¡Oh Dios!

Hola, amigos, amigas:

Hace unos días leí que los autobuses de Londres van a iniciar una campaña publicitaria con el anuncio siguiente: “Probablemente no hay Dios; deja de preocuparte y disfruta”. A lo mejor, se trata simplemente de algún anuncio de la Play 2, de la ipod o de algún cosmético, y no hay que darle más vueltas.

Si se trata de una propaganda agnóstica en toda regla, seguro que a Dios no le molesta. Al fin y al cabo, como enseña un rabino hasídico, Dios inventó la duda para que los hombres podamos dudar de Él. La libertad de dudar hasta de Dios nos guía más allá de las certezas y de las dudas. A Dios no le duele el agnosticismo, sino el dolor de las criaturas. Tiene muchos gozos que compartir y demasiados dramas que acompañar, como para ocuparse de nuestros argumentos a favor y en contra. Sigan, pues, los buses londinenses circulando tranquilos con su anuncio, y olvídense de Dios sus usuarios, si Dios les resulta una preocupación añadida; si Dios les amarga la vida y les impide disfrutar, tengan por seguro que ese Dios no existe; no es más que un mal producto de nuestros miedo, y lo mejor que pueden hacer es desembarazarse de él. Y disfrutar la vida. Disfrutar, sí, pero más allá del último aparato del mercado o del cosmético más milagroso. Disfrutar de verdad: he ahí la cuestión. El pensamiento y el corazón triviales ayudan poco a disfrutar de verdad.

En cuanto al anuncio en sí, es inútil entrar a discutir la probabilidad de la existencia de Dios, los argumentos en pro y en contra. Es mejor abrir los ojos y dejar que vean, abrir el corazón y dejar que sienta. Ahí tal vez, más allá de todos los argumentos y de todos los nombres, el misterio de Dios emerge desde el fondo de la vida con sus grandes anhelos. Dios no se hace presente como mandamiento y prohibición, sino como gracia de vivir, como posibilidad por estrenar, como novedad que habita el corazón de la realidad. Como sabor y disfrute compartido. Todo disfrute profundo y compartido es un destello de Dios en la vida. Lo bueno y lo bello de la vida, eso es Dios. Lo que alivia la angustia propia y ajena, eso es Dios. Y que le llamemos o no le llamemos “Dios” es lo de menos.

Claro que hay nombres sagrados. Todos los nombres son sagrados, y el nombre de Dios es expresión de la absoluta sacralidad de cuanto es, de aquel profundo misterio de bendición del que todo procede y al que todo está misteriosamente prometido. ¿No lo sentimos así en los instantes álgidos de la vida?

Hay momentos en que presentimos que la Realidad es santa y buena, es belleza poderosa y compasión sanadora, y entran deseos de postrarnos y de besar, y de santiguarnos como aprendimos de niños: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (dicho con palabras de mayor: “El Amor del que todo procede, la Fraternidad que todo lo convoca, la santa Energía que todo lo anima y empuja”). Sí, a veces entran deseos de santiguarse, no para exorcizar nada, sino para reconocer la realidad eterna, o para fundirse con el clamor de los innumerables seres que sufren, para celebrar que somos o para acogernos el Gran Consuelo. Hay ocasiones en que exclamamos “¡Oh Dios!” y sabemos que es verdad, aunque empecemos a dudar en cuanto empezamos a pensar. A veces es una música o un paisaje que se hacen revelación. Basta un solo acorde en el aire, o una hoja dorada caída en el suelo. A veces es un rostro sufriente que nos deja atónitos, desamparados, y es como si en nosotros subiera el grito de toda la tierra. A veces también ¡bendito sea Dios! es un gesto de ternura que nos toca el alma, y tenemos la certeza más simple y pura de Dios. A veces… hay también veces en que una terrible angustia se apodera de uno y uno se siente como Daniel en el pozo de los leones, y no puede sino gritar con voz muy queda “¡Oh Dios!”, y lo mejor que uno puede sentir es que Dios grita con nosotros desde el fondo del mismo abismo. A veces, en esos momentos de postración, uno escucha a una persona querida susurrar dulcemente al oído con voz de bálsamo: “Eres un tesoro precioso en una preciosa vasija de barro”, y uno vuelve a confiar en sí. Y el barro siente y piensa que Dios ES, más allá de toda negación y de toda afirmación, más allá de nuestras superficiales dudas y certezas, más allá de todas nuestras teologías. Simplemente, como la vida misma.

Tiene razón el pensador cristiano Maurice Zundel cuando nos advierte: “No habléis demasiado de Dios, lo echáis a perder”. Y apenas queda algo más que una invocación honda y desnuda: “¡Oh Dios!”. “Refugio mío, peña mía, Dios mío”. Y uno quisiera, más allá de todas las palabras, asentir a la voz más profunda, y simplemente estar como un niño en brazos de su madre. Y ser en la vida humilde manifestación de Dios: disfrute y compasión.

¡Paz y bien!

(Publicado el 6 de noviembre de 2008)