OTRO PAPADO PARA EL SIGLO XXI

Reflexiones a partir de la Encíclica Ut unum sint de Juan Pablo II

En 1995, Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint expresó la voluntad de buscar una nueva manera de ejercer el primado del obispo de Roma como ministerio de comunión de todas las Iglesias. La propuesta suscitó interés en todas las Iglesias, pero muy pronto quedó relegada al olvido.

En las páginas que siguen señalaré los elementos nucleares del documento y analizaré críticamente sus presupuestos teológicos. ¿No siguen estando demasiado anclados en el pasado? ¿En Ut unum sint no sigue todavía el obispo de Roma prisionero del papado? La tesis es sencilla: para avanzar –“tú, sígueme” (Jn 21,22)– hacia una comunión de las Iglesias propia del siglo XXI es imprescindible reformar enteramente el marco conceptual, imaginario e institucional de la Iglesia y de los ministerios. Y así reimaginar otro “ministerio de Pedro”, liberado del “orden sagrado”, de la “sucesión” y de Roma.

1. La novedad y la ambigüedad de una frase

Ut unum sint (Para que sean uno) es una encíclica sobre “el empeño ecuménico”, y se presenta como un comentario del Decreto del Concilio Vaticano II Unitatis Redintegratio (1964), del que están tomadas casi la mitad de las 162 citas. Su interés, sin embargo, se centra en el papado, problema mayor del ecumenismo.

El ministerio del obispo de Roma, reconoce la encíclica, “constituye una dificultad para la mayoría de los demás cristianos, cuya memoria está marcada por ciertos recuerdos dolorosos” (UUS 88). Habría que decir más bien “la dificultad”, como afirmó abiertamente Pablo VI en 1967: “El papa, lo sabemos, es sin duda el obstáculo más grave en el camino del ecumenismo”[1].

El pasado y el presente lo corroboran. En los años 90 del siglo XX, después de tres décadas posconciliares de empeño más o menos optimista, todos los esfuerzos ecuménicos habían encallado una y otra vez en la “roca de Pedro”, mejor dicho, en la roca del papado vaticano. Las comisiones teológicas intereclesiales llegaban sin mayores dificultades a acuerdos básicos en los grandes debates que nos habían dividido en el pasado: el Filioque, la justificación, los sacramentos, María… Bastaban la buena voluntad y la lectura crítica de los textos fundantes del cristianismo, sobre todo el Nuevo Testamento. Ni siquiera cierto primado simbólico del obispo de Roma era un obstáculo insalvable: las Iglesias ortodoxas nunca tuvieron inconveniente en aceptarlo, siempre y cuando no fuera un primado jurisdiccional; algo similar podría decirse incluso de la Iglesia luterana. Pero el diálogo fracasaba en el momento en que Roma reivindicaba un primado entendido como poder jurisdiccional sobre las demás Iglesias. Ahí ya no era posible avanzar. El problema es el papado.

Inesperadamente, el propio Juan Pablo II, el papa conservador e inflexible, vino por fin a reconocerlo en la Encíclica. Tras haber recalcado insistentemente el papel vital e irreemplazable del obispo de Roma en la comunión verdadera de todas las Iglesias, afirma: “Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva” (UUS 95).

Por esa frase se cita y se seguirá citando la Encíclica. La sorpresa y el interés suscitados por estas palabras fueron considerables. Un papa de arraigadas posiciones tradicionalistas reclamaba la necesidad de repensar la figura del obispo de Roma, su función en la Iglesia. Esa frase constituye la principal o la única aportación novedosa de la encíclica, el único paso adelante en relación con la Constitución conciliar Lumen Gentium sobre la Iglesia y el Decreto conciliar Unitatis Redintegratio sobre el ecumenismo.

Pero ¿en qué consiste, justamente, “lo esencial” del primado o de la misión del obispo de Roma? He ahí el nudo de la cuestión que la Encíclica deja prácticamente intacto. La sección consagrada a la función del papa en el camino ecuménico hacia la comunión se abre con esta frase: “La Iglesia católica es consciente de haber conservado el ministerio del Sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha constituido como principio y fundamento perpetuo y visible de unidad” (UUS 88). Los términos que subrayo en cursiva son a cuál más equívocos y confusos tanto desde el punto de vista histórico como teológico, pero la encíclica ni los clarifica ni justifica; los da por supuesto como si supiéramos qué significan. Los establece como fundamento sin fundamentarlos.

Se comprende que todos los intentos llevados a cabo desde entonces hasta hoy por proponer una nueva forma de ejercicio del “primado” romano hayan fracasado: así la reunión de especialistas convocada por la Congregación para la Doctrina de la fe al año siguiente de la Encíclica, en 1996, sobre el tema: “El primado del Sucesor de Pedro”[2]; así también la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos en el 2001, que ofreció un balance sobre lo esencial de las diversas propuestas y estudios aparecidos a raíz de la publicación de Ut unum sint[3]. Todo se limitaba a vagas propuestas en torno a la sinodalidad y a disquisiciones sin fin sobre lo que significan el primado y la infalibilidad.

