MI VIDA EN PINCELADAS

La familia y el caserío

Nací en un caserío pobre de Guipúzcoa, en un paraje muy hermoso, entre caseríos y montañas, con un trocito de mar fundido con el cielo al final del horizonte. Soy el cuarto de catorce hermanos (9 hermanas y 5 hermanos), de los que ahora vivimos 12. Mi padre tenía un corazón y unas manos muy grandes, y una hermosa sonrisa, pero también era muy exigente y algo testarudo; sabía mucho, pero nunca supo ni leer ni escribir, ni palabra de español, y a pesar de ello nunca se perdió; murió hace tres años a los 97 de edad. Mi madre es una mujer fuerte, como las de la Biblia o como las de antes, capaz de sufrirlo todo sin quejas; trabajaba 18 horas al día, y a veces más, en casa y en el campo; justo aprendió a leer y a escribir, y algo de castellano, pero siempre supo querernos y hacernos felices; tiene 82 años y aún sigue trabajando y cociendo hogazas en el horno de pan en el mismo caserío en el que dio a luz a todos sus hijos, menos al último que nació en el hospital en el año 69.

Éramos una familia religiosa como todas, y yo lo era mucho, y pensaba que de lo alto de un gran pino de casa se podría subir al cielo, y soñaba con hacerlo. Una vez, en el catecismo castellano, aprendí que Dios era “invisible”, y a eso le di muchas vueltas durante años, hasta que aprendí lo que significa “invisible”, porque esa palabra (vasquizada como “inbisiblea”) significaba para mí únicamente las pinzas con las que mi madre se sujetaba el pelo.

Al seminario

Mis padres, sobre todo mi padre, eran muy amantes del santuario de Aránzazu, y allí se casaron en el año 1947, a las 8 de la mañana; y allí íbamos todos los años en peregrinación, y ese día era el más esperado y feliz de todo el año. Una vez que fui solo yo con mi padre, cumpliendo alguna promesa – yo tendría 6 ó 7 años–, mientras una larga doble fila de franciscanos salía a despedirnos a los peregrinos, mi padre me preguntó: “¿No te gustaría ser franciscano?” Yo le dije que sí. A los 10 años fui al seminario, y era de los chicos buenos: muy formal, piadoso y estudioso, también muy inseguro.

Yo era y sigo siendo profundamente religioso, pero nunca he tenido ninguna experiencia extraordinaria o paranormal, aunque durante años me marcó la emoción y la certeza que sentí una mañana de verano en las rocas de Biarritz, pocas semanas antes de ir al noviciado. Tenía 15 años. Un año después hice mi primera profesión. El día en que, durante el noviciado, leí en un libro que todos los pecados contra el sexto mandamiento eran mortales, me entró una angustia mortal, y me costó muchos años liberarme de sus restos.

A los 18 años, cuando estudiaba filosofía, empecé a tener muchas dudas de fe, y no me liberé de la angustia que me producían hasta que supe que no puede haber fe sin dudas. Y más tarde he aprendido que las dudas no afectan a la fe, sino a las creencias, salvo si se trata de la duda del ánimo, es decir, el desaliento.

Estudié la primera teología en Aránzazu, del año 1972 al 1976. Era el posconcilio, y llegaban los nuevos aires, pero el ambiente general entre nosotros era todavía bastante tradicional. Cuando, años más tarde, fui a estudiar teología superior al Instituto Católico de París (de 1982 a 1986), sufrí un gran choque, y me costó asimilar. Mi transformación mental decisiva se produjo en el año 87, mientras estaba trabajando en la tesis (acerca del diálogo interreligioso a partir de Hans Urs von Balthasar). Vi que la teología del autor al respecto me abocaba a un callejón sin salida, y rompí con el absolutismo cristiano y adopté un paradigma pluralista. Ahí empezó para mí otra historia que me ha conducido a la encrucijada en la que me hallo. Pero la vida sigue.

