SOBRE EL CONCEPTO DE HEREJÍA: ¿Podemos ser cristianos sin ser herejes?

A modo de introducción: dos significados de herejía

Se me ha pedido reflexionar sobre el concepto de herejía. Me pregunto, pues: ¿Qué es herejía? ¿Quién es un hereje? En cualquier diccionario se nos dice que “herejía” viene del griego háiresis y, si consultamos un diccionario griego, el primer significado del término es “elección”. “Herejía” significaría, pues, elegir. Y elegir es optar. Por lo tanto, toda opción personal o grupal sería una “herejía”, si atendemos al primer sentido del término háiresis.

Pero si “herejía” no hubiera significado en la historia ni significara hoy para nosotros más que “elección”, todos seríamos herejes; ni la herejía ni el hereje serían un problema, y nadie me habría llamado a reflexionar hoy aquí sobre este concepto. Lo que pasa es que las palabras cambian de sentido. Cada término tiene su historia, reflejo de la historia de quienes lo han utilizado. La lengua es espejo de los hablantes, de los grupos humanos, de su evolución en el tiempo, de sus diferencias y conflictos, de sus condiciones de vida y de sus relaciones de poder. En el diccionario se expresa la historia humana concreta, compleja, llena de desavenencias. Así sucede también con el término herejía, con su historia tan confusa y dolorosa.

Empezó significando elección, pero una elección puede resultar problemática o conflictiva por muchas razones. Por ejemplo, surge un problema cuando mi opción personal es distinta de la de mi vecino, y mucho más cuando se sitúa al margen de la opción exclusiva o predominante de la comunidad humana a la que pertenezco. Y de manera especial en materia de religión. Entonces la cosa se complica para mí y para el grupo. Y se plantea la cuestión crucial: ¿Cabrá mi opción dentro en la opción dominante del grupo? Tal vez habría que invertir la pregunta: ¿Dejará el grupo margen suficiente para una opción distinta a la opción mayoritaria, un espacio de tolerancia para la diferencia o el disenso, sin comprometer la unión? Es la cuestión fundamental que subyace al concepto de herejía y a las reflexiones que os propongo.

Y es justamente con esta grave cuestión de fondo con la que nos enfrenta de lleno la segunda acepción del término háiresis que el diccionario griego nos ofrece, pues nos dice que el término significa también “corriente” o “secta”. Pero “corriente” y “secta” no son sinónimos rigurosos; “secta” no designa una corriente sin más o una opción grupal neutra: “secta” sugiere más bien un grupo minoritario escindido de otro grupo mayor, una corriente desviada, una comunidad “sectaria” derivada de una elección errónea. “Secta” nos aproxima al sentido habitual del término “herejía” en el lenguaje común.

Así llegamos a la definición del término “herejía” consagrada en el Código del Derecho Canónico: “Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma” (CIC can. 751). Negación o duda “pertinaz”, es decir, según el diccionario: 1. “Obstinado”, “terco”. 2. “Duradero”, “persistente”. En la terminología oficial de la Iglesia católica, “hereje” significa, pues, el que niega “la verdad que ha de creer con fe divina”. Y surge una nueva cuestión, tan grave como la primera: ¿Quién decide cuándo una elección es verdadera o errónea? ¿Quién mide la verdad? Complicada pregunta, peligrosa cuestión.

Inevitable cuestión que nos lleva a otra, la más radical: ¿En qué consiste la “fe divina”? Casi nadie la definiría hoy como “creer o profesar verdades reveladas por Dios”. Pero más de uno se sentirá incómodo si digo que la fe propiamente dicha no tiene nada o casi nada que ver con creer o profesar verdades, y que lo que llamamos “verdad” y “verdades”, en su concreta formulación, son constructos humanos al igual que los diccionarios. ¿Y si la fe consistiera realmente y ante todo en confiar lo bastante como para despojarnos de todas las respuestas y seguir caminando en la espesura, atraídos por la luz del Infinito Indecible, más allá de todas las palabras y diccionarios? ¿Si la fe conllevara dudar y dejar atrás todas las fórmulas y creencias supuestamente verdaderas? ¿Si no pudiéramos ser realmente “creyentes” sin ser “herejes”, sin optar por lo que el catecismo no puede decir, sin preferir la pregunta a la respuesta, el camino a la meta, el Misterio al catecismo y al dogma?

Si fuera así, nos veríamos invitados a comprender de otra manera la religión, la revelación, el cristianismo y la Iglesia con todas sus herejías y anatemas. Estaríamos llamados a concebir un nuevo modelo de ecumenismo o de comunión, más allá de la ortodoxia y de la heterodoxia. Es lo que os quiero proponer en las reflexiones que siguen.

1. El hereje Jesús, guía de nuestra fe

Hablar del “hereje Jesús” es un anacronismo, porque el término no tenía en aquella época el significado canónico que le asignamos hoy en el lenguaje ordinario y que acabo de indicar: “negación pertinaz de una verdad de fe”. En el judaísmo de aquella época, no existía una ortodoxia fijada, una doctrina cerrada acerca de Dios, del culto o de la conducta: el canon de las Escrituras vinculantes, las normas de pureza, el descanso sabático, la vida matrimonial y familiar, el estatuto de los sacrificios rituales, la conducta con el prójimo y con los extranjeros, el juicio sobre la violencia, el valor del Templo, la autoridad última… eran objeto de discusión. Es bien conocido que, entre los mismos rabbís o “maestros de la ley”, existían en la época dos escuelas, la de Hillel y Shamai, liberal la primera y rigurosa la segunda. Y nadie tenía la última palabra, cosa que ha perdurado hasta hoy en las comunidades más vivientes y creativas del judaísmo.

