterías de libros y mis carpetas, mudas. Todo para nada. Se había acabado mi docencia. ¡Qué pronto se había acabado! Al día siguiente se lo fui a contar al Decano de Vitoria, Ángel Navarro, profesor de Cristología también él. Me dijo que estuviera tranquilo, que no me faltarían clases en la Facultad de Vitoria. Y así fue. Debo mucho a la Facultad de Vitoria, donde siempre me sentí en casa.

Allí publiqué mi primer artículo de teología propiamente dicho, en 1994, primer año en Vitoria. Empecé, pues, a escribir muy tarde, y fue por una casualidad, casi diría que como todo lo que es, lo cual no quita ningún valor ni dignidad a nada de lo que es. Nada está predeterminado. “Dios” o la “Creatividad sagrada” (S.A. Kauffman) juega a los dados. El mundo se está creando, habitado y movido por esa Creatividad sagrada que es un nombre del misterio divino, y que opera como por ensayo y error desde el corazón de cuanto es; también nosotros, en la gran comunión de todos los seres, vamos buscando nuestro camino como por ensayo y error. Así evoluciona toda la cultura. ¿Y la teología? También la teología (como el constructo dogmático en su conjunto y toda la ortodoxia ligada a él), inseparable de la cultura, se va formando y transformando, de forma en forma; también la teología evoluciona, como la vida; si no evoluciona, es que está muerta o a punto de morir. Pues bien, la fraternidad de Vitoria me pidió que les diera una charla sobre la nueva teología. Vino también Javier Querejazu, profesor de ética en la Facultad de Teología. Les hablé sobre el carácter histórico del lenguaje teológico. Después de la charla, Querejazu me dijo que debía publicar la charla en Lumen, una de las revistas de la Facultad, y me pidió el texto. Y se publicó en el último número de aquel mismo año con el título “La teología como lenguaje histórico”. Fue el primero de una serie bastante larga. De entre todos ellos destacaría los siguientes, por el significado especial que tuvieron en mi reflexión teológica:

1) “Apuntes para un diálogo interreligioso”, en dos partes (1996). Lo había enviado a la revista con temor y temblor, por lo delicado del tema y por lo osado de mis planteamientos para aquellos años; un día Félix Urtaran, benemérito profesor de la Facultad y director de la revista, me paró en el pasillo de la Facultad, aquel ancho pasillo de precioso azulejo, y me felicitó efusivamente. ¡Cuánto me reconfortó aquella felicitación! En la última década del siglo XX y en la primera del siglo XXI compartí e impulsé iniciativas de diálogo interreligioso aquí y allá. Luego, el propio diálogo interreligioso me ha ido llevando más hacia una espiritualidad transreligiosa, y me he encontrado con que autores mucho más importantes que yo desarrollan esa perspectiva (Javier Melloni y José María Vigil, además del maestro común: Raimon Panikkar). Quien relativiza sus creencias frente a otras creencias no puede menos de acabar relativizando todas. Y no por ello tiene por qué disolverse la identidad ni apagarse la espiritualidad; muy bien puede suceder lo contrario: que la identidad encuentre las raíces que la nutren más allá de las formas, y las formas nos abran al Espíritu que las habita y que sopla donde quiere.

2) “¿Y si hubiese vida fuera de la tierra? Reflexiones para una teología no geocéntrica” (1996). Por entonces se habló de unos posibles rastros de vida en una roca marciana, y yo aproveché para preguntarme: ¿cómo afectaría a la teología, a la imagen de Dios, a la antropología teológica y muy en particular a la cristología, si alguna vez se verificara que hay vida (tal vez igual o incluso más inteligente que la nuestra) fuera de la Tierra? Sacaba la conclusión de que es preciso superar el antropocentrismo teológico tan arraigado, la imagen tan antropocéntrica de Dios y, sobre todo, la cristología tan geocéntrica y antropocéntrica (y jesucéntrica) que sigue predominando. Por aquellos días pasó dos días en nuestra casa González Faus y le di a leer el artículo; me dijo que tenía un estilo de escribir claro y sencillo, lo que era de agradecer, pero no le cabía la hipótesis de que hubiera vida fuera de la Tierra y, por lo tanto, le parecía inútil ese tipo de teología-ficción. Pero en ello sigo. Y procuro estar más o menos enterado –a nivel divulgativo y general – de los pasos y de los retos fundamentales de la ciencia (biogenética, neurociencias, astrofísica…): sin ese diálogo próximo con la ciencia, no veo que el teólogo pueda pronunciar hoy palabras que sean luz y sal para la tierra.

