Pedro Libertad Casaldáliga
“Si no hubiera profetas en el mundo, el mundo quedaría ciego”, dijo hace unos días Benjamín Forcano en Vitoria-Gasteiz, en la presentación de un magnífico libro, concebido y dirigido por él: Pedro Casaldáliga. Las causas que dan sentido a su vida. El retrato de una personalidad (Ed. Nueva Utopía). Forcano es un recio teólogo aragonés, expulsado en su día de la Congregación Claretiana y desde entonces sacerdote secular acogido por Casaldáliga bajo su jurisdicción episcopal “a distancia”. Pero hoy quiero hablar de Casaldáliga profeta.
¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos profetas? Quedaríamos privados de luz y de vigías para atisbar el futuro, el futuro probable que nos amenaza y el futuro alternativo que hemos de construir. Quedaríamos mudos, sin poder pronunciar verazmente el presente que padece la gran mayoría ni proferir eficazmente el porvenir que está en nuestras manos. Quedaríamos terriblemente desamparados: ¿quién nos haría saber que en nuestras muchas desgracias estamos acompañados, que unas Grandes Manos sostienen la Tierra y el cosmos como a una niña pequeña y frágil, que cuando nos sentimos caídos estamos en pie, que cada noche podemos dormir tranquilos porque hay Gracia en todo y todo está bien a pesar de todo, que cada mañana podemos emprender de nuevo la jornada porque la Gracia está a nuestro cuidado y nosotros somos el Creador y el Alfarero? Si no hay profetas, ¿quién hablará al corazón de los humildes de la tierra para confortarlos? ¿Quién sacudirá la conciencia de los cínicos y de los opresores, hasta que les pene la conciencia por hacer el daño que hacen y el pesar les cure y la esperanza les transforme, hasta que descubran la alegría de sentirse y de ser hermanas y hermanos, hasta que se repita la historia de Zaqueo el publicano de Jericó?
“Surgió un profeta”, repite la Biblia. Siempre ha habido profetas, y cada vez que se alzaban la historia recobraba aliento. El Espíritu de la luz y del consuelo, el Espíritu de la bondad y de la libertad sigue aleteando sobre las aguas, fecundándolas e incubándolas, reordenando el caos, recreando el mundo. Siempre ha habido profetas, salvadores de la Tierra, antes y después de la Biblia, antes y después de todas las fronteras, en todos los tiempos, en todos los pueblos, en todas las culturas, y también en todas las religiones, gracias a la religión y a pesar de ella.
Surgió un profeta en Sâo Felix de Araguaia, en el Estado de Mato Grosso, en la verde y martirizada Amazonía brasileña: Pedro Casaldáliga. Era claretiano catalán, e iba dispuesto a no mirar atrás, sino solo adelante, una vez empuñado el arado para arar la tierra y sembrar el Reino. Nunca ha vuelto a su país desde aquel 1968 en que se fue. Y no por ningún principio ideológico, sino por esa voluntad tan suya de ser coherente hasta el fin y de darse enteramente, sin radicalismo pero con radicalidad, y con alguna pizca de esa terquedad amable que los brasileños llaman “teimosía”. Evangélica terquedad de Jesús. Pedro, o Pere, se ha quedado allí desde que se fue, porque quería ser verbo encarnado y liberador a orillas del Araguaia, como los tapirapés, a quienes evangelizó y por quienes, sobre todo, se hizo evangelizar. Se ha hecho uno de ellos en cuerpo y en alma, en comida y ropa (tres camisas y dos pantalones, ni uno más, como los indios) y, claro está, también en los viajes. Ha imitado a sor Genoveva, una mujer “hermanita de Jesús” de Charles de Foucauld, que había decidido antes que él vivir con los indígenas y ser como ellos; ella le inició en la profecía, enseñándole a descubrir la Palabra hecha carne y mente y vida, incluso religión, entre los tapirapés y todos los indígenas. Cuando, muy a su pesar, fue nombrado obispo (en 1971), siguió viviendo y vistiendo y profetizando como antes. Y allí se quedó cuando se jubiló (en 2005), con la fe y la lucha de siempre: la tierra y los indígenas. Y allí sigue hoy, prácticamente recluido en casa a causa del “hermano Parkinson”, pero sin perder en absoluto la luz de la mente, la llama del corazón, la chispa de la palabra. Profeta en pie hasta el fin, o hasta el principio final que llegará cuando llegue.