“Elección”, “escuela” o “corriente” sin acepción peyorativa era justamente el significado del término griego háiresis en aquella época, como diré más adelante. El judaísmo era entonces un mundo muy plural, en el que destacaban diversos movimientos de reforma: el movimiento mesiánico, el profético, el bautista… Jesús se sumó al movimiento bautista liderado por Juan, eligió seguir a Juan. Pero pronto eligió también apartarse de él y seguir su propio camino, separado de Juan. No eligió seguir una escuela ajena, sino la suya propia. Siguió criterios liberales en cuestiones “religiosas” y cultuales de pureza (de alimentos, platos, comensales…), y criterios radicales en cuestiones éticas (perdón, no violencia, amor al prójimo, respeto de la mujer, cuidado del enfermo, solidaridad con los últimos…). Podríamos, pues, decir que Jesús fue realmente hereje, ateniéndonos al sentido originario del término háiresis: eligió libremente.

Pero la investigación histórica sobre Jesús nos permite e incluso nos obliga a decir que Jesús fue “hereje” en un sentido más próximo o análogo al significado actual del término, pues en sus opciones Jesús se situó en los márgenes religiosos y políticos del judaísmo de su época. No digo “fuera”, sino “en los márgenes”. Jesús nunca rompió con el judaísmo, y todas sus opciones, también las más marginales y arriesgadas las hizo en nombre de su fe judía, por fidelidad a lo más genuino de la tradición profética.

Fue un profeta carismático, itinerante y marginal. No necesitaba el aval de ninguna autoridad establecida, ni aceptaba su control, y rehusó responder a la pregunta: “¿En nombre de quién actúas así?”. Actuaba por propia decisión. Fue un profeta judío reformador, radicalmente reformador, religiosa y políticamente provocador, peligroso para las instituciones religiosas y políticas. Por algo los poderes religiosos y políticos acordaron muy pronto quitarle de en medio. Llevó a cabo una profunda “revolución de valores” [1]. Un cambio radical de valores, de actitudes vitales, de estructuras políticas y económicas, de relaciones sociales. Proclamó una buena noticia, un “evangelio”, pero un evangelio que subvertía la realidad (I. Ellacuría). No anunció el fin del mundo, sino la inversión del mundo, un mundo al revés. Eso era el “reino de Dios” que anunciaba.

Una revolución o inversión de valores y de estructuras: transfirió a las clases sociales más bajas los valores asociados con las clases más altas o apropiados por ellas (el poder, la realeza, la sabiduría, la posesión de la tierra, el desapego de los bienes, la liberalidad y generosidad, la mansedumbre, la paz, la magnanimidad, el perdón, el amor de los enemigos, la filiación divina…); desautorizó y depuso el honor social; anunció la liberación de los campesinos cada vez más hundidos en las deudas y en la miseria; rompió con el modelo vigente de familia patriarcal, legitimada por una religión patriarcal; curó enfermos, en un gesto de compasión y en un acto de fe en los propios enfermos, que constituía también un gesto y un acto de rebelión contra el sistema político y económico que enfermaba a los pobres y empobrecía a los enfermos; anunció la bienaventuranza de la liberación a los pobres y pequeños, que los que tenían hambre serían saciados y que los que lloraban serían consolados, pero no dijo que los pobres serán ricos. Una revolución de valores, también, a la inversa: revalorizó las virtudes de la gente sencilla: la humildad y el amor al prójimo más próximo. El amor al prójimo es situado a la altura del amor a Dios[2].

Una revolución de valores, sí, pero no una “revolución de poder”[3]: Jesús se apartó conscientemente de la opción violenta de algunos movimientos mesiánicos de su tiempo. Se enfrentó al poder imperial, como en la escena del tributo y la efigie del emperador impresa en la moneda: el poder divino es contrario al poder imperial. Ahora bien, Dios no es como el emperador: es abbá, es como un padre solícito y misericordioso, o incluso como una madre; pero su poder no violento es más fuerte que el poder violento del emperador.

La revolución de valores de Jesús fue carismática: no basada en la autoridad establecida, sino en la autoridad de Dios a través de la convicción personal. Reivindicó una autoridad no controlable por el poder instituido. Por ello, el mensaje y la praxis de Jesús eran un desafío para el sistema establecido. Y nada pone mejor de manifiesto el desafío de Jesús que sus parábolas[4].

Jesús fue, pues, un “hereje” por su elección carismática, marginal y arriesgada, demasiado peligrosa para la ideología y los intereses del poder religioso-políticos de su tiempo. Fue a acusado de estar poseído por el demonio (Mc 3, 22). La aristocracia judía, sacerdotal y laica, temerosa de que Jesús promoviera una revuelta y de que ésta provocara una mayor represión romana, lo acusó ante Poncio Pilato, quien lo condenó y crucificó. Todos los grandes inquisidores y los Pilatos de todos los tiempos habrían hecho igual.

