Quiero celebrar la Navidad
Querida amiga, amigo:
No sé si has puesto ya un Belén en tu casa, no sé si esperas que un ángel te visite, que una estrella te guíe, que un niño te bendiga. No sé si estos días te alegran o te entristecen. Sé muy bien que todo es inseguro y ambiguo, también en Navidad, más en Navidad. Pero déjame que te diga con toda sencillez: yo quiero celebrar la Navidad de Jesús.
Yo sé que no se conoce el día en que nació Jesús. No tenemos ninguna razón para pensar que fuera un 25 de Diciembre, pero ése es el día en que el sol vuelve a ascender, la noche empieza a decrecer, el día vuelve a crecer. Y tuvieron razón los celtas y los romanos y todas las viejas culturas para festejar en ese día el sol, el día, la vida. Y tuvieron razón los cristianos para celebrar en ese día el nacimiento de Jesús, pues él les alumbraba el día y les calentaba la vida. Es verdad, sin embargo, que cuando el sol asciende en el Norte desciende en el Sur, y que cuanto más crece el día en el Norte más crece la noche en el Sur, y a uno le asalta la terrible pregunta de si no habremos construido milenariamente un cristianismo desde el Norte y para el Norte o incluso contra el Sur… Pero quiero celebrar la Navidad y dejar que un niño en un pesebre transforme los puntos cardinales de mi geografía y de mi religión.
Yo sé que Jesús, muy probablemente, no nació en Belén, sino en Nazaret, pero ¡qué importa!, yo llamo “Belén” (“Casa del pan” o “Casa del Dios pan”) a ese pesebre bendito y a todos los pobres pesebres donde sigue naciendo Jesús, y quiero que mis labios se relaman cuando pronuncian “Belén”, “Betlehem”, como le sucedía al hermano Francisco en la Nochebuena de Greccio, y que las palabras vuelvan a ser milagrosas y nuevas.
Yo sé que en Belén no hubo coros de ángeles, ni estrellas, ni magos, pero quiero volver a leer como por vez primera esos bellos relatos del evangelio, y quiero abrir mis oídos y escuchar cómo un innumerable coro de ángeles sigue anunciando la paz en la tierra para todas las criaturas. Y quiero mirar con los ojos muy abiertos para ver una gran estrella en el corazón de todos los seres humanos, porque Dios los ama, porque el Amor existe. Y quiero sumarme a esa ronda de pastores en medio de la noche, camino de Belén, en busca de pan y de consuelo.
Yo admito sin reparos que Jesús no fue el único hijo de María y de José, sino el primero de muchos hijos de aquella pareja joven y pobre, y que María lo dio a luz entre dolor y sangre como todas las madres, y que José se sintió aturdido como todos los padres, y que hubo lágrimas y alegría, y que no todas las lágrimas fueron de alegría. Yo quiero estar muy cerca de José y María, y quererlos más, y quiero mirar a Jesús como único, como todos los padres miran a cada uno de sus hijos, como todos los amantes miran a los amados, como Dios nos mira así a todos y habita en cada uno de manera única y plena. Quiero mirar los pequeños ojos de Jesús, y mirar en sus ojos el universos inmenso, y dejarme mirar en sus ojos por la Infinita Ternura de Dios.
Yo admito gustosamente que Dios el Misterio Infinito de bondad y de belleza al que no sabemos cómo llamar, del que no sabemos cómo hablar se oculta y se encarna eternamente, universalmente, en la belleza y en la bondad de todos los seres, pero yo quiero mirar y celebrar todo el Misterio en la carne de Jesús, en la fragilidad y en la indigencia del niño Jesús, en la libertad y en la compasión del hombre Jesús, y quiero que mis ojos se iluminen y mi corazón se conmueva, porque no sólo de acción y de pan puedo vivir.
Yo sé que la Navidad está llena de contradicciones, y que es para muchos un tiempo triste, triste hasta la angustia, triste hasta el suicidio. También a mí me resultan tristes las luces, los adornos, los villancicos en las agitadas aglomeraciones de los supermercados. Y será triste para muchos el 7 de enero, cuando apaguen las luces, retiren los árboles, callen los villancicos, vuelva la vida con su ánimo incierto. Pero quiero celebrar la Navidad por eso mismo, y sentirme pequeño y en paz ante Jesús, y volver a creer en la bondad de los corazones y de todos los seres, en la paz más allá de todas las contradicciones. Quiero rezar ante el niño de Belén: “Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente”. En sus días, en mis días.
Yo sé cuánto nos duele el mundo, cuánto nos duele la Iglesia, cuánto nos duele el alma, el ser como somos, tan estrechos, tan carentes, tan cerrados. Pero no quiero dejar de celebrar la Navidad por eso, sino que también por eso quiero celebrarla, y dejarme acoger en la anchura de ese estrecho pesebre, en la anchura divina de esa carne humana, tan divinamente humana. Ante el Belén del niño Jesús, quiero ponerme en pie y bendecir, quiero sentarme y respirar, quiero postrarme y adorar. Quiero adorar a Jesús y adorar a todos los seres, desde el bosón del átomo a las inmensas nebulosas de galaxias.
Amiga, amigo: si quieres, tú también puedes celebrar la Navidad siendo como eres, siendo quien eres y no otro ni mejor, pues el Infinito de Dios está eternamente encarnado en tu estrecha finitud. Eres poca cosa, pero tal vez no aprecias todo lo que eres. Dios te dice: “No temas, gusanillo de Jacob, pobre oruga de Israel” (Is 14,14). Tú también eres de alguna forma Todo. También tú eres seno del Eterno. También en ti quiere y puede encarnarse Dios como en el vientre de María. Dios quiere tener quien ame, quien se ame, quien le ame, quien le encarne. Cree en ti, quiérete y ama. Celebra la Navidad.
(17 de diciembre de 2009)