ODIO, PERDÓN, VENGANZA, PAZ. PERCEPCIÓN ESPIRITUAL

I. ODIO

1. Del yo herido al odio

Aversión, rencor, aborrecimiento, enemistad profunda… En el diccionario encontraremos una larga lista de términos para un sentimiento profundo y duradero que, aun siendo tan difícil de definir, nos es sin embargo tan familiar. ¿Quién no ha sentido odio contra alguien, contra algo, contra sí mismo? ¿Odio contra sí mismo? Sí, también. Diría más, todo aquél que odia, siempre es porque odia algo de sí. Quien vive en paz consigo mismo, no puede odiar a nadie.

¿Dónde está la causa del odio? El desencadenante está fuera, pero la causa última reside dentro de uno mismo. “Yo” soy el que odia. El odio es una reacción, pero tiene su fuente última y su principal remedio en uno mismo. El neuroquímico nos informa de que el odio se debe a la carencia o al descenso de una hormona cerebral, la serotonina. El psicólogo nos lo explica desde lo que ha indagado en los misterios de la psyché: las vivencias de la primera infancia o de antes de nacer, la falta de seguridad o de autoestima, los conflictos afectivos, la tiranía del superyó… Las causas son tan complejas como nuestro cerebro, nuestra psicología, nuestra mente, nuestro yo con toda su historia, que es a la vez la historia universal.

Algo o alguien me da motivo para odiarlo, pero “yo” lo odio. Digo “yo”, pero el yo que odia no es el verdadero yo, el yo profundo, el yo que comulga con todos los seres como hermanas y hermanos, el yo cuyo centro último es el Todo. Odia el yo superficial, el ego estrecho, encerrado en la cárcel de sus emociones y suspicacias, de sus simpatías y antipatías, de sus necesidades y miedos. En el Bhagavad Gîta, un librito de la sabiduría hindú que Mahatma Gandhi tenía siempre en la cabecera de su cama, se dice: “El que no es perturbado por las penas y no anhela las alegrías, el que está libre del apego, miedo e ira, ese es llamado el asceta de sabiduría estable (…). El hombre que abandona todo anhelo y obra sin intereses, libre del sentido del ‘yo’ y de ‘lo mío’, él alcanza la paz (2,56.71).

¿Por qué odia, pues, el ego? Porque no es libre, sino esclavo de sí. Puede que tengas todas las razones del mundo para odiar, pero ninguna de ellas justifica el odio; en el “yo” se reúnen y toman forma, una forma confusa, deforme y disgregadora: nace el odio. Otra persona, en las mismas circunstancias, o muy similares, no siente odio. Nadie odia porque quiere. El odio emerge desde nuestros fondos oscuros y nos encierra en ellos, impidiéndonos salir a la luz y a la paz.

2. El odio no cura

Yalaludin Rumi, el poeta sufí del s. XIII, enseñaba: “Todos los defectos: la tiranía, el odio, la envidia, la avaricia, la impiedad, el orgullo, no te molestan cuando están en ti, pero te aíran y te duelen cuando los ves en otro” (El libro interior, 6). Y pone como ejemplo que un forúnculo infectado en nuestra piel no nos repugna, pero sí en la de otro. Así es con el odio. Si odiamos, es en el fondo porque no vivimos en paz con nosotros mismos. Si odiamos, es que nos odiamos, aunque no podamos reconocerlo. Enseñaba también: “Si encuentras algún defecto en tu prójimo, sábete que ese defecto también lo tienes en ti”.

El odio, en consecuencia, no resuelve nada ni en el prójimo ni en ti, sino al contrario, impide toda solución, a no ser que llegues a reconocer tu odio como síntoma de tus propios males. Entonces, podrás empezar a sanar. En cambio, mientras odiemos, nuestra herida seguirá supurando.

El odio es destructor. Querríamos destruir aquel o aquello que odiamos, pero al hacerlo nos destruimos. El odio no solamente revela que no estamos en paz con nosotros mismos, sino que nos impide estarlo. Mientras odiemos, no podremos vivir en paz, no solamente con las personas que aborrecemos, sino en primer lugar con nosotros mismos. Cuanto más odiamos, más nos herimos. El que desea mal a otro, se hace daño también a sí mismo.