Pues bien, todo cristiano aspira a ser seguidor de Jesús, el hereje. “Nuestra fe siempre es revolucionaria”, ha declarado el papa Francisco[5].

2. Un movimiento “herético”, plural: las primeras iglesias

“Los que lo habían amado no dejaron de amarlo”, escribió Flavio Josefo sobre el grupo de seguidoras y seguidores de Jesús después de su muerte violenta. La revolución de valores, el sueño de otro mundo en este mundo, no desapareció. La ausencia de Jesús se convirtió en una presencia nueva y más innovadora. El cuerpo ausente se volvió en memoria inspiradora. La letra dio paso al espíritu. Y el espíritu que sopla donde quiere se expresó en una pluralidad de lenguas, formas, iglesias.

Dicho de otra forma, la opción “herética” de Jesús dio paso a la “opción herética”, libre y plural, de sus discípulos y discípulas. Jesús muere, desaparece, para dar lugar a “otra cosa”, para que opere libremente el Espíritu y para que su Iglesia, mejor, su movimiento, inicie su propio camino libre y plural. Que Jesús resucita significa que se vuelve presencia transformada, “transformadora” (de forma en forma), dinámica, es decir, espiritual. Y la autoridad del resucitado, como insistió Michel de Certeau, consiste precisamente no en cerrar e impedir, sino en abrir espacio y “permitir”: “no autoriza ni la repetición ni la alternativa, y no clausura un lugar sino en el acto de permitir otro”[6]. “Para la Iglesia, ser ‘misionera’ implica a otras generaciones, a culturas diferentes, a nuevas ambiciones humanas”[7].

Antes de seguir, conviene hacer dos observaciones sobre el vocabulario:

1) Hay que recordar que en la época de Jesús y de las primeras comunidades cristianas, como he apuntado más arriba, el término háiresis no significaba “negación de una verdad de fe”, sino “opción”, “corriente” o “escuela”. En el mundo helenístico pagano, háiresis designaba a las diversas “escuelas” filosóficas. Y con ese término se refiere Flavio Josefo a los grupos, corrientes o partidos que existían en el judaísmo fragmentado de la época: saduceos, fariseos, esenios, zelotas o sicarios. Así se les denomina también en los Hechos de los Apóstoles, aunque el término es a menudo traducido incorrectamente como “secta” (cf. Hch 5,17; 15,5; 26,5).

2) Y hay que tener en cuenta, por otro lado, que el propio movimiento cristiano fue designado con el mismo término háiresis, con el significado señalado de “grupo” o corriente judía: ante el tribunal del procurador romano, Pablo es acusado de ser “jefe de la háiresis de los nazarenos” (Hch 24,5.14; cf. 28,22).

El movimiento de Jesús, la “opción” o la háiresis cristiana, en las primeras décadas, durante más de una generación, se desarrolló como una corriente más de renovación judía dentro del judaísmo[8]. Confesaban a Jesús como el profeta mártir y exaltado por Dios como Hijo del Hombre que volvería muy pronto “del cielo” para ser el juez de los últimos tiempos y realizar plenamente el Reino de Dios en un mundo renovado. Se bautizaban en su nombre y se reunían el primer día de la semana para celebrar “la fracción del pan” o “la cena del Señor”. Pero todo ello no les separaba de sus hermanos judíos. Con ellos compartían la fe en el “mismo Dios”, las mismas escrituras, las normas de vida derivadas de la Torá, el descanso sabático, la oración y la lectura bíblica en la sinagoga, e incluso el culto sacrificial del Templo de Jerusalén, mientras éste existió.

El fariseo Pablo, al abrazar el “camino” de Jesús, nunca pensó que rompía con la fe judía o con “el pueblo elegido”, pero provocó una tensión extrema con los demás judíos al eximir de la circuncisión a los cristianos provenientes de le gentilidad y al aceptar a hermanos no circuncidados a la mesa común de la “Fracción del pan” o “Cena del Señor”. La comunión de mesa con incircuncisos fue el motivo principal del distanciamiento e incluso de la ruptura definitiva entre el judaísmo y el joven movimiento cristiano.

La destrucción del templo en el año 70 por parte del ejército romano fue un acontecimiento decisivo en el camino hacia esa ruptura. En efecto, con el templo desaparecieron la clase sacerdotal y el Sanedrín, y también la aristocracia saducea; en la guerra contra los romanos desaparecieron igualmente los esenios, y los últimos zelotas se autoinmolaron en Masada en el año 73. Solo quedaron, pues, los fariseos; solo quedó la corriente judía liderada por los rabbis, y así nació un nuevo judaísmo sin templo, centrado en la Torá y en la sinagoga. Ahora bien, con la hegemonía del judaísmo rabínico se redujo radicalmente el pluralismo religioso judío y se estrecharon los márgenes de la tolerancia para con el movimiento cristiano. Hacia el 90, en la oración sinagogal de las “dieciocho bendiciones” se introdujo una fórmula de maldición dirigida contra los cristianos, declarados minim o herejes (ahora sí, en el sentido actual del término). A comienzos del II, el judaísmo y el cristianismo constituyen dos religiones distintas y enemistadas. Los hermanos gemelos se maldicen y se persiguen, como Esaú y Jacob, reivindicando cada uno solo para sí la primogenitura y la bendición divina, como si la bendición divina fuera tasada y limitada, y como si dependiera de unas creencias y prácticas rituales.

