RESURRECCION DE JESUS. REFLEXIONES TEOLOGICAS

Creo que todos estamos de acuerdo en afirmar que la Pascua fue el factor fundante de la primera comunidad cristiana, de su fe y de su vida. Y que sigue siéndolo para nosotros. Pero fácilmente surgirán divergencias si empezamos a preguntarnos sobre cada uno de los términos de esta afirmación. Es normal. Las palabras nos guían, pero nunca se bastan, y nunca bastan. Preguntarnos y explicarnos es el modo mejor de entendernos, pero constituye también el riesgo mayor de sacar a luz diferencias y equívocos. Pero negarse a correr el riesgo de la palabra es impedir lo humano más precioso. Y lo más precioso de la fe pascual. Por eso seguimos hablando en el camino, como los discípulos de Emaús, reinventando la palabra sobre la Pascua, para decir su novedad permanente.

Cada tiempo es apasionante y recrea la palabra. Así, asistimos a una renovación fundamental del discurso teológico en general, y de la reflexión sobre la Pascua en particular. La Pascua no es una intervención puntual y empírica de Dios en nuestra historia, ligada a unas apariciones milagrosas y un sepulcro vacío igualmente milagroso. La Pascua es la presencia de Dios eterna y siempre nueva, siempre singular y a la vez universal. La Pascua es el sí rotundo y pleno de Dios a la persona de Jesús, a su vida esperanzada, sanadora, solidaria hasta la Cruz. La fe pascual es acoger y vivir el sí definitivo de Dios en Jesús a las esperanzas del ser humano y de la creación entera.

La Pascua es la novedad inagotable de Dios en la vida y en toda realidad. ¿Por qué entonces nos repetimos tanto? La Pascua, decimos, es la renovación de la vida, es la mañana del día, es la primavera de la naturaleza. ¿Cómo es, pues, que inventamos y recreamos tan poco la vida? ¿Y cómo es que inventamos tan poca teología, para recrear justamente la fe y la vida? ¿Cómo sería una teología de la Pascua que fuese libre y nueva como la mañana misma de la Pascua?

1. Un lenguaje libre para decir la Pascua

Todavía no he mencionado el término “resurrección”. He hablado a propósito de “Pascua”. Empecemos por aquí: ¿el término “resurrección” agota el contenido de la Pascua? Evidentemente no. ¿Es la categoría más adecuada para expresar lo que Dios hace en la Pascua de Jesús y en la Pascua de todas las criaturas? Seguramente no. Ninguna palabra debe ser absolutizada, precisamente para que exprese mejor aquello que quiere indicar, sugerir, inspirar. “Entrar en el Reino de Dios”, “gozar de la vida eterna”, “estar en el seno de Abrahán” o “en el paraíso”, “participar en el banquete del Reino”… son expresiones neotestamentarias en buena parte sinónimas de “resurrección” en general. “Ser exaltado” o “elevado” o “glorificado”, “sentarse a la derecha de Dios”, “subir al cielo” o “al Padre”, “ser asumido al cielo”… son fórmulas prácticamente sinónimas de “resurrección” de Jesús”. No hay que aferrarse a las palabras, sino dejarse orientar por ellas.

Esto ya lo supieron los primeros cristianos que dijeron la Pascua. En ningún sitio encontramos una “Pascua” neutra, anterior e independiente de las palabras que la designan. “El lenguaje es como el lugar natal de la experiencia”[1]. También la Pascua está ligada a nuestra condición lingüística. Y el lenguaje nunca se refiere a hechos objetivos puros y desnudos, sino a hechos percibidos; ahora bien, la percepción no se da nunca de manera aséptica y puramente objetiva, sino subjetiva, intersubjetiva, histórica, lingüística; dicho de otro modo, la percepción conlleva siempre una cierta interpretación, y ésta se da siempre dentro de un cierto “marco” de imágenes y categorías. Todo esto es muy elemental, pero lo solemos olvidar a menudo cuando tratamos con afirmaciones dogmáticas o bíblicas. Debemos tenerlo en cuenta también cuando queremos acercarnos al testimonio pascual del Nuevo Testamento. Repito: el Nuevo Testamento no nos brinda el acceso a la Pascua pura en sí, sin palabras e imágenes, sino a través de la interpretación. Y quien dice “interpretación” dice siempre, en alguna medida, “interpretaciones”. Claro indicio de ello es la pluralidad de categorías utilizadas para designar el acontecimiento pascual: “resucitar”, “exaltar”, “glorificar”, “ascender al cielo”… “Resurrección” no es, pues, el único término, ni siquiera el más frecuente. Los diferentes términos responden a un doble esquema básico: el esquema “resurrección” y el esquema “exaltación”[2].

El esquema “resurrección” –egeirein (despertar o despertarse, levantar o levantarse), anistemi (levantar o levantarse)–, más frecuente en las confesiones y en las fórmulas pascuales de fe (Rm 10,9; 1 Cor 6,14; 15,15; Lc 24,34; Hch 2,24), interpreta la Pascua con la metáfora del retorno a la vida de un muerto o del despertarse del sueño de la muerte. Y es significativo, como se señala sin cesar, que Dios sea prácticamente siempre el sujeto de estos verbos tanto en su forma activa (“Dios ha resucitado a Jesús”) como en su forma pasiva (“Jesús ha sido resucitado por Dios”). La afirmación pascual es originariamente una afirmación teológica y no directamente cristológica; el centro fundamental de interés es la acción de Dios que se ha puesto del lado de Jesús crucificado, devolviéndole a la vida. Dios ha cumplido lo que se confesaba de él en la oración sinagogal de las 18 bendiciones: “Bendito seas, Señor, que resucitas a los muertos”. La afirmación teológica conlleva implícitamente, eso sí, una afirmación cristológica que irá desarrollándose paulatinamente.

El esquema “exaltación”, a su vez, más frecuente en los himnos, se refracta en una gran profusión de expresiones: Dios lo exaltó (Flp 2,9), le ha declarado Señor (Flp 2,11), Dios le ha constituido Señor y Mesías (Hch 2,36), lo ha exaltado a su derecha (Hch 2,33; 5,31), se sentó a la diestra de Dios (Mc 16,19; Heb 1,3; Col 3,1), está de pie a la derecha de Dios (Hch 7,55-56), ha entrado en su gloria (Lc 24,26), Dios lo ha glorificado (Jn 13,32 y passim), le ha dado autoridad plena (Mt 28,18), ha sido elevado al cielo (Lc 24,51; Mc 16,19), ha subido al cielo (Hch 1,11)… Formas y formas de expresar una misma convicción y vivencia profunda: el condenado ha sido rehabilitado, el humillado ha sido honrado, el que en la cruz no pudo “librarse a sí mismo” se ha convertido en sacramento y lugar de la liberación universal.

Una de la expresiones más significativas del esquema exaltación es la antiquísima invocación aramea Marana tha, la oración probablemente más antigua que se haya dirigido a Jesús (la encontramos en arameo en 1 Cor 16,22 y en Did 10,6, en griego en Ap 22,20). Esta escueta plegaria recoge seguramente el núcleo de la confesión pascual primera y de la confesión cristológica primitiva de la primera comunidad cristiana: el crucificado es invocado como mar (“señor”). Es un tratamiento reverencial de uso social y familiar frecuente[3], que todavía no posee toda la riqueza de significado cristológico que adquirirá con el tiempo su traducción griega por kyrios. Pero es una invocación, una plegaria, y esto es lo revelador: después de crucificado, los primeros discípulos se dirigen a Jesús, le oran. La invocación sitúa a Jesús “en el mundo de Dios”, en un “más allá” que, sin embargo, no está separado de nuestra realidad; el crucificado se halla en Dios, que habita nuestro mundo y es, a la vez, su meta. Los primeros cristianos reconocen a Jesús como el humillado glorificado, el condenado rehabilitado, el mártir exaltado por Dios y, según una imagen conocida en la época, “reservado junto a Dios” para los últimos tiempos. Marana, tha! Suplican a Jesús que venga o “vuelva” como “Hijo del hombre” del tiempo final, para llevar a cabo el juicio e inaugurar el tiempo nuevo del consuelo, el tiempo de la restauración de todas las cosas (Hch 3,20-21). En esta invocación están contenidos, potencialmente, todos los títulos de grandeza: Mesías, Hijo del hombre, Hijo de Dios, Señor… Pero, evidentemente, esa cristología de los títulos no se desarrolló de golpe. Tampoco de manera lineal y homogénea.

Jesús ha sido resucitado, exaltado, elevado, sentado a la diestra de Dios, constituido Señor, ascendido al cielo… Distintas imágenes para expresar la misma fe y el mismo acontecimiento o, si se quiere, para indicar diversos aspectos que la Pascua conlleva lo mismo para Jesús que para nosotros[4]. Tanto un lenguaje como otro son metafóricos. “Despertar”, “levantarse”, “ser levantado”, “revivir”… son metáforas diversas para evocar lo que en la Pascua sucede a Jesús y a todas las criaturas. ¿Cómo decir lo que trasciende el mundo de nuestras experiencias empíricas si no es a través de metáforas que desempeñan esa función suprema de la palabra que consiste en abrirnos a lo indecible? Carece de sentido comprender las metáforas en sentido literal. La Pascua no significa que Jesús haya “despertado” de la muerte, ni que el cuerpo físico haya “revivido” ni que Jesús haya “subido” al cielo o se haya sentado a la “derecha” de Dios. La flexibilidad y la libertad están en el origen de toda metáfora, y deben inspirar su reinterpretación.