Y se comprende que, diez años después de Ut unum sint, el cardenal Kasper hiciera suya la expresión empleada por Pablo VI en 1967 y volviera a reconocer que el papado es el “mayor obstáculo para la plena comunión ecuménica”[4]. Hoy, 21 años después de la Encíclica, constatamos que no se ha dado ningún paso para hacer efectiva la voluntad de “encontrar una forma de servicio del primado… que se abra a una situación nueva[5].

Es como si no se supiera hacia dónde avanzar. Pero la Encíclica apunta una dirección: el pasado. ¿Es la dirección correcta?

 

2. ¿Basta con volver al primer milenio?

 

Ut unum sint propone como modelo a seguir la relación entre las Iglesias de Oriente y Occidente durante el primer milenio, antes de la división de 1054. Da por supuesto que todas las Iglesias durante ese tiempo reconocían al obispo de Roma como garante último de la plena comunión: “El camino de la Iglesia se inició en Jerusalén el día de Pentecostés y todo su desarrollo original en la oikumene de entonces se concentraba alrededor de Pedro y de los Once (cf Act 2, 14). Las estructuras de la Iglesia en Oriente y Occidente se formaban por tanto en relación con aquel patrimonio. Su unidad, en el primer milenio, se mantenía en esas mismas estructuras mediante los Obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con el Obispo de Roma. Si hoy, al final del segundo milenio, tratamos de restablecer la plena comunión, debemos referirnos a esta unidad estructurada así” (UUS 55; cf. 56 y 61).

Hay que reconocer la carga innovadora que contiene el hecho de proponer el primer milenio como modelo para el ejercicio actual del primado romano. ¡En el primer milenio no existían todavía los dogmas del primado de jurisdicción y de la infalibilidad definidos por el Vaticano I en 1970! ¿Estaba el papa pensando en derogarlos? Sería inimaginable en cualquier papa, y más si cabe en Juan Pablo II. Más razonable es pensar que se refería a la necesidad de ejercer el primado y la infalibilidad de acuerdo al modelo del primer milenio, pero “sin renunciar a lo esencial”. Y aquí volvemos a encontrarnos en el impasse de siempre: ¿en qué consiste lo esencial de esos dogmas? ¿Se encuentra en el primer milenio alguna “estructura” unánimemente aceptada por las Iglesias, asimilable al primado de jurisdicción y a la infalibilidad?

Si apela a la historia como criterio, debiera atenerse a los datos de la historia. Dejemos, pues, hablar a la historia. ¿Qué nos enseña sobre la relación del obispo de Roma con las demás Iglesias y la función que desempeñó en la comunión de las mismas durante el primer milenio? He aquí una síntesis de los datos principales[6]:

– hasta las últimas décadas del s. II, la Iglesia de Roma –formada de diversas iglesias o comunidades– no estuvo regida por ningún “obispo”, sino por un “colegio de presbíteros”;

– gozó entre todas las Iglesias de especial prestigio y autoridad moral, debido sobre todo a que allí se guardaban la tumba y la memoria de Pedro y Pablo (muertos en Roma probablemente durante la persecución de Nerón del año 64), y a la generosidad de que dio prueba en el sostenimiento económico de otras iglesias más pobres –a ello se refiere Ignacio de Antioquía al decir que la comunidad de Roma es “la que preside en la caridad”–, y también sin duda a que era la capital del Imperio romano (“ciudad eterna” y “cabeza del mundo”);

– hacia finales del s. II, Ireneo de Lyon elabora la “lista de sucesión apostólica” de los obispos de Roma, pero tales listas eran comunes en otras muchas iglesias que se consideraban fundadas por algún apóstol;

– el mismo Ireneo reconoce a la iglesia de Roma la “primacía”, pero no la potestad para intervenir en otras iglesias; lo mismo enseñará San Cipriano, obispo de Cartago, a finales del s. III;

– desde finales del s. II, los obispos de Roma empiezan a intervenir, pero consta que su intervención a menudo no era aceptada (por ejemplo, cuando la Iglesia de Asia Menor, con Ireneo al frente, se opuso al cambio de fecha de la Pascua que el “papa” Víctor quiso imponer, o como cuando Cipriano de Cartago se enfrentó al “papa” Esteban en la cuestión del bautismo administrado por los herejes);

– a partir del s. III, se desencadenó una gran pugna por el poder entre las grandes metrópolis del imperio (Roma, Alejandría, Antioquía y luego sobre todo Constantinopla, fundada por Constantino en el año 330);

– el prestigio y la autoridad de Roma aumentaron sensiblemente cuando la ciudad entera se cristianizó, y más una vez que el emperador abandona Roma y se establece en Rávena en el año 402, asumiendo así el obispo de alguna forma el papel y los atributos del emperador, como pontifex maximus; la cristianización de Roma trae consigo la romanización del cristianismo; las intervenciones de Roma se multiplican, su obispo se llama “vicario de Cristo”; pero obispos como San Basilio y San Ambrosio no admiten la voluntad de control de Roma sobre los obispos;

– el Concilio de Calcedonia (451), el mismo que definió la doctrina cristológica de las “dos naturalezas y una persona”, reconoció al obispo de Constantinopla la igualdad de derechos con el obispo de Roma, pero ese canon no fue reconocido por León Magno, obispo de Roma entre 440-461, que puede ser llamado el “primer papa”[7]: es el primero que se llamó “vicario de Pedro”, elaboró la doctrina de la “sucesión de Pedro” y reivindicó la “plenitud del poder” para intervenir en todas las iglesias y cuestiones, pero no sin rechazo.