La decisión –“vocación” o “misión divina” la llamaba él– de abrir la comunidad y sobre todo la mesa de Jesús a cristianos gentiles sin previa circuncisión provocó graves tensiones en el seno de la Iglesia. Para Pablo era un elemento fundamental de la libertad de Jesús. Para los judíos en general era una línea roja que no se podía traspasar, una “herejía” (en todos los sentidos) intolerable. Pero –sea o no histórico el “Concilio de Jerusalén” que nos narran los Hechos (Hch 15)– lo cierto es que la mayoría de los judeocristianos, con Santiago (el hermano de Jesús) al frente, acabó aceptando, aunque con condiciones, la “herejía” o la opción paulina. Con condiciones y no sin conflictos y tensiones. A medida que se implantaban las comunidades, se difundían las diferencias, consecuencia ineludible (o fruto enriquecedor) de la diversidad de lugares, culturas y opciones particulares. Toda opción es siempre particular.

Si pudiéramos observar de cerca las diferencias existentes entre las diversas comunidades cristianas a finales del s. I, nos costaría creer que todas ellas fueran la misma “Iglesia”, al igual que, si leyéramos por primera vez los evangelios de Marcos y de Juan, eliminando de ellos los nombres propios y sin conocer de antemano la historia de Jesús, nos costaría mucho reconocer que hablan del mismo protagonista, Jesús de Nazaret. Tan distinto es el personaje que nos describen, no solamente su interpretación sino también lo que cuentan sobre él. Así pasa con todo.

Los evangelios reflejan el pensamiento y la praxis de las comunidades. Y en las primeras generaciones cristianas, se distinguen claramente cuatro tipos o modelos de iglesia:

1) Iglesias judeocristianas de cultura hebrea, asentada sobre todo en Jerusalén y cuyo primer líder fue Santiago, el hermano de Jesús (nótese que éste no era del grupo de los “Doce apóstoles”);

2) Numerosas iglesias judeocristianas de cultura helenística (presentes en Siria, Asia Menor y Grecia, bajo el liderazgo de Pedro y de Pablo (tampoco éste era “de los Doce”, no se olvide);

3) Iglesias pagano-cristianas de cultura helenística (que se fueron difundiendo en ciudades del Imperio Romano fuera de Palestina, bajo el liderazgo de Pablo, primero personal y luego simbólico);

4) Muchas iglesias gnósticas, muy diversas a su vez entre sí.

Las diversas iglesias se remitían a y se inspiraban en tradiciones ligadas a personas o figuras distintas: la tradición de Santiago, Pedro, Pablo, Juan (hay más de un “Juan”, por cierto), Tomás, Judas (“el traidor” para algunos, el “modelo” para otros), Felipe, María de Magdala[9].

¿Cuál era la iglesia verdadera? La pregunta no era todavía pertinente (¿lo es alguna vez?), pues no existían todavía ni una ortodoxia fijada ni una autoridad centralizada (¿es indispensable que existan?). No hay heterodoxia mientras no se haya definido una ortodoxia, y ésta no se había establecido aún.

Sin embargo, desde muy pronto hubo intolerancia y condenas, y el propio Pablo es el mejor ejemplo: “Hasta es conveniente –escribe a los cristianos de Corinto hacia el año 57, mucho antes del primer evangelio canónico– que haya disensiones (haireseis) entre vosotros, para que salgan a la luz los auténticos cristianos” (1 Co 11, 19). Háiresis sigue teniendo aquí el sentido de una “opción” frente a otras, pero Pablo pretende saber cuál de las opciones es la auténtica y cuáles no lo son. En la carta a los cristianos de Galacia (hoy Turquía), de la misma época, el término es utilizado en un sentido claramente peyorativo de “opción cismática” (Ga 5,20; cf. también Rm 16,17-20, donde se invita a apartarse de tales cristianos)[10].

Pablo fue más lejos: llama “falsos apóstoles” a los judeocristianos que defienden la obligación de la circuncisión para los paganos que quieran recibir el bautismo cristiano (2 Co 11,13-15); los llama incluso “perros” (Flp 3,2). Y llega a pronunciar la maldición sobre “cualquiera que anuncie un evangelio distinto al que yo os anuncié” (Ga 1,8-9). “Sea maldito”. “Es el primer anatema registrado de la historia cristiana”, observa Shaw[11]. Las Cartas Pastorales, más tardías, seguirán esta línea, como se verá más adelante.

En cualquier caso, las primeras comunidades fueron muy distintas entre sí, y lo seguirán siendo. Su cristología, su teología, su idea sobre los ministerios y su manera de celebrar los ritos eran divergentes y a veces incluso contradictorias. ¿Cómo podían ser o sentirse una única Iglesia en comunión? Bastaba con que se respetaran, más aun, se reconocieran o al menos no se condenaran. La clave de la comunión no está en la uniformidad, sino en el mutuo reconocimiento en las diferencias, aunque éstas sean radicales. Pero no fue ése, desgraciadamente, el camino seguido por la Iglesia.