3) “Ante el futuro de la Vida Religiosa” (2001). Lo escribí a raíz de un retiro que me pidieron sobre el tema las religiosas y religiosos de Vitoria. Afirmaba que la teología de los votos sobre la que se funda todavía la Vida Religiosa ya no tiene sentido, que la Vida Religiosa así concebida no puede persistir y que es preciso reinventarla a fondo y no basta con unos apaños. Lo envié a Lumen. Algún tiempo después, José Ignacio Calleja, entonces Decano y director de Lumen, me dijo que en el Consejo de redacción había oposición a la publicación de mi artículo, pero que él había abogado porque se publicara y así se haría. Un tiempo después, Dolores Aleixandre me felicitó vivamente por ese artículo y me dijo que lo compartía plenamente. No es posible seguir manteniendo el modelo de una Iglesia tripartita formada por “clérigos, religiosos y laicos”, donde los últimos se definen por lo que no son (ni clérigos ni religiosos), no son nadie. No es la Iglesia de Jesús, y no bastarán, para que lo sea, unos cuantos remiendos como reformas de curias y sacerdocio de las mujeres (para clericalizarlas).

En mis años de Vitoria descubrí un autor que no quiero dejar de mencionar en este balance: Adolphe Gesché, sacerdote belga, profesor en Lovaina, prematuramente fallecido en 2003. Escribió poco, pero todo lo que escribió es límpido, bello, profundo, sugerente. Una bocanada de aire fresco. Me parece de lo mejor en la teología de las últimas décadas. Dios como exceso creador inherente en el corazón de la realidad, teología que no está para responder a las preguntas sino para preguntar a las respuestas, teología ecológica, teología pluralista. Escribe que le gustaba repetir a sus alumnos: “No tengáis miedo de asomaros al brocal de vuestro propio pozo. En vosotros hay, como en todo hombre y toda mujer, un manantial especial, único y singular, que hace que cada uno de nosotros sea indispensable. No tengáis miedo de vosotros mismos; no tengáis miedo de lo que acuda a vuestro propio pensamiento… ¿Acaso no está escrito: “Bebe agua de tu propia cisterna, los raudales que salen de tu pozo’ (Prov 5,15)?”. ¡Cuántas veces se lo he dicho a mis alumnos!

Mi docencia teológica no ha sido muy larga, pero ha sido muy amplia. He impartido nueve asignaturas distintas, sin otro mérito que el estar dispuesto a cubrir huecos donde hiciera falta: Cristología (Pamplona 1988-1995, Instituto de Ciencias Religiosas de Deusto 1997-2010), Mariología (Pamplona 1988-1995), Fenomenología de la religión (Pamplona 1991-1997), Historia de las religiones (Pamplona 1991-1997, Vitoria-Gasteiz 1997-2003), Antropología teológica II (Pecado en general y pecado original) (Vitoria-Gasteiz 1994-2004), Antropología teológica I (Creación) (Vitoria-Gasteiz 2001-2004), Introducción a la teología (Vitoria-Gasteiz 1996-2004), Escatología (Instituto de CCRR de Deusto 1997-2010, Facultad de Deusto 2000-2005), Sacramentos en general y en particular (Facultad de Deusto 2002-2003) y… Patrología (Facultad de Deusto 2003-2010) (Me permito un comentario sobre esta última materia. Jamás me había imaginado dando Patrología o Santos Padres de la Iglesia, entre otras cosas porque en esa asignatura, en el Teologado de Arantzazu, tuve el único suspenso de mi vida… por razones, bien es verdad, más bien extra-académicas. Pero a falta de otro me lo pidieron a mí y yo accedí, aunque me exigía un gran esfuerzo de preparación, y porque todo el primer semestre de aquel curso iba a pasarlo en Colombia, en calidad de Visitador de la Orden Franciscana). Sin embargo, le tomé mucho gusto a la Patrología, y no sé si enseñé algo, pero aprendí mucho acerca del origen histórico, azaroso y contingente de la doctrina y de los dogmas sobre Jesús y la Trinidad, el sacerdocio clerical masculino, la creencia en el pecado original… Todo lo que se impuso como ortodoxia es una formación histórica legítima, pero contingente y relativa, mientras que todo lo que se rechazó como heterodoxia pudo ser “ortodoxa” en otras circunstancias).

Rafael Aguirre me dijo una vez que no era bueno que diera asignaturas tan diferentes, pero estoy contento de que haya sido así, no solo por haber sido un comodín útil, sino porque me ha llevado a interesarme de muchas cosas y creo que en los tiempos de cambio acelerado que nos ha tocado vivir son más importantes que nunca las visiones globales y la interdisciplinariedad. No solo ni en primer lugar la interdisciplinariedad hacia dentro, sino hacia fuera, si es que en teología existe el adentro y el afuera.