Baste con esos datos sueltos. ¿Dónde queda esa “unidad estructurada” de todas las Iglesias en torno al obispo de Roma de la que habla UUS 55? El problema es que UUS apela a la historia, pero ésta no avala las afirmaciones genéricas sobre la existencia, desde el principio, de una estructura de comunión de todas las Iglesias en torno al obispo de Roma. “El primado de Roma no estuvo configurado desde sus principios de manera acabada, sino que fue más bien fruto de un largo y complejo proceso, en el que intervinieron múltiples factores de todo tipo (sociales, culturales, políticos, económicos, religiosos, teológicos, eclesiales…)”[8].

Llama la atención, además, y nos alerta, el hecho de que UUS n. 55, que se refiere explícitamente a Unitatis Redintegratio n. 14, no cite la frase con la que se abre este número: “Las Iglesias de Oriente y Occidente, durante muchos siglos, siguieron su propio camino, unidas, sin embargo, por la comunión fraterna de la fe y de la vida sacramental, siendo la Sede Romana, por común consentimiento, la que resolvía cuando entre las Iglesias surgían discrepancias en materia de fe o de disciplina”. Esa frase menciona dos de los elementos históricos indiscutibles de la relación entre las diferentes Iglesias: su diversidad (“seguían su propio camino”) y el “común consentimiento” cuando recurrían al arbitraje de la Iglesia de Roma. Ut unum sint retrocede respecto de Unitatis Redintegratio.

Pero es preciso añadir una reflexión sobre el valor de modelo vinculante que la Encíclica atribuye a las estructuras eclesiales del primer milenio. Aun en el hipotético caso de que el obispo de Roma hubiera ejercido desde el principio una real potestad sobre todas las otras iglesias y hubiera sido efectivamente reconocida por éstas, ¿estaríamos por ello obligados a reproducir hoy esas estructuras de un pasado remoto? No podemos ignorar ni relegar el pasado a la hora de reconstruir la comunión de las Iglesias en el presente, pero la fidelidad al pasado no consiste en reproducirlo servilmente, sino en dejarse inspirar para avanzar creativamente hacia otra Iglesia, otros ministerios, otro modelo de comunión. Solo así será posible el propósito que formula la Encíclica en su afirmación clave: “encontrar una forma de ejercicio del primado que… se abra a una situación nueva” (UUS 95). Reproducir las estructuras del primer milenio sería traicionarlo gravemente. Ser fieles al Espíritu que guió a las Iglesias de la antigüedad significa seguir caminando, abriendo caminos inéditos como ellas hicieron.

3. ¿Y qué pensar de la “voluntad de Cristo”?

Los cristianos volvemos a Jesús –a lo que lo dijo, hizo, quiso– para guiar nuestra vida, para construir el futuro justo y libre que él esperó, anunció, anticipó. La historia de Jesús, transformadora de la historia, es el criterio de nuestra praxis personal y eclesial. Nos remitimos a su historia para construir la nuestra. Al decir “historia de Jesús”, me refiero a su vida humana movida por el Espíritu transformador, creador de nueva historia, de nuevo mundo. La historia de Jesús nos inspira y nos guía con su aliento espiritual.

Ut unum sint se remite a Jesús para sentar las bases de una nueva manera de ejercer el primado de Pedro. El número 95 (donde se contiene la famosa frase) se abre con la afirmación de que “la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo”, y afirma: “por el deseo de obedecer verdaderamente a la voluntad de Cristo, me considero llamado, como Obispo de Roma, a ejercer ese ministerio”. Y en el número 96 el papa se pregunta: “La comunión real, aunque imperfecta, que existe entre todos nosotros, ¿no podría llevar a los responsables eclesiales y a sus teólogos a establecer conmigo y sobre esta cuestión un diálogo fraterno, paciente, en el que podríamos escucharnos más allá de estériles polémicas, teniendo presente sólo la voluntad de Cristo para su Iglesia, dejándonos impactar por su grito ‘que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado’ (Jn 17, 21)”?