Rabbí Josué ben Jananiá, un sabio judío del s. I de nuestra era, enseñó que “la envidia, la mala inclinación y el odio de las creaturas expulsan al ser humano del mundo” (Pirke Avoth 2,16). Querría expulsar del mundo al que odia, pero en realidad se expulsa a sí mismo. No encuentra la paz ni el descanso, no halla su lugar en el mundo, se vuelve un desterrado. Unos siglos más tarde, el Talmud judío afirma que “el odio desenfrenado equivale a tres crímenes: la idolatría, la incontinencia y el derramamiento de sangre” (Yoma 9 b).

En el libro bíblico de la Sabiduría, hay una bella oración en que se confiesa a Dios como Misterio de amor creador en quien no puede caber el odio: “Tú amas todo cuanto existe y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. Y cómo podrían subsistir las cosas si tú no las quisieras?” (Sab 11,25-26). Salta a la vista que la propia Biblia y el cristianismo, al igual que el islam, han contaminado de raíz al imagen de esa Realidad Fontal o Última que llamamos Dios, proyectando sobre Ella las emociones humanas más perturbadas y perturbadoras, haciéndolo un Personaje Supremo ambiguo y no pocas veces monstruoso, pero la percepción originaria de los grandes místicos de todas las tradiciones religiosas ha sido muy otra: han intuido que la Fuente misteriosa o el Corazón de la Realidad, la llamen como la llamen, es la Bondad que crea, recrea y sana.

3. Vencer al odio

El odio no es lo que cura, sino lo que hay que curar. Todos sabemos cuán difícil es. Es tan difícil como ser libres de nuestro propio yo. Pero todos los maestros de la vida lo han enseñado, cada uno a su manera. Jesús de Nazaret dijo: “Quien se empeñe en salvar su vida, la perderá; quien la pierda la salvará” (Mc 8,35). El que se libera de la vida esclava del yo gana la vida verdadera. Cinco siglos antes, Sidharta Gautama, el Buda, enseñó: “El que se ha alejado de la pasión, el odio y la ceguera no se hace daño a sí mismo, ni a los demás, ni a sí mismo y a los demás, y no sufre ningún dolor ni aflicción” (Anguttara Nikaya 3,35). Y también: “He aquí, oh monjes, la paz suprema, la más noble: la pacificación de la pasión, el odio y la ceguera” (Digha Nikaya 26). En eso consiste el nirvana, la vida en su plenitud más allá del yo superficial y aparente.

El odio no es eficaz. El odio no es inteligente, sino ciego. El odio no es signo de fortaleza, sino de debilidad. No refleja la fuerza y la grandeza del ánimo, sino su pequeñez. “Cuanto más pequeño es el corazón, más odio alberga” (Víctor Hugo).

Martin Luther King tenía muchas razones verdaderas, por sí mismo y por sus hermanos americanos de raza negra, para odiar a los blancos responsables del terrible apartheid en los EEUU. Pero no odió. “Nos podéis golpear, humillar, matar, pero no conseguiréis que os odiemos”. He ahí la grandeza. “Nada que un hombre haga –escribe– lo envilece más que el permitirse caer tan bajo como para odiar a alguien”.

Nelson Mandela tenía grandes razones para odiar a los blancos que habían conquistado y seguían humillando a la inmensa mayoría de sus habitantes en su propia tierra. Pero venció al odio, y esa fue su primera victoria. El poema “Invictus” de William Ernest Henley le ayudó en la cárcel a no darse por vencido: “No importa cuán estrecho sea el portal, / cuán cargada de castigos la sentencia, /soy el amo de mi destino: / soy el capitán de mi alma”.

“Que nadie, por cólera o por odio, desee mal a nadie”, enseñó Buda (Meta Sutra). “No dejes que se muera el sol sin que hayan muerto tus rencores”, advirtió Mahatma Gandhi.

II. PERDÓN

1. ¿Qué es el perdón?