Por eso, en la asignatura de Introducción a la teología insistía a los alumnos: No leáis ni estudiéis, por favor, solo teología, si no queréis tener un discurso que ya no vale para los no creyentes, y cada vez vale menos para los creyentes. Leed ciencia, leed literatura, leed textos fundantes de otras religiones, leed a ateos, leed a Nietzsche. Solo así podréis dialogar con los hombres y las mujeres de hoy, y aprender de ellos y de ellas, y decirles algo de interés. La misma frontera entre creyentes y no creyentes es cada vez más imprecisa y menos importante. El “Dios” que niegan los ateos no existe. Los que no creen nos enseñan a creer de la única manera hoy creíble.

5. De Vitoria a Deusto

Nada hubiese sido igual en nuestra vida actual si algo en nuestro pasado hubiese sido diferente. Pero algunos hechos cobran especial relevancia en nuestra biografía consciente. El haberme incorporado a la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto ha sido decisivo en los últimos 20 años de mi vida, 7 de los cuales (de 2003 a 2010) los pasé en Arantzazu. Y no lo digo tanto porque, no siendo sino un pobre franciscano como era, allí me sentí por primera vez plenamente inserto en una institución teológica mayor (con despacho…, aunque sea una futilidad) ni por la satisfacción de mi ego (otra futilidad), ni siquiera porque allí se desarrolló o al menos se originó lo mejor de mi producción teológica (una veintena de libros y un centenar de artículos, sin contar las columnas semanales o quincenales en periódicos, revistas y portales de Internet : todo ello no pasa de la “segunda” o de la “tercera división” de teología). No lo digo ante todo por nada de eso, sino porque allí fui en mi pensamiento más libre que nunca hasta entonces, porque allí pagué el precio de mi libertad –la pérdida de la licencia para la docencia teológica–, porque, cuando creía que iba a perderlo todo, hasta el pan de cada día, la Universidad de Deusto me respaldó –los jesuitas me respaldaron, independientemente de que estuvieran de acuerdo o no con mi teología–, y porque, al ser agregado a la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, pude quedarme en la Universidad y seguir adelante, de otra manera mucho más libre, con mi modesta misión teológica. Ahora mucho más por libre. Y ganándome el pan de hoy y el de un próximo mañana de pensionista.

No se me había pasado por la cabeza la posibilidad de ser profesor de teología en Deusto. Un día, en la primavera de 1997, me llamó José Luis Zinkunegi, jesuita, ex-Provincial, Decano de la Facultad de Teología de Deusto, a una reunión de unos cuantos profesores de teología que podíamos enseñar o escribir en euskera. Nos propuso crear una colección de manuales de teología en nuestra lengua, financiado por la Facultad de Deusto. Aporté mi apoyo entusiasta y mis sugerencias. La colección se llama Erlijio Kulturaren Bilduma (Colección de Cultura Religiosa). Me encargaron el primer volumen, el correspondiente a la Cristología (lo escribí de un tirón en el verano de 1999, retirado a Arantzazu, y se publicó en 2000 bajo el título Nazareteko Jesus. Zer gizaki? Zer Jainko? –Jesús de Nazaret. ¿Qué hombre? ¿Qué Dios?–. En la misma colección publiqué en 2004 un manual de Historia de las religiones: Oinatzak bidean – Huellas en el camino–. Pues bien, al final de aquella reunión, José Luis Zinkunegi me pidió dar Cristología en el Instituto de Ciencias Religiosas de la Universidad de Deusto. Lo acepté gustoso.

Unos años después, el mismo Zinkunegi, en una de las reuniones del equipo encargado de la citada Colección, planteó la conveniencia de fundar una revista de teología en euskera. A propuesta de Zinkunegi, me confiaron la elaboración del proyecto. En ello puse todo mi cariño y mi esfuerzo y mucho tiempo durante años. Hoy es la revista “Hemen. Erlijio gogoetarako aldizkaria” (Aquí. Revista de pensamiento religioso), cuyo primer número se publicó en 2004 y que dirigí hasta 2009, año en que pedí dejar la dirección, para aliviar mi excesiva carga de trabajo y para salvar a la revista de la amenaza de suspensión que pesaba sobre ella si la seguía dirigiendo yo). Siempre aposté por una revista de reflexión crítica y plural; plural sí, pero no neutra; una revista abierta a escritores, pensadores, científicos y activistas sociales, independientemente de que fueran creyentes o no, que no pasan de ser etiquetas vacías; una revista de diálogo y búsqueda compartida más allá de toda frontera.