El n. 90 afirma: “En el Nuevo Testamento Pedro tiene un puesto peculiar (…). El lugar que tiene Pedro se fundamenta en las palabras mismas de Cristo, tal y como vienen recordadas por las tradiciones evangélicas”. Se refiere a Mt 16,17-19, citado enteramente por el n. 91. Además, se citan tres veces las palabras de Jesús a Pedro: “Confirma a tus hermanos” de Lc 22,31 (UUS. 4 y 91), y dos veces las palabras “Apacienta mis ovejas” de Jn 21,15-17 (UUS 91). Y se señala como “significativo” que, según 1 Cor 15,5, “Cristo resucitado se a aparezca primero a Cefas y luego a los Doce” (UUS 91). En el número 97 se dice: “La primera parte de los Hechos de los Apóstoles presenta a Pedro como el que habla en nombre del grupo apostólico y sirve a la unidad de la comunidad, y esto respetando la autoridad de Santiago, cabeza de la Iglesia de Jerusalén. Esta función de Pedro debe permanecer en la Iglesia para que, bajo su única Cabeza, que es Cristo Jesús, sea visiblemente en el mundo la comunión de todos sus discípulos”.

La Encíclica no dice “voluntad de Jesús”, sino “voluntad de Cristo”, como es habitual en los documentos del magisterio jerárquico. Nos remite no tanto al Jesús histórico, sino a la figura de “Cristo” reinterpretada y “reconstruida” por las comunidades cristianas y expresada en los textos evangélicos. Ahora bien, el Jesús de la historia es el primer criterio a la hora de reformar la Iglesia y sus ministerios o las relaciones ecuménicas en la “nueva situación” que vivimos, si no queremos correr el riesgo de apoyarnos, sin saberlo, sobre nuestros propios prejuicios proyectados sobre Jesús, o el riesgo de llamar “voluntad de Cristo” a lo que son meras creencias y de utilizar como argumento teológico lo que no pasan de ser meras convicciones. Esta confusión de planos se da a menudo en el magisterio jerárquico, y la Encíclica que nos ocupa es un ejemplo.

Es necesario, pues, atender a los especialistas y tener en cuenta los datos que, en relación con la figura de Pedro, muchos y buenos exegetas consideran históricamente seguros [9]. He aquí un breve resumen:

– Aunque no todas las noticias que el Nuevo Testamento ofrece sobre Pedro sean históricas, nadie pone en duda que ocupara un puesto destacado entre los discípulos, que Jesús le hubiera conferido un papel especial en la tarea de anunciar el Reino y de reunir al Israel disperso, y que su figura siguiera siendo recordada después de su muerte y ligada en especial a algunas Iglesias, como la Iglesia de Mateo (¿Antioquía?) o Roma, donde murió;

– Es muy probable que, después de la muerte de Jesús y de la dispersión (si la hubo) de los discípulos/as, Pedro haya liderado su reunificación en torno a la confesión de que ha sido resucitado o exaltado por Dios; así habría que entender el que sea “el primero” al que Jesús resucitado “se le aparece” (1 Cor 15,5; Lc 24,34), aunque bien pudo compartir ese papel con María de Magdala o incluso corresponderle a ésta el protagonismo de la confesión pascual[10];

– Hay un amplísimo consenso en que el texto de Mt 16,17-19 es creación pospascual propia de Mateo o de la tradición que recoge; podría tener como finalidad reivindicar el lugar o la autoridad de la propia iglesia (tal vez Antioquía, donde probablemente escribe Mateo, o alguna otra cercana) en cuanto fundada por Pedro, frente a otras iglesias que apelaban a Pablo o al “Discípulo Amado”; el poder de “atar y desatar”, que ahí se atribuye a Pedro, se aplicó primero a los discípulos en general (Mt 18,18) o a los Doce (Jn 20,23);

– El Discípulo Amado, personaje distinto del apóstol Juan y no perteneciente al grupo de los Doce, reconoce la primacía de Pedro (Jn 20,6; 21,3.11.15-19), pero exige autonomía frente a él y no acepta ser controlado por él (Jn 21,22-22);

– Merece destacarse el hecho de que también Pablo reconoció la preeminencia de Pedro (Gal 1,18; 2,1-10), pero ello no le impidió enfrentarse a él duramente en Antioquía (Gal 2,11-14), e incluso romper con él definitivamente, pues a partir de ese episodio (¿año 49?) no tenemos noticia de que hayan tenido más relación. Por cierto, una de las cosas llamativas y tal vez significativas de Ut unum sint es el olvido y la relegación de la figura de Pablo, siendo así que para muchas Iglesias fue más importante que Pedro;

– Por lo demás, las Iglesias neotestamentarias se organizaron internamente de maneras muy diversas; no hay más que mirar a las comunidades de Jerusalén, Antioquía, Corinto y Roma[11].

En conclusión: según los datos exegéticos de que disponemos, Jesús no pensaba en una Iglesia futura provista de unas estructuras organizativas (anunció más bien la llegada de una transformación profunda del mundo que llamaba “Reino de Dios”, que comportaba la eliminación de todas las enfermedades e injusticias, y cuya realización era algo inminente). No confió a Pedro ninguna misión heredable en el futuro por un “sucesor”, ni constituyó el grupo de Doce para presidir la Iglesia o las Iglesias, sino para simbolizar y promover la reunificación final de los judíos de la Diáspora. De hecho, parece seguro que la mayoría de los Doce no presidieron ninguna Iglesia y que, por el contrario, algunos que no eran de los Doce sí lo hicieron; es el caso de Santiago, el hermano de Jesús, en Jerusalén, y el caso del Discípulo Amado que fue la figura de referencia de importantes comunidades; es el caso, en particular, de Pablo, que fundó y “gobernó” numerosas Iglesias. Ni en la mente de Jesús ni en las comunidades del Nuevo Testamento encontramos nada que se parezca a un obispo de Roma como “sucesor de Pedro”, y cuánto menos a un “primado de jurisdicción” en el sentido en que la Encíclica Ut unum sint parece atribuirle.

