RELIGIÓN UNIVERSAL, RELIGIÓN PARTICULAR

Toda religión aspira a ser universal, a expresar un mensaje que transciende la etnia y la lengua, el tiempo y la cultura. La religión supera fronteras. Pero, a la vez, toda religión está limitada por la lengua y la cultura y, quiera que no, con sus creencias, ritos y normas traza fronteras: ortodoxos y herejes, creyentes e increyentes.

Supera fronteras y traza fronteras. Es la paradoja del ser humano cada vez que expresa el Infinito en lo finito. Así sucede en el arte, la ética, la religión… Tomemos, por ejemplo, la belleza. ¿Qué es la belleza? Es eso que agrada la vista y el oído, esa armonía profunda que nos conmueve más “adentro” de todos los sentidos, ese horizonte infinito de gracia que nos atrae más allá de todas las formas, ese arcoíris inasible, ese fondo irreductible a todas nuestras percepciones particulares… Nos alcanza a través de las formas, pero en ellas nunca la alcanzamos. ¿Cómo nos arrebataría más allá si en las formas le diéramos alcance?

Lo mismo nos sucede con eso que llamamos “bondad”: gustamos su sabor en todos los ojos, las manos, los gestos amables, pero nunca se agota en ellos. ¿Cómo, si no, seguiríamos gustando lo bueno y nos transformaría de bondad en bondad?

Y así sucede con la “verdad”, esa llamita de luz que nos guía en la noche, esa llamarada de fuego cuyas chispas nos alumbran en las ciencias, las artes, los poemas inspirados. ¿Qué es la verdad? Es esa epifanía, esa revelación del Misterio sagrado del Ser: “Yo soy el que Soy”, dice la Zarza Ardiente del Horeb. El Misterio sagrado del Ser, que no es “fuera” de todas las cosas, pero que es misteriosamente “más” que todas las cosas, “más” que la suma de todas ellas, e infinitamente más que todas las palabras.

Las religiones apuntan al Todo, pero nunca lo expresan adecuadamente. Son formas particulares en que el Infinito se nos abre, pero solo a condición de que las formas (ritos, creencias, normas y textos canónicos) no quieran identificarse con el Infinito y retenerlo en sí mismas. El Infinito es la belleza inaprensible, como un arcoíris. Es la bondad incontenible, como el agua entre los dedos; a lo sumo puede ser acogida por un tiempo en el cuenco vacío de la mano o del barro, pero luego también allí se evapora, para hacerse vapor, aire, nube, y seguir derramándose en otras arcillas. Es la verdad indecible, más allá de toda palabra y de toda Escritura por sagrada que sea, más allá de toda creencia y dogma por esencial que parezca, más allá de todo pensamiento y significado: el Infinito transciende todos los significados (¡todos!), como el agua se escurre entre los dedos de un niño, como se va la luz en el cielo de la tarde hacia otros cielos, otras tierras, suavemente.

Todas las religiones son formas particulares, pero están animadas en su raíz originaria por el Infinito universal. O a la inversa. Y su mayor tentación es atrapar el Infinito, encerrarlo en su forma y poseerlo en monopolio. En la exacta medida en que incurre en esa tentación, una religión deja de religar a sus seguidores entre sí y a todos con el Todo, se vuelve secta, oculta el Infinito, ahoga el Aliento, sofoca la Vida. Y en las llamadas religiones monoteístas el peligro es infinitamente mayor, pues ellas –sus jerarquías más bien– fácilmente se consideran a sí mismas mediadoras únicas de un Dios único, de su revelación, su voluntad, su promesa de salvación.

Hoy, cuando cualquier adolescente accede con su móvil a una masa de información jamás sospechada pero también incontrolable, las religiones –paradójicamente– están más tentadas que nunca de absolutizar sus formas particulares. Querrían ofrecer seguridad en un mundo inseguro. Pero de esa manera vuelven el mundo más inseguro y peligroso todavía.

En conclusión, una religión será tanto más consciente de su particularidad histórica y cultural cuanto más animada está por el Infinito, y cuanto más consciente sea de su particularidad, tanto más será testigo del Infinito liberador.

(Dialogal. Quaderns de l’Associació UNESCO per al Dialeg Interreligiós [2014])