El perdón es un término muy equívoco. Perdonar no es absolver a alguien de una culpa (no importa tanto la culpa, sino el mal hecho). Perdonar no es ignorar el mal cometido ni justificarlo (el mal sigue siendo malo). Perdonar no es olvidar el daño sufrido (la memoria no puede olvidar). Perdonar no es volver a ser amigo (algunas veces será imposible).

Perdonar es situarse más allá del registro de la culpa. El perdón es querer el bien del que me hizo daño. El perdón es ponerse en su lugar y tratar de comprenderlo, haciéndose cargo también de sus heridas. El perdón es volver a confiar en él, en su bondad, a pesar de todo, a pesar de la distancia y de la antipatía invencible. El perdón es mirar en el otro el bien en lo más profundo del mal. El perdón es sanar la memoria. El perdón es creer en el futuro y hacerlo posible.

Pero ¿es posible perdonar de esa manera? Creamos que es posible y hagamos lo que podemos, que a veces no será mucho. Y mirémonos en otros que llegaron lejos en ese camino de sanación, de salvación. Jesús llegó lejos. Mientras agoniza en la cruz de dolor y asfixia, el evangelio de Lucas pone en su boca estas palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). No hay que entenderlo como si suplicara el perdón de un Dios externo y justiciero, aunque normalmente se entiendan así esas palabras. En el evangelio de Jesús, “Dios” quiebra una y otra vez la balanza de la culpa y de la inocencia, anula el registro de la condena y del perdón entendido como absolución. El perdón nos desplaza a otro plano, nos sitúa en otro registro.

El perdón significa cambiar la mirada y la actitud frente a aquel que me ha hecho daño. Los que crucifican, a los ojos de Jesús, “no saben lo que hacen”, lo cual no hace el daño más leve, sino más grave, más difícil de remediar. Pero Jesús no los mira ni como culpables ni como inocentes. No se trata ni de condenar ni de absolver a los que le crucifican, sino de transformarlos. Se trata de hacerlos responsables, a saber, capaces de mirar el daño que hacen y de no volver a hacerlo. En la mirada de Jesús y en sus palabras renace el mundo. Jesús perdonó, es decir, supo mirar con bondad a los malhechores; los “excusó”, es decir, supo ponerse en su lugar; y así los rehabilitó, los curó, los humanizó. Ahí se pone de manifiesto lo más humano de Jesús, que es lo más divino. Morir perdonando es nacer a la vida que no muere. Es sanación y resurrección. El centurión romano confiesa: “Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios” (Mc 15,39).

Lo mismo se podría decir de Gandhi, de Luther King, de Nelson Mandela. O de la birmana Aung Sa Sun Kyi. O de Leymah Gbowee, Ellen Johnson Sirleaf, Tawakul Kerman, las tres Premios Nobel de la paz 2011. Y de tantas mujeres y hombres desconocidos. Nelson Mandela no perdonó como se perdona a un culpable, sino supo mirar con piedad al carcelero y ver también en él a un pobre prisionero. Supo mirar con piedad al enemigo y ver en él a un pobre hombre herido. Y llegó a amar como propia aquella camiseta verde y oro de los Springboks, símbolo del apartheid y de la humillación. “El perdón y la compasión elevan la mirada y se ve más lejos”, dice en la película Invictus. Durante 27 años interminables, 9.000 días de injusticia y de humillación, Mandela había luchado consigo mismo, había combatido en sí el rencor y la venganza, hasta poder con ellos. Pudo consigo y sacó de sí lo mejor, lo más humano, la compasión que transfigura la mirada, la mirada de la víctima y, al cabo, también la del victimario. Nelson Mandela perdonó. Perdonó y venció.

2. ¿Perdón con condiciones?

A veces se oye decir que, para poder perdonar, es necesario que se dé primero el reconocimiento del daño causado, el arrepentimiento, la petición del perdón, deseo de reparar e incluso el cumplimiento de la pena o de la penitencia. Yo lo he oído en boca de obispos. No creo en ese perdón. Y si dicen que Dios perdona de esa manera, no puedo creer en ese Dios. Creo en Dios como Misterio del perdón gratuito y primero, como mirada y acogida que restaura al que ha obrado mal. Creo que la Mirada y el Amor que acoge es el origen de cuanto es, se expresa en cuanto vive y es la vocación de cuanto existe.