3. Ortodoxia, herejía y anatema: espiral contra la comunión

La transformación y la diferencia, la flexibilidad para el cambio, rigen la historia de la vida. Lo que se vuelve rígido no vive. Una fe viva que, so pretexto de comunión, se vuelve inflexible se expone a un grave peligro de muerte.

Este peligro afloró muy pronto en las iglesias cristianas. Y muy pronto sucumbieron en él. Los conflictos con los judíos, por un lado, y las diferencias crecientes entre unas comunidades cristianas y otras, por otro, les impulsaron a fortalecer la cohesión interna, la identidad definida, el “nosotros” frente a los “otros”. La vida incipiente necesitaba, sin duda, una cohesión de fondo y una coherencia de lenguaje, pero la unidad de forma podía fácilmente asfixiar la vida en su profusión.

Lo cierto es que “se” fue formando y definiendo, limitando, clausurando un corpus de “rectas doctrinas” (ortodoxia), a pesar de que toda forma viva requiere mantenerse abierta para seguir viviendo. La Iglesia emprendió un rápido camino de institucionalización, siguiendo un triple proceso estrechamente ligado: 1) La elaboración de unas creencias normativas: ortodoxia versus heterodoxia; 2) La fijación de un canon escriturario, formado básicamente por las cartas de Pablo y los evangelios: textos canónicos versus textos apócrifos[12]; 3) La organización del poder en forma de estructura clerical jerárquica: ministros sagrados –garantía última de la verdad – versus comunidad laica.

He dicho que “se fue formando la ortodoxia”, pero ¿quién es el “se”, sujeto impersonal anónimo? He dicho que “la Iglesia se fue institucionalizando rápidamente”, pero ¿quién era “la” Iglesia? No era un sujeto preexistente y ahistórico. Nunca fue un sujeto definido y compacto. Hubo “iglesias” en plural, e iglesias plurales, y su papel –¿por qué no decir también su “poder”?– fue muy desigual en el proceso de institucionalización. La ortodoxia, el canon escriturario y la organización jerárquica no llovieron del cielo: fueron, como todas las instituciones sociales, fruto de circunstancias histórico-culturales concretas, fruto en particular de las complejas relaciones de influencia y supremacía entre las diversas comunidades cristianas.

No fue “Dios” quien de lo alto y desde fuera reveló cuál era la “recta fe”, sino que las creencias y las formulaciones propias de las comunidades más influyentes se fueron convirtiendo en “ortodoxia”, en doctrina vinculante. No fue el “Espíritu Santo” quien mediante un oráculo dictó cuáles eran los escritos canónicos inspirados y cuáles no, sino que las escrituras utilizadas en la mayoría de las comunidades fueron declaradas “canónicas” y las demás rechazadas como “apócrifas”. No fue la “autoridad de Cristo” la que decidió quién había de presidir cada comunidad como presbítero u obispo, sino que el poder –en un principio básicamente democrático y temporal– de los dirigentes elegidos por las propias comunidades se fue sacralizando, clericalizando y perpetuando, y masculinizándose claro está; los “obispos” fueron convirtiéndose en “sucesores apostólicos” y supremos representantes de Jesús.

El movimiento escatológico de liberación desencadenado por Jesús se fue convirtiendo en “culto religioso” o “religión”, en sistema religioso fuertemente estructurado. El movimiento de Jesús se fue eclesiastizando” (E. Troeltsch). La pretensión de exclusividad y la voluntad de imposición crearon y cerraron el sistema de la verdad y, en la medida en que se fue cerrando, el sistema creó herejes y heterodoxos. Así nació la herejía en cuanto negación de la verdad establecida, identificada con unas creencias y formulaciones dadas, y declarada vinculante. La herejía es fruto y consecuencia inevitable de la definición de la verdad. La herejía es producto de la ortodoxia. Y el anatema es su secuela y su recurso.

El anatema es el arma nefasta de la verdad exclusiva y excluyente. Ya Pablo, en los años 50, como ha quedado dicho, declaraba maldito a quien “predique un evangelio distinto al mío”. Sea anatema. Sea maldito. La violencia anida en la pretensión de la verdad y del bien absolutos, y llegará a su máxima expresión cuando el anatema religioso tenga consecuencias civiles, cosa que sucederá, y pronto, en cuanto el poder religioso se alíe con el poder político. Los cristianos, que habían sido esporádicamente perseguidos desde los años 60 (Nerón) hasta el año 303 (Diocleciano), pasarán a perseguir –a través del “brazo secular” –tanto a los no cristianos como a los propios cristianos declarados herejes.

