Orar sin pedir

Hola, amigos, amigas:

Hoy pensaba terminar por fin con el tema de la muerte de Jesús que vive en nosotros. Pero os envío mi homilía del domingo en Arantzazu. Ya os acordáis: Moisés rezando en el monte mientras el pueblo lucha en el valle contra Amalec. Y la parábola de Jesús: el juez a quien no le importaban ni Dios ni los hombres, y menos aquella pobre viuda, pero acaba haciéndole justicia para quitársela de encima (es conocido que la tenacidad femenina puede con todo).

Esto es, pues, lo que prediqué. Pero no os oculto que, a medio sermón, dos hombres de los primeros bancos se salieron de la iglesia, primero uno y luego otro, y no llevaban niños pequeños de la mano, y tampoco eran abuelos. Y a mí casi se me cortó el sermón, y a lo mejor tenía que haberlo cortado, pero seguí. Estoy seguro de que los dos hombres que salieron sentían que la voz del Espíritu les llamaba a salir. En cuanto a mí, quiero pensar que yo también quise seguir la voz del Espíritu al seguir predicando, pero no estoy seguro.

Son nuestras contradicciones, y entre contradicciones crecemos, entre contradicciones creemos, entre contradicciones oramos, entre contradicciones hacemos ser a Dios entre nosotros, en la medida en que acogemos nuestras propias contradicciones y nos respetamos en medio de todas nuestras diferencias.

La oración de petición. Tenemos un gran problema de lenguaje, o de imagen de Dios, o de experiencia de Dios. Y creo que son nuestros problemas y contradicciones los que se los atribuimos a Dios, y Dios debe de estar profundamente perplejo y apenado. Uno le pide que llueva, y otro que haga sol. Una madre le pide a Dios para su hijo el mismo puesto que otra madre está pidiendo para el suyo. Moisés con los adláteres que, una vez cansado, le sujetan los brazos ora a Dios por la victoria de los israelitas; los amalecitas oran al mismo Dios pues no puede ser otro por la derrota de los israelitas. Y así es casi todo con nuestras oraciones de petición.

San Agustín, entre tanta cosa sublime, nos enseñó también cosas terribles. Y nos dijo, por ejemplo, que si pides a Dios algo y no lo obtienes, se debe a una de estas tres razones: malus, mala, male. O bien eres malo (malus) y no lo mereces, o bien pides cosas malas (mala) y no te convienen, o bien pides mal (male) y no mueves a Dios. Uno de los peores peligros de la fe es utilizar a Dios para explicarlo todo.

El Dios del malus, mala, male no es el Dios a quien Jesús oraba de día y de noche, el Dios a quien llamaba abbá sin decir nada más, el Dios que celebraba en sus comidas y fiestas, el Dios ante quien clamó en la cruz, el Dios en cuyas manos por fin se dejó. El Dios de la vida, el Dios de todos nuestros gozos y de todos nuestros dolores, el Dios que sufre y goza en todas las criaturas y anhela ser liberado junto con ellas. Y mientras tanto, oramos juntos. Oramos en Dios y Dios en nosotros. Oramos la vida ante Dios, y Dios ora cuanto es en el corazón de cuanto es.

Uno de los nardos se estropeó (maneras nuestras de hablar). El otro sigue expandiendo su perfume sin que nadie se lo pida. Oración es aspirar su perfume.

Un abrazo. ¡Paz y bien!

(Publicado el 25 de octubre de 2007)