El perdón es gratuito. Claro que el perdón, esa mirada comprensiva y bondadosa, no surge de la nada. Hay condiciones que son indispensables, sin las cuales no puede existir el perdón, pero no son condiciones que impone el que ha sido herido, sino que han de darse en él. Nadie puede perdonar de corazón y gratuitamente, si no posee una gran madurez y libertad interior, si no está en paz consigo mismo/a, si no es capaz de empatizar con el otro. Rara vez se dan en nosotros estas condiciones, y por eso nos cuesta tanto perdonar.

La condición fundamental es situarse en el lugar del otro. Es lo que nos han enseñado todos los grandes sabios y maestros de espiritualidad: “Trata al otro como querrías que otro te tratara a ti si te encontraras en su misma situación”. Es la “regla de oro” que no falla nunca. La enseñaron expresamente Confucio, Buda, Mahavira (fundador del jainismo) en el s. VI a. C. La enseñó Jesús de Nazaret, y Rabbí Hillel poco después de él. La enseñó también el profeta Muhammad.

Ésas son las condiciones sin las cuales el perdón es imposible. Claro que hay diversas circunstancias que pueden facilitar u obstaculizar que se den esas condiciones indispensables. Por ejemplo, que el victimario reconozca el daño hecho y pida perdón puede ser importante para que la víctima perdone. Que aquél diga a éste: “Lo siento. Perdóname”. O que, en determinados casos, haya una reparación social o, en su caso, económica.

Todo ello, normalmente, requiere un tiempo, una pedagogía y un procedimiento. Hace falta mucha paciencia y coraje tanto para perdonar como para pedir perdón. Pero repito, el perdón, si lo es, es gratuito. El que ha hecho daño no puede exigir que se le perdone; el que ha sido herido no puede exigir que se le pida perdón. El que pide perdón es humilde; el que perdona no humilla. El que pide perdón no se siente vencido; el que perdona no se siente vencedor.

3. El perdón sana la memoria

El perdón no significa olvido, sino sanación de la memoria. Tanto el que ha hecho daño como el que lo ha padecido necesitan sanar su recuerdo. El que ha hecho daño necesita curar el sentimiento de culpabilidad y vergüenza por haber hecho sufrir. El que ha padecido el mal necesita curar el odio y el victimismo.

Y eso cada vez. En el evangelio de Mateo, Pedro, uno de los compañeros más próximos de Jesús, le pregunta: “Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?”. Jesús le respondió: “No te digo siete veces, sino setenta veces siete”. Es decir, siempre.

El que ha hecho daño a alguien no podrá sanar del todo su memoria, mientras de una forma u otra no pida perdón. El que ha sido dañado tampoco podrá sanar su memoria mientras no perdone. Entonces, el uno y el otro podrán mirar al futuro, sin olvidar el pasado ni quedar atrapados en él. Solo hay que mirar al pasado con vistas al futuro. Para eso es necesario volver a tener la mirada limpia y el corazón ensanchado. Pero ésa es la mayor grandeza humana, la de la misericordia que cura.

III. VENGANZA

1. Venganza y resentimiento

La venganza y el resentimiento son lo opuesto al perdón: la venganza a nivel de actos, el resentimiento a nivel de sentimientos.

En el Talmud judío, recopilación escrita de la tradición oral judía y sus comentarios, se explica así la diferencia entre la venganza y el resentimiento o el rencor: “He aquí en qué consiste la venganza: tú le pides a alguien que te preste un hacha, y él te la niega. Al día siguiente, es él el que te pide que le prestes una hoz, y tú le respondes: ‘No te la presto, igual que tú ayer no quisiste prestarme tu hacha’. En cuanto al resentimiento, he aquí cómo se ilustra: tú le pides a alguien que te preste su hoz, y él te la niega. Al día siguiente, él te pide que le prestes tu hacha, y tú le respondes: ‘Te la presto, porque no soy como tú, que ayer no quisiste prestarme tu hoz’ ” (Yoma 23a).