Deusto me permitió también realizar un viejo sueño y aspiración: la traducción y publicación en euskera de los grandes textos de las diferentes religiones del mundo. Esta vez fue José Luis Zinkunegi el que acogió la idea de muy buena gana, al igual que su sucesor José Javier Pardo. Entre 2007 y 2012 se publicaron 15 tomos (Corán, Buda, Confucio, Laozi…). Era una gran laguna en la cultura vasca, y desearía y espero que el proyecto –interrumpido a causa de la crisis económica– tenga continuidad. Los textos fundantes de las tradiciones religiosas no solo están en las raíces de la cultura universal, sino que también pueden ser una fuente actual de inspiración para la vida. Solo hace falta aprender a releerlos, y esto vale por igual para el Dao De Jing que para la Biblia.

Todavía quiero señalar una oportunidad más que me ofrecieron los años pasados en la Facultad de Teología de Deusto, y es la participación en un equipo de investigación (“Aproximación a la reconfiguración de la institución cristiana”) formado por Manuel Reus, Javier Vitoria, Luzio Uriarte y servidor. Fueron tres años de intenso trabajo personal y grupal, en un clima de agradable compañerismo. Fruto de ese trabajo es, por un lado, el libro de colaboración La fe, Dios y Jesucristo y, por otro lado, el libro correspondiente a mi parte de investigación: ¿Qué dices de Dios? Responden 40 escritores vascos de hoy. Por aquellos años me interesé mucho por “Dios (o religión) y escritores vascos contemporáneos” (fue entonces cuando el editor de Elkar, Xabier Mendiguren, nos propuso a Edorta Jimenez y a mí unas conversaciones sobre Dios, que Elkar publicó como libro: Jainkorik bai ala ez? –¿Existe Dios?–). La presencia o el tratamiento del tema religioso (más bien de la espiritualidad) en los escritores me sigue interesando, pero la vida no me da.

Entonces, un fuerte terremoto vino a sacudir mi presencia en la Universidad y toda mi vida. Me habían ido llegando señales inequívocas, y tenía el presentimiento, casi la certeza, de que tarde o temprano me alcanzaría de lleno. El 9 de junio de 2010, mi Provincial Juan Telesforo Zuriarrain me comunicó que el Obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, me prohibía enseñar, predicar y escribir. Fue un mazazo seco, pero llevaba mucho tiempo preparándome para aquel momento. Me sentí fuerte. Ya no quedaban resquicios ni dilaciones. La decisión se imponía, y no dudé: no acataría la prohibición del obispo, y dejaría la Orden y, si hacía falta –que hizo falta–, el sacerdocio. Era la hora de la verdad, de mi verdad, pues hacía años que ya no creía ni en el “orden sacerdotal”, en la Iglesia clerical, ni en el actual modelo de Vida Religiosa.

Tuve que dejar la Facultad de teología, y daba por supuesto que debería dejar también la Universidad, aunque en ningún momento se me pasó por la cabeza abandonar mi pasión por la teología y lo que entendía que era mi servicio o mi misión en la Iglesia en mi humilde medida: liberar el Misterio de Dios de las cadenas del lenguaje para liberar la vida de la gente y de todos los seres. Pero ¿cómo podría aportar ahí mi granito de arena o de trigo y a la vez ganarme el pan de cada día?

Se lo debo a los jesuitas –siempre os estaré agradecido, hermanos compañeros de Jesús, de la Provincia de Loyola–. Me mantuvieron en la Universidad, pasándome a la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, adscrito al Departamento de Humanidades. Allí me encargaron de dar Historia de las religiones y Fenomenología de la religión, y me mantuvieron los 12 créditos de “Oriente y Occidente en sus grandes tradiciones religiones” que desde hacía años venía impartiendo, en euskera y en castellano, para alumnado de todas las titulaciones en el marco del Vicerrectorado de Identidad y Misión. Y ahí sigo.

Sigo por la gracia de la Vida. Por la gracia de los franciscanos y de los jesuitas (e incluso, no miento, por la gracia de Mons. Munilla) estoy donde estoy, donde creo que siempre quise estar. Como quien ha encontrado su lugar en el mundo, después de haberme perdido tantas veces y aunque todavía a veces me sienta perdido.

