¿Perdón o curación?

Amigas, amigos:

Hoy os ofrezco la homilía del domingo pasado, un comentario a Mc 2,1-12: cuatro hombres buenos llevan a un paralítico adonde Jesús; al no poder entrar por la puerta a causa del gentío, lo descuelgan directamente por el tejado… Tal vez en aquellos tiempos eran posibles cosas así. La verdad es que también hoy debería ser posible, y no sería necesario romper tejados, sino remover cimientos. Espero que esta página del Evangelio pueda entonarnos para la Cuaresma recién estrenada, un tiempo para ponernos en pie.

Le traen un paralítico a Jesús. Un inválido echado en una camilla, inmóvil, pasivo, dependiente de otros, como si le hubieran recortado y restringido cruelmente la vida. Es incapaz de hacer tantas cosas sencillas y maravillosas que nosotros hacemos sin darnos cuenta y sin dar gracias a la vida o a Dios: nos levantamos y andamos, vamos y venimos, somos libres, vivimos en pie. El paralítico no puede. Ni siquiera hubiese podido llegar hasta Jesús si no le hubieran traído, y menos mal que tiene quién le traiga: cuatro hombres buenos, cuatro amigos de verdad. Mírale al paralítico. ¿Qué le dirías, si quisieras decirle algo? ¿Qué harías, si pudieras? Y ya lo sabes: no tienes por qué ir muy lejos ni al pasado para encontrarte con un paralítico así. Hay muchos junto a nosotros. Y tanto tú como yo somos también paralíticos en muchos aspectos, y ¡qué sería de nosotros si no tuviéramos quien nos ayude! ¡Qué será de los paralíticos de nuestra sociedad si no les ayudamos?

Ahí está, pues, el paralítico ante Jesús. Ahí está Jesús delante del paralítico. Lo deja todo, interrumpe su enseñanza y mira al hombre echado, y le dice: “Tus pecados están perdonados”. Son palabras que resultan extrañas, y no sólo extrañas sino incluso hirientes, dichas a un pobre inválido así de sopetón y de primeras. ¿A qué vienen aquí el pecado y el perdón? ¿No tiene Jesús nada mejor que hacer y decir al hombre paralítico? Pues tal vez no, al menos en aquella época. Yo creo que hoy Jesús no hablaría de esta manera, pero en aquel tiempo eran las palabras más necesarias, consoladoras, evangélicas.

Y es que en aquel tiempo pensaban que toda enfermedad era consecuencia y castigo del pecado. De modo que, en cuanto han visto al paralítico, ésa es la idea que ronda en la cabeza de toda aquella gente que llena la casa a rebosar: “¡A éste también le ha pillado el castigo de Dios, y vaya qué castigo! ¡Alguna culpa tendrá!” Y Jesús, justamente, quiere antes de nada rechazar tales ideas y cábalas, diciendo: “Tus pecados están perdonados. No hay culpa en ti. Dios te ha perdonado todo. Y no ahora, no hoy, sino desde siempre. Todo está perdonado desde siempre. Mejor dicho aún: Dios nunca te ha juzgado culpable, nunca te ha mirado como culpable. Dios no tiene nada que perdonarte. como si fuera un gran señor ofendido. Dios no ve culpa en ti, al igual que quien ama de verdad no ve culpa en la persona a quien quiere, aunque ésta le haya hecho daño; al igual que una madre no ve culpa en su hijo o hija, aunque haya obrado mal. Amigo, arranca de tu corazón esos sentimientos angustiosos de culpa. Quita de tu mente esa imagen de un Dios que castiga o perdona, esa funesta imagen de Dios tan ligada a la culpabilidad”.

Así ha hablado Jesús al paralítico, e inmediatamente, en la mente de los maestros de ley presentes, los juicios de condena contra el hombre enfermo se vuelven duros juicios contra Jesús. “¡Blasfemia! ¡Ha blasfemado! ¿Quién se cree éste para decir si Dios ha perdonado o no? No es quién, no es sacerdote ni maestro de la ley. Además, el paralítico no ha mostrado su arrepentimiento, ni se ha confesado, ni ha cumplido la penitencia. Este tal Jesús merece el castigo de Dios, igual que el paralítico”.

