Por una Iglesia democrática
Cierto, la democracia está muy lejos de ser una cuestión resuelta en nuestra sociedad sedicente democrática (que lo digan los inmigrantes, aun con papeles; que lo digan los parados, aun con subsidio; que lo digan las mujeres, aun con leyes de igualdad; que lo digan los “diferentes”, aun con reconocimiento jurídico). Pero al menos parece que nadie discute los grandes principios. En la Iglesia católica, en cambio, no estamos de acuerdo ni sobre los criterios básicos. Sigue sin ser democrática y sin convencerse de que deba serlo, cuando la sociedad lo es o al menos piensa que debe serlo.
Con un siglo de retraso sobre la sociedad civil, a finales del s. XIX (con León XIII) y comienzos del s. XX (con Pío X y Pío XI), la Iglesia católica empezó a asumir tímidamente y con grandes reticencias que “los que han de gobernar el Estado pueden ser elegidos en determinados casos por la voluntad y el juicio de la multitud”. Pueden ser elegidos en determinados casos. No es lo normal ni siquiera lo deseable en general que la “multitud” elija a sus gobernantes. Muy poquito antes, en 1864, Pío IX había publicado el famoso “Syllabus” (o resumen) de los 80 errores principales de la modernidad. Entre los errores severamente condenados están algunos fundamentos básicos de la democracia: la libertad de opinión, de expresión y de prensa, la libertad de conciencia y de culto, la separación de la Iglesia y del Estado… Poco después, el papado perdió los Estados Pontificios y, en el Concilio Vaticano I (1870), reaccionó definiendo el dogma de la infalibilidad del papa y proclamándose éste como garante último y dueño absoluto de la Verdad. Era un mecanismo de defensa, un gesto de resistencia desesperada, como aquella de Pedro en el huerto de Getsemaní cuando sacó la espada (Jn 18,11; Lc 22,38). Pedro, incapaz de escuchar a su maestro que tantas veces le había dicho: “¿Por qué temes, hombre de poca fe?”.
Esta pretensión de verdad absoluta –señal inequívoca de inseguridad y desconfianza– es el gran obstáculo que tiene la institución católica para ser realmente democrática. Quien cree poseer toda la verdad no tiene por qué buscarla con otros, ni recibirla de los demás; fácilmente pasa a querer imponerla a todos. Estaría muy bien que un día se levantara el papa, relajado y lleno de Espíritu Santo, y pregonara urbi et orbi desde los balcones del Vaticano: “Confieso la encarnación. Jesús fue humanamente limitado, y mucho más lo soy yo. Errar es humano, y reconocerlo nos hace humanos. La verdad y el bien son democráticos, pues Dios los repartió por todo el orbe desde que el espíritu empezó a aletear sobre las aguas. Hermanas, hermanos, se acabó la infalibilidad. Mis predecesores se han equivocado y yo me puedo equivocar como hombre que soy. Seamos humanos, busquemos juntos y juntos encarnemos a Dios, como Jesús”. Difícilmente habrá democracia en la Iglesia mientras no se reconozca que nadie en el mundo –ni todos juntos en la historia– podemos conoce la Verdad, que la Verdad es Dios y Dios es no es de nadie, porque es Misterio y Ternura que habita en todos los seres y todos los seres habitan en El/Ella.
Aceptar que nadie posee la verdad y el bien lleva a renunciar definitivamente a la usurpación del poder. El poder absoluto en manos de quien se cree en posesión de la verdad y del bien es algo terrible; siempre acaba arruinando lo más humano, lo más divino. Pues bien, poder absoluto es lo que detenta o se arroga la jerarquía católica, más propiamente su cabeza, el papa. El mencionado Concilio Vaticano afirma que “la iglesia romana, por disposición del Señor, detenta el primado de la potestad ordinaria sobre todas las demás” y que, “frente a él los pastores y fieles de todo rito y rango –tanto cada individuo en particular como todos a la vez– están obligados a una sumisión jerárquica y obediencia verdadera, no sólo en cuestiones de fe y costumbres, sino también en aquellas que afectan a la disciplina y dirección de la Iglesia extendida por todo el mundo”. Huelgan comentarios.
No habrá democracia en la Iglesia católica mientras no se anule teológica y jurídicamente la ideología vaticana del poder absoluto. No habrá democracia en la Iglesia mientras en ella no se aplique, como condición mínima, la división de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial; que no sea el mismo quien haga las leyes, quien las ejecute y quien de acuerdo a ellas juzgue la conducta de la gente. Es el requisito elemental de un régimen democrático, y es evidente que en la Iglesia no se da. En ésta, el papa es el que dicta las doctrinas y las leyes, el que las aplica y exige que se guarden, y el que juzga quién las cumple y quién no, quién es fiel y quién hereje. Es la persistencia anacrónica y antievangélica del más puro y arbitrario sistema feudal. Es la prolongación de aquella teología imperial que se impuso después de Constantino: “Un solo Dios, un solo Cristo, un solo emperador”. Dios en la cúspide como un emperador cósmico. Y cuando el emperador se enfrentó al papa o cuando, con el tiempo, el sistema imperial fue derrocado por el sentido común y por el Espíritu defensor de la vida, entonces el papa sustituyó al emperador: “Un solo Dios, un solo Logos, un solo papa”.
En ésas estamos aún y en ésas seguiremos mientras no se revise el sistema de elección del papa y de todos los obispos y de todos los ministros de las comunidades cristianas. He ahí la llave. No habrá democracia en la Iglesia mientras el actual sistema jerárquico piramidal no sea reemplazado por un sistema horizontal comunitario, mientras las comunidades no elijan a sus curas y obispos, mientras la Iglesia católica no sea –como el nombre indica– una comunidad universal de Iglesias libres que, si pareciera necesario, podría elegir un “papa” con ese nombre u otro y fijar la residencia en Roma o en otro lugar cualquiera, pero sin Estado y sin nuncios.
Y no estoy inventando nada, aunque también deberíamos poder inventar, como todo lo que vive. En realidad, así funcionó la Iglesia durante los quiñientos primeros años, y la figura actual del papa plenipotenciario no existió en los mil primeros años de la cristiandad, y el nombramiento de los obispos por el papa no se implantó hasta casi mil cuatrocientos años después de Jesús. Y hasta el mismo papa actual, Benedicto XVI, cuando era profesor de teología, escribió en su libro El nuevo pueblo de Dios: “La crítica de las manifestaciones papales será posible y necesaria en la medida en que les falte la cobertura de la Escritura y del credo o fe de la Iglesia universal. Donde no se da unanimidad de la Iglesia universal ni un claro testimonio de las fuentes, no es tampoco posible una decisión obligatoria; si se diera formalmente, faltarían sus condiciones y habría por tanto, que plantearse la cuestión de su legitimidad”. Está en las pp. 162-163.
Ni siquiera es necesario saber teología ni conocer la historia. Basta conocer el Evangelio y a Jesús que dice: “Los reyes de las naciones ejercen su dominio sobre ellas. Pero no sea así entre vosotros”. Y también: “A nadie llaméis padre ni señor ni maestro”. Cuanto más democrática fuera la Iglesia, más Iglesia de Jesús sería, y más sacramento de Dios en quien no hay dominio, sino diferencia, relación, respeto. Y confianza infinita, infinito respiro.
(Publicado el 28 de septiembre de 2010)