Nelson Mandela, profeta y político

El domingo pasado, 15 de Diciembre, fue enterrado en Qunu – su patria chica–, en la tierra –su patria grande– Nelson Mandela, un profeta de nuestro tiempo y un gobernante modélico. ¿Fue acaso un modelo de gobernante profético, de profeta y político a la vez? ¿Acaso es posible ser a la vez profeta y gobernante?

Mientras le enterraban en la verde tierra de Qunu, en la liturgia dominical de Adviento escuchamos el anuncio del profeta Isaías:

El desierto y el yermo se regocijarán
se alegrarán el páramo y la estepa,
florecerá como flor de narciso,
se alegrará con gozo y alegría. (…)
Fortaleced las manos débiles,
robusteced las rodillas vacilantes;
decid a los cobardes de corazón:
“Sed fuertes, no temáis”. (…).

Se despegarán los ojos del ciego,
los oídos del sordo se abrirán,
saltará como un ciervo el cojo. (…).
Pena y aflicción se alejarán
(Is 35,1-10).

Las profecías de Isaías nos conmueven, despiertan los deseos y las llamadas que nos habitan en lo más profundo. Pero ¿cómo podrían esas profecías constituir un programa de gobierno? ¿Y qué diremos entonces de Nelson Mandela? ¿Diremos que el arte del gobierno acabó ahogando el aliento del profeta, y que ése fue el precio necesario para que el profeta no bloqueara al gobernante? Creo que Mandela escapó, no del todo, pero sí en buena medida, a esta disyuntiva.

El sueño y el fuego proféticos le habitaron y le lanzaron a la vida, a la acción, hasta el riesgo extremo. En 1962, ante el tribunal que le juzgaba como terrorista, proclamó: “He anhelado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y que espero lograr. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”. Así habló el profeta. Y fue condenado a cadena perpetua.

27 años de prisión en las condiciones más crueles no pudieron apagar su sueño y su fuego. Y, una vez libre de los barrotes de la cárcel, y más libre todavía de sus cadenas interiores, de la amargura y del deseo de venganza, salió dispuesto a hacer realidad todas las profecías. “Pena y aflicción se alejarán”.

Pero pena y aflicción no se alejaron, tampoco en la Sudáfrica liberada por Mandela. Su bondad y su lucha no pudieron con todas las iniquidades. No se han realizado del todo el sueño y la causa que él proclamó. Y Mandela fue el primero en saber y asumir que era imposible realizar cuanto había soñado. ¿Significa ello que el gobernante había desistido de su pasión profética, al menos en parte? Difícil pregunta.

Un gobernante no puede dejarse guiar por sueños proféticos, dicen muchos, y seguramente no les falta razón. En cuanto al profeta, añaden, está abocado o bien al fanatismo violento o bien al desengaño paralizador, a menos que aprenda a aceptar la realidad y sepa renunciar a la utopía imposible en aras del bien posible. Y podrían aducir, para ilustrarlo, la historia del propio Nelson Mandela, que sin dejar de ser profeta accedió a ejercer la política, que es el arte de lo posible, y que para ello tuvo que aprender a conjugar sus sueños sin límite con la realidad y todas sus ambigüedades. Efectivamente, el Mandela gobernante no fue ningún extremista. Su política fue realista y moderada. Por ejemplo, tuvo que atemperar o al menos disimular sus simpatías por la utopía revolucionaria de Fidel Castro, a quien visitó nada más salir de la cárcel. Y aceptó, no sé si de buena gana, estrechar la mano de muchos dictadores políticos e incluso de muchos dictadores económicos (y no se le ocultaba que los segundos matan más que los primeros). Así tuvo que hacerlo: la realidad manda.

De acuerdo. Quedo perplejo y no sé muy bien cómo seguir. De todas maneras –y esto es más que un mero desahogo– ¡ojalá tuviéramos muchos gobernantes como Nelson Mandela, que aprendieran el arte de la política sin renegar tanto de la profecía, sin claudicar tanto del sueño, sin transigir tanto ante la inhumanidad! ¡Ojalá se parecieran un poco más a Mandela los cien jefes de Estado que se reunieron a homenajearle en el estadio de Johannesburgo el 10 de Diciembre, día internacional de los Derechos Humanos! ¡Ojalá tuvieran ojos y entrañas para mirar a África, y a las masas empobrecidas del mundo e incluso de Europa, y se estremecieran como se estremecía Madiba ante la devastación que avanza en nombre de la realidad, una realidad fabricada e impuesta por el interés de los ganadores!

La realidad es la que es, pero no es lícito legitimar la injusticia en nombre del realismo, como no es lícito legitimar la violencia en nombre de la justicia. No es lícito aducir como único modelo el realismo del gobernante con sus inevitables ambigüedades, en detrimento de la utopía del profeta con su energía crítica contra el desorden establecido. No basta la utopía profética sin el realismo pragmático, pero tampoco, pero tampoco basta el realismo pragmático sin la utopía profética. Ambos polos nunca podrán entenderse del todo el uno con el otro, ni deberán desentenderse el uno del otro. Quien celebra la moderación del Mandela gobernante debería también celebrar la radicalidad del Mandela militante y profeta, y debería cuidarse mucho de presentar su vertiente más posibilista como la única opción posible o como el único modelo a seguir. Mandela no logró hacer la síntesis perfecta, imposible, ni fue enemigo de nadie, pero tuvo sus preferencias, y no es honrado olvidar que sus preferencias estuvieron siempre del lado de aquellos que querían revertir la realidad establecida por las grandes potencias.

¿Qué haremos con solo soñar, pero qué haremos si dejamos de soñar? ¿Cómo realizaremos lo posible si no aspiramos a lo imposible? ¿Qué será de la política sin la utopía revulsiva y subversiva del profeta? Y también: ¿cómo podrá un profeta transformar la realidad si no se transforma a sí mismo? ¿Cómo podrá liberar a otros si no se libera a sí mismo de sí mismo y del odio?

Desde el Cielo que es la Tierra de la paz y de la justicia, con su voz y su sonrisa bondadosa, Madiba sigue pronunciando a nuestros oídos aquellas palabras que valen por igual para el gobernante dedicado a gestionar la realidad como al profeta empeñado en subvertirla: “Al salir por la puerta hacia mi libertad supe que, si no dejaba atrás toda la ira, el odio y el resentimiento, seguiría siendo prisionero”. Quien tenga oídos para oír que oiga.

Mandela no fue un santo inmaculado, ni un profeta puro, ni un gobernante impoluto. No rehuyó ningún riesgo, ni el de la vida ni el de las opciones más discutibles. Pero fue incansable caminante de la libertad, infatigable luchador de la justicia. Narrador de historias, soñador de sueños despiertos. Creyó en la bondad del dictador más cruel, se liberó del odio, venció el mal por medio del bien y se hizo hermano de todos, y amigo de su carcelero. Fue magnánimo. Un excepcional testigo del amor que “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta” (1 Cor 13,7). Pero en la luz de su sonrisa y de sus ojos vimos que el amor no consiste en ser perfecto, sino en salir de sí, en mirar al otro como a sí mismo, en sentir su dolor y querer su bien como propios. La luz de su inmensa humanidad seguirá encendida a pesar de todas las sombras.

(Publicado el 15 de diciembre de 2013)