Neuroteología

Leo que científicos británicos han creado un “androide”, un robot capaz de pensar, y me quedo pensativo, imaginando con cierta confusión una máquina preguntándose a sí misma: “¿Yo qué soy?”. Inmediatamente, la pregunta rebota y me la dirijo a mí mismo con la misma confusión: “¿Y yo? ¿Qué soy yo?”.

Las ciencias modernas estimulan a la teología con nuevos interrogantes y búsquedas. Las neurociencias –junto con las diversas ramas de la biogenética– se llevan en ello la palma. Sus investigaciones, todavía incipientes, nos abren a descubrimientos insospechables que cambiarán nuestro mundo. Todos los campos del saber y de la vida se están ya resituando: no solo se habla de neuropsiquiatría y de neurolingüistica, sino también de neuroeconomía, neuropolítica, neurocultura, neuroderecho, neuroética. Y también de neuroteología. Con razón.

El conocimiento de las neuronas y de su funcionamiento es tan provocador e incitante para la teología como lo fue el descubrimiento de que la tierra gira en torno al sol o de que la vida aparece y se desarrolla por la evolución. O mucho más. Vemos, oímos, olemos, saboreamos gracias y de acuerdo a las neuronas, esas células físicas especializadas en enviar, recibir, almacenar, procesar señales de información; gracias y de acuerdo a ellas y a sus innumerables conexiones o sinapsis, que se cuentan por billones, trillones o cuatrillones, somos “un cuerpo orgánico” y un “yo espiritual”. Pensamos, sentimos, cantamos, bailamos, lloramos, reímos, recordamos, admiramos, tememos, amamos, odiamos según cómo sean y funcionen las neuronas. Somos fieles o infieles, generosos o egoístas, felices o desgraciados según cómo sean y funcionen las neuronas. E igualmente “creemos en Dios” y rezamos según sean y funcionen nuestras neuronas, si bien –observación importante–el conjunto de las funciones neuronales modelan a su vez las neuronas y sus relaciones.

En cualquier caso, lo que llamamos “yo”, “alma” o “espíritu” no es más que el “todo” o la forma que adopta el conjunto de las funciones neuronales en cada momento de nuestra vida, si bien –observación igualmente importante– en todos los organismos el “todo” es más que la suma de las partes. Somos neuronas, que son células, que son materia, que es energía, que no sabemos qué es. Lo cierto es que la realidad no está compuesta de materia y espíritu. En realidad, “materia”, “espíritu”… son formas en que nuestras neuronas captan la realidad. ¿Y “Dios”? No puede ser pensado como “puro espíritu”, en contraposición a la materia. Ni como Alguien o Algo separado de la Realidad total de cuanto existe. Podría ser pensado como el “Todo”, la “Forma” o el “Alma” de la Realidad, o como el Fondo o la Conciencia o el Ser o el Amor de todo lo que es.

Ya no podemos hablar de transcendencia, dignidad, libertad, pecado, perdón… como si no fuéramos animales emergentes de las neuronas, como todos los demás animales, que poseen neuronas, salvo las esponjas. ¿Y entonces? ¿Qué tenemos de particular los seres humanos? Alguna neurona complicada provoca en nosotros esa necesidad de ser únicos en el mundo: es nuestro problema. Tu cerebro tiene unos 100.000.000.000 de neuronas, una ballena y un elefante tienen el doble –aunque en un cuerpo muchísimo más grande–, un pulpo tiene 300.000.000, un perro 160.000.000, un ratón 4.000.000, una hormiga 10.000, un gusano nematodo 302… Los orangutanes, con sus neuronas, planifican sus rutas de viaje y las comunican a sus congéneres. Cada ser en el universo es absolutamente único, y nadie es superior a nadie en dignidad.

No es descartable que haya en el universo –o incluso “fabriquemos”, gracias a la neurotecnología y la ingeniería genética– seres más inteligentes que nosotros, y es más que probable que en la Tierra, dentro de muchos millones de años, vivan seres no humanos mucho más inteligentes o “espirituales” que nosotros (y que Buda o Jesús de Nazaret…). Científicos de la Universidad de California-Irvine han conseguido crear y borrar recuerdos manipulando las neuronas de unos ratones. Científicos austríacos acaban de crear un “microcerebro” humano, aunque no han encontrado por ahora quien esté dispuesto a que se lo trasplanten.

¿Y entonces? Todo es más maravilloso. Las preguntas valen más que las respuestas. Las respuestas valen en la medida en que suscitan nuevas preguntas. Nuevas preguntas nos abren a nuevos caminos en nuestra manera no solo de pensar, sino sobre todo de sentir, de mirar, de vivir.

¡Qué aburrida resulta una teología que se limita a repetir! ¡Cuán tediosos y estériles son esos manuales y textos, que vuelven a proliferar en nuestras facultades de teología y se limitan a repetir respuestas del pasado para preguntas del pasado! No hay revelación en la mera repetición. Los textos sagrados, o los dogmas de ayer, están llamados a ser cada vez revelación nueva. La lectura se vuelve descubrimiento y sorpresa. El texto del pasado nos abre al futuro. Se da revelación. Solo se da revelación cuando nos acercamos a la Zarza Ardiente con los pies descalzos, la mente desnuda de saberes y el corazón abierto. Con nuevas preguntas.

Así avanzan las ciencias, y también la teología. Claro que la teología no avanza como las ciencias positivas, acumulando conocimientos empíricamente verificados, pero también la teología –al igual que la filosofía, o el conocimiento simbólico en general– se nutre de preguntas, se inspira en la admiración, y avanza en el no-saber, y solo así acoge chispas de luz para la vida.

(Publicado el 20 de septiembre de 2013)