Amigas, amigos: así hablan desde hace mucho tiempo, desde los orígenes de la humanidad, o al menos desde el origen de todas las religiones, los que se han hecho dueños de la ley, los que se han erigido en señores del bien y del mal, los que se han reservado para sí el derecho a repartir culpas y castigos. Pero tampoco tú y yo andamos quizá lejos de obrar así. Mirémonos a nosotros mismos. ¿Qué es lo que de verdad nos mueve ante muchos paralíticos, ante tanto sufrimiento? ¿Es la compasión entrañable o es la persistente obsesión de la culpa?

La obsesión de la culpa y del castigo está ampliamente extendida en nuestra sociedad y en nuestra cultura. Y me atrevería a decir que está especialmente difundida, como sucedía también en tiempo de Jesús, entre gobernantes y jueces. Se podrían poner muchos ejemplos, pero permitidme que me refiera a lo que sucede en nuestro pequeño y bronco mundo político vasco. Cuando el viernes pasado por la mañana me dijeron que habían matado a un ertzaina me llevé las manos a la cabeza. Pero cuando supe que había muerto arrollado por el coche de un delincuente común, respiré aliviado. El ertzaina de Baracaldo está tan muerto como si lo hubiera matado ETA, pero ni siquiera hemos sabido cómo se llamaba, no nos han dado noticias de su familia. Ese homicidio ni siquiera lo llamamos asesinato ha provocado seguramente en la familia y el entorno del ertzaina tanto llanto como si lo hubiera asesinado ETA, pero no se han organizado manifestaciones, no lo hemos nombrado en las misas, no han gritado su nombre en los mítines de la mañana a la noche, no han condenado la muerte ni han exigido condena. Esa muerte carecía de interés político. Hace ocho días, el domingo día 15, murieron 26 inmigrantes africanos en una patera, en la costa de Lanzarote. Veintiséis muertes más, y ninguna condena. Eso sí, han dejado fuera de las elecciones a dos partidos y a ciento cincuenta mil ciudadanos con la excusa de que no han utilizado el término “condena” contra la violencia de ETA, mientras el ministro y el juez andaban juntos de cacería. Si ningún partido pudiera presentarse en estas elecciones mientras no condenara toda violencia, ¿cuántos partidos creéis que podrían presentarse?

Vuelve a surgir la pregunta a la que antes me he referido: ¿Qué es lo que nos mueve? ¿Nos mueve el sufrimiento o la cólera, el dolor o la ira, la compasión o la venganza, la misericordia o el odio a aquel a quien hemos declarado culpable? Vayamos de nuevo a Cafarnaún, y escuchemos de nuevo a Jesús. “Dios te ha perdonado desde siempre todos los pecados”, le dice primero al paralítico. Pero añade enseguida: “¡Queda curado! ¡Levántate! ¡Vive! ¡Vete a tu casa, sé libre y hermano!”. Al ver al paralítico, los maestros de la ley veían a un culpable. Jesús, en cambio, veía a un enfermo. El enfermo no necesita perdón, sino acogida y curación. Dios no castiga ni perdona, sino acompaña y cura.

Amigo, amiga: a Dios no le importa tu culpa o tu inocencia, sino tu salud y tu dicha. Al igual que al paralítico, tanto a ti como a mí Dios nos dice hoy por boca de Jesús: “¡Levántate! ¡Vive! ¡Sé feliz! ¡Vete a tu casa y sé hermana, hermano!”. Ésa es la palabra definitiva de Jesús, la primera y última palabra de Dios. ¡Ojalá fuera también nuestra última palabra! ¡Ojalá fuéramos amigos, amigas del paralítico!

¡Paz y bien!

(Publicado el 26 de febrero de 2009)