¿Necesita el universo un Creador?

Hace 3 años se publicó en Francia un libro que se presenta como “albor de una revolución” a la vez científica y teológica: Michel Yves Bolloré y Olivier Bonnassies, Dieu : la science, les preuves : l’aube d’une révolution (2021) (traducción española: Dios, la ciencia, las pruebas. El albor de una revolución (2023). Los autores – ambos ingenieros y empresarios, y licenciado en teología el segundo – se proponen defender la verdad de la fe cristiana y de sus dogmas tradicionales con argumentos científicos (e históricos) irrefutables. Me referiré exclusivamente a su pretendida “prueba” de la creación del mundo por Dios a partir de la nada. El mundo, vienen a decir, es finito: camina hacia su fin y, por lo tanto, tuvo que tener un comienzo; y como no pudo comenzar por sí mismo, tuvo un creador extrínseco: Dios.

Esta prueba vale lo que vale el dilema sobre el que gira enteramente el libro: “O el universo fue creado por Dios” o “el universo es exclusivamente material”. La razón en general y la razón científica en particular – sostienen los autores – debe, pues, escoger: o bien un mundo creado por Dios con un propósito, un horizonte, un espíritu que lo guía, o bien un mundo material ciego, sin horizonte ni orientación ni esperanza. La fe en un Dios creador providente sería la única alternativa razonable, científica.

Creo que este dilema y la prueba que en él se basa carecen del rigor científico y teológico imprescindible, en la medida en que la argumentación entera se sostiene, se tambalea más bien, sobre un equívoco radical inherente a los dos conceptos centrales de la obra: Dios y materia. En pleno siglo XXI, el planteamiento científico y teológico de los autores presupone un dualismo radical (platónico, aristotélico, escolástico): entienden por “Dios” un ente supremo metafísico, puro espíritu inmaterial y eterno, anterior y extrínseco al mundo, Alguien que creó el universo a partir de la nada y que puede intervenir en él operando milagros; y entienden por “materia” una realidad “puramente física”, finita y temporal, ciega e inanimada, contrapuesta al espíritu. Se trata, pues, de un concepto “teísta” de Dios y de un concepto “fisicista” de materia, ambas ideas cada vez más alejadas de la experiencia espiritual profunda y del estado actual del conocimiento científico – crecientemente holístico o integral – de la realidad.

He leído con especial interés el prólogo, escrito por Robert W. Wilson, Premio Nobel de Física en 1978, y en él me detendré. Se confiesa agnóstico, pero muestra un gran respeto por el planteamiento teológico dogmático, apologético (que en griego significa “defensivo”), extremadamente tradicional de los dos autores. Reconoce que la imagen de un mundo finito y temporal creado por una divinidad eterna puede ser “confortable” para muchas personas creyentes, pero no deja de formular, con la modestia y la honradez propias de un científico sabio, las dos objeciones mayores que le suscita la obra en su conjunto. Recogeré y comentaré ambas objeciones científicas antes de concluir con unos apuntes teológicos.

El primer problema, señala el Premio Nobel en su breve prefacio de tres páginas, es que “actualmente, solo conocemos alrededor del 4% de la materia y de la energía del universo”; del resto aún no sabemos nada, sino que existe; si lo llegáramos a saber, “podría emerger una nueva física que trastocaría nuestra comprensión actual de la génesis y la evolución de nuestro universo desde el Big Bang” (p. 12, ed. fr.). Supongo que el día en que observemos y conozcamos – parece que no estamos muy lejos de lograrlo – qué son y cómo actúan esa materia y energía invisibles que constituyen más del 95% de este universo, podremos explicar mejor su origen, y supongo que entonces el postulado de la intervención de un agente divino metafísico se volverá más improbable y superfluo, que Dios se retirará, será innecesario. Pero hay más.

El segundo problema, avisa Robert W. Wilson, “es quizá todavía más serio”. Se refiere a la hipótesis de que este universo no es sino parte de un multiverso “que existe desde siempre, de modo que se habrían producido un número infinito de Big Bangs, cada uno con sus constantes físicas aleatorias” (p. 13). Deduzco que en ese caso nuestro universo sería una de las infinitas chispas o latidos de un multiverso que sería eterno o trascendería todos nuestros parámetro espaciales y temporales, y deduzco que así se derrumbaría la creencia en un creador divino exterior, o al menos la prueba de su existencia como causa primera necesaria. Esta apologética se desmoronaría. En realidad, hace tiempo que se desmoronó: el salto a la causa metafísica, sentenció Kant en el s. XVIII, es impracticable para la razón (tanto científica como filosófica y teológica).