Tanto en la confesión pascual como en la reflexión cristológica ulterior, las diversas comunidades y autores del Nuevo Testamento dieron pruebas fehacientes de libertad y de creatividad, de la imaginación creadora propia del Espíritu. “Cuando hablamos de la resurrección, nos haría falta no olvidar la novedad y el colorido primeros de la palabra, cuando apareció por vez primera en su frescura metafórica”[5]. Las primeras discípulas/os lo dijeron para su tiempo; nosotros debemos decirlo para el nuestro. Ellos lo hicieron con imágenes y palabras que les eran propias; nosotros deberemos hacerlo con las nuestras[6]. Ésta es la primera reflexión teológica que se impone a propósito de la resurrección de Jesús.

2. ¿Por qué surgió y sigue la fe pascual?

He aquí la segunda cuestión: ¿qué es lo que les llevó a los discípulos y discípulas a confesar que Dios había resucitado/exaltado a Jesús el crucificado? ¿Qué es lo que les condujo a reunirse de nuevo o, mejor todavía, a no dispersarse del todo? Es una cuestión decisiva. Y no tanto por curiosidad histórica, cuanto por un motivo teológico y espiritual. El interrogante se nos vuelve a nosotros mismos: ¿Dónde y cómo se nos abren a nosotros los ojos para reconocer al resucitado? ¿Dónde y cómo amanece para nosotros la mañana del primer día? ¿Dónde y cómo podemos recorrer nuestro camino de Emaús?

Mucha gente sigue imaginando la Pascua como una sucesión de acontecimientos prodigiosos: Jesús muere un viernes por la tarde; después de haber cumplido el precepto del descanso sabático, el domingo a primera hora unas mujeres van al sepulcro a ungir el cuerpo de Jesús, pero hallan el sepulcro abierto y vacío; ese mismo día se aparece Jesús a María, a Pedro, a los Once y a otros discípulos; y así se desencadena la historia de la fe y del testimonio pascual que aún perdura. Tal es, efectivamente, el hilo narrativo de los relatos pascuales. Y se trata sin duda de páginas bellísimas en su forma y su mensaje. Pero, por eso mismo, no hemos de querer leerlas como crónicas de sucesos del pasado, ni tratarlas como información literal acerca de los motivos que desencadenaron la fe pascual.

La exégesis histórico-crítica y la reflexión teológica nos invitan a afirmar con claridad: no fue el hallazgo del sepulcro vacío (si se dio), ni una presencia física del resucitado entre ellos empíricamente perceptible (que no se dio) lo que suscitó la fe pascual de los primeros discípulos/as. Es una afirmación que tal vez resulte obvia para algunos y provocativa para muchos. Ciertamente, no concuerda con el imaginario todavía comúnmente asociado a la fe en la Resurrección de Jesús. Pero las conclusiones de la exégesis, los planteamientos de muchos teólogos y, simplemente, la credibilidad del anuncio pascual en nuestro marco cultural nos invitan a resituar la génesis de la fe en el resucitado. Repito: en el origen de esta fe no hallamos ni un sepulcro vacío ni unas apariciones físicas. La fe pascual no fue provocada, ni siquiera preparada, por unos acontecimientos extraordinarios o unas intervenciones prodigiosas de Dios en nuestro mundo. Lo mismo nos sucede a nosotros con nuestra fe en Jesús resucitado. Y, sin embargo, creemos. No creemos porque ellos creyeron y nos lo han contado, aunque sí creemos gracias a que ellos creyeron y nos transmitieron su fe, y gracias a que tantos otros después han creído y han sido padres y madres de nuestra fe.

¿Por qué, pues, confesaron a Jesús resucitado o exaltado? ¿Por qué, tras la muerte de Jesús, los discípulos/as volvieron a creer en él, siguieron creyendo o –en palabras de Flavio Josefo– “no dejaron de amarle”? Lo hicieron, fundamentalmente, por la misma “razón” (si vale la palabra) por la que, mientras vivieron con Jesús, creyeron en él, le amaron y se sintieron transformados por dentro gracias a él. Con su palabra, sus curaciones, su manera alegre y abierta de compartir la mesa, Jesús les había hecho sentir que la soberanía liberadora de Dios se hacía presente ya. El horizonte –difundido en amplios sectores de la sociedad judía en tiempo de Jesús– de una esperanza escatológica inminente ofrecía un terreno abonado para la vivencia y la convicción de que los tiempos finales de la consolación se estaban iniciando. Percibían a Jesús –y Jesús se había percibido seguramente a sí mismo– como mediador último y definitivo del Reinado de Dios, “más que Salomón, más que Jonás” (Lc 11,31-32), más grande incluso que Juan Bautista, a pesar de ser éste “el más grande de los hijos de mujer” (Mt 11,11). El Reinado de Dios esperado para el fin de los tiempos se anticipaba. Las parábolas transformaban el mundo; las curaciones derrotaban al mal; la mesa común preludiaba otro mundo. Dios reinaba gracias a Jesús. Ellos lo palpaban y creían en él. Creían en él, pero no sin tener que decir, como nos sucede a todos: “¡Creo, pero ayúdame a tener más fe!” (Mc 9,24). Nunca creemos, en última instancia, por unas razones ajenas y externas, ni por unas supuestas pruebas, ni por el mero testimonio de otros; creemos por ese impulso incierto y firme que en último término es el Espíritu de Dios, que es la paráklesis que actúa en todo prójimo que nos acompaña, la inspiración que sobreviene en toda palabra que revela, el aliento que late en todo gesto que ayuda. Por eso habían creído los discípulos y discípulas de Jesús, y su fe no era un cuerpo de creencias ni un programa de acción, sino una profunda confianza en el Abbá del Reino y de la misericordia; una profunda confianza en Dios que se originaba y se plasmaba precisamente en su adhesión a Jesús, radical y transformadora.

¿Pero no sucedió, justamente, que esa fe en Dios y esa adhesión a Jesús se desmoronaron al morir Jesús? ¿No constituye la fe pascual una absoluta novedad? ¿No se dio una radical discontinuidad entre la fe prepascual y la fe pascual? ¿No es ésta algo que, en caso de no haberse dado unos hechos extraordinarios, carecería totalmente de esa cierta “verosimilitud” histórica, psicológica y sociológica que, aun no siendo plena ni tal vez fundamental, la fe posee siempre, como fenómeno humano que es? Pues bien, las investigaciones actuales inclinan claramente a reconocer, entre la fe prepascual y pospascual, una continuidad mucho mayor de lo que estamos habituados a pensar[7]. ¿Dónde hemos de buscar, pues, el factor determinante de la fe pascual? Fundamentalmente, en la profunda experiencia de la presencia del Reino de Dios en la palabra y en las acciones de Jesús. El mensaje y las acciones de Jesús provocaron en los discípulos una honda vivencia del Reino de Dios presente, y ésa es, como insiste Müller, la “clave explicativa del nacimiento de la fe pascual”[8]. Asegura este autor que, desde un punto de vista psicológico e histórico, “el único motivo plausible de la ‘fe en la resurrección’ es la perspectiva que ya les había comunicado realmente Jesús sobre la irrupción de un señorío divino capaz de imponerse contra todas las fuerzas negativas del mundo”[9]. La esperanza del Reino de Dios que Jesús había suscitado en ellos era una semilla pequeña y poderosa, como la presencia misma de Dios en el corazón de la realidad, en el corazón de la historia, a pesar de todas las apariencias que la ocultan o desmienten. Y esa semilla no quedó ahogada. A partir de ella de desarrolló la fe pascual. Y esta génesis de la fe pascual no sólo es la única plausible desde un punto de vista psicológico e histórico, sino que además es la más coherente desde el punto de vista teológico: la más próxima a nuestra propia experiencia de fe pascual, la más creíble para los hombres y mujeres de hoy, la más acorde con nuestra manera de concebir la presencia y la acción de Dios en el mundo.

No parece que la fe en la presencia del Reino de Dios en Jesús se haya visto totalmente desmentida por la muerte de Jesús. Ni parece que se haya dado una total dispersión de los discípulos, ni una huida inmediata de Jerusalén a Galilea por parte de todos. La muerte –y muerte en cruz– “debió de suponer como tal ‘una experiencia de crisis desestabilizadora’, sin llegar a hablar por ello de una catástrofe total para su fe” o de un “desmentido definitivo de la pretensión” de Jesús[10]. Constituyó sin duda una conmoción, pero no necesariamente un desmoronamiento de su fe. Disponían de “recursos” para convertir la prueba de fe en camino. Y no necesitaron para ello intervenciones “sobrenaturales” de Dios que volvieran a levantar su fe desde fuera y desde la nada; les bastó atender o reavivar el mensaje, la memoria y la presencia que seguían vivas dentro de ellos y en medio de ellos como un rescoldo o, mejor, como un ascua. ¿No sucede algo análogo a nuestra fe cuando, por ejemplo, en plena Navidad un terremoto provoca 280.000 muertes y nos preguntamos: “¿Qué ha cambiado en el mundo con el nacimiento de Jesús? ¿Dónde está Dios?” También Jesús se preguntó, y se preguntaron los discípulos, y no obtuvieron una respuesta inmediata y rotunda. Pero siguieron creyendo, como seguimos creyendo nosotros.

3. A pesar de la muerte y a través de la muerte

Y tenían, como seguimos teniendo, “razones” del corazón y de la razón para seguir creyendo. Tenían indicios de que la muerte de Jesús en cruz no había sido un fracaso absoluto, o una maldición de Dios, o una refutación inapelable de su mensaje sobre el Reino de Dios y de la fe germinal que en ellos había suscitado. Disponían de presupuestos, apoyos, horizontes espirituales y mentales para llegar a confesar que la esperanza de Jesús había sido confirmada no a pesar de la muerte, sino precisamente a través de su muerte asumida por justicia y por solidaridad. Y hasta ahí llegarán. Entre tales indicios y presupuestos, hay dos que merecen una mención especial: por una parte, la esperanza en general de vida más allá de la muerte, y, por otro lado, la creencia particular en la resurrección anticipada de los mártires. Veamos un poco más de cerca.

