Oración a Dios y oración de Dios. A propósito de un libro de Hans Küng

La publicación de un librito de Hans Küng (La oración y el problema de Dios) en el portal www.atrio.org, dentro del debate “No-teismo y fe en Dios”, me brinda la ocasión de releerlo y de proponer unas reflexiones a su respecto.

Han pasado 30 años desde que el brillante teólogo y escritor suizo, en la plena madurez de su pensamiento, publicó este texto de apenas 100 páginas. ¡Cuánto ha cambiado la cultura global de la humanidad en estos 30 años, y cuán poco, prácticamente nada, el lenguaje y las prácticas de las grandes religiones! Sigue creciendo, hasta hacerse insalvable, la falla entre la religión y la cultura, cosa que el teólogo suizo, recientemente fallecido, nunca dejó de denunciar y lamentar.

La ruptura con la cultura –visión del mundo y forma de vida– trae consigo, más pronto que tarde, esta consecuencia que salta a la vista: la sociedad en masa da la espalda a la religión, una religión que nació para inspirar y animar, pero que ya no anima ni inspira porque quedó anclada en un mundo premoderno obsoleto. ¿Qué puede hacer la gente sino abandonar lenguajes, creencias y normas, oraciones, templos y misas –la misa, forma por excelencia de oración y presencia visible por antonomasia de Dios, según enseñaban los teólogos y el clero…–, cosas que ni entiende ni le aportan nada? Es la religión convertida en ruina.

Hans Küng lo constataba hace 30 años, y su libro quiere responder justamente a esta constatación: la oración ha entrado en crisis en la era moderna porque ha entrado en crisis la imagen teísta de un Dios personal exterior y omnipotente que interviene en el mundo cuando quiere. ¿Significa eso la desaparición de Dios y de la oración? Depende de lo que se entienda por oración y por Dios.

Si oras a Dios para que te dé éxito en tu examen, tu trabajo o tu matrimonio, si oras rezando para evitar algo que de otro modo sería inevitable o para lograr algo que de otro modo sería inalcanzable, si oras pidiendo a un Dios que puede escucharte y actuar o puede no hacerlo –él sabrá por qué–, tu oración es mágica, tu Dios es mítico. Ese Dios no existe, y tu oración es alienante, te enajena en lo que no existe. Tienen razón Feuerbach, Marx, Freud y Nietzsche, y todos los ateos. Y tienen razón todos los creyentes que, como Hans Küng, buscan hacer compatible con la razón la fe en Dios y la oración.

¿Qué es, pues, orar, y cómo podemos hacerlo? El brillante profesor de Tubinga enfoca las cuestiones decisivas con su precisión y agudeza habituales, y amplía la perspectiva de la fe en Dios y de la oración en diálogo con la razón moderna y con las diversas tradiciones religiosas. Su librito ilumina e interpela a la vez, incita a pensar. Sin embargo, y a pesar de la admiración que profeso a su autor, he de confesar que, 30 años después, el libro se me queda corto, y no precisamente por su reducido tamaño. Choco con dos problemas que son uno: oración y Dios.

La objeción de fondo es la imagen de Dios que, como a lo largo de toda la obra del autor, sigue siendo a mi modo de ver excesivamente “teísta”: Dios, afirma, es “partner” del orante, la oración es un “coloquio” (Yo-Tú) con Dios, Dios “escucha mi oración de petición”. Son expresiones cuando menos ingenuas para muchos orantes profundos y sorprenden un poco en un teólogo tan racional como Küng. Y me llama la atención que incurra en una flagrante contradicción de términos que se oponen en el mismo plano: excluye por un lado una “intervención milagrosa sobrenatural desde el exterior”,  y afirma por otro tajantemente que el cristiano, cuando ora, debe confiar en una “intervención” de Dios; declara por un lado que “Dios nos sostiene, nos domina y nos rodea de una manera transpersonal”, y sostiene por otro que “la estructura Yo-Tú es constitutiva” de la oración. Sé bien que, hablando de Dios, nunca podremos resolver todos los elementos contrarios en un lenguaje unívoco. Pero a Hans Küng se le podría exigir una elaboración más rigurosa y matizada de tales afirmaciones opuestas.