Mucho antes, las Cartas Pastorales (1-2 Timoteo y Tito), escritas por discípulos de Pablo a finales del s. I o comienzos del s. II, reflejan comunidades muy organizadas en torno a la verdad y a la autoridad que la gestiona. Las cartas condenan a quienes siguen “doctrinas extrañas” (1 Tm 1,3), meras “palabrerías” (1,6), a quienes “apostatan de la fe y prestan su oído a espíritus seductores y doctrinas diabólicas” (4,1), “fábulas impías y propias de viejas” (4,7), a quienes “se han desviado de la verdad” (2 Tm 2,18), “hombres de entendimiento corrompido que no han sido probados en la fe”, que “se oponen a la verdad ” (2 Tm 3,8), que “apartan sus oídos de la verdad y se vuelven a fábulas” (2 Tm 4,4), “insubordinados, charlatanes y seductores, a quienes es necesario taparles la boca” (Tt 1,10-11), pues “prestan oídos a fábulas judías y a preceptos de hombres que se apartan de la verdad” (Tt 1,14)…

Así hablan unos cristianos (dirigentes) sobre otros cristianos. La verdad se ha convertido en excusa y en arma de (mutua) agresión. No se trata únicamente de una agresión retórica, pues el adversario queda excluido de su propia comunidad social. La definición de “herejía” propia del Derecho Canónico queda todavía lejos, pero su sentido ya está básicamente establecido. Y ya es operativo en la relación que se estable entre las diversas iglesias: la teología paulina –muy distinta a la mentalidad de Jesús, por cierto– acabó por imponerse como la verdadera, como “ortodoxia”, en la Iglesia de Roma y en todas aquellas que se fueron ligando cada vez más estrechamente a ella (Antioquía, Grecia, Asia Menor, África, Galia e Hispania). Otras quedaron fuera, y no por voluntad divina, sino por toda una serie de circunstancias político-culturales y religiosas, entre las que cabe destacar tres: Roma conservaba la memoria de Pedro y Pablo, era la capital del Imperio y destacaba por su solidaridad económica con las iglesias más pobres (as eso se refiere Ignacio de Antioquía cuando dice que Roma “preside en la caridad”).

Entre las iglesias excluidas hay que destacar las iglesias gnósticas, pues el gnosticismo se convirtió en sinónimo de herejía, herejía por antonomasia. Sin embargo, se trataba de un movimiento profundamente espiritual, ecuménico y transformador, y alberga todavía un enorme potencial inspirador para estos tiempos que algunos califican justamente de “gnósticos”, aunque lo hacen en el mismo tono peyorativo y condenatorio con que la “Gran Iglesia” se refirió a él desde el principio. Es difícil precisar el origen del movimiento, pero es innegable que estuvo animado por un gran aliento de espiritualidad universal: fue un intento de síntesis entre la religión judía, el evangelio de Jesús, la filosofía griega, el pensamiento persa y la mística india… ¿Fue una herejía, doctrina heterodoxa? Fue, con sus riesgos y equívocos, una magna aventura espiritual e intelectual, y sigue siendo un reto para hoy. En toda su gran diversidad de formas, tuvo un poderoso impacto y dejó huellas duraderas en diversas iglesias cristianas, especialmente en Egipto, Arabia, Palestina, Siria y Galia. Su presencia se detecta ya en el siglo I y se mantuvo viva hasta el siglo VI, si bien, a partir del siglo II, “comenzó a ser sistemáticamente rechazado como una forma impracticable de filosofía cristiana por la corriente eclesial protocatólica romana, que terminaría imponiéndose a la postre como representante de la ortodoxia o ‘recta fe’”[13].

Fue Ireneo de Lyon quien, hacia el 180, en su magna obra Adversus Haereses tomó la iniciativa de la impugnación sistemática de los textos y de las doctrinas gnósticas, tan diversas. Era lógico y hasta beneficioso que los criticara y tratara de refutarlos “racionalmente”, pero Ireneo los mide según una “regla de fe” –un canon, un credo, una autoridad– que él considera la única revelada y verdadera; ése es justamente su límite. En el Prólogo del Libro V escribe: “También hemos expuesto la verdad y mostrado la predicación de la Iglesia, que, como hemos demostrado, corresponde a la proclamación de los profetas, Cristo la ha llevado a la perfección, los Apóstoles la han transmitido, y la Iglesia la ha recibido en todo el universo. Esta es la única que, como fiel custodio, la trasmite a sus hijos. Igualmente hemos resuelto todas las cuestiones que los herejes nos proponen; y hemos explicado la doctrina apostólica, y expuesto muchas verdades que el Señor realizó y enseñó por medio de parábolas”. Ireneo tenía mente y corazón muy abiertos, pero aquí se pronuncia dentro de un sistema cerrado. Una “regla de fe” que es inevitablemente histórica y contingente se ha erigido en verdad absoluta, y de acuerdo al canon humano de la verdad absoluta los gnósticos se vuelven herejes peligrosos que niegan la verdad revelada y la “economía de la salvación”. La “parábola” se ha convertido en regla exacta, en dogma inmutable.

Así se construyó la historia de la Iglesia, “escrita – según puntos de vista dogmáticos o de política eclesial – en su mayor parte por los vencedores a costa de los perdedores”[14]. Una historia marcada por la voluntad de uniformidad en nombre de la comunión. Una historia en la que una determinada ortodoxia, demasiado estrecha y a menudo intolerante, se impuso en nombre de la fe, y la opción libre se volvió “herejía” condenada bajo el peso del anatema. La lista es muy larga, y podría ser interminable, dependiendo no tanto de la heterodoxia cuanto del juez de la ortodoxia[15].

Perdedores de esta historia han sido las iglesias que quedaron marginadas, como las iglesias judeo-cristianas y gnósticas. Perdedora fue la mitad de la Iglesia: las mujeres.