Me siento teólogo por la libre, como siempre he querido ser. No, no me interesaba instalarme de por vida entre trámites y burocracias. No me interesaba tampoco eso que se llama “investigación académica”, demasiado formal a mi modo de ver. No me interesaba seguir repitiendo en lenguajes aparentemente nuevos las doctrinas “fundamentales” de un pasado ya caduco o a dotarlas simplemente de un nuevo aparato crítico. Quería revisarlas a fondo, para reinterpretarlas de una manera coherente con los paradigmas actuales cuando eso fuera posible, o para abandonarlas sin pesar cuando no fuera posible recuperar el espíritu que las habitó en otro tiempo. No me interesaba publicar en revistas científicas o especializadas o aparecer citado en ellas, aunque eso fuera requisito indispensable para ganar méritos académicos, obtener la Q de excelencia, ser promovido en el escalafón. No me interesaba la “teología hacia dentro”, que se nutre de sí misma y no nutre a la inmensa mayoría de los hombres y de las mujeres de hoy que viven en otro mundo y hablan otro lenguaje.

Soy afortunado. Se me ha ofrecido, de una manera que nunca imaginé, la oportunidad de hablar o de escribir para expresar lo que pienso y lo que quiero vivir. No quiero hablar o escribir para teólogos, ni para clérigos y seminaristas. No quiero escribir ni decir nada que no pueda ser entendido a la primera por Itziar, e incluso por Mikel (que estudia Ciencias de la Comunicación en la Universidad del País Vasco), y hasta por Malen (que estudia segundo de DBH o ESO en la escuela pública de Zumaia). No me interesa una teología endogámica que –como solía decir siempre a mis alumnos de Introducción a la Teología de Vitoria, parafraseando lo que alguien dijo sobre la religión o sobre “Dios”– “solo sirva para resolver los problemas que sin la teología no existirían”. Desde hace muchos años tengo la impresión de que, efectivamente, la teología se alimenta de sí misma, y por eso no alimenta a casi nadie.

Seguir hablando de un Dios creador revelado a Israel y encarnado por única vez en el hombre Jesús, de la divinidad sustancial de Jesús y de su muerte expiatoria y de su resurrección milagrosa, del pecado y de la salvación o del perdón, de la creación y del fin del mundo y de la vida en el más allá… es como seguir hablando griego o latín a quienes ya no hablan o entienden ni el griego ni el latín.

La gente no se ha alejado de nuestras iglesias por dejadez, sino porque la hemos dejado; no por desinterés, sino porque no les ofrecemos nada interesante; no porque carezcan de espiritualidad, sino porque nuestras creencias, palabras y ritos ya no son capaces de ofrecer espíritu y vida. No creemos lo que queremos, sino lo que podemos, igual que no pensamos lo que queremos, sino lo que podemos pensar; solo pensamos aquello que nos resulta “pensable” de acuerdo a una infinita red de circunstancias ligadas entre sí; para empezar, nuestras neuronas, pero también nuestra historia personal y colectiva, nuestra educación y relaciones, nuestros estudios y saberes, nuestra forma de vida y nuestra visión del mundo, nuestro marco cultural. Ahora bien, todas las “creencias” son formas de pensamiento personal y colectivo. Creer –en el sentido de asentir a unas creencias– es siempre una forma de pensar, por mucho que digamos que creemos lo que “Dios ha revelado”. Por eso, creemos lo que podemos creer. Lo que “creemos” depende de lo creíble en el paradigma cultural de cada época (le “croyable disponible” que decía P. Ricoeur).

Es inútil empeñarnos en que la gente siga creyendo lo que ya no puede creer. Es pérdida de tiempo, porque tarde o temprano dejarán de creer todo lo que les enseñamos. También es una falta de responsabilidad, porque en la medida en que tratemos de inculcar a la gente unas creencias como algo esencial de la fe, en esa medida dejamos de ofrecerles aliento, espíritu, espiritualidad. Vida. De ningún modo quiero decir que debamos dejar a un lado las ideas (cosa por lo demás imposible) y, por la misma razón, algún tipo de creencias (cosa también imposible), pero debemos cuidar mucho de no sujetar a la gente a las palabras con que les hablamos, a las ideas que les comunicamos, a las creencias que les infundimos. Que aprendan a pensar por sí mismos. Que aprendan a vivir la vida a fondo libres de sus creencias. Que se asomen a su propio brocal. Que beban agua de su propio pozo.

6. En resumen: tres paradigmas en una sola vida

Y aquí estoy. Cada día me asombro de cuán distinto es el mundo en que vivo del mundo en que nací, aquel mundo en que aprendí a rezar el Credo y a sentirme Iglesia.