Mi segunda objeción se refiere a la contraposición demasiado tópica y tosca que establece entre “la forma oriental de meditación impersonal con la forma occidental de oración personal”. Afirma con razón la importante presencia de la oración mística del silencio en la tradición cristiana, pero acaba enfrentando entre sí la oración mística que pone el acento en el vacío, la nada, el olvido de sí y el nirvana, por un lado, y, por otro, la oración “específicamente cristiana”, regida por “las normas del Evangelio de Jesucristo”, que pone el acento en la plenitud, la conquista del yo, el nuevo ser y la vida eterna. Llega a afirmar que “la meditación mística puede ser una forma entre otras muchas, pero ciertamente no la más elevada”. Me parecen aserciones superficiales e insuficientes.

Es hora de ir más allá. De entender y practicar la oración como expresión de la hondura de la vida y de todo lo real. De hablar de Dios con otras metáforas como Alma, Aliento y Corazón del mundo, de todo lo que es y que somos.

“Oración” viene del latín orare, hablar. Ciertamente, necesitamos palabras para decirnos ante nosotros mismos y ante los demás, en la red universal de yo-tú-nosotros-ello que formamos. Seres hablantes, necesitamos poner palabra a todo lo que somos y vivimos (carencia, plenitud y culpa, gozo y angustia), en busca de hondura. Las palabras pueden ayudarnos a llegar al gran silencio donde mana la vida y sanan las heridas más profundas. Entonces, la oración en palabras conduce a la oración en silencio, con método o sin método, en Oriente como en Occidente (más allá de nuestras etiquetas y geografías planas, Occidente es el Oriente del Oriente. y Oriente es el Occidente del Occidente: basta mirar el Globo de la Tierra).

La palabra es necesaria, sí, pero hablamos demasiado en nuestra oración –ya lo decía Jesús de Nazaret, y lo recuerda oportunamente H. Küng–. Nuestras misas, por ejemplo, son una verborrea ininteligible, difícilmente soportable. Que callen las palabras, sobre todo aquellas cuyo significado se nos ha vuelto absurdo y blasfemo, como cuando en la misa empezamos buena parte de las oraciones diciendo “Oh Dios todopoderoso” o repetimos sin cesar súplicas indignas de Dios y del orante tales como “Señor, ten piedad”, “Te rogamos, óyenos”… Esas palabras y tantísimas otras debieran simplemente desaparecer de la liturgia y de todas nuestras oraciones vocales, o cuando menos ser sustituidas por otras que nos conduzcan al Silencio profundo –nombre de Dios– donde brota y se restaura nuestra vida. Será imposible si nos aferramos a nuestras palabras y sus significados, que son siempre inevitablemente constructos humanos culturales.

¿Oramos a Dios? Sí, también: oramos a Dios, es decir, nos expresamos ante Dios, Alma, Aliento, Corazón de todo. En la pobreza y en la abundancia, en el gozo y en la pena, nos expresamos: damos gracias, suplicamos, alabamos, pedimos perdón a todo, al Todo en todos los seres. Cuando abrazo a un árbol, saludo a una roca, agradezco a la lluvia, alabo al sol o pido perdón a quien he herido… abrazo, saludo, agradezco, alabo, pido perdón a Dios en todos los seres. Simplemente digo “aquí estoy”. Pues Dios, más allá de categorías como personal e impersonal, más allá de toda identidad y alteridad, es el Yo de mi yo, es el Tú en todo tú, incluso en el tú que soy yo para mí mismo, es la Comunión del nosotros que formamos todos los seres.

Cuando oramos, como cada vez que hablamos, nos expresamos en forma dialogal, pero cuando nos expresamos a fondo, “oramos” –a saber, somos y nos decimos– “ante” Dios o “en” Dios, ante el Todo o en el Todo, en el Fondo de lo Real más allá de unidad y dualidad, en mismidad sin ensimismamiento y en relación sin dualidad. Ya que Dios y mundo no son ni uno ni dos, de algún modo similar a como el cerebro y la conciencia no son ni uno ni dos.

¿Oramos a Dios? Sí, pero sobre todo Dios –Alma y Aliento y Conciencia de cuanto es– ORA, se dice, es, hace ser en nosotros, en todo lo que es. Todo ora, se ora o se expresa continuamente. Dios se ora en el llanto y en la risa, en el canto de los pájaros y de los vientos, en la música de los átomos y de las galaxias, y en la vibración del vacío del que el universo nace sin cesar.

Aizarna, 12 de junio de 2021