Lo entendemos muy bien. La venganza es devolver el daño recibido, pagar con la misma moneda. Es la ley del talión: “ojo por ojo y diente por diente” (aunque la “ley del talión fue en su tiempo una medida humanizadora, que tenía como objetivo poner límite a la sed de venganza incontrolada, impedir que alguien rompiera dos dientes a quien le hubiera roto solamente uno). Pero ya lo dijo Luther King: “Ojo por ojo y todo elquedará ciego”. El resentimiento es el rencor que queda cuando el que ha sido herido no se venga directamente, pero no desaprovecha la ocasión para pasar factura y recordárselo a quien le hirió: “Mira lo que me hiciste”, “que conste quién tuvo la culpa”, “si yo hubiera hecho lo mismo”… El ego rencoroso se encastilla.

La venganza y el resentimiento son reacciones muy comprensibles, pero poco humanas. Y no resuelven el conflicto, ni curan las heridas. Ofrecen a la víctima una satisfacción engañosa, y encierran al victimario en su daño y hacen más difícil su transformación.

Jesús de Nazaret fue tan radical en lo que respecta a la venganza como en lo que respecta al resentimiento: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pero yo os digo que no hagáis frente al que os hace mal; al contrario, a quien te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra” (Mt 5,38-39). “Habéis oído que se dijo: ‘Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt 5,43-44). Es decir, no lo miréis como enemigo. Desead su bien, y procuradlo.

Desear y procurar el bien del malhechor: es lo contrario de la venganza y el resentimiento, y es la clave de la humanización tanto del que hizo el mal como del que lo padeció.

2. La justicia, más allá del castigo

El esquema de la culpa y de su castigo está profundamente arraigado en nuestra conciencia y en todas nuestras instituciones. A la infracción sigue la multa. El delito exige la pena. El delincuente ha de expiar su delito en la cárcel. No hay justicia sin expiación de la culpa.

Las religiones, a lo largo de milenios, han reforzado está lógica penalista y expiatoria. Toda una teología del castigo subyace, por ejemplo, a la práctica penitencial católica (pecado o culpa, arrepentimiento, confesión, pena, absolución), y ese esquema sigue teniendo vigencia en todo el imaginario del más allás: juicio, purgatorio, infierno o cielo. Un “Dios” imaginado como supremo juez es el garante último de esta justicia penalista. Todo eso me parece aberrante.

La filosofía del Derecho superó hace dos siglos esa visión vindicativa de la justicia y de las penas, pero creo que la mentalidad general y el sistema penal apenas han cambiado. Cuando, después de un crimen, pedimos justicia, casi siempre en el fondo clamamos venganza. Supongo que debe existir algún tipo de Derecho Penal para poder ordenar la convivencia. No somos ángeles. Pero me temo que la lógica reinante y el sistema todavía vigente no contribuyen a humanizar ni al delincuente ni a las víctimas.

Pienso que hay que superar de raíz la lógica de la culpa y del castigo. La justicia no debiera tener como objetivo primero establecer la culpabilidad –concepto demasiado subjetivo e inoperante–, sino promover la responsabilidad. Al juez le tocará, claro está, establecer los hechos, su autoría y sus motivaciones. Pero, una vez hecho eso, el juez no debiera preguntarse: “¿En qué grado este delincuente es responsable-culpable del delito cometido y cuál es el castigo que le corresponde?”, sino más bien: “¿Cuáles serán las medidas eficaces para que este delincuente recupere su humanidad perdida y se vuelva responsable, es decir, capaz de reparar en lo posible el daño hecho y de convivir?”.

¿De qué sirve hacer pasar 10 ó 20 años o toda la vida en la cárcel al que consideramos culpable? ¿Quién cree que las cárceles sirven para aquello que decimos que han de servir: para rehabilitar, resocializar, rehumanizar? La experiencia muestra que la cárcel (o incluso la pena de muerte) no sirve ni siquiera para disuadir. Habrá que buscar, por supuesto, el modo de que el asesino no vuelva a asesinar, el violador no vuelva a violar o el ladrón a robar. ¿Pero le parece a alguien que la cárcel rehabilita a las personas y las transforma en mejores, más responsables y solidarias? Hemos inventado tantas cosas que parecían imposibles: ¿no inventaremos un sistema más humano y más eficaz que la cárcel? Destinamos enormes sumas de dinero para hacer máquinas perfectas de guerra: ¿por qué no invertimos medios para inventar un sistema un poco más humano y más eficaz para humanizar a las personas y a la sociedad?