Abandono de la Orden

Cuando, en diciembre de 2009, José Ignacio Munilla fue nombrado obispo de San Sebestián, yo adopté una posición muy crítica. Esto desencadenó una cierta actitud de mayor control hacia mí. En vísperas de Navidad, antes de que Monseñor Munilla tomara posesión, y a petición de instancias eclesiásticas superiores, el provincial franciscano me impuso el silenciamiento por un año. Yo acepté la medida porque no tenía otra alternativa y, según se me dijo, “para evitar otras medidas peores”.

Unos meses más tarde, Munilla llamó a nuestro superior provincial y le exigió que me impusiera un silencio total en todos los campos. Entonces juzgué que la condición que justificaba aquellas primeras medidas había sido anulada y me desligué de aquel voto de silencio que hice y así lo hice saber a mi superior franciscano. Al mismo tiempo, difundí un pequeño escrito titulado “Pido la palabra” en el que, de alguna forma me declaraba “insumiso”, en actitud de desobediencia eclesial.

Lo hice por dos motivos: primero, porque quería que se aclarara mi situación cuanto antes, y, segundo, porque no quería colaborar con la estrategia del obispo Munilla, que consistía en exigir al superior provincial que me impusiera silencio hasta que, al cabo de un tiempo, él se sintiera autorizado a tomar personalmente esas medidas. Me situé en una posición muy delicada e insostenible: o creaba un grave conflicto a la fraternidad provincial o dejaba la orden. Opté, de acuerdo con mis superiores, por dejar la orden para dejar vivir en paz y vivir en paz yo mismo.

Cómo veo la Iglesia

Creo que más pronto que tarde se producirá una implosión de la Iglesia institucional. Y será para bien. Para mí es motivo de optimismo la fe en el Espíritu Santo, que es verdor, no ya un brote verde, sino que hace reverdecer todo; creo en el Espíritu que está presente y habita en todos los seres humanos. Y creo en el Espíritu activo en nuestra cultura. Muchas veces se manifiesta más en los márgenes y fuera de las fronteras de los ámbitos institucionales confesionales.

Creo que amo a la Iglesia y amo a Jesús. Creo que amo el Amor y la Belleza que sustentan el cosmos en lo infinitamente grande y en lo infinitamente pequeño. Por supuesto, no quiero plantear ninguna batalla contra nadie. He reivindicado un espacio de libertad, “un lugar en la Iglesia para mi error”, si fuera error, como le dije a Munilla. ¿Quién puede decir en teología: “Esto es verdad, esto es error”? Todos los pronunciamientos en ese sentido, a distancia, todos han resultado falsos o claramente parciales. ¿Para qué seguir, pues, en ese registro, si es seguro que tanto quien afirma como quien niega hablan cada uno desde una perspectiva parcial?

En la Iglesia hay lugar para la ambición, la codicia, el autoritarismo, el orgullo, resulta que hay tanta pederastia… ¿Por qué no va a haber lugar para unas opiniones teológicas, aunque parezcan erradas? Lo único que se debiera impedir es que nos hagamos daño. De acuerdo, alguien puede considerar que determinadas ideas son no sólo erróneas, sino también perjudiciales (por eso justificaban San Agustín y Santo Tomás la tortura y la pena de muerte para el hereje: es mayor, decían, el mal que hace el hereje con su herejía que el mal que se le hace al hereje matándole). Bien, si a un le parece que una opinión es errónea, que lo diga, y que argumente, que trate de convencer del error al que lo enseña o escribe, que convenza a la gente para que nadie le haga caso ni le oiga ni le lea. Pero que no recurra al poder, la condena, la exclusión. Que se abran espacios amplios de tolerancia, de contraste de opiniones, aunque sean contradictorias. Y que, si hace falta, haya tribunales representativos del sentir amplio de la Iglesia que puedan juzgar y decir la última palabra, aunque ¡ojalá nadie necesite decir nunca la última palabra! La Iglesia será tanto más sana y sanadora cuanto más amplio sea el margen de pluralidad y de tolerancia en su seno.