Como todos los profetas, Casaldáliga tiene el corazón lleno de santa compasión y de sagrada ira: la compasión hasta la ira, la ira desde la compasión. Así fue Jesús, compasivo y subversivo, desde el monte de las Bienaventuranzas hasta el monte del Calvario, desde las aldeas miserables de Galilea hasta el suntuoso Templo de Jerusalén. Una vez, mientras acompañaba a peones que talaban árboles de la selva amazónica bajo la pistola de los hacendados, con su navaja y el corazón ardiente escribió Casaldáliga sobre una hoja de palmera silvestre: “Somos un pueblo de gente, / somos el Pueblo de Dios. / Queremos tierra en la tierra, ya tendremos tierra en los cielos”. Una nueva tierra que él imagina como “un plato / gigantesco / de arroz,/ un pan inmenso y nuestro, / para el hambre de todos”. Una tierra sin males, una tierra sin hambre. Es el sueño de Dios para la tierra y el cielo. “Todo es relativo menos Dios y el hambre”, declaró Casaldáliga en uno de sus geniales aforismos que debiera figurar en la cabecera de todos nuestros libros de teología, encíclicas y rituales. No dan gloria a Dios nuestras palabras, dogmas y cultos, como no han cesado de gritar los profetas ante reyes y sacerdotes. No crece Dios porque se llene los templos de incienso y de fieles, ¡bendito incienso y benditos fieles! Sólo crece Dios cuando se llenan de pan todas las mesas, ¡bendito todo pan y benditas todas las mesas! Tierra libre y pan sabroso fueron el sueño de Jesús.
Pere Casaldáliga se ha rebelado y ha gritado contra todos los poderes económicos y políticos responsables directos de la miseria en el mundo, y contra todas las estructuras religiosas que pactan con ellos por acción u omisión. Casaldáliga es una rara especie de obispo y profeta subversivo, para gloria de Dios en la tierra y salvación del planeta. (Y para honra y credibilidad de la Iglesia, tan necesitada). “Me llaman subversivo / y yo les diré: lo soy,/ por mi pueblo en lucha, vivo./ Con mi pueblo en marcha, voy”. Hasta el ritmo de las palabras es profético y subversivo, un ritmo de marcha esforzada y alegre al son del Evangelio, al son de las Bienaventuranzas para los pobres, al son de las maldiciones contra la riqueza (“a favor de los ricos, pero contra su riqueza, sus privilegios, su posibilidad de explotar, dominar y excluir”; “a favor de la propiedad privada, pero en contra de la propiedad privadora”). Y remacha: “Creo que hoy solo se puede vivir sublevadamente. Y creo que sólo se puede ser cristiano siendo revolucionario, porque ya no basta con pretender ‘reformar’ el mundo”. Y explica por qué: “el Evangelio es la subversión de los intereses, porque es la demolición de los ídolos”. El acomodo y/o la cobardía le sublevan: “Yo me rebelo contra los tres mandamientos del neocapitalismo, que son: votar, callar y ver la televisión”.
He ahí el profeta de ojos iluminados, de oídos atentos, de corazón apasionado, de labios inspirados, enamorado de Jesús y airado por la injusticia hasta el arrebato. He ahí el profeta libre, hijo de la Libertad del Espíritu o de la Ruah. Una vez escribió: “Si me bautizas otra vez, ponme por nombre Pedro Libertad”.
(Publicado el 24 de noviembre de 2010)