3. Rehabilitación, resocialización, responsabilidad

La venganza y el rencor, la culpa y el castigo miran al pasado. Y lo que necesitamos es construir un futuro común. El océano del dolor es más grande que todos los océanos juntos, pues también los océanos están llenos de dolor. Los remedios del pasado han fracasado: millones de Auschwitz y Gulags, Guantánamos y Abu Grahibs, ejércitos y muros… todo ha sido un fiasco. No aliviaremos el inmenso dolor del mundo hiriendo y matando al que hiere y mata. La Tierra no da para más cárceles. Es preciso que demos un gran paso adelante y que reemplacemos la lógica del castigo por la lógica de la curación.

Si la cárcel no regenera al malhechor y no lo vuelve bienhechor, y ni siquiera lo disuade, y si únicamente es un lugar donde tener a buen recaudo a la gente peligrosa, entonces lo propio sería aplicar la prisión perpetua a la gente peligrosa, y tal vez acabaríamos encerrándonos todos los unos a los otros. Pero sería el reconocimiento de un fracaso, un vergonzoso y humillante fracaso de la humanidad. Lo hemos inventado todo para matar y no hemos inventado aún nada mejor que una cárcel para impedir que alguien mate. Hemos invertido muchos miles de millones para encontrar cien litros de agua preciosa agua entre las rocas de la Luna, y no hemos encontrado aún el camino a la preciosa fuente fuente de bondad que se oculta en el corazón de un malhechor, para hacerla brotar.

Si tú tienes dos hijos y uno de ellos mata al otro por sinrazón o crueldad, tú que eres madre y lo has parido con dolor, ¿acaso lo llamarías “maldad”?, ¿dirías acaso de un hijo de tus entrañas que es “malo” sin paliativos?, ¿lo querrías ver pudrirse literalmente en la cárcel durante diez, veinte o cuarenta años? A tu hijo, seguro que no. ¿Y a otros hijos de otras madres como tú, a ésos sí?

Hace falta un gran salto en la civilización. Un gran salto en la justicia. Más allá de una justicia vindicatoria (¿de qué sirve hacer sufrir al malhechor para hacerle expiar su crimen?). Más allá de una mera justicia penal (¿de qué nos sirve un sistema penal que no regenera al criminal?). Un gran salto hacia una justicia que mira, sí, a curar todas las heridas de la víctima, pero también todas las heridas del victimario. Un gran salto hacia una justicia humana. Es la justicia que a ti te gustaría que se aplicara contigo, si tú fueras el victimario. Pues bien, “no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. Trata a tu prójimo como a ti te gustaría ser tratado”. Sólo eso.

IV. PAZ

1. La paz, más que la ausencia de guerra

Paz. Es una de esas palabras redondas y plenas que evocan todo lo que anhelamos, que no acertamos ni a decir. Cuando a veces saboreamos la paz en el corazón, en la pareja, en la familia, en la amistad, en el horizonte al atardecer, entonces la vida y toda la realidad se vuelve armónica y bella a pesar de todo. Pero hay demasiados pesares.

Al decir “paz”, no debemos pensar en la calma inmóvil. El corazón late sin cesar. La materia es energía. El planeta Tierra es interrelación dinámica. El Universo está en expansión. Del movimiento y de la relación surge la vida, y la vida es movimiento perpetuo que busca equilibrio, bienestar. La paz no es quietud estática. La paz es la vida que disfruta y goza, la vida que se despliega hacia dentro y hacia fuera, la vida en su creatividad inagotable, pero una creatividad sosegada, serena, armónica.