Es verdad que el prestigioso Nobel de Física se muestra escéptico sobre dicha hipótesis no verificada del multiverso. Y concede incluso que “para una persona religiosa” la intervención “de un espíritu o de un Dios creador”, sostenida por los autores del libro, podría no ser contradictoria con la visión científica del universo en que vivimos. Hasta ahí llega el físico estadounidense, pero de ningún modo avala – contra lo que los autores del libro defienden – que la ignorancia científica pueda ser tomada como prueba de la existencia de un ente metafísico creador. Más bien, con su buen sentido común, añade simplemente que el recurso a una divinidad creadora “en cierto modo solo pospone una vez más la cuestión de su último origen. ¿Cómo llegó a existir ese espíritu o Dios, y cuáles son sus propiedades?”  (p. 14). Más claro agua. El recurso humano a un Dios-ente sin origen para explicar el origen del universo del que ni siquiera sabemos que tenga un origen lleva el sello de una huida de la realidad y de su misterio, de los propios miedos en último término.

Este prólogo del sabio investigador de 88 años, tan franco como humilde, es en el fondo un torpedo en la mismísima línea de flotación del argumentario apologético de los dos autores (que siguen a Santo Tomás de Aquino, s. XIII, que a su vez sigue a Aristóteles, s. IV a.C.). Un torpedo que arruina su pretensión de demostrar racional y científicamente la existencia de un Dios-ente metafísico supremo, omnipotente, que creó el mundo a partir de la nada e interviene en él cuando quiere, un Dios “teísta” construido al que recurrimos como explicación de lo que desconocemos y remedio en lo que no podemos. Un torpedo amablemente lanzado, pero un torpedo al fin y al cabo para una creencia condenada a batirse sin cesar en retirada, para una teología siempre a la defensiva.

Es urgente, si ya no es tarde, que la teología – palabra sobre la hondura de la experiencia vital y de la realidad universal – transcienda la imagen milenaria de Dios como ente metafísico supremo y creador providente. Toda imagen de Dios es un constructo mental, pero el constructo que llamamos “teísta” ha dejado de ser coherente y comprensible, inspiradora y creadora, para la inmensa mayoría de quienes comparten la visión científica del mundo, una visión que más pronto que tarde predominará en todos los continentes.

En esta situación, ¿merece la pena seguir utilizando todavía este término, Dios, tan equívoco y empañado? ¿No será mejor abandonarlo definitivamente y acabar de una vez con el malentendido? Quizás. Pero no creo que con ello se despejaran los equívocos y malentendidos más profundos de que están tejidas nuestra visión y nuestra palabra sobre el fondo de la realidad eterna. Yo personalmente, hoy por hoy y según dónde y ante quién me halle y en primer lugar para mí mismo, no renuncio a llamarlo también “Dios” como metáfora del aliento profundo que es en todo, el aliento indecible del que todos los seres somos creaturas y creadores.

Miro lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, el mundo que se extiende sin fin y la realidad más próxima, la luz que la habita y el dolor que padece. Todas las formas o seres que surgen en el universo/multiverso son emergencias de una red infinita, universal, de causalidades, pero no puedo pensar que el universo/multiverso haya sido obra de una causa creadora externa, como de un Gran Relojero; me parece más sencillo y admirable pensar que el universo/multiverso es eterno y autocreador, y que la materia-energía que lo constituye es matriz material-espiritual originaria, eternamente animada y dinámica, creadora y autocreadora; de ningún modo es eso que se entiende como “pura materia”, sino pura potencialidad y creatividad “divina”.

En un universo cuyas medidas desbordan todos nuestros cálculos, en una Tierra que alberga el milagro de la vida, al mirar pasmados un hormiguero, el vuelo de un pájaro, los ojos de un niño, o el cielo estrellado, no podemos menos de hacer nuestra la pregunta de Leibniz: ¿Por qué existe algo en lugar de nada? ¿Por qué existe cuanto existe? ¿Por qué surgió la vida? ¿Por qué despertó la conciencia? Nos preguntamos una y otra vez con igual asombro, pero sin buscar ninguna última respuesta.

Lo que llamo “Dios” no es ninguna respuesta, sino la pregunta siempre abierta, la confianza que renace a pesar de todo, la responsabilidad creadora más acá y más allá de toda imagen, silogismo y postulado. No es un recurso necesario, ni un enigma a resolver, ni una realidad metafísica cuya existencia necesite ser indagada y demostrada. No es ni Algo ni Alguien anterior ni exterior ni interior al universo. Es el Alma que lo anima, el Aliento que lo impulsa, la Relación que lo unifica. Basta abrir los ojos y mirar a fondo, ver lo Invisible, escuchar el Silencio, reconocer la Infinitud, vislumbrar la Presencia, sentir sus heridas, responder a su llamada en todo.

Aizarna, 28 de febrero de 2024