En primer lugar, estaba la en una vida después de la muerte. Los discípulos y discípulas de Jesús compartían con muchos judíos de la época la esperanza en que, tras la muerte física, la vida sigue perviviendo en el misterio de Dios. La esperanza de una vida real después de la muerte y, más concretamente, la idea de la resurrección, no era ni mucho menos unánime entre los judíos de la época, pero estaba lejos de ser desconocida o excepcional; las creencias, eso sí, eran muy heterogéneas[11]. En algunos círculos se creía que el espíritu del difunto va a Dios inmediatamente después de la muerte, mientras su cuerpo descansa en el sepulcro hasta el último día (ahora bien, el “espíritu” es de alguna forma la persona entera e incluye algún tipo de corporalidad) (así en Henoc Etíope 22 y Jubileos 23,31). Existía también la idea de una asunción al cielo de un justo elegido (Elías, Henoc, Baruc…) para ser proclamado “Hijo del hombre”; es posible que en general pensasen en una “asunción” al cielo antes de morir, pero en algunos círculos se creía que Moisés, cuya muerte se daba por supuesto, fue “arrebatado al cielo” (Asunción de Moisés); en 2 Mc 15,11-16 se narra que el sumo sacerdote Onías vio en una visión al profeta Jeremías vivo en el cielo como intercesor del pueblo.

Jesús compartía esa fe básica. En la parábola del rico epulón (Lc 16,19-31), da incluso por supuesto que, inmediatamente después de la muerte, tiene lugar una retribución “corporal” y, por consiguiente, también una prolongación “corporal” de la vida. Creía que los patriarcas de Israel (Abrahán, Isaac y Jacob) estaban “vivos” (Mc 12,26). Lucas pone en su boca, mientras agoniza en la cruz, aquellas palabras en que le promete al “buen ladrón” que estará aquél mismo día con él en el paraíso (Lc 22,43).

En segundo lugar, estaba la creencia en la resurrección anticipada de los mártires. Es verdad que la “resurrección” propiamente dicha seguía estando mayoritariamente reservada para el fin de los tiempos. Pero también cabía concebir la “resurrección” antes del fin del mundo[12]. Concretamente, muchos creían que cada mártir resucita “inmediatamente después de su muerte”[13], sin que esa resurrección significara el fin del mundo (cf. 2 Mc 7,14.36; 12,43-45). Esta creencia fue determinante para que los primeros discípulos pudieran confesar la resurrección/exaltación del crucificado. Constituye un presupuesto decisivo en la génesis y la elaboración de la fe pascual primitiva. Contra lo que se ha afirmado a menudo, en tiempo de Jesús no era, pues, inconcebible que la resurrección final pudiera anticiparse individualmente. Mucha gente podía creer tranquilamente que Jesús era “Juan el Bautista que había resucitado de entre los muertos” (Mc 6,14); en un contexto diferente, en la parábola del hombre rico y de Lázaro, Jesús cree posible que “resucite un muerto” y se aparezca a sus allegados (Lc 16,30,31). Estos textos no solamente atestiguan la esperanza de vida después de la muerte, sino que además parecen contar con la posibilidad de una resurrección antes del fin del mundo. En cualquier caso, ponen de manifiesto cuán aventurado es pensar que en la época de Jesús concibiesen el “más allá” en general y el concepto de “resurrección” en particular según unos esquemas temporales rigurosos. Su imaginario sobre el más allá no estaba sujeto a unos parámetros temporales “cartesianos”, claramente definidos.

Es muy probable que Jesús haya entendido su propia muerte como muerte de “mártir del Reino de Dios”. Ciertamente, contaba con la posibilidad de su muerte violenta y previno sobre ella a sus discípulos; les habló del Reino de Dios como de una semilla enterrada y expuesta a muchos azares o como de un insignificante grano de mostaza. Probablemente, comprendió de antemano su muerte como muerte del mártir o del justo perseguido; confiaba en que Dios le resucitaría/exaltaría como había resucitado/exaltado a los mártires y a los justos perseguidos. Intuía incluso – en oscuridad y angustia– que su muerte no iba a ser su ruina definitiva, sino su “consumación” o la plena realización de su destino[14]; presentía el fin de su vida, pero presentía también su próxima participación en el banquete escatológico del Reino[15]; probablemente contó hasta el fin con la intervención liberadora de Dios y la irrupción de su Reino; tal vez esperó incluso que su propia muerte se convirtiera justamente en ocasión y medio para la inauguración decisiva del Reino de Dios[16]. Ciertamente, esos horizontes de esperanza no le privaron a Jesús de la angustia de Getsemaní ni del grito de la Cruz. ¿Habría sido creíble la esperanza de Jesús si no hubiese conocido el decaimiento y la zozobra? ¿Significaban éstos que la esperanza de Jesús había sido infundada o más bien que su martirio había sido más verdadero? ¿Significaban que la promesa de Dios era ilusoria o más bien que su solidaridad era más radical? La Cruz siguió su curso. Pero ¿quién sabe cuál es, en lo más profundo, el curso de la Cruz asumida por solidaridad? ¿No está Dios precisamente en el entramado de la realidad, incluso cuando su curso parece cruzarse y crucificarnos?

En la vida, en el mensaje, en la cruz de Jesús Dios se les revelaba a las discípulas/os como Dios de vida, como solidaridad más fuerte que la muerte, la injusticia, la maldad. Dios se revelaba como Resurrección. “La vida pública y la cruz constituyen históricamente la visibilidad, la revelabilidad de Cristo. La resurrección es su revelación”[17]. La cuestión es saber percibir la presencia del Dios de la vida en la vida de Jesús, el poder de la resurrección en su muerte por compasión. A los discípulos/as se les fueron abriendo los ojos hasta ver precisamente la Pascua en la cruz, hasta mirar precisamente en el crucificado al exaltado/resucitado por Dios, hasta confesar que en la derrota de la cruz triunfa calladamente la compasión solidaria que es la única fuerza de Dios. Un soplo discreto y fuerte reavivó el rescoldo de fe en los discípulos y discípulas. Les ardió el corazón. Y sintieron emerger entre ellos la presencia nueva de Jesús, como la presencia de aquel misterioso compañero camino de Emaús. Y superaron la prueba, el fracaso. Convirtieron el duelo en Pascua. Hicieron suya más que nunca aquella invocación de la oración sinagogal de las Dieciocho bendiciones: “Bendito seas, Señor, que resucitas a los muertos!”. Confesaron a Jesús como mártir y justo resucitado, rehabilitado, exaltado o glorificado por Dios. Reconocieron su presencia en el recuerdo y en las profecías, la palparon en las heridas del crucificado y en todas las heridas. Se reconocieron llamados de nuevo por su propio nombre, convocados a una misión urgente.

Y, llevados por la osadía del Espíritu, dieron un paso más decisivo: comprendieron la muerte de Jesús como el auténtico giro escatológico, como el “paso” decisivo al nuevo tiempo de la plena realización del Reino, como primicia y arranque de la resurrección de todos los muertos. Aquella experiencia de la irrupción del Reino de Dios en Jesús persistía, y ahora se relacionaba precisamente con resurrección/exaltación del crucificado. La gran innovación pascual de la primitiva comunidad judeo-cristiana fue ésa: la confesión de que la muerte de Jesús era el inicio de la resurrección universal, acompañada de la esperanza inflamada de que esa plena realización o manifestación del acontecimiento escatológico erea inminente[18]. ¿Y si tardaba? Pudiera ser –se dijeron– que, una vez exaltado junto a Dios, Jesús estuviera como “retenido por Dios” por un tiempo, pero éste no podía ser sino breve. Y le invocaron, urgiéndole a su pronta venida: “¡Marana tha!”. La llegada del Reino iba a producirse con la inminente parusía (retorno o manfestación) de Jesús. La prolongación del tiempo y de los dolores les iría luego obligando a atemperar el ardor de la espera o a esperar de otra manera. Y en ello seguimos.

En cualquier caso, ellos no necesitaron de hechos portentosos de Dios de los que nosotros carecemos. Ellos no creyeron por un privilegio divino del que nosotros estamos privados, por una “intervención sobrenatural” que a nosotros se nos niega. Como ellos, también nosotros debemos aprender a percibir signos de Pascua en las huellas de la Cruz. Lo más cotidiano es el mayor portento: la presencia alentadora del Espíritu vivificador en el corazón de nuestro corazón, en el corazón de la realidad, y en primer lugar en el corazón de todas las cruces.

4. Sólo vemos bien con los ojos del corazón

Que el resucitado “se apareció” es un testimonio pascual primitivo y recurrente: lo encontramos particularmente en la primerísima fórmula recogida en Lc 24,34 (“Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón”) y en la antiquísima tradición recibida por Pablo y transmitida por él en 1 Cor 15,3-8. Pero ¿cómo debemos leer hoy esos testimonios? ¿Cómo se les aparecía Jesús? ¿La aparición comportaba algún tipo de visión y, en tal caso, en qué consistía la visión? ¿Qué nos dicen acerca del modo y de las condiciones de la fe de los primeros testigos en el resucitado? Sobre todo, ¿qué nos dicen acerca del modo y de las condiciones de nuestra propia fe en el resucitado?