Si el cristianismo no quiere convertirse en una pieza de museo o en una secta, deben darse unas enormes transformaciones de fondo: democratización de todas las instituciones, lectura crítica de la Biblia (y, con más razón, del dogma), vivencia de una espiritualidad mística y transformadora más allá de todo dogmatismo y moralismo, aceptación del principio de la laicidad…

Eso es lo que yo pedía dentro de la institución religiosa y del estamento clerical, pero no fue posible. Me encontré sin el espacio que yo consideraba necesario para seguir desempeñando mi misión allí donde estaba. Y tuve que optar: o bien dejar de ser y de hacer lo que era y hacía para seguir siendo franciscano y sacerdote, o bien dejar la Orden y el sacerdocio para seguir siendo lo que soy y lo que creo que debo aportar. He optado para seguir mi camino en nombre de lo que entiendo que me pide la conciencia, la comunidad eclesial, el mundo de hoy, y –me atrevo a decirlo con todos los reparos– Dios.

Yo soy muy frágil en todos los sentidos, pero en todo este tiempo, me he sentido bien, en paz, y muy acompañado en medio de la soledad. No sé cómo me sentiré mañana, pero pienso que debo procurar que los pasos dados sean para bien. Seguro que he cometido errores en este tiempo, y a lo mejor he tomado decisiones importantes con demasiada celeridad, pero no quiero mirar atrás demasiado, quiero seguir adelante en humildad y en paz.

¿Qué conclusiones saco de todo esto? Pues en primer lugar, que la vida es muy imprevisible, pero que siempre puede haber una salida. Hace tres años, me hubiese angustiado mucho pensar que iba a encontrarme donde ahora me hallo, ni me lo imaginaba, pero me encuentro bien, en medio de inseguridades e interrogantes. En segundo lugar, aunque esto pueda sonar a autojustificación y quizá lo sea, saco la conclusión de que no merecía la pena prolongar aquella situación de impasse en que me metí o me metieron cuando me impusieron el silencio en las Navidades de 2009 o cuando me obligaron a callar definitivamente en mayo de 2010; lo que hayas de hacer, hazlo pronto… En tercer lugar, lo más importante ahora: no merece la pena gastar energías en conflictos personales, crispaciones intraeclesiales…; tenemos que cuidarnos de esa tentación y tratar de crear alternativas con respeto, con lucidez, en cooperación. Y tal vez, en ese sentido, saco una cuarta conclusión: es preciso coordinar iniciativas y fuerzas para ir creando plataformas eclesiales alternativas; andamos muy dispersos y desconectados; no se trata de formar ninguna iglesia paralela, ni una nueva estructura rígida y centralista, pero es necesario buscar formas y estructuras comunes para empujar de manera más eficaz la causa que movió a Jesús.

MI VIDA AHORA

En verano de 2010, dije a dos amigas muy queridas de Pamplona: “Tengo que buscar un piso”. Ellas me dijeron: “Pues nosotras te ayudamos”. Al día siguiente vinimos por esta zona a ver lo que había. A media mañana dimos con este piso sencillo y bonito, muy luminoso, en Arroa, cerca de Zumaia, a un kilómetro del mar. Muy al lado corre un riachuelo flanqueado de árboles, delante hay un parque donde juegan los niños, y al fondo una hermosa montaña donde se pone el sol.

Me gano la vida dando clases en la Universidad de Deusto. Tuve que dejar la Facultad de Teología, pero los jesuitas me mantuvieron en la Universidad en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas.

Por lo demás, quiero seguir comprometido con la comunidad cristiana de mi diócesis o de otras diócesis, haciendo lo que fundamentalmente he hecho hasta ahora: vivir la espiritualidad y buscar para mí y para los demás nuevas formas de decir y de vivir la fe cristiana en esta sociedad y cultura.
(Publicado el 28 de junio de 2011)