Pero esta conclusión quedaría incompleta sin añadir otra reflexión: aun cuando el Jesús histórico hubiera conferido expresamente a Pedro la potestad para presidir a la Iglesia en general, para ser el fundamento y la garantía de su comunión, para tomar la última decisión y pronunciar la última palabra en todas las cuestiones de doctrina y de moral, ¿estaríamos por ello hoy, dos mil años después, sujetos a esa práctica y obligados a mantenerla tal cual? ¿No sería eso tanto como negar la historicidad, la humanidad, la “encarnación” humana e histórica de Dios en él? ¿No nos condenaríamos así a bloquear la acción del Espíritu y la transformación de nuestra Iglesia y de la historia?

4. ¿Qué modelo de unidad, comunión, ecumenismo?

Que todos sean uno”. El título de la Encíclica retoma la oración de Jesús, citada 6 veces en el texto (UUS 9, 23,26,96,98), y calificada incluso de “grito” (n. 96). Los términos “unidad” o “unión” se repiten unas 200 veces, más 130 veces el término “comunión”.

La pregunta crucial es: ¿Qué modelo de unión? ¿Es necesaria una unidad institucional orgánica y centralizada? ¿Un solo rebaño bajo un solo pastor? Ut unum sint reconoce la necesidad de superar el modelo ecuménico que se impuso durante el segundo milenio, centrado en la figura de un papa plenipotenciario, pero sigue aferrada a un modelo demasiado romanocéntrico y demasiado papista.

Un modelo demasiado romanocéntrico. La Iglesia romana sigue considerándose el centro y la base. Siguiendo a la Constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium y al Decreto sobre el ecumenismo Unitatis Redintegratio del Concilio Vaticano II, afirma que la Iglesia católica romana es aquella en la que se ha guardado la plenitud de la verdad y, por lo tanto, la garantía de la plena comunión: “La Constitución Lumen Gentium, en una de sus afirmaciones fundamentales recogida por el Decreto Unitatis Redintegratio, declara que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica [LG 8; UR 4]. El Decreto sobre el ecumenismo señala la presencia en la misma de la plenitud (plenitudo) de los medios de salvación [UR 3]. La plena unidad se realizará cuando todos participen de la plenitud de medios de salvación que Cristo ha confiado a su Iglesia” (UUS 86; la misma cita en el n. 10).

Son conocidas las discusiones conciliares que desembocaron en la elección del término subsistit en lugar de est, queriendo evitar la mera identificación de la única Iglesia con la Iglesia católica romana. Tampoco Ut unum sint las identifica sin más, pero insiste en que solo en ella se halla ya presente la plenitud salvífica. El n. 14 lo reitera: “Los elementos de esta Iglesia ya dada existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia católica y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades” (cita UR 4, pero no textualmente; la segunda parte, “sin esta plenitud en las otras Comunidades”, no se encuentra en UR de manera tan rotunda y clara). Así pues, la plena comunión solo será posible a las demás Iglesias en la medida en que se incorporen a la plenitud – “plenitud de gracia y de verdad” (UUS 10)– existente solamente en la Iglesia católica romana. Más aun: “La Iglesia católica (…) sostiene que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial —en el designio de Dios— para la comunión plena y visible” (UUS 97). El Decreto Unitatis redintegratio no se expresaba en esos términos tan tajantes; lo hará pocos años después la Encíclica Dominus Jesus (2000).

Y un modelo demasiado papista. La Encíclica llama a revisar la forma de ejercer el ministerio papal, pero no contempla ningún cambio de modelo de dicho ministerio ni ninguna merma sustancial de los poderes que los dogmas católicos le han atribuido en el segundo milenio: el primado y la infalibilidad.

Al obispo de Roma se le reconoce como “el signo visible y la garantía de la unidad” (UUS 88), pero advierte que no se limita a ser “signo”, sino que además posee el “poder” –en definitiva, el primado jurisdiccional y la infalibilidad– para ejercer su misión simbólica. En el n. 94 leemos: “El Obispo de Roma, con el poder y la autoridad sin los cuales esta función sería ilusoria, debe asegurar la comunión de todas las Iglesias. Por esta razón, es el primero entre los servidores de la unidad. Este primado se ejerce en varios niveles, que se refieren a la vigilancia sobre la trasmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica, la misión, la disciplina y la vida cristiana. Corresponde al Sucesor de Pedro recordar las exigencias del bien común de la Iglesia, si alguien estuviera tentado de olvidarlo en función de sus propios intereses. Tiene el deber de advertir, poner en guardia, declarar a veces inconciliable con la unidad de fe esta o aquella opinión que se difunde. Cuando las circunstancias lo exigen, habla en nombre de todos los Pastores en comunión con él. Puede incluso —en condiciones bien precisas, señaladas por el Concilio Vaticano I— declarar ex cathedra que una doctrina pertenece al depósito de la fe [cita la fórmula de la definición de la infalibilidad en el Concilio Vaticano I: DS 3060]. Testimoniando así la verdad, sirve a la unidad”. La conclusión se impone: La comunión con el Sucesor de Pedro “es un requisito esencial —en el designio de Dios— para la comunión plena y visible” (UUS 97).