Recordemos en primer lugar lo dicho en el apartado 2: la fe en el resucitado no fue el producto de unas apariciones empíricas (dejamos de momento la cuestión del sepulcro vacío). ¿Se dieron o no tales apariciones? No le toca a la teología sistemática pronunciarse sobre la autenticidad o inautenticidad histórica (historiográfica) de unos hechos, sino sobre el significado o contenido teológico de unos hechos, de unos testimonios o de una experiencia de fe. Sin duda, una fe auténtica o unos testimonios auténticos de fe se refieren siempre a hechos, a realidades, pero no de tipo empírico; o, en cualquier caso, se refieren a una dimensión no empírica de hechos empíricos. La fe cristiana en el resucitado no depende, pues, de que haya habido o no unas apariciones empíricas del resucitado. En consecuencia, el hecho de que las “apariciones” pascuales atestiguadas en el Nuevo Testamento sean o no históricamente reales carece de interés teológico propiamente dicho.

Supongamos que María de Magdala o Pedro o Pablo nunca gozaron de ninguna aparición “especial” de Jesús resucitado, y que los testimonios neotestamentarios son, como sucede tantas veces, un género literario que expresa narrativamente unas experiencias espirituales profundas –no necesariamente paranormales– de encuentro con el resucitado. Supongamos, por tanto, que la forma y las condiciones de su fe fueran idénticas o similares a la nuestra. Esta hipótesis no debiera provocar hoy ningún escándalo. Creo, más bien, que podría confortar nuestra fe. En todo caso, no debiera ser impugnada por supuestas “razones de fe” o con supuestos “argumentos teológicos”, sino solamente con argumentos histórico-críticos. El hecho de que la experiencia del resucitado de los primeros discípulos/as no hubiese tenido componentes extraordinarios no significaría que tal experiencia perdiera ningún ápice de contenido o de realidad.

No podemos entender las “apariciones” pascuales como manifestaciones físicas o cuasi-físicas del resucitado, como intervenciones empíricas, puntuales y excepcionales con las que Dios –o el resucitado– intencionadamente habrían beneficiado a unos cuantos (María, Pedro, los Doce, Santiago, Pablo o “quinientos hermanos” más) y de las que intencionadamente nos privaría a nosotros. A no ser que sigamos aferrados al viejo esquema –hoy difícil de aceptar– de la intervención empírica e intramundana de Dios, lo teológicamente correcto es pensar que el resucitado –al igual que Dios– no puede “aparecerse” en el mundo adoptando una magnitud empíricamente verificable. Un Dios –o un resucitado– que se apareciera y se ocultara a su antojo no sería hoy creíble. El término mismo utilizado (ophte) como se ha señalado sin cesar, apunte en ese sentido: es el que se utiliza en la Biblia griega para significar las teofanías o las angelofanías. Lo que equivale a reconocer que Jesús resucitado se aparece como se aparece Dios, es decir, no de manera empírica. Una cámara no puede grabar la imagen de Dios ni registrar su voz. Lo mismo sucedía cuando se aparecía Jesús. Además, el mismo Nuevo Testamento ofrece muchos elementos que nos disuaden de comprender los relatos de apariciones en un sentido físico: la confusión de María Magdalena (Jn 20,14-15), la ofuscación de los discípulos de Emaús (Lc 24,15-16), las dudas de los Once sobre la identidad de Jesús (Lc 24,37), la “espiritualidad” del cuerpo resucitado (1 Cor 15,44).

Los relatos de apariciones pueden ser entendidos como desarrollos narrativos o como escenificaciones de la fe pascual. Son “relatos inventados”, si se quiere. Pero no por ello menos “verdaderos”, pues, como dijo Balzac, “una novela es más verdadera que la historia”[19]. La trama concreta y los pormenores no constituyen la entraña de la narración. La entraña de los relatos pascuales es la presencia entrañable del crucificado entre los suyos, en Jerusalén y en Galilea, en todos sus caminos de cruz y de vida. Y no hemos de entender que Jesús se hiciera presente sólo ocasionalmente. Dios no se hace presente esporádicamente. El resucitado estaba en todo momento presente y manifiesto, como lo está Dios en nuestro mundo, en la vida con todo lo que la compone. Entonces como hoy. Para ellos como para nosotros. El problema es que no siempre le percibimos, por muchas razones que conocemos y otras muchas que ignoramos. Está con nosotros y no le percibimos. Camina con nosotros y no lo conocemos. Pero a veces sucede que se abren los ojos.

A María, a Pedro y a tantos otros les sucedió entonces. No fue cosa de uno o de dos, o de los “Doce”. Fue un proceso personal y comunitario. Se les abrieron los ojos, y vieron lo invisible real. Vieron al resucitado. Reconocieron en el mensaje, la vida y la cruz de Jesús la presencia de Dios como gracia y liberación sin condiciones ni límites[20]. Eso es lo esencial.

Dicho eso, es probable que muchas discípulas y discípulos hayan tenido algún tipo de experiencia visual de Jesús resucitado/exaltado, experiencia propiciada por la cosmovisión y las expectativas propias de aquella época. Es históricamente verosímil. Y ello no contradice lo que vengo afirmando hasta ahora. Pero no hay que pensar que Dios interviniera entonces y ahora no, o que el resucitado se les apareciera a ellos y a nosotros no. La realidad de nuestra fe no depende de que la acompañen o no determinados fenómenos de carácter extraordinario o paranormal. Y aun en el caso de que se diesen tales fenómenos, no tendríamos por qué entenderlos como “milagros” en el sentido de intervenciones “sobrenaturales” de Dios en nuestro mundo (que no es, por lo demás, el sentido correcto de “milagro”).

Así pues, la diferencia entre ellos y nosotros no radica fundamentalmente en la experiencia del resucitado como tal, sino en la situación psicológica y cultural que vehicula y mediatiza dicha experiencia. Toda experiencia humana –también toda experiencia espiritual– está constitutivamente ligada a un marco interpretativo, y este marco puede inducir u impedir determinados fenómenos paranormales en el psiquismo individual y social. En un contexto cultural en que las visiones son “creíbles”, porque forman parte del marco vivencial e interpretativo común de la realidad, las visiones se producen mucho más fácilmente[21]. En una cultura en que las apariciones de muertos formaban parte de lo “creíble” y “esperable”, es mucho más probable que se produzcan tales visiones y que se interpreten como “apariciones”. Pues bien, la creencia en las apariciones de Dios y de los muertos estaban muy difundidas en tiempo de Jesús, tanto en el mundo judío como en el mundo helenístico[22].

Supongamos, pues, que algunos discípulos/as tuvieron experiencias de aparición de Jesús en forma de “visiones”. ¿Cómo fueron aquellas “visiones”? No es fácil determinar, y no parece que sea importante hacerlo. Lo más razonable podría ser recurrir a manifestaciones análogas del pasado y del presente. En todas las religiones y culturas han existido, y también se dan hoy, trances y éxtasis, visiones y audiciones más o menos intensas, experiencias místicas asociadas a estados alterados de conciencia… Tales fenómenos están ligados siempre a determinados hechos neuro-cerebrales, lo que no quiere decir que puedan reducirse a ellos[23]. No hay razón alguna para interpretar las posibles experiencias pascuales de visión extática como fénomenos individuales o colectivos de carácter regresivo, como lo hace, por ej., G. Lüdemann[24]. Como toda experiencia mística –con o sin fenómenos extáticos–, también la experiencia del resucitado –con o sin un componente visual– puede ser regresiva o, por el contrario, terapéutica. Cuándo sea una cosa u otra, los frutos de la vida lo dirán, como dijo Jesús, o como escribe Teresa de Jesús: “De esto sirve el matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras”[25].

El hecho de que la presencia del resucitado haya sido vivida e interpretada –ambas cosas son inseparables– como “visiones”, y la forma concreta que éstas adoptaron no es en absoluto esencial en los relatos de aparición. La versatilidad de lenguaje con la que Pablo se refiere a su experiencia apunta en este mismo sentido: dice habérsele “aparecido” también a él el resucitado (1 Cor 15,9: opthe), o haber “visto” al Señor Jesús (1 Cor 9,1: eóraka), pero también haber recibido de Dios una “revelación” de Cristo (Ga 1,15-16) o haber sido “alcanzado” por Cristo Jesús” (Flp 3,12). Diversas imágenes para una misma experiencia que nos remite siempre más allá de sus expresiones y mediaciones concretas. Y lo mismo vale, fundamentalmente, para la experiencia de María, de Pedro y de todos los demás[26].

En conclusión, no creo que debamos excluir a priori la posibilidad de que algunos discípulos y discípulas de la primera generación, como otros muchos después, hayan gozado de experiencias extáticas de “visión” de algún tipo, ni que se haya dado algún fenómeno de éxtasis colectivo (aparición a “quinientos” hermanos…). Desde el mero punto de vista psicodinámico y psicosocial, no es impensable o inusitado que María de Magdala, Pedro, Pablo, etc. hayan tenido algún tipo de “visión” extática de Jesús resucitado[27]. Y no deja de ser natural que, confesando la misma fe pascual de fondo, nosotros no tengamos “visiones”, al menos de la misma manera que ellos. Claro que lo lógico es pensar que también sus “visiones” diferían mucho entre sí. Si María de Magdala y Pedro tuvieron “visiones”, la imagen que la una y el otro vieron no sería con toda probabilidad exactamente la misma. Y no digamos la imagen que vio Pablo (que no conoció a Jesús físicamente, ni tampoco en fotos, que entonces no existían).

