Namasté, India!

Me encuentro en la India, con motivo de un Congreso teológico. ¡Namasté! Así se saludan inclinando la cabeza y juntando las manos a la altura del pecho, y quiere decir: “Yo me inclino ante tu forma”, “Mi espíritu respeta tu espíritu”, “La divinidad que hay en mí venera la divinidad que hay en ti”.

Namasté, India, con tus montañas y ríos sagrados, todos femeninos: Indo, Brahmaputra, Godavari… y la Ganga Ma (Madre Ganges). Namasté, India, con tus 1.200 millones de habitantes, que pronto serán más que los chinos. Namasté, India milenaria, India joven, con tus 24 años de edad media, con tus 500 millones de menos de 21 años. Namaste, India, con tus 900 millones de hindúes, con tus mantras o sílabas sagradas, con tus brahmanes, gurús, peregrinos y ascetas, con tus templos o mandires de todos los tamaños cerca de los ríos, habitados por una única divinidad en todas las formas. Namasté, India, con tus más de 100 millones de musulmanes –en este momento, al ocaso del sol, oigo al muecín llamar a la oración en nombre de Alá el Misericordioso–. Namasté, India, con tus 20 millones de cristianos.

Namasté, India contradictoria como todo el planeta, con tu crecimiento anual del 7% desde hace 8 años, que a los más pobres no les llega o les hace más pobres. Namasté, pobres de la India, el 15% de todos los pobres del mundo. Namasti, dalits (“intocables”) de India, multitud de excluidos del sistema de castas, que Gandhi llamaba harijam (“hijos de Dios”). Namasté, mujeres de India, que aún seguís sometidas, a pesar de que en vuestras escrituras está escrito: “la mujer es el poder del mundo y la forma esencial de cada cuerpo”. Namasté, devadasis (“servidoras de la divinidad”), que en un tiempo fuisteis privilegiadas, veneradas, libres al frente de los templos, y luego os convirtieron en “prostitutas sagradas”, decir, prostitutas esclavas hasta hoy.

El tema de nuestro Congreso es “Hacer teología en el contexto del pluralismo religioso, cultural e ideológico”. Y está muy bien que, siendo aún la teología cristiana, como todo el cristianismo, tan europeo como es, hayamos venido –debería decir peregrinado– a este subcontinente asiático, que hace cuatro mil años, antes de la llegada de los arios, mucho antes de Abrahán, ya conocía una floreciente cultura religiosa en Mohenjo Daro; a esta tierra donde, mucho antes de los primeros escritos bíblicos, los sabios Vedas ya escribían poemas cantados y hacían teología; a este país de los grandes maestros Sidharta Gautama el Buda o Iluminado, Mahavira el Jaina y de Patanjali el patriarca de todos los yoguis; a esta tierra de los grandes filósofos Sankara, Madhva y Ramanuja que hace mil años ya discutían sobre qué es el Brahman o el Absoluto invisible, que nosotros llamamos “Dios”, en relación a este mundo visible, cuestión sobre la que aún seguimos cavilando sin avanzar más que ellos.

Está bien que hayamos venido aquí a tomar en consideración el pluralismo teológico a este país de la diversidad, el país de los mil colores y de las mil especias, con decenas de razas, nacionalidades y religiones, con 18 idiomas reconocidos por la constitución y otras 1.000 lenguas o dialectos, aunque el hindi y el inglés son las lenguas nacionales, y el inglés la lengua del trabajo (¿Qué quieres, amigo? Eso es la globalización. ¿A eso estará condenado el pluralismo?).

Si una vida no es suficiente para conocer India, como aquí se dice, ¡cuánto menos siete días, cuatro de los cuales han transcurrido en un salón de la facultad de teología de los jesuitas en Pune, una ciudad moderna y desarrollada de 5 millones de habitantes, ciudad universitaria, la “Oxford del Oriente”, que según nos dicen no es el mejor lugar para conocer la India profunda. Otra vez será.

Aquí nacieron cuatro de las grandes religiones del mundo: hinduismo, budismo, jainismo y sijismo. Pero el hinduismo no es “una” religión. Es como la India: un mosaico de creencias y prácticas diversas. No hay un fundador, no tiene un credo fijo, ni una “doctrina eclesiástica”, ni una estructura u organización común, ni necesitan de todo ello para sentirse unidos.

Siendo distintos, todos los hindúes comparten la misma intuición y vivencia de fondo: que todo lo visible y cambiante –incluidos los dioses– no son más que formas de lo Invisible y Absoluto, llamado Brahman; que la entidad real (atman) de todos los seres, mi propia entidad profunda, es también Brahman; que todos los seres somos cautivos de nuestra forma, de nuestro karma, del peso de nuestras acciones en esta vida y en el samsara (“rueda”) de todas las vidas anteriores, infinitas; y que debemos y podemos liberarnos de la tiranía de nuestra prisión, de nuestro yo, y todas las religiones son buenas si nos liberan, nos hacen buenos y nos llevan a ser lo que propiamente somos, el Absoluto mismo.

No todos los indios son hindúes, practicantes del hinduismo; solamente lo son el 80%. Pero no solo los hindúes comparten la cultura india, de la que forma parte su religión milenaria. He oído decir a un cristiano convencido: “Soy primero indio y luego cristiano”. En esa simple frase se expresa el reto más radical de la teología de hoy: toda “revelación divina” y toda fe –también la cristiana– arraigan en una cultura, como una planta en una tierra concreta, y se convierten en religión; toda religión es solamente una forma particular de una experiencia humana profunda que trasciende las formas. También el cristianismo que hemos conocido, tan ligado a la cultura griega y romana y europea, es una forma histórica, particular. Otros cristianismos distintos son posibles. ¿Acaso no fue muy distinto al nuestro el “cristianismo de Jesús”, sin dogmas ni jerarquías? India, Asia, África…, pero también nuestra Europa de hoy, cansada del cristianismo tradicional pero también de la intrascendencia, nos invitan a reinventar otros cristianismos posibles. Y si alguna vez desaparece el cristianismo, el Misterio de Dios seguirá habitando y sosteniendo el universo, danzando como Shiva y sufriendo como el Crucificado, hasta la moksa (“liberación”) universal.

Mientras tanto, todos somos peregrinos. Y los cristianos, allí donde vamos, llevamos un precioso evangelio en nuestras pobres vasijas de barro. Y también nosotros podemos decir lo que dijo el jesuita Juan Masiá cuando le preguntaron por qué había ido al Japón a llevar a Cristo: “A Cristo, más que traerle, le busco”. Como el pequeño pez que buscaba el Océano sin darse cuenta de que nadaba en él, también nosotros le buscamos, siendo así que en Él vivimos y Él en nosotros. La India lo ha sabido desde siempre.

¡Namaste, India! ¡Namasté, amigo, amiga lectora!

(Publicado el 4 de noviembre de 2011)