Así pues, el obispo de Roma mantiene la última palabra: “La autoridad docente tiene la responsabilidad de expresar el juicio definitivo” (UUS 81). Y ha quedado bien claro que el “Sucesor de Pedro” es el único habilitado para, en última instancia, “declarar ex cathedra que una doctrina pertenece al depósito de la fe”, para enseñar la verdad.

La verdad. El término “verdad” se encuentra 66 veces, más 16 veces expresiones como “verdadera unión”, verdadero ecumenismo”, “verdadera fe”… La unidad, insiste la Encíclica, es inseparable de la verdad. El disenso –como el de Pablo respecto de Pedro– no se tolera. La diversidad, con medida[12]. La medida, en última instancia, la decide Roma.

Es una Encíclica sobre la verdadera unidad, sobre la unión en la verdad. Pero las preguntas se multiplican aquí y las cuestiones se complican. ¿Qué es la verdad? ¿Quién la conoce? ¿Puede ser expresada adecuadamente de una vez por todas? Se afirma que “la expresión de la verdad puede ser multiforme”, pero añade enseguida que las nuevas formas de expresión han de presentar “el mensaje evangélico en su inmutable significado” (UUS 19). ¿Un significado inmutable? Es una grave contradicción, si, como es correcto, llamamos “significado” al sentido (siempre parcial, cultural, histórico) expresado en una palabra o en todas las palabras. Lo inmutable – ¿existe lo inmutable? ¿Es “Dios” mismo inmutable en el sentido que damos a este término?–, en cualquier caso, lo inmutable” sería más bien el “referente”, el “sentido desconocido e inexpresable” al que se “refieren” todas las palabras y que siempre las transciende. El significado es lo que dice la palabra; el referente es lo que la palabra quiere y nunca logra decir del todo. El referente es la “verdad”, el Misterio indecible que ninguna palabra humana es capaz de expresar.

Aquí tocamos el punto débil decisivo de la Encíclica sobre la comunión. Da por supuesto que el significado inmutable puede identificarse con la verdad en sí, inmutable, y que el obispo de Roma, solo él, posee la facultad de expresarla de manera plena. La antigua fórmula, a la que las Iglesias se atuvieron durante todo el primer milenio, decía que “la Iglesia de Roma preside en la caridad”; Ut unum sint va mucho más allá, dice que el sucesor de Pedro “debe presidir en la verdad y en el amor” (UUS 97). Ahí se identifican la fórmula lingüística definida ex cathedra y el Misterio indecible. Santo Tomás de Aquino se habría sobresaltado al leerlo.

Termino este apartado, como los anteriores, formulando la objeción o la cuestión de fondo para la que no se ofrece respuesta, y que no la podrá tener mientras no se opere una inversión profunda, un cambio radical de paradigma: ¿De dónde le viene al obispo de Roma el ministerio de ser “principio y fundamento perpetuo y visible de unidad” (UUS 88), “el signo visible y la garantía de la unidad” (UUS 88)? ¿Cómo adquiere el poder y la autoridad para desempeñar tal ministerio? “Por la ordenación”, se dirá. Al igual que “Dios confirió a Cristo” todo poder, así Cristo se lo confirió a sus apóstoles con Pedro a la cabeza y éste a su sucesor por la sagrada imposición de las manos, y así sucesivamente hasta el obispo de Roma de hoy.

La Encíclica mantiene intacto el paradigma tradicional, piramidal, jerárquico. El poder sagrado proviene de lo alto y se transmite por sucesión jerárquica. Ese paradigma de fondo –propio tanto del primer como del segundo milenio – es lo que hace al papado –y, más allá, todo el sistema ministerial y todo el modelo institucional católico y cristiano en su conjunto– anacrónico e insostenible. No se trata de aplicar unos ciertos acomodos y actualizaciones al modo de ejercer el ministerio, sino de concebirlo según otro modelo radicalmente distinto. ¿Se vislumbra tal cambio de paradigma?

5. Imaginemos que el papa Francisco…

 

Hace tres años y medio fue elegido papa un obispo “venido de lejos”, argentino y jesuita, que quiso llamarse Francisco, camina con otro porte, habla con otra gracia y frescura, difunde al mundo de hoy un mensaje de acentos muy distintos a los que nos habían habituado los dos últimos papas.