Perdedores son ton todos los “herejes” marginados, inhabilitados, perseguidos, despojados de bienes, arrestados, torturados, condenados a muerte. En el año 385 es ejecutado en Tréveris Prisciliano, español, predicador laico ascético-entusiasta, junto con seis correligionarios. “Por primera vez unos cristianos matan a otros cristianos por divergencias en la fe”[16].

La Iglesia perseguida se convirtió en Iglesia perseguidora: el enemigo de la Iglesia en el poder es identificado a la vez con enemigo del poder imperial. El caso de Hipatia es especialmente sobrecogedor. Hipatia (siglo IV-V), natural de Alejandría (Egipto), la primera mujer matemática, geómetra, astrónoma y filósofa conocida, maestra neoplatónica, fue asesinada por los cristianos (415 ó 416), asesinato del que muchos consideran responsable al patriarca Cirilo (San Cirilo) de Alejandría. El mismo Cirilo que maquinó para que el emperador condenara como hereje y depusiera a Nestorio como patriarca de Constantinopla.

4. La contingencia histórica de la verdad y de la herejía. Unos ejemplos

La ortodoxia vigente, al igual que todo el aparato institucional del cristianismo (y de todas las religiones), ha sido fruto de una historia contingente, dependiente de la cultura, la lengua, la política, la economía, y de infinitos azares y avatares… Esa historia ha sido la que ha sido, y no la podemos ni negar ni revertir ni rehacer, pero tampoco la debemos absolutizar ni sacralizar ni canonizar. Podemos y debemos reconocer que toda la historia –credo, dogmas, estructuras organizativas, ministerios, ritos y sacramentos, relaciones intereclesiales– es contingente: ha sido como ha sido, y así la aceptamos, pero no porque todo haya sucedido por voluntad divina. Todo podía y en muchos casos debería haber sido de otra forma.

Unos ejemplos bastarán para ilustrar la contingencia de toda la evolución doctrinal e institucional de la iglesia:

1) El término homoousios, definido por el Concilio de Nicea (325), que desde entonces ha formado parte del dogma cristológico, fue utilizado por primera vez por el monarquianismo sabeliano y rechazado primero por la teología mayoritaria, hasta que… Arrio la negó, Atanasio la defendió y Constantino la impuso. Siguieron 56 años extremadamente azarosos y complicados de discusiones y condenas entre anomeos, homousianos, homoiousianos y homoianos, y cuando la postura arriana moderada era claramente mayoritaria entre los obispos, el aspirante Teodosio, niceno radical, accedió inesperadamente al trono imperial como único emperador (año 379), impuso la fórmula nicena y se “resolvió” el problema, si a eso puede llamarse una solución. “Si se quisiera enjuiciar a los cristianos anteriores a Nicea desde la vertiente del concilio de Nicea, entonces no sólo los judeocristianos, sino también casi todos los padres de la Iglesia griega serían herejes (al menos materialiter), porque ellos enseñaban como obvia una subordinación del ‘Hijo’ al ‘Padre’ (‘subordinacionismo’) que según la posterior medida de la definición equiparadora de una ‘igualdad de esencia’ (Homo-ousios) por el concilio de Nicea es considerada como herética. A la vista de estos datos, apenas se puede obviar la pregunta: si en vez de tomar al Nuevo Testamento como medida se toma al concilio de Nicea, ¿quién había en la Iglesia antigua de los primeros siglos que fuera ortodoxo?”[17].

2) Nadie tenía todavía la última palabra, a no ser el emperador desde Constantino. El obispo de Roma no era todavía “papa”, en cuanto árbitro supremo, dotado de autoridad para dirimir cuestiones dogmáticas o disciplinarias; solo llegó a serlo para la Iglesia de Occidente en el siglo XI con Gregorio VII. Así nos encontramos con que San Ireneo de Lyon, autor del Adversus Haereses, no reconoció autoridad al obispo de Roma Víctor (todavía mal llamado “papa”) para imponer como impuso a todas las iglesias la actual fecha pascual (el domingo que sigue a la pascua judía).

3) Tertuliano (160- 230), autor de la obra De praescriptione haereticorum –en la que niega a los “herejes” el derecho a aducir en su favor ni la Escritura ni la tradición de la Iglesia y en la que define la herejía como “escoger de la totalidad de la verdad solo la parte que interesa” (6,14)–, acabó él mismo siendo condenado como hereje por seguir a Montano.

4) San Hipólito (siglo III), que escribió la Refutatio omnium haeresiarum, acusó de herejía al obispo (“papa”) de Roma Calixto y se erigió como su antiobispo (“antipapa”), hasta que ambos fueron desterrados por el emperador Maximiano en el año 235, pero ambos acabaron siendo declarados santos.

5) En el mismo siglo III, el obispo de Cartago San Cipriano se opuso al obispo de Roma Esteban cuando éste condenó la práctica –defendida por Cipriano, y mucho más tarde por los “herejes” donatistas– de la repetición del bautismo para los cristianos que querían volver a la Iglesia después de haber “caído” –ofreciendo sacrificios a los dioses imperiales durante la persecución de Decio (248-251)–. En su obra De unitate Ecclesiae, defiende que él, como todos los obispos, tiene el mismo pleno poder que el obispo de Roma… (6).