Todo eso no es, pues, lo esencial. Lo esencial es que ellos “veían” y nosotros “vemos” al invisible que se manifiesta en todo y de muchas maneras. Después de todas las disquisiciones sobre el qué y el cómo de las apariciones, nos llega a todos un momento en que debemos abrir los ojos del corazón, el corazón mismo, a lo esencial: a la presencia del resucitado en el hortelano, el caminante, el crucificado, en todos los gozos y en todas las cruces; acoger la presencia y vivirla, de modo que los ojos ciegos vean y el mundo sea transformado. En último término, “creer en el Cristo resucitado significa haber sido atrapado por el Espíritu de la resurrección”[28].

5. Buscar al vivo entre los vivos, no en el sepulcro

El relato evangélico de la Pascua empieza con el hallazgo del sepulcro vacío por parte de unas mujeres en el primer día de la semana. Sus dudas e inquietudes en el camino, su sorpresa y sus temores en el sepulcro, el mensaje alentador del ángel… acompañan nuestro imaginario pascual. Estos relatos poseen una magia incomparable y desempeñan una función insustituible. Pero aferrándonos a su literalidad o abrumándolos de empeños apologéticos, no haríamos sino estropear su magia y su función. Hay que desatarlos y dejarlos libres, para que sigan revelándonos la Pascua, liberándonos para la Pascua.

Podemos formularnos una triple pregunta: ¿Hallaron de hecho el sepulcro de Jesús vacío? ¿Creyeron por haberlo hallado vacío? ¿Al resucitar Jesús, tuvo que quedar su sepulcro necesariamente vacío? Esbozo una escueta respuesta a cada una de estas cuestiones.

En primer lugar: ¿Hallaron el sepulcro de Jesús vacío? No es seguro[29]. Todos los relatos dependen de Mc 16,1-8, y este texto es de dudosa credibilidad histórica. Se trata de un texto relativamente tardío (año 70), en cualquier caso mucho más tardío que los primeros testimonios de la fe pascual. Éstos no mencionan el sepulcro vacío, lo cual resulta tan llamativo como revelador. No se hace mención alguna del sepulcro vacío en las primitivas fórmulas de confesión pascual; tampoco lo menciona 1 Cor 15,3-8. Parece claro, por lo demás, que el propio relato de Mc 16,1-8 no tiene en su origen la intención de ser una crónica histórica como nosotros entendemos. La inverosimilitud de algunos datos corrobora que este relato no tiene pretensión alguna de ser “histórica”: no existía la costumbre de ungir los cadáveres; era impensable hacerlo una vez sepultados, pues ello hubiese supuesto profanar la tumba; las mujeres sólo una vez puestas en camino caen en la cuenta de la dificultad de quitar la losa…

La tradición del sepulcro vacío es ciertamente antigua, y surgió y se desarrolló en Jerusalén, tal vez a partir de la costumbre de celebrar la memoria de Jesús junto al sepulcro de Jesús o lo que se consideraba como tal[30]. Se trata, pues, de una tradición antigua, pero secundaria, posterior a la afirmación de la resurrección. Ignoramos de cuándo data exactamente el testimonio de la fe pascual, pero sabemos que es anterior e independiente de la tradición referida al sepulcro vacío. Ésta es, pues, secundaria cronológicamente y secundaria literariamente. Pero es secundaria, sobre todo, teológicamente. En efecto, el centro de interés del Mc 16,1-8 no es la afirmación de que el sepulcro esté vacío, sino de que Dios ha resucitado a Jesús. Todo el relato está construido sobre este mensaje positivo; todos los detalles del relato quieren ofrecer un marco expositivo al mensaje central del ángel en el sepulcro: “Buscáis a Jesús, el crucificado. Resucitó; no está aquí” (v. 6bc). “El relato del sepulcro vacío es exactamente el relato de una revelación”[31], no de un hecho empírico observable por cualquiera. No hay que perder el tiempo mirando al sepulcro, esté abierto o cerrado, esté vacío o lleno. Y esto vale para nosotros tanto como para aquellas mujeres.

Con ello queda básicamente respondida la segunda cuestión mencionada: ¿Creyeron por haberlo hallado vacío? Es claro que no. Aun en el caso de que hubiese sido hallado vacío, no dejaría de ser un signo ambiguo (Mt 28,11-15; Jn 20,15; Lc 24,22-24), y no hubiese podido provocar la fe en la resurrección. Aun cuando el sepulcro de Jesús hubiese estado y hubiese sido hallado efectivamente vacío, difícilmente podía haber sido utilizado como argumento a favor de la resurrección; un sepulcro puede estar vacío por muchos motivos. De hecho, en ningún lugar del Nuevo Testamento se afirma el sepulcro vacío como fundamento o garantía de la fe pascual. Pablo ni siquiera hace referencia al sepulcro vacío.

Ahora bien, el argumento podría aparentemente ser utilizado en sentido inverso, y así es como suele presentarse a menudo: “un sepulcro vacío –se dice– no constituye prueba alguna en favor de la resurrección, pero un cadáver en el sepulcro sí sería una prueba palmaria de no-resurrección, de modo que no se hubiese podido mantener la fe en la resurrección de Jesús ni un solo día en caso de que sus objetores hubiesen podido mostrar que el cadáver de Jesús seguía en la tumba; si no lo hicieron, es porque la tumba de Jesús estaba efectivamente vacía”. Pero esta argumentación se basa en un supuesto inexacto: el supuesto de que en aquella época resultaba imposible sostener la resurrección de alguien mientras no se constatara que su tumba estaba vacía. En el mismo Nuevo Testamento hallamos por lo menos dos testimonios que contradicen tal suposición: no consta que nadie acudiera a la tumba de Juan Bautista para desmentir el rumor de que había resucitado (Mc 6,14); ni que la gente de Betania sintiera la necesidad de ir a mirar la tumba de su paisano Lázaro para verificar el rumor de que había resucitado (Jn 11). Es decir: ni los discípulos utilizaron un sepulcro abierto y vacío como argumento en favor de su fe en la resurrección ni a los detractores de dicha fe se les pasó por la cabeza ir a abrir el sepulcro de Jesús para ver si realmente estaba vacío[32].

Todo ello nos remite de nuevo a lo fundamental y decisivo: los primeros discípulos y discípulas creyeron en Jesús resucitado/exaltado independientemente del sepulcro, y así debemos hacerlo nosotros. No creemos en el sepulcro vacío, sino en el resucitado. No creemos porque estuviese el sepulcro vacío, sino porque el resucitado nos sale al encuentro de mil maneras en los caminos de la vida y en medio de todas las dudas.

Esto nos lleva a la tercera cuestión: ¿Al resucitar Jesús, tuvo que quedar su sepulcro necesariamente vacío? No, no es necesario que el sepulcro estuviese vacío. ¿Qué pasaría si, en un supuesto altamente improbable, un análisis de ADN comprobara un día que unos restos mortales de algún sepulcro de Jerusalén son los de Jesús? Habríamos encontrado unas reliquias preciosas –mucho más preciosas que la sábana de Turín, pero no tan preciosas como el Evangelio de Jesús–, y las veneraríamos con emoción, pero de ningún modo constituirían un obstáculo para nuestra fe en la resurrección/exaltación de Jesús. Tenemos, ciertamente, muchos obstáculos para creer en la resurrección/exaltación de Jesús, pero los huesos de Jesús nunca serán un obstáculo, ni siquiera el menor.

En efecto, la resurrección de Jesús afecta o concierne a nuestro mundo físico, pero no es un hecho empírico y verificable que haya tenido lugar en el plano de los elementos físicos, al igual que afecta a nuestra historia, pero no se ubica en nuestros parámetros temporales. Lo mismo se puede decir de nuestra propia resurrección. La resurrección no conlleva la desaparición de unos átomos, unas moléculas, unas células o unos tejidos. El cuerpo de Jesús pudo corromperse en el sepulcro, como se corrompen todos los organismos para pasar a ser otros organismos, como se corromperán nuestros cuerpos gozosos y sufrientes para formar parte de otros cuerpos.

¿No resucitó, pues, el cuerpo de Jesús? Sí, pero no propiamente el cuerpo de Jesús, sino el cuerpo que era Jesús. No resucitó Jesús con sus átomos y células, como tampoco nosotros resucitaremos como cuerpos físicos. Somos cuerpo y cuerpo hemos de resucitar. Pero “cuerpo” no es un mero organismo físico compuesto de átomos y células, sino mucho más, como se ve bien en un cuerpo amado. “Cuerpo” significa en el fondo “sujeto en relación”, nudo histórico de relaciones que forman sujeto (con un grado determinado de autoconciencia). El soporte actual de nuestras relaciones y del sujeto –o del espíritu, o del alma– que configuran es un soporte físico, y nos cuesta imaginar que, una vez disgregado este soporte, sobreviva la forma, el alma, el espíritu o el sujeto (más o menos consciente) de esas relaciones. Pero, ya en nuestra actual modalidad física de ser, ¿no sobrevivimos como sujeto a pesar y través de una permanente mutación de nuestras células, de nuestros átomos o de las partículas subatómicas que nos constituyen? ¿No será la resurrección como esa memoria que subsiste a todas las transformaciones y descomposiciones? ¿No nos muestra la física cuántica un universo de elementos subatómicos en que ya no rigen nuestros parámetros espacio-temporales, un micro-universo inconmensurable en el que cada parte contiene el todo en una especie de presente eterno? ¿No será Dios como una gran memoria en la que todo lo que llegó a ser un cuerpo de relaciones pervive en pura relación? ¿No será Dios ese gran corazón o ese gran presente eterno, hecho de pura relación, de pura comunión, de pura compasión, en el que somos eternamente acogidos, animados, resucitados?