La vida, la realidad en su conjunto y todas nuestras relaciones están llena de tensiones, y la paz no consiste en que todo esté resuelto, sino en que todas las tensiones juntas conformen un bienestar creador. La situación ideal de un organismo cualquiera no es una placidez inactiva, sino el máximo estado posible de bienestar creativo o, lo que es lo mismo, el máximo estado tolerable de tensión creativa. La paz es bienestar creativo, un bienestar que no adormece ni embota, sino que tonifica y estimula. La paz es tensión creativa, una tensión que no destruye ni bloquea, sino que dilata y potencia. La paz es creadora. No es la guerra el padre de todas las cosas, como dijera el filósofo griego Heráclito. La paz es la madre de todas las cosas.

La paz es mucho más que la ausencia de guerra declarada. Mucho más que un estado aparente de no-violencia. Mucho más que la “tranquilidad en el orden”, que decía San Agustín. Mucho más que la paz de un imperio bajo control. Mucho más que la disciplina dentro de un sistema establecido. El orden establecido y la no-violencia aparente ocultan demasiadas situaciones de gran injusticia.

“La paz es fruto de la justicia”, afirmó repetidamente el papa Pablo VI, refiriéndose a la paz social. El profeta Isaías, 2.700 años antes, escribió: “El fruto de la justicia será la paz, la justicia traerá calma y seguridad perpetua” (Is 32,17). No puede existir la paz social sin justicia social. Pero ¿qué es la justicia? No es fácil definirla. La justicia es dar a cada uno lo suyo, es decir, todo lo que necesita y es posible para ser feliz.

Sin embargo, hay hombres y mujeres que necesitan muy pocas cosas para vivir en paz y ser felices. Son libres. Han descubierto dentro de sí y en el fondo de todo cuanto es el tesoro escondido, la paz misteriosa que todo lo habita y sostiene, la paz que nadie ni nada les puede arrebatar, la paz que vence incluso la mayor injusticia. Este logro humano admirable de la paz en la adversidad no justifica, evidentemente, ninguna injusticia, pero nos interpela y nos invita a confiar sin medida en el espíritu que nos alienta. La paz brota de esa profunda confianza activa en sí mismo, en los demás, en el Fondo de la realidad.

2. La paz con toda la creación

No solamente los seres humanos, sino todos los seres aspiramos a la paz, al bienestar creativo. El concepto de derecho ha ido ampliándose considerablemente con el tiempo, y ha llegado el momento de extenderlo a todos los seres. El siglo XX ha sido el siglo de los derechos humanos universales; el siglo XXI debería empezar a ser ya el siglo de los derechos de la Madre Tierra, de los animales, de las plantas, de todas las criaturas vivas y de todos los seres. Es la línea de la Declaración Universal del Bien Común de la Tierra y de la Humanidad, presentada por Leonardo Boff en el año 2010 ante la ONU. El ser humano se ha convertido en el gran peligro para la paz de la Madre Tierra, para ese delicado equilibrio de los diversos ecosistemas del que hemos surgido y que debemos cuidar, no solo por nuestro bien, sino por el máximo bien común posible de todos los seres. Es preciso que pasemos de usar a reverenciar y cuidar. Es preciso que tomemos conciencia profunda de la mutua pertenencia de todos los seres.

“Todo lo que existe merece existir y todo lo que vive merece vivir” (Leonardo Boff). El aire, el agua, las plantas, los animales no están ahí simplemente al servicio de la especie humana. El aire “quiere” ser limpio, el agua “no quiere” ser envenenada. Puede parecer una proyección abusiva al cosmos en general de nuestros deseos y criterios humanos, pero creo que es algo más que una figura retórica. Todos los seres vivientes “quieren” vivir en armonía y disfrutar, cada uno a su manera.

El profeta Isaías extendió su mirada a lo lejos, y anunció un futuro en que todas las criaturas vivirían en paz: “Entonces el lobo y el cordero vivirán en paz; el tigre descansará al lado del cabrito; el becerro y el león crecerán juntos, y se dejarán guiar por un niño pequeño. La vaca y la osa serán amigas, y juntas descansarán sus crías. El león comerá hierba, como el buey. El niño jugará en el escondrijo de la cobra y meterá la mano en el nido de la víbora” (Is 11,6-8).