65 años no son muchos, pero es como si en ellos me hubiera tocado cambiar dos veces de era cultural y vivir en mi vida tres culturas distintas, tres visiones del mundo y tres paradigmas teológicos. Antes, las eras culturales perduraban milenios; creíamos que el cielo y la tierra eran inmóviles, y que todo debía regirse por un orden inmutable; la Tierra era el centro del universo, y apenas el sol y la luna giraban lentamente alrededor de ella, para alumbrarnos de día y acompañarnos de noche y marcar los ritmos de la siembra y la cosecha. Pero hoy sabemos que la tierra gira en el cosmos a miles de kilómetros por hora. Todo en el universo –las galaxias cuasi infinitas en número y dimensión, y los átomos cuasi infinitos en sus partículas y ondas y vacíos–, todo está unido con todo, y todo se mueve y corre vertiginosamente. Es admirable más que vertiginoso (lo que produce vértigo y estragos es el ritmo del llamado “desarrollo económico”).

La cultura agraria se ha prolongado durante diez milenios –algo menos por estas tierras, donde aprendimos más tarde a cultivar la tierra y a criar animales–. Hace solamente doscientos años nació la era industrial, y la modernidad con ella. Pero ya estamos en otra era: en apenas doscientos años, la era industrial se ha transformado en era postindustrial, la era de la información; paralelamente, la cultura moderna, caracterizada por la fe laica en la razón científica y en el progreso, se ha transformado en cultura posmoderna, marcada por el estallido de la verdad, la fragmentación del saber, la evidencia de la incertidumbre y el reconocimiento del pluralismo en todos los campos. En apenas doscientos años, hemos pasado de la premodernidad a la modernidad y de ésta a la posmodernidad.

Así pues, en mis 65 años de vida he conocido tres épocas culturales distintas. Y al decir “épocas culturales distintas”, me refiero a mi manera de ser creyente, de rezar el Credo.

El estudio de la filosofía y de la teología trajo consigo la duda, no exenta de angustias: había que reconciliar –no pocas veces un poco a la desesperada– la filosofía con la teología, la fe con la razón, el teocentrismo con el antropocentrismo, el poder de Dios con la libertad humana, la gracia con la responsabilidad, lo sagrado con lo profano, la transformación política del mundo con la esperanza del “más allá”, la verdad con la tolerancia, la religión con la laicidad, la encarnación única de Dios con el respeto de las religiones no cristianas. Tuve que modernizar mi Credo.

Pero para cuando creí haberlo logrado más o menos durante mis cuatro años del Instituto Católico en París, otro mundo se me abría, o más bien me envolvía. En los años posteriores fui dando forma a un paradigma teológico radicalmente pluralista, ecológico y liberacionista: Dios no es un Ente, es el alma y el corazón del universo en expansión y en creación permanente sin centro alguno; es el Espíritu o la Ruah de la paz y del consuelo, que gime en la humanidad y en todas las criaturas, hasta la plena liberación, hasta la plena creación. Nuestra especie humana Homo Sapiens, aparecida hace nada más que 300.000 años en este precioso planeta verde y azul, no es ni el centro ni la cima ni el fin de la creación, ni siquiera el centro y la cima de este planeta, sino que es –nada más ni nada menos– una manifestación maravillosa y todavía inacabada de la creación en marcha, con un triple cerebro –de reptil, mamífero y humano– no muy bien coordinado entre sí, que no le permite más que una conciencia aún muy dormida y una paz muy frágil; un día desaparecerá, como todas las demás especies, pero seguirá desarrollándose la vida en la Tierra (y en otros planetas probablemente, aunque todavía nada podemos saber). Alguna vez existirán en nuestro planeta, o tal vez existan ya en otros, seres más “desarrollados” que nosotros, especies vivientes (en no sabemos aún qué formas) que puedan y acierten a vivir mejor que nosotros, en una paz más estable y en una armonía mayor consigo mismo y con todos los seres, para gloria de la Vida o de Dios.

7. ¿Qué Dios? ¿Qué Jesús? ¿Qué mundo y ser humano?

Cada época y cada persona tienen el deber de entender el Credo de aquella manera que le parezca creíble. Lo que no resulta creíble no se ha de creer. El que cree algo lo cree siempre porque por alguna razón le parece creíble, razonable, “plausible” creer así. O bien porque piensa que “Dios lo ha revelado exactamente así”, o bien porque está convencido de que es razonable creer como el papa mande que se crea, o por alguna otra razón. Al final, quien cree algo lo hace porque le parece razonable. Quien dice “no me parece razonable, pero lo creo” lo dice porque piensa que tienes razones para decirlo, a no ser que no sepa lo que dice.