Ciertamente, apunta pasos en la buena dirección con su frescura y libertad franciscana, con su invitación a ser “Iglesia en salida”, en éxodo peregrino, en camino de liberación, “Iglesia que encuentra caminos nuevos”, “Iglesia pobre, para y desde los pobres”, “puesto de socorro” para cualquier herido que acuda y no aduana religiosa, doctrinal o moral para nadie (“¿quién soy yo para juzgar?”); con su denuncia de la “economía asesina” y su llamada a una “revolución de la ternura” y una “valiente revolución cultural” a la vez; con su nombre Francisco, su trato natural, su palabra cálida, su sonrisa inteligente y bondadosa; con su renuncia al palacio vaticano, al protocolo y al boato, y con su intencionada autodenominación como “obispo de Roma” y su afirmación de que “no debe esperarse del magisterio papal una palabra definitiva sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo” y de que “no es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios” (Evangelii Gaudium16).

Pero aún no se ha concretado ninguna reforma del ministerio papal y de todos los ministerios, del viejo paradigma que los sustenta. No sabemos a dónde llegará. Tampoco sabemos si realmente querrá avanzar mucho más allá de una reforma de la Curia y de su funcionamiento, hasta la reforma efectiva y radical del “ministerio petrino”, hasta alumbrar otro papado acorde con la sociedad democrática de hoy y con la Iglesia que soñamos, profética y compañera. Y en el caso de que quisiera llegar hasta ese lugar necesario, no sabemos si se lo permitirán los poderes y los miedos, los intereses inconfesados, las conjuras ocultas, los frentes de resistencia.

Sueño con que un buen día, durante su eucaristía diaria de la capilla de Santa Marta, después de haberse proclamado el Evangelio del envío de los doce apóstoles (Mt 10,5-13), se levantara el papa Francisco y hablara así:

“¡Que la paz esté con vosotras, hermanas, hermanos de la Iglesia católica y de todas las Iglesias! Jesús nos envió a anunciar la paz y a curar, como peregrinos del mundo, sin alforjas ni bolsa ni bastón. Nos llamó a ser Iglesia de hermanas y hermanos, Iglesia hermana y compañera de todos los pobres y heridos de los caminos.

Yo no soy más que el menor de vuestros hermanos, pero la gracia del azar quiso ponerme aquí, como obispo de Roma y como papa, cargado de ropajes y poderes excesivos. Ha llegado el momento de tomar una gran decisión, arriesgada y tranquila. El Espíritu de Jesús, de María de Magdala y de Simón Pedro, de Francisco y de Clara de Asís nos animan. Seamos sencillos y valientes, demos un paso que hace siglos debimos dar.

Ha llegado el momento de soltar el lastre histórico que nos impide ser discípulas/os itinerantes de Jesús, profetas soñadores y subversivos como él. Ya no quiero hablaros como un personaje infalible investido de poderes sagrados, creaciones humanas espurias. Tomad mis palabras como mejor os parezca. Os propongo que juntos y en paz reinventemos o revirtamos todas las estructuras que hacen imposible que la Iglesia sea pobre, libre y hermana, sin olvidar el pasado ni atarnos a él, sin atarnos ni siquiera a nuestras Escrituras sagradas, sino dejándonos inspirar e impulsar por ellas. Es hora de que la Iglesia sea enteramente democrática, separe los poderes y se gobierne por un sistema más representativo de la voluntad de la gente que los sistemas democráticos vigentes, rehenes del sistema financiero.

Y quiero que empecemos por el papado, como soñó Juan Pablo I, como pidió Juan Pablo II en una frase olvidada de una Encíclica, como reclamó Benedicto XVI cuando era simple teólogo. Opino que los dogmas del primado jurisdiccional y de la infalibilidad papal, definidos por el Concilio Vaticano I, ya no tienen sentido hoy, y que no debemos perdernos en sutiles disquisiciones para hacerles decir lo contrario de lo que dicen a oídos de cualquiera; opino que ni siquiera es necesario derogarlos solemnemente, sino reconocerlos simplemente como esquemas lingüísticos y producciones humanas de otros tiempos hoy inservibles, y dejarlos de lado con toda sencillez como hacemos con imágenes e ideas que por lo que fuere han dejado de valernos. Y seguir adelante.

Y para seguir adelante por un nuevo camino, quiero dimitir y dimito de todos los títulos y atributos que el sueño de grandeza ha ido imputando al obispo de Roma: Sumo Pontífice, Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro, Santo Padre, Papa. Quiero despojarme de todos los fastos y oropeles vaticanos, pobres despojos humanos de la historia, nuestra historia institucional tan poco evangélica a menudo. Y de ningún modo quiero ser ya el presidente de un Estado con todo el aparato estatal de nuncios y embajadores y relaciones de poder.

Quiero que nadie sea obispo por designación del obispo de Roma, y que todo obispo u obispa no sea más que el representante de su comunidad cristiana, y que ésta lo elija de una manera que deberemos concretar y articular entre todos, y que lo sea solo por un tiempo prudencial. Quiero que el obispo u obispa de Roma sea, como el obispo de cualquier otra diócesis, elegido por los cristianos y cristianas de Roma, y que ya no vuelva a tener poder sobre los demás obispos de la Iglesia que llamamos Católica, cuánto menos sobre las demás Iglesias que llamamos “hermanas separadas” y que debemos llamar “hermanas” sin más.