Puede que esto sea aventurarse por unos derroteros problemáticos. No pretendo sino liberar la fe en la resurrección de un imaginario demasiado angosto y rígido, demasiado fisicista, dualista y sobrenaturalista. Ya no podemos seguir pensando la resurrección de Jesús (y la nuestra) en unos esquemas físicos y teológicos que difícilmente pueden ser compatibles con la ciencia y la metaciencia actuales. Que Dios resucitó a Jesús no significa que sustrajo del sepulcro (y de este mundo) una determinada cantidad de átomos, sino que lo acogió en su memoria viva y vivificadora, en su justicia y en su misericordia que rehabilita al crucificado, a todos los crucificados. Jesús, aquel hombre que fue pura historia de relación samaritana, vive en Dios, con nosotros y con todas las criaturas. Pasó la vida haciendo el bien y entregó a la tierra hasta el último de sus átomos, hasta la última de sus partículas, y siguen animando su presencia entre nosotros. Vivo en la memoria de Dios, revive en la nuestra y camina con nosotros como buen samaritano.

“No está aquí –nos dice el ángel–. No lo busquéis aquí. Buscadlo en Galilea. Buscadlo en vuestros hermanos y hermanas. Buscadlo en vuestro corazón y el mundo. Buscadlo en la fracción del pan y en la palabra. Buscadlo en Galilea, en los sueños y en las penas de cada día”.

6. El sentido de la Pascua: el amén de Dios

Hemos dejado atrás “una curiosidad pesada y compulsiva respecto a eventuales prodigios”[33], para abrirnos a la acción Dios y al mensaje alegre de los discípulos/as. Es el momento de abordar la pregunta más elemental, que es a la vez la más fundamental: ¿Qué significa la Pascua? La pregunta ha quedado respondida aquí y allá, desde diferentes ángulos. Recojamos ahora los diversos elementos de respuesta sobre el sentido de la Pascua. La pregunta por el sentido de la Pascua no es distinta de la pregunta sobre el contenido de la fe, sobre el hecho o el acontecimiento pascual. La cuestión sobre el sentido y la cuestión sobre el hecho son inseparables, porque no tenemos más acceso al “hecho pascual” que la afirmación pascual de fe, y porque, a la vez, la fe no tiene sentido sino en cuanto se refiere a algo, en este caso a lo que Dios ha hecho con el crucificado y sigue haciendo con todos los crucificados[34].

¿Qué afirma, pues, la confesión pascual? No cabe decirlo de una única manera, ni cabe decirlo del todo. Por otra parte, sólo cabe decirlo en sinfonía de palabra, corazón y praxis. La fe no es una afirmación de hechos que tuvieron lugar en el pasado[35]. Ni tampoco es un “tener por ciertas” ciertas acciones teológicas (de Dios). La fe es confesar con los labios, asentir con el corazón y practicar en la vida la presencia pascual de Dios, pues, como dice Moltmann, la Resurrección no es algo puntual, sino un proceso, “no es un hecho, sino un camino”[36]. La fe pascual es también buscar palabras para decirla.

Pues bien, podemos decir: la Pascua es el Amén de Dios, es el sí sereno y rotundo de Dios a Jesús crucificado, al Dios del crucificado, a toda la historia crucificada. La Pascua es el sí definitivo de Dios.

1. La Pascua es el sí de Dios a Jesús. “El irrevocable de Dios a Jesús y a la vida de Jesús, desautorizando el no de sus representantes”[37]. La Pascua no es la mera permanencia de Jesús en el recuerdo o en la fe, sino que es la rehabilitación del condenado en cuanto justo, la ratificación del crucificado como “señor” (es decir, amigo y servidor) de la vida, la confirmación definitiva de su vida y de su causa, de su mensaje y su esperanza.

La Pascua es el sí de Dios a lo que Jesús fue, hizo, dijo, esperó, amó. La fe pascual afirma que Dios estaba del lado de Jesús, estaba con él en su palabra, en su vida, en su muerte. La fe pascual confiesa que Dios ratifica la buena noticia de Jesús a los pobres, la comunión de mesa de Jesús con los pecadores, la curación de los enfermos por Jesús, la solidaridad de Jesús con los crucificados.

2. La Pascua es el sí de Dios al Dios de Jesús. “La Pascua significa (…) que el Dios que resucitó a Jesús crucificado se identifica con la imagen escandalosa de Dios que Jesús había asumido en toda su existencia”[38]. “Ahora bien, si Dios se identifica con esta imagen afirmada por Jesús (hasta la muerte) resucitándole, entonces Dios se muestra y define de modo efectivo y para siempre como la ‘realidad’ que salva de hecho a los perdidos (…), como aquel que mantiene su fidelidad a las criaturas y cuyo amor es más fuerte que la muerte”[39]. “Si Dios se revela en la resurrección del Cristo crucificado en impotencia, entonces Dios no es la quintaesencia del poder, como lo representa el César romano, ni tampoco la quintaesencia de las leyes, como lo sugiere el reflejo del cosmos griego. Dios es más bien, la fuerza que da vida, que enriquece a los pobres y levanta a los humillados y resucita a los muertos”[40].

La fe confiesa que Dios pronuncia su nombre en la mañana de Pascua, y que es Pascua cada mañana. Dios es “el que resucita a los muertos”, recrea la vida, dignifica al humillado. Dios es el poder del amor, poder entrañable y tierno, amor indigente y poderoso, amor vulnerable e invencible, más fuerte que la muerte en el seno de la muerte, más fuerte que la cruz en la entraña misma de la cruz. Dios es el consuelo de la solidaridad. Es Dios de vida. Es un Dios con nosotros, un Dios para nosotros, un Dios en nosotros, en nuestra cruz y en nuestro gozo. Es Espíritu consolador, “amor derramado en nuestros corazones” (Rm 5,5) y en la entraña de toda criatura.

3. La Pascua es el sí de Dios al ser humano y a todo el cosmos. “La fe en la resurreción es la fe en Dios de los que aman y mueren, de los que cargan con el dolor y con la tristeza. Es la gran esperanza que consuela y alienta”[41]. La Pascua significa el sí, el amén de Dios (2 Cor 1,20) a todas sus promesas, a todas las semillas de esperanza que laten en el corazón del ser humano y de la creación entera. La fe en la Pascua significa que “somos liberados para posibilidades nuevas, auténticamente humanas”, que la libertad es posible: “la libertad para aceptar que, a pesar del pecado y la culpa, somos acogidos por Dios; la libertad de poder vivir en este mundo terrenal sin desconfianza radical respecto a la existencia; la libertad de plantar cara a la muerte, que no tiene la última palabra; la libertad de comprometernos desinteresadamente en favor de otros (…); la libertad de aceptar experiencias de paz, alegría y comunicación, y entenderlas como manifestaciones, si bien fragmentarias, de la presencia del Dios vivo, portadora de salvación; la libertad de incorporarnos a la lucha por la justicia económica, social y política; la libertad de estar libre de uno mismo para estar a disposición de los demás, libre para hacer el bien a los demás”[42].

La Pascua anuncia a todos los condenados de todos los infiernos: ¡No temáis! Tened esperanza. El crucificado os acompaña en vuestro tormento. No estáis solos. El resucitado os tiende la mano. No estáis abandonados. Dios está con vosotros. No estáis condenados. “Hay alguien que llevó la esperanza al infierno. Dante ha sido refutado”[43].”Puesto que Cristo estuvo en el infierno, ninguno que allí esté carece de esperanza. Eso significa entonces que para la fe cristiana el ‘infierno’ ya no es lo que antes se suponía que era: una infinita cámara de tortura religiosa. Sus portones están abiertos, sus muros quebrados: el trompetazo de la liberación ya suena en el ‘infierno’ “[44].

Que hay infierno, nadie lo puede negar: no hay más que mirar la tristeza en los ojos de los supervivientes de una patera, la desesperación de quien opta por quitarse la vida, la destrucción de las personas y de los pueblos que padecen el terrorismo o el antiterrorismo global y las guerras preventivas; no hay más que leer un relato de tortura. Pero la fe pascual anuncia la esperanza de que nada de eso es definitivo para la humanidad y para ninguna criatura.

La Pascua significa que el infierno como lugar de tormento eterno queda radicalmente derogado por el poder de la solidaridad divina. La Cruz manifiesta que Dios no es el omnipotente impasible de muchas teologías y espiritualidades, sino la solidaridad con todos los crucificados, con las víctimas crucificadas e incluso con los verdugos que crucifican. Y la Pascua manifiesta que la compasión de Dios es más poderosa que el viejo principio de la expiación y que el viejo mecanismo de la venganza.

Creer en la resurrección es creer que la muerte no es el fin, que la cruz de un condenado no es su destino último, que para ningún condenado –ni siquiera para el crucificado “culpable”– la cruz es la última palabra, que la justicia de la bondad y la ternura son y serán la última palabra, la palabra del juicio final para toda la creación. Creer en la resurrección significa que Dios es el supremo poder de la compasión solidaria para todas las cruces, para todos los justos crucificados e incluso para todos los injustos que crucifican. Creer en la resurrección significa que la vida de Jesús es la medida y el cánon de toda vida, que pasar la vida haciendo el bien es encarnar a Dios en el mundo, que curar y liberar es la cima de la vida, aun cuando esa vida acabe desangrándose en una cruz. Creer en la resurrección es creer que la cruz alguna vez florecerá. Creer en la resurrección es esperar que la última palabra será de Dios, como lo fue la primera, y que esa palabra será la vida para todos los vivientes, la paz para todos los seres, pues la acción pascual de Dios no es solamente un hecho acontecido en la historia humana y que afectaría únicamente a los seres humanos, sino un acontecimiento que afecta a toda la creación, la primavera de una nueva creación, esperanza de liberación para todas las criaturas sufrientes. Creer en la resurrección es creer que, “al igual que la historia, también la naturaleza es ‘escenario de la gracia y espacio de la salvación’ “[45], es creer que “Dios no olvida nada de lo que haya creado. Nada se le pierde. Todo lo restaura”[46].