En cualquier caso, como dijo Santo Tomás de Aquino, “la fe no se refiere a unas fórmulas, sino a aquello a lo que apuntan”. “Creer” no consiste fundamentalmente en asentir a unas creencias. “Creer” es mirar cada ser, sentir la realidad y vivir la vida desde una profunda gratitud, confianza y compasión universal. Como hizo Jesús. Jesús tenía unas creencias (judías) que nosotros no podemos compartir. El mismo Jesús las compartió de manera libre y creativa, y solo en la medida en que le ayudaban a vivir. Lo mismo hemos de hacer nosotros. La vida nueva, despierta, libre y fraterna, es lo que importa. Lo demás es añadidura.

Hoy, bien entrados ya en el siglo XXI, en este proceso de transformación cultural y de profunda metamorfosis religiosa que estamos viviendo, en la nueva imagen de la realidad y del ser humano dentro de ella que las diversas ciencias –en particular la astrofísica, la física cuántica, la biogenética y las neurociencias – nos trazan, no podemos seguir haciendo teología, es decir, hablando de Dios o de Jesús o del mundo desde Dios con imágenes y lenguajes que pertenecen a cosmovisiones anacrónicas, a paradigmas obsoletos.

No podemos hablar de Dios como se hablaba en un mundo estático y determinista, piramidal y patriarcal, geocéntrico y antropocéntrico: Dios no es un Ente Supremo, “otro”, “alguien”, “persona” a la manera como cualquiera ser humano es para mí “otro”, “alguien”, “persona”. Dios no es menos que un tú, pero no es un tú frente a mí. No es menos que “persona”, pero no es persona como el ser humano. No es una Superpersona humana, con una psicología similar a la humana, solo que omnisciente y omnipotente… No es ni personal ni impersonal, sino transpersonal. Entre Dios y mundo no hay ni unidad ni dualidad. Ni monismo ni dualismo (a esto se refieren quienes, como Enrique Martínez Lozano, hablan de No-dualidad). Dios no interviene desde fuera cuando quiere. No se encarna una vez desde fuera, pues es la Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo de toda transformación, la Ternura de todo abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de todo tú, la Unidad de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la luz de toda mirada, la conciencia de toda mente, la Belleza y la Bondad que sostienen y mueven al universo en su infinito movimiento, en su infinita relación.

¿Y Jesús? No podemos hablar de Jesús en los términos de la metafísica dualista que subyace a los dogmas: como si Dios fuera una “substancia” distinta y separada del mundo, como si en Jesús asumiera “nuestra substancia” por primera y única vez, de manera singular y milagrosa, como si Dios no fuera el verdadero Ser de todo cuanto es, como si todo ser humano no fuera divino por el mero hecho de ser bueno. Jesús fue un hombre bueno, un hombre libre, y ahí se resumen todos los dogmas. Así de simple. Fue un individuo admirable de esta nuestra pobre y maravillosa especie humana; judío galileo. “Fue” y sigue siendo –porque la Vida que se da no muere– profeta o sacramento o símbolo o encarnación de la Compasión liberadora y creadora; vivió la indignación y la paz, la rebeldía y la esperanza; no le importó la religión, sino la misericordia; no le importó la culpa, sino la curación; él no se opone ni excluye ni incluye a ningún otro sacramento de la Compasión divina, y será plenamente Cristo o Mesías o liberador, en comunión con todos los profetas y liberadores del pasado y del futuro, cuando todos los sueños que él llamaba “reino de Dios” se cumplan del todo. Jesús es un Cristo o Mesías en camino (J. Moltmann, otro de los autores que me han resultado más inspiradores, salvo en su idea de la expiación y sus elucubraciones trinitarias). Necesariamente imaginó a Dios a la manera de su cultura y religión, en forma “teísta”: como Ser Supremo, como Padre, como Rey, como Juez, como Alguien personal a imagen de las personas humanas que conocemos, Alguien con psicología humana, aunque sin cuerpo ni genes ni neuronas. Esas ideas de Dios ya no sirven hoy a muchas y muchos cristianos sinceros que quieren dejarse inspirar por Jesús y compartir su esperanza y practicarla.

No podemos hablar de la revelación y de la encarnación de Dios como si este planeta fuese el centro del universo y como si la especie humana fuese el culmen de la evolución de la vida. El universo no tiene centro ni medida fija. Tampoco podemos hablar del ser humano como si la biogenética y las neurociencias no hubieran demostrado que no tenemos más conciencia y libertad que aquellas de las que nos hacen capaces los genes y las neuronas. Y no es poco, pero tampoco es tanto (todavía). La libertad está en camino, como el cosmos, la vida y la conciencia. La libertad es la meta de toda la creación. ¿Y el pecado? El pecado no es la culpa contraída con una divinidad, sino la herida, el error, la finitud y el daño. Pero podemos acogernos, amarnos y seguir confiando los unos en los otros: eso es el perdón, y así encarnamos el misterio de Dios.