Ese futuro soñado no solamente sigue siendo lejano, sino que hay muchas señales inquietantes de que nos estamos alejando cada vez más. Es urgente volver a una de las intuiciones bíblicas más profundas y geniales: el descanso sabático semanal (“no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que viva en tus ciudades”: Ex 20,8-10); y, cada siete años, todo un año sabático en que se debe dejar que descanse también la tierra, dejando de labrarla; y, cada 50 años, el año jubilar en que todas las deudas deben ser condonadas y todos los bienes que habían sido expropiados (sobre todo la tierra) deben volver a sus antiguos propietarios.

3. Una terapia de la paz para ser instrumentos de paz

La paz de la justicia es nuestra tarea primordial para esta sociedad, para todos los pueblos, para toda los seres. No se trata solamente de esperar la paz para un futuro más o menos lejano, sino de anticipar hoy y aquí la paz que esperamos. “No hay camino para la paz, la paz es el camino”, dijo A.J. Muste, líder pacifista norteamericano. La paz no es solamente un futuro al que aspiramos, sino el ánimo y la mirada que anticipan el futuro.

Pero ¿cómo? No hay recetas mágicas, como la experiencia nos enseña todos los días. Y la psicología, la historia personal, el ambiente que nos rodea, las relaciones personales que vivimos, la situación laboral que vivimos, el aire que respiramos, los alimentos que ingerimos, las endorfinas que generamos… todo influye. Necesitamos una auténtica terapia de la paz.

La terapia de la paz debería abarcar todos los ámbitos de la vida: la paz con la pareja, aprendiendo cada día a querer y aceptar al compañero/a como es y a confiar en él/ella; la paz en el trabajo, procurando unas relaciones francas, sanas, justas con todos los estamentos; la paz en la política, fundada en el respeto, más allá de los intereses del partido; la paz en la economía, convirtiéndola en el arte de la justa distribución, más bien que de la máxima producción; la paz con la naturaleza que somos y en la que somos, una paz hecha de sentimientos de fraternidad/sororidad para con todos los seres, para con la piedra y el agua, la hierbecilla y las frutas, los gusanos y los animales domésticos, una paz hecha de cuidado efectivo de todas las criaturas, nuestras hermanas.

Es especialmente urgente que aprendamos a descubrir la paz en nosotros, a vivir en paz con nosotros mismos. Que aprendamos a cultivar la interioridad, la espiritualidad en sentido amplio. “Lo mejor de la vida está en nuestro interior y si ahondamos en el presente, el agua manará con sorprendente ímpetu”, escribe Thich Nhat Hanh, anciano monje budista vietnamita, militante pacifista en la guerra del Vietnam. Debemos empezar por tener paciencia con nosotros mismos, y en especial con nuestras heridas del pasado que tanto nos condicionan. Procuremos vivir el presente, la hondura o la interioridad o el misterio de cada momento. Si ahondamos el presente, veremos la paz manar como agua de nuestro pozo interior y del manantial oculto en todos los seres.

La respiración consciente es un ejercicio tan sencillo como eficaz para vivir en paz. La respiración nos devuelve a nuestro ser auténtico, que es la paz del espíritu recorriendo todas las células. No estaría mal que en nuestros pueblos y ciudades, al igual que hay casas de cultura y polideportivos, hubiera también lugares públicos preparados para gustar el silencio, reconciliarnos con la vida, respirar en paz.

Cuando vas de prisa y el semáforo se pone en rojo o el tráfico se atasca, respira. Cuando te acuerdas de alguien que te ha hecho y sientes que la ira o el rencor te invaden, respira. Cuando te sorprendas deseando el mal a alguien, respira. Cuando te indignas ante una injusticia –¡y hay tantas – respira. Cuando te inquieta el futuro, respira. No se trata de esconder la cabeza ante el peligro, ni de eludir la responsabilidad o de mirar hacia otro lado. Se trata dejar que la paz te habite y te embargue, para ser instrumento de paz.

En: Garbiñe Biurrun – Joxe Arregi. Odio, Perdón, Venganza, Paz. Erein, San Sebastián 2011, p. 47-72