¡Silencio!

Hace unos días, a la salida de clase en la Universidad de Deusto-Bilbao, me dirigía a mi despacho por un pasillo de aulas. En una de ellas, una profesora daba clase con megafonía. El aula debía de ser espaciosa y el grupo numeroso. En eso, la voz timbrada y fluida de la profesora se interrumpió un instante. Y gritó (sí, gritó): “¡Silencio!”. Me estremeció. Y me dio mucha tristeza, por la profesora, por sus alumnos… y por mí mismo: pronto me esperaban otras dos horas de clase con un grupo numeroso y difícil.

¿Cómo es posible que en una Universidad de prestigio reconocido, en cuyo emblema se lee Sapientia melior auro (“la sabiduría es mejor que el oro”) una profesora tenga que gritar para pedir silencio? ¿Cómo queremos que el oro no nos corrompa a todos, profesores y alumnos, si no aprendemos todos el arte y la sabiduría del silencio? ¿De qué sirve instruir si no aprendemos a callar?

Las ingenierías más modernas del país, y las disciplinas más comerciales del Derecho, y las Business Schools más exitosas del mundo, y todas las filosofías y todas las psicologías, y todas las ciencias de la comunicación y todas las letras de todas las Humanidades, y todas las más sofisticadas innovaciones pedagógicas y las tecnologías más punteras de enseñanza, y todas las guías de aprendizaje y el universo mapa de competencias genéricas y específicas, y todas las plataformas y portafolios y foros y aulas virtuales por útiles y necesarios que resulten, y todas las reformas de Bolonia por razonables que sean, y todas las Q de calidad y de excelencia por merecidas que estén… ¿todo ello para qué? ¿De qué sirven si no aprendemos y enseñamos simplemente a callar? Simplemente callar y escuchar en silencio. Escuchar el silencio sonoro, el silencio sagrado, el silencio revelador.

“La palabra vale una moneda, el silencio vale dos”, sentenció un rabí judío hace casi dos mil años. Y otro enseñó: “Si el silencio es bueno para el sabio, ¡cuánto más para el necio!”. No me pondré a clasificar sabios y necios, pues esa sutil línea divisoria nos atraviesa a todos por dentro. Mucho menos osaré afirmar –suprema sinrazón– que solo los alumnos deben aprender a callar y que solo los profesores pueden imponer silencio.

Sí, pero… dejadme que os pregunte, queridas alumnas/os: ¿Os parece tolerable que un profesor deba callar o gritar para reclamar silencio? No son retóricas mis preguntas. ¿Cómo haréis un mundo mejor que éste que estáis heredando de nosotros, si no aprendéis el silencio y el respeto, la atención y la deferencia, y también una amable docilidad? ¿Para qué invertir en la Universidad años tan valiosos y costosos de vuestra bella juventud, si no procuramos entre todos hacer de las aulas un lugar de silencio y de humanidad? Todo está ahí en juego, amigos: vuestros padres, vosotros mismos y los hijos que un día tendréis, y la sanación de este mundo maravilloso y herido. “El silencio es la mejor medicina”, enseñó otro rabí judío, maestro de la palabra.

El silencio es el camino, tanto o más que la palabra. Del Silencio nació la palabra, como el agua nace del fondo oscuro de la fuente, y así ha de seguir siendo. La palabra nos conduce al Silencio, como los riachuelos llevan al fondo del valle, como los ríos llevan al fondo oscuro del océano y de allí a las nubes oscuras que fecundan la Tierra. Así debiera ser en el aula, amigas/os, aunque la materia os aburra y el profesor sea mediocre. A menudo me entran en clase profundos deseos, que a veces, como sabéis, no contengo, de callar y deciros: “¡Mirad ese árbol! ¡Mirad esta luz! ¡Mirad cómo llueve! ¡Mirad dentro de vosotros mismos, mirad en los ojos los unos de los otros! ¡Escuchad, escuchad este silencio! ¡Respirad, por favor, y escuchad el silencio! O escuchad este cuenco tibetano”.

¿Y qué hemos de ver, si no se ve nada? ¿Qué podemos escuchar si todo calla? Ved el Misterio que todo lo habita, como esos “ojos deseados” que tenéis “en las entrañas dibujados”. Oíd el leve susurro amoroso que todo lo anima. Es lo único que os puede sostener hasta el fin.

Una vez, en el tranquilo lago de Genesaret, en Galilea, iba Jesús de Nazaret con algunas de sus discípulas y discípulos en una barca. Él se pasaba la vida atravesando aguas y estrenando orillas. En eso se levantó una fuerte borrasca y las olas se abalanzaron sobre la barca, que ya estaba a punto de hundirse. Jesús dormía tranquilamente, como un niño en brazos de su madre, recostado en la popa de la barquita zarandeada. Los discípulos, asustados, despertaron a Jesús: “¡Jesús, que nos hundimos! ¿Qué será de nosotros y de los nuestros?”. Jesús se despertó suavemente, y se dirigió a los olas que bramaban y a los vientos furiosos: “Silencio! Callaos!”. Y se hizo un gran silencio, todo quedó en calma. Y luego les dijo: “¿Por qué habéis temido? Todo está en paz”. Amigas, amigos, nuestro mundo es como aquel lago; nuestra mente es como aquella barca. Pero ¿no veis que todo está en calma a pesar de todas las borrascas? ¿Por qué tenéis miedo, a pesar de todos los horrores?

Ochocientos años antes de Jesús, un profeta demasiado celoso llamado Elías, perseguido y perseguidor, azote de reyes pero también de todo lo que no fuera su religión hebrea, subió una vez al monte Horeb en busca de paz y de silencio, en busca de Dios. Pasó un viento fuerte que removía los montes y quebraba las peñas, pero allí no encontró a Dios. Luego hubo un terremoto, y tampoco allí encontró a Dios. Luego un fuego devorador, pero tampoco allí estaba Dios. Por fin, se oyó apenas un ligero susurro. Y en aquella brisa silenciosa descubrió a Dios, halló la paz, curó sus ardores.

Vamos, venimos, compramos, leemos, escribimos, navegamos y navegamos, aprendemos y enseñamos, oímos y hablamos, nos pasamos el día colgados de Internet o, mejor, atrapados, pues para cuando hemos contestado un mensaje nos han entrado otros dos. La palabra nos inunda, y la vida se nos va, la sabiduría también.

Abramos los ojos y hagamos silencio. La luz de la mañana de marzo es deliciosa en Arroa. Una humilde torre de ladrillo rojo se levanta silenciosa, a cuatro metros de la casa, testigo mudo (¿mudo?) de una antigua calera. En lo alto de la torre crece un manojo de hiedra. Un gorrión busca un hueco entre ladrillos para construir allí su humilde nido y criar sus polluelos. Naira duerme plácidamente, su cabecita reclinada sobre el hombro de su padre Víctor, que acaba de volver del trabajo. Ayla no cesa de jugar y de hacerse querer. La Vida y el Misterio se revelan hasta hacernos llorar de tanta bondad, de tanta belleza. A pesar de todo. La condición es el silencio, es decir: el oído atento, la mirada profunda, el yo desapegado.

Tenía razón rabí Simeón, hijo de rabán Gamaliel, contemporáneo de Jesús: “He pasado la vida entre sabios y no he encontrado para el cuerpo nada mejor que el silencio”. Tenía razón, quinientos años antes, el Dao De Jing del sabio Lao Zi: “El silencio y la acción desinteresada: nada bajo el cielo es más beneficioso”.

(Publicado el 13 de marzo de 2012)