Y así deberíamos seguir revisando todo lo dicho sobre la “salvación” o el “más allá”, para volverlo a decir con palabras libres y metáforas nuevas, pues nada de lo dicho es esencial en la fe, sino justamente lo indecible.

Hoy nos confrontamos con el reto económico, político, filosófico y político más grave jamás imaginado: el reto transhumanista. Por primera vez en la historia, el ser humano se plantea la posibilidad –cargada de enormes oportunidades y de terribles amenazas– de crear un ser (¿humano?), un organismo viviente genéticamente alterado, un ciborg (organismo con implantes cibernéticos supercomplejos) o un robot superinteligente, capaz de decidir. Podrá ser un ángel protector o un monstruo exterminador. Podrá ser más espiritual que el Homo Sapiens (y más que Jesús, por lo tanto) o infinitamente más peligroso y perverso. Y en el mundo podrá haber mucha más armonía, fraternidad y bienestar compartido, o las diferencias y las crueldades podrán aumentar sin medida. Y está en nuestras manos (en buena parte) el que suceda lo primero o lo segundo. El ser humano se enfrenta hoy a la opción más radical de toda su historia. Y su mera hipótesis nos obliga a revisar todos los esquemas teológicos todavía vigentes.

Me sorprende ver que los teólogos apenas se toman en serio todas estas nuevas perspectivas. Grandes teólogos del Estado español que, siendo yo profesor principiante y no tan principiante, abrían nuevos horizontes y a los que tanto debo siguen ahora donde estaban entonces, siendo así que todo ha cambiado tanto desde entonces. Lo atribuyo a que no están atentos a las ciencias ni se han adentrado seriamente en el mundo de las grandes tradiciones sapienciales del Oriente. Hicieron una revolución, pero se estancaron en ella. Es una pena, pues lo que ha venido luego y seguirá viniendo (no sabemos hasta cuándo) de los actuales seminarios será todavía mucho peor. Por eso me parecen tanto más meritorios quienes han seguido caminando hacia los nuevos horizontes (Xabier Pikaza, José María Vigil y Juan José Tamayo, y Javier Melloni entre los más jóvenes…).

Una conclusión abierta

Sigo caminando, consciente de estar cada vez más cerca de esa fase de la vida en que “Otro te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir”. Allí quisiera justamente querer ir; quisiera ir libremente adonde no quiero. ¿No es eso lo que la vida nos enseña en todo su transcurso? Cuando miro para atrás y considero los pequeños azares de mi vida y de mi humilde camino teológico, es la sensación que me queda y va tomando cuerpo: Otro/a me llevaba desde el fondo de mí y de todo, a pesar de mí y de todo. Otro/a que es mi Mismidad más honda, el Misterio y el Ser más profundo de todo ser. La Presencia buena, la Compañía fiel en quien “vivimos, nos movemos y existimos”, que nosotros mismos debemos encarnar y ser hasta que Dios sea todo en todas las cosas.

La Creación sigue en marcha. No sabemos hacia dónde, pero también depende de nosotros, seres humanos todavía tan inhumanos. El Espíritu gime en el gemido de todos los seres. Sigamos caminando y conversando, recordando y soñando, hasta la plena liberación de todos los seres vivientes, hasta la plena creación que nunca se detendrá ni acabará, hasta la plena encarnación de “Dios”, Compasión creadora, Aliento vital o Ruah universal más allá de todas nuestras palabras. La santa Creatividad nos empuja y guía. Nos anima la confianza, más allá de toda imagen y certidumbre, de que la santa Memoria o el gran Recuerdo o el Corazón del cosmos guarda misteriosamente vivas, a través de todas las transformaciones, nuestras infinitas formas pasajeras. Vivimos en la gran Pascua o paso de la Resurrección universal incesante y eterna.

Entre luces y sombras, y aunque a veces me alcanza el desaliento a la vista de tanto dolor, camino feliz. Y sigo buscando sin pretender encontrar, pues no hay nada que encontrar. Todo ES, todo RESPIRA.

En: José Antonio BADIOLA (ed.). Esperamos porque confiamos. En el 50 aniversario de la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz. Editorial Eset, Vitoria-Gasteiz, 2017 (2 volúmenes), p. 951-987