7. “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”

He dicho al principio que la Pascua –en cuanto hecho y en cuanto confesión– fue el elemento fundante de la primera comunidad cristiana, de su fe y de su vida, y que lo sigue siendo para nosotros. Pero el término “fundante” quedaba allí pendiente de ulterior aclaración. Una vez tratadas las cuestiones relativas al origen, al motivo y al contenido de dicha confesión, es el momento de preguntarnos sobre el significado del término “fundante”: ¿significa que la resurrección de Jesús es el fundamento por el que creemos o significa, más bien, que es lo fundamental de nuestra fe? Creo que es preciso optar por el segundo significado. Tal vez no haya que establecer una rigurosa contraposición entre ambas formulaciones, pero se trata de algo más que de un matiz.

“Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1 Cor 15,17), escribe Pablo. Pero ¿cómo interpretar esta afirmación? Creo que la utilización que se hace de esta cita suele ser generalmente abusiva, al menos en la medida en que se considera la resurrección de Jesús como prueba de la verdad de nuestra fe y de nuestra esperanza. Como si la fe fuese incierta, pero la resurrección cierta. Como si la fe fuese una opción discutible y la resurrección un hecho constatable. Como si la resurrección fuese la prueba y el fundamento de la fe y de la esperanza. Como si se dijera: “Creemos que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios, porque sólo él ha resucitado. Y podemos esperar que resucitaremos, porque Jesús resucitó. Si Jesús no hubiese resucitado, no tendríamos ninguna razón para pensar que Jesús es distinto de otros muchos profetas, ni tampoco para esperar que nosotros resucitaremos”. Creo que afirmaciones de este estilo, todavía bastante recurrentes, no son correctas, en la medida en que parecen sugerir que la fe se fundamenta en datos positivos exteriores a la misma fe y en la medida en que parecen convertir la resurrección en un dato empírico.

Aunque la formulación de Pablo pueda prestarse a ese tipo de interpretaciones, no parece que fuese ésa la lógica de Pablo, pues éste nunca aduce unos hechos históricos (ni siquiera al Jesús histórico) como fundamento de su confesión de Jesús en cuanto Mesías o Hijo de Dios, ni aduce unos datos empíricos (sepulcro vacío, apariciones…) como prueba de su fe en la resurrección de Jesús. Pablo creyó porque él mismo tuvo una profunda experiencia, no necesariamente paranormal, del crucificado en cuanto Mesías, Señor e Hijo de Dios, fuerza y sabiduría y salvación de Dios, su plena revelación y su amén definitivo a todas las promesas. Para llegar a esta confesión, Pablo recorrió su particular “camino de Damasco”, como María de Magdala recorrió su camino temprano al sepulcro, como Pedro volvió a recorrer los caminos de Galilea, los discípulos anónimos su camino de Emaús, y cada uno de nosotros nuestros propios caminos de cruz y de pascua.

Propiamente hablando, Pablo no creyó en el crucificado porque Dios le había resucitado, sino que creyó precisamente que Dios había resucitado/exaltado al crucificado. Y al decir que “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”, no quiere decir que la resurrección sea el argumento que sostiene nuestra fe, sino el núcleo que la constituye. Si realmente Dios no ha resucitado a Jesús, nuestra fe en Dios y nuestra esperanza en Él son efectivamente mera ilusión; la cruz de Jesús y de todos los crucificados seguiría entonces siendo la última palabra. Pero creemos que la justicia y la ternura, la compasión y la curación son, serán, la última palabra. Creemos que Dios es, y que es como Jesús lo encarnó y que hace con todos los crucificados lo que confesamos que ha hecho con Jesús: resucitar y rehabilitar[47]. Creemos que hay Pascua, a pesar de todo, y a pesar de nuestros desfallecimientos.

Y ¿por qué creemos que hay Pascua, que hay Dios? No ciertamente porque unos cuantos “milagros” o incluso el “mayor milagro”, la resurrección, lo prueben, pues en primer lugar habría que probar esos mismos “milagros”. Más bien, y con todas nuestras inseguridades, creemos en el Dios de la Pascua porque en el mundo ha existido y sigue existiendo la bondad, porque Jesús “pasó la vida haciendo el bien” e hizo triunfar la bondad hasta en la Cruz. Seguramente era esto mismo lo que quería decir Simone Weil cuando escribió: “No admiro a Jesús porque haya resucitado, sino porque ha muerto en la cruz”. Dicho de otra forma: Jesús es para los cristianos el gran sacramento de la compasión poderosa de Dios, no porque su sepulcro haya quedado milagrosamente vacío, sino porque se acercó a los leprosos, acogió a los pecadores y compartió la cruz de los crucificados, y porque hasta en el abandono de la cruz, siguió creyendo oscuramente en Dios, esperando en Dios a pesar de todo.

Esta es nuestra fe. “La fe, bendita sea para siempre jamás, además de apartar las montañas del camino de quienes se benefician de su poder, es capaz de atreverse con las aguas más torrenciales y de ellas salir oreada”[48].

(Cuadernos de Teología 33 [2005)], p. 60-88)