Quiero que demos un gran paso adelante en el camino hacia el ecumenismo en el que llevamos un siglo encallados. Es un pequeño paso sencillo. Basta con que todas las Iglesias, empezando por la “Iglesia católica”, nos reconozcamos las unas a las otras como verdaderas Iglesias de Jesús, sin exigirnos cambiar nuestras particularidades. Que nos reconozcamos en profunda comunión espiritual y evangélica aunque seamos muy distintas en nuestras doctrinas e instituciones. Y que oremos todos los días para pedir, fomentar, acoger entre nosotros la máxima unidad en la mayor diversidad. Y que, desde el mutuo reconocimiento fraterno y sororal, las Iglesias creen las nuevas estructuras de “comunión”, de representación y coordinación que les parezcan más convenientes.

Y con eso basta, hermanas, hermanos. Volvamos a Jesús. Comencemos de nuevo. En el nombre de Jesús. Amén”.

(Ecumenical Association of Third World Theologians – VOICES 2017/1, p. 255-269)

  1. Discurso al Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos (27 de abril de 1967, AAS 59 (1967), p. 498.

  2. Sus Actas están recogidas en Il Primato del successore di Pietro. Atti del Simposio Teologico (1996), Città del Vaticano 1998.

  3. Publicado en el boletín oficial del Consejo: Service d’Information – Information Service, 2002/I-II, 29-42.

  4. W. Kasper, Caminos de unidad. Perspectivas para el ecumenismo, Cristiandad, Madrid 2008, p. 198.

  5. Juan María Laboa afirma al respecto: “Fuera de la frase de la encíclica, Roma no ha dado un paso en esa dirección ni el tema ha vuelto a plantearse” (“El papado entre el medioevo y la actualidad”, en Diego Tolsada [coord.], El papado en la Iglesia y en el mundo de hoy, PPC, Madrid 2014, p. 102).

  6. Cf. S. Acerbi, El papado en la Antigüedad, Ediciones del Orto, Madrid 2000; J. Guyon, “Roma christiana, Roma aeterna. El lugar alcanzado por la Iglesia de Roma durante la Antigüedad tardía”, en A. Corbin (dir.), Historia del cristianismo, Ariel, Barcelona 2007, pp. 61-64; J. Gnilka, Pedro y Roma, Herder, Barcelona 2003; E. Hoornaert , “¿Cómo entender el Papado? Algunos apuntes de orden histórico”, en Relat 429 (http://servicioskoinonia.org/relat/429.htm); J.M. Tillard, El obispo de Roma. Estudio sobre el papado, Sal Terrae, Santander 1986; K. Schatz. El primado del papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días, Sal Terrae, Santander 1996. Fernando Rivas nos ofrece una buena síntesis sobre el primado de Roma en los primeros siglos en “El primado de Roma en la Antigüedad”, en Diego Tolsada [coord.], El papado en la Iglesia y en el mundo de hoy, o.c., pp. 41-64.

  7. El término “papa” designaba primero a personas de especial estima o autoridad en general, y fue utilizado en particular para designar a algunos monjes; a partir del s. III se aplicó a los obispos en general; el primero que lo utiliza para designar al obispo de Roma fue Siricio (384-399), y el primero que lo reivindica en exclusiva es Gregorio VII (1073-1085).

  8. F. Rivas, “El primado de Roma en la Antigüedad”, l.c., p. 61. “Si alguien hubiera preguntado a un cristiano hacia el año 100, 200 o incluso 300 si el obispo de Roma era la cabeza suprema de todos los cristianos, si había un obispo que estaba por encima de los otros obispos y que tenía la última palabra en cuestiones que atañen a toda la Iglesia, su respuesta habría sido sin duda negativa” (K. Schatz, cit. por M. Kehl, La Iglesia. Eclesiología católica, Sígueme, Salamanca 1996, p. 318).

  9. Una buena síntesis en Severiano Blanco, “Fundamentos bíblicos del ministerio de Pedro”, en D. Tolsada (dir.), El papada en la Iglesia y en el mundo de hoy, o.c., pp. 9-40.

  10. Así G. Theissen A. Merz, El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca 1999, p. 548.

  11. Cf., por ejemplo, S. Blanco, “Al principio era la diversidad. De las múltiples comunidades cristianas a la Gran Iglesia”, en Studium Legionense 45 (2004), pp. 225-259.

  12. “La legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia”, afirma (UUS 50), pero es significativo que en ningún momento se recoja el párrafo siguiente de Unitatis Redintegratio: “La tradición transmitida por los apóstoles fue recibida de diversa formas y maneras. Por esto, desde los mismos comienzos de la Iglesia, fue explicada diversamente en cada sitio por la distinta manera de ser y la diferente forma de vida” (UR 14).