  1. A. Gesché, Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2002, p. 140.
  2. Cf. X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, Salamanca 1973, pp. 83-91; E. Schillebeeckx, Jesús. La historia de un Viviente, Cristiandad, Madrid 1981, pp.498-507.
  3. Era aplicado a un padre, a un juez o a un rey. En Qumrán, aunque rara vez, podía designar incluso a Dios (cf. Ch. Perrot, Jésus, Christ et Seigneur des premier chrétiens, DDB, París 1997, p. 246-247 y 255-257).
  4. Para el evangelio de Juan, la cruz, la resurrección y el envío del Espíritu (viernes santo, pascua y pentecostés) constituyen un acontecimiento único designado justamente como “exaltación”. Según el Evangelio de Lucas, la “ascensión” sucede el mismo día de la Pascua (Lc 24,50); es en los Hechos donde Lucas sitúa la resurrección, la exaltación (“ascensión”) a los 40 días y la efusión del Espíritu (“pentecostés”) a los 50 días como hechos diversos y sucesivos (los 40 días significan un tiempo sagrado importante, relativamente largo, el tiempo de una generación; en los Hechos, designan el tiempo que necesitaron los discípulos/as para asimilar las enseñanzas del resucitado; los 50 días remiten a la fiesta en que los judíos recordaban y actualizaban la alianza del Sinaí). Lucas quiere marcar la diferencia y al mismo tiempo la unidad, la ruptura y la relación, entre el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia.
  5. A. Gesché, Jesucristo, o.c., p. 149.
  6. Para una fundamentación del replanteamiento y de la reinterpretación teológica de la Resurrección, cf. sobre todo A. Torres Queiruga, Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura, Trotta, Madrid 2003.
  7. Cf. U.B. Müller, El origen de la fe en la resurrección de Jesús. Aspectos y condiciones históricas, Verbo Divino, Estella 2003, sobre todo pp. 15-21, 33-39, 57-71, 109-113. El autor concluye: “Es razonable subrayar, más de lo que se hace normalmente, la dimensión de continuidad entre la predicación de Jesús y el más antiguo credo pascual. La fuerte tendencia que, con frecuencia, existe a ver una ruptura tiene su origen en intereses sistemáticos o dogmáticos” (p. 109). La línea de reflexión lanzada por W. Marxsen entre los protestantes (La resurrección de Jesús de Nazaret, Herder, Barcelona 1974) y por R. Pesch entre los católicos (Wie kam es zum Osterglauben?, Düsseldorf 1975) se ha visto básicamente corroborada.
  8. U.B. Müller, El origen de la fe en la resurrección, o.c., p. 35. No se trataba tanto de fe en el “mesianismo” de Jesús, sino en la presencia del Reino.
  9. U.B. Müller, El origen de la fe en la resurrección, o.c., p. 111.
  10. U.B. Müller, El origen de la fe en la resurrección, o.c., p. 20.21.
  11. Los textos más antiguos en los que se habla propiamente de “resurrección” datan de mediados del s. II a.C., época de persecución y de martirio: Dn 12,2 (“Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán; éstos para la vida eterna; aquéllos, para el oprobio, para el horror eterno”) y 2 Mc 7,23 (“El creador del mundo, que plasmó al hombre en su nacimiento…, os devolverá de nuevo en su misericordia el aliento y la vida”); el libro de la Sabiduría, de la segunda mitad del s. I a.C., habla más bien en términos de inmortalidad (2,23; 3,4). En el Testamento de Judá se afirma que “los que hayan muerto en la tristeza resucitarán con gozo” (25,4); algunos creían que sólo resucitarían los justos, pero en el Testamento de Benjamín se asegura que resucitarán todos: “Entonces resucitarán todos, unos para la gloria, otros para la deshonra” (10,6; también Henoc etíope 51). Quizá no sea superfluo señalar que no han sido los judíos quienes han forjado la categoría “resurrección” como imagen de la esperanza de vida después de la muerte; viene de la cultura y de la religión irania, también en la forma particular de “resurrección universal al fin del mundo”. Por otra parte, todas las culturas y religiones han concebido y expresado de una manera u otra la esperanza de supervivencia después de la muerte.
  12. Cabe señalar la sorprendente afirmación de Mt 27,52, aunque sea difícil extraer de este texto conclusiones para nuestra cuestión. El texto afirma que, cuando Jesús muere y “antes” incluso de que resucite, resucitaron muchos santos y se aparecieron. Quiere decir seguramente que con la muerte de Jesús empiezan los signos del fin, la resurrección general que había de suceder “el último día”…
  13. U.B. Müller, El origen de la fe en la resurrección, o.c., p. 50; insiste sobre esta idea en las pp. 73-80.
  14. Cf. la respuesta que da a Herodes Antipas que busca para matarle: “Id a decir a ese zorro: Sábete que expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día seré consumado [teleioumai: moriré y seré perfeccionado]” (Lc 13,31); “Hay un bautismo que debo recibir, y estoy angustiado hasta que se cumpla [telesthe: hasta que Dios lleve a cumplimiento mi misión] (Lc 12,50).
  15. Cf. en este sentido Mc 14,25: “Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios”.
  16. G. Theissen – A. Merz, El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca 1999, p. 477. La primera comunidad cristiana prolongará esta intuición de Jesús sirviéndose de la categoría del sacrificio expiatorio para interpretar el sentido de la muerte de Jesús.
  17. A. Gesché, Jesucristo, o.c., p. 168. El autor cita a Gregorio de Nisa: “La resurrección tuvo su principio (arche) en la cruz” (Vida de Moisés, II, 132).
  18. Muchos, en tiempo de Jesús, aguardaban el “fin” del mundo o más bien el “comienzo” inminente del mundo nuevo precisamente en Jerusalén, más concretamente en el monte de los Olivos. Esa pudo ser la razón de que Jesús se encaminara con sus discípulos a Jerusalén, para anunciar allí su mensaje del Reino. Y esa pudo ser la razón de que un grupo de discípulos, muy pronto después de la muerte de Jesús, haya vuelto a Jerusalén o, más probablemente aún, no lo haya abandonado nunca. En cuanto al “muy pronto”, no parece que sea posible delimitar exactamente ese lapso de tiempo. La expresión “al tercer día” es, evidentemente, una cifra simbólica; designa un “tiempo breve” al cabo del cual tiene lugar la liberación (cf. Os 6,2 y sus comentarios en el Midrash y el Targum; cf. también Lc 13,31). Preguntarse “cuándo” resucitó Jesús no tiene sentido, pues la resurrección/exaltación conlleva precisamente la superación radical de nuestros parámetros cronológicos (al igual que espaciales).
  19. Cit. por A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004 (Capítulo 5: “El imaginario, fiesta del sentido”), p.162. O con palabras de Novalis que cita el mismo autor: “La novela ha nacido a causa de la pobreza de la historia” (ib. 163).
  20. En ese sentido puede afirmarse, como lo hace A. Gesché, que las apariciones son “la prolongación, expresada de otro modo, de la enseñanza del Señor a sus apóstoles y de su misión” (Jesucristo, o.c., p. 191).
  21. Jesús mismo afirma haber “visto” a Satanás caer del cielo (Lc 10,18); Pablo testifica haber “visto” al Señor Jesús (1 Cor 9,1) y haber tenido visiones y revelaciones (2 Cor 12,1-4).
  22. En el Testamento de Job, los amigos de Job ven a los hijos de aquél, muertos en la guerra, “con la gloria celestial” (40,3). Josefo afirma que los muertos en la batalla se aparecen a sus descendientes (Guerra judía 6,47ss). Hay muchos relatos de apariciones de muertos en el ámbito grecorromano antiguo (a veces se les atribuye a los muertos una supervivencia en el más allá), que a menudo se sirven incluso de la famosa fórmula “ophthe + dativo”, habitual en el NT: D. Zeller, “Ercheinungen Verstorbener im griechischen-römischen Bereich”, en R. Bieringer, v. Koperski y B. Lataire (eds.), Resurrection in the New Testament. Festschrift J. Lambrecht, Leuven University Press, Leuven 2001, pp. 1-19.
  23. F. Mora Teruel, “Cerebro y experiencia mística”, en J. Martín Velasco (ed.), La experiencia mística. Estudio interdisciplinar, Trotta, Madrid 2004, pp. 169-182. Una vivencia profunda puede inducir alteraciones en el cerebro y, por consiguiente, estados de trance, al igual que pueden hacerlo el ejercicio de la meditación, la danza, el canto, la respiración, la recitación de mantras, la práctica del ayuno, la ingestión de substancias alucinógenas como el LSD o la estimulación eléctrica de determinadas zonas del sistema límbico. No es correcto interpretar todos los fenómenos de éxtasis o de trance como manifestaciones psicopatológicas, y tampoco es correcto equiparar sin más todos los fenómenos acompañados de “trance” o de alteraciones neuronales y/o emocionales.
  24. G. Lüdemann, La resurrección de Jesús. Historia, experiencia, teología, Trotta, Madrid 2001. Este autor entiende las apariciones pascuales como una psicosis o histeria colectiva desencadenada por la visión “originaria” de Pedro, y esta visión, a su vez, sería explicable como una elaboración incorrecta del duelo y como superación de su grave complejo de culpa.
  25. Cf. C. Domínguez, “La experiencia mística desde la psicología y la psiquiatría”, en J. Martín Velasco (ed.), La experiencia mística. Estudio interdisciplinar, o.c., pp. 183-217.
  26. J. Moltmann puede afirmar tranquilamente: “Probablemente no debemos suponer que las experiencias de Cristo de las mujeres en la tumba y de los discípulos en Galilea hayan sido muy distintas a la de Pablo” (Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid 1997, p. 65).
  27. U. B. Müller define esas experiencias pascuales como “articulaciones visuales de un proceso reflexivo” (El origen de la fe en la resurrección, o.c., p. 90; cf. especialmente las pp. 97-100.
  28. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, o.c., p. 65.
  29. Cf. un resumen de la cuestión en H. Kessler, La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, teológico y sistemático, Sígueme, Salamanca 1989, pp. 96-99; Th. Lorenzen, Resurrección y discipulado. Modelos interpretativos, reflexiones bíblicas y consecuencias teológicas, Sal Terrae, Santander 1999, pp. 225-230; G. Theissen – A. Merz, El Jesús histórico, o.c., pp. 548-552.
  30. Theissen no descarta que una tumba anónima que estaba abierto y vacía hubiese sido tomada a posteriori como tumba de Jesús y como signo de su resurrección (El Jesús histórico, o.c., p. 549.553). A pesar de la tradición de Nicodemo, no hay certeza de que Jesús hubiese sido enterrado en toda regla y de que su tumba fuese conocida.
  31. A. Gesché, Jesucristo, o.c., p. 154.
  32. A. Gesché observa que “no se dice en ningún sitio (aunque tampoco se niegue) que él resucitó de la tumba (ex monumento, ek taphou)”. Y añade: “Si no me equivoco, es únicamente en el siglo VII, en el concilio XI de Toledo (675), cuando encontramos por vez primera ‘e sepulcro surrexit’ ” (Jesucristo, o.c., p. 183).
  33. A. Gesché, Jesucristo, o.c., p. 143.
  34. Evidentemente, al hablar de “hecho pascual” no nos referimos –o al menos no nos referimos en primer lugar– a hechos empíricamente observables o históricamente constatables, sino a la acción de Dios. La fe pascual confiesa que la acción de Dios es real y afecta a nuestra historia; en ese sentido, podría remotamente llamarse a esa acción de Dios un “hecho histórico”. Pero la acción de Dios, o su presencia a favor del Crucificado y de todos los crucificados, trasciende las coordenadas espacio-temporales y, en consecuencia, la “jurisdicción” de la historiografía positiva, al igual que trasciende la capacidad perceptiva de nuestros sentidos físicos.
  35. “Lo histórico es lo que ocurre y luego se desvanece” (J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, o.c., p. 67).
  36. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, o.c., p. 70. Este autor escribe también acertadamente: “Lo que podemos saber históricamente de la resurrección de Cristo no debe ser abstraído de lo que podemos esperar y de lo que debemos hacer en su nombre. Tan sólo en la unidad viviente del saber, el esperar y el hacer la resurrección de Cristo puede ser entendida de una manera verdaderamente histórica” (Cristo para nosotros hoy, o.c., p. 69).
  37. J.I. González Faus, Acceso a Jesús, Sígueme, Salamanca 1979, pp.133-134.
  38. H. Kessler, La Resurrección de Jesús, o.c., p. 250.
  39. H. Kessler, La Resurrección de Jesús, o.c., p. 251.
  40. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, o.c., pp. 69-70.
  41. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, o.c., p. 63.
  42. E. Schillebeeckx, Los hombres relato de Dios, Sígueme, Salamanca 1994, p. 206.
  43. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, o.c.., p. 59. A. Gesché considera que “el descenso a los infiernos” para anunciar la liberación a los muertos y a los condenados es justamente el contenido teológico fundamental del mensaje pascual (cf. Jesucristo, o.c., pp. 172-205.
  44. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, o.c., pp. 59-60.
  45. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, o.c., p. 76.
  46. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, o.c., p. 86.
  47. Es acertado lo que dice A. Torres Queiruga, en la línea de R. Haigth: Dios ha hecho en la Pascua con Jesús lo que viene haciendo desde siempre con todos los muertos: dar vida en el sentido pleno. Pero los discípulos de Jesús lo descubrieron como realizado precisamente en el Crucificado y lo confesaron como “el primogénito de entre los muertos” (Cf. Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de las culturas, o.c., 215-224; cf. R. Haight, Jesus Symbol of God, Orbis, Maryknoll, Nueva York 1999). Somos cristianos en la medida en que vemos precisamente en Jesús, el crucificado solidario de todos los crucificados la voluntad, la presencia, el ser de Dios como absoluta solidaridad y compasión.
  48. J. Saramago, Ensayo sobre la lucidez, Alfaguara, Madrid 2004, p. 13.