Los ejemplos se podrían multiplicar.

No olvidemos, por otro lado, que Santo Tomás de Aquino fue condenado en 1277 por Étienne Tempier, el arzobispo de París. Que San Ignacio de Loyola fue procesado por la Inquisición hasta 7 veces a causa de su Ejercicios. Que Santa Teresa fue constantemente vigilada y tratada como sospechosa por la Inquisición, aunque ésta no se atrevió a encarcelarla debido a su fama de santidad. Y que San Juan de la Cruz estuvo encarcelado en la cárcel-convento de Toledo.

No podemos corregir el pasado, pero sí lamentar las condenas, y en nuestras manos está impedirlas en el futuro, ampliar la mirada y la tolerancia, promover un futuro eclesial sin anatemas. La comunión de las iglesias no requiere ningún tipo de uniformidad, sino tolerancia, es más, reconocimiento mutuo. La comunión no se quiebra porque se rompa la uniformidad de moldes, sino porque se impone la uniformidad. Lo que vive es flexible y lo flexible no se rompe. Lo duro está muerto y se rompe. Hoy no entendemos que el obispo de Roma excomulgara (año 1054) al patriarca de Constantinopla Cerulario porque éste no se postró ante su legado ni aceptó el término Filioque que Roma había introducido en el Credo creyendo erróneamente que ésa era la fórmula más antigua, y ello dio lugar a la ruptura entre las iglesias de Oriente y de Occidente. Hoy entendemos que Lutero, sin renunciar a ninguna de sus ideas, pudo y debió tener cabida en la Iglesia, puesto que en este “año de Lutero” la iglesia luterana y la católica se han pedido perdón y han declarado no ser extrañas la una para la otra y se han comprometido a comprender de otra manera los sucesos de hace 500 años, y el Documento Del conflicto a la comunión consensuado por el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos y el Consejo Mundial de las Iglesias para la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos de este año llama a Lutero “testigo del Evangelio” (n. 29), y el papa Francisco, en su homilía de Santa Marta del 18 de enero de este año afirmó que la intención de Lutero no fue romper la Iglesia, sino renovarla.

Ésa es la línea a seguir hasta el fin. Pero muchos no lo entienden así todavía, y siguen denunciando herejías por doquier, por un camino sin fin y sin sentido. Todo es susceptible de ser entendido como herético: ¿por qué no hacerlo? Entonces la verdad, la herejía y el anatema se vuelven arbitrarios. Baste con unos ejemplos.

Juan Pablo II, en un discurso a misioneros populares (06-02-1981), afirmó: “Se han esparcido a manos llenas ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han propalado verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones, rebeliones”[18].

El Cardenal Ratzinger, en su Informe sobre la fe de 1984, hablaba de “un confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica” (114), y se refería concretamente al pecado original y sus consecuencias (87-89, 160-161), la visión arriana de Cristo (85), el eclipse de la teología de la Virgen (113), los errores sobre la Iglesia (53-54, 60-61), la negación del demonio (149-158), la devaluación de la redención (89), etc.

El pasado 24 de septiembre, 156 teólogos, sacerdotes, académicos y personalidades católicas ultraconservadoras, más católicos y papistas que el papa, publicaron un documento en latín (“Correctio filialis de haeresibus propagatis”, “Una corrección filial sobre la propagación de herejías”) donde acusan al papa Francisco de 7 herejías en la Amoris Laetitia sobre el matrimonio, la vida moral y la recepción de los sacramentos[19].

Pero a todo hay quien gane. La página ultracatólica Vaticanocatólico.com denuncia herejías en el Vaticano II (cuando habla de los judíos en la Nostra Aetate) y califica de herejes al mismo Juan Pablo II y a Benedicto XVI y, ni qué decir, al papa Francisco[20]. En la página de “Radio Cristiandad”, de la asociación “Militia in Veritate”, que hace gala de su fidelidad a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, desenmascara una al parecer gravísima herejía cristológica en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 467), donde se dice que Cristo es “consubstancial con nosotros”, en lugar de decir que es solamente “de la misma naturaleza con nosotros”[21]. El ultratradicionalista MOIMUNAN, para el que la formulación de la verdad se ha completado de una vez por todas en el papado de San Pío X (1903-1914), denuncia 101 herejías de Juan Pablo II[22].

5. El “imperativo herético”, la herejía inevitable

Este camino ha dejado de ser practicable, aunque algunos se empeñen todavía en practicarlo. La pretensión de verdad absoluta ha perdido toda plausibilidad cultural. La filosofía del conocimiento y del lenguaje lo ha dejado bien claro: todo conocimiento es parcial, porque la mirada y la palabra lo son necesariamente. Todas las ciencias, tanto naturales (física, química, biología…) como humanas (psicología, sociología, historia) certifican el carácter parcial y provisional de todo conocimiento. Todos los grandes científicos excluyen que se pueda reducir el Todo a lo que conocemos, y todos los grandes místicos rechazan que se pueda identificar el Infinito –se le llame como se le llame– con nuestras imágenes y categorías, nuestras creencias y dogmas. De modo que solo el absolutismo cientificista es comparable al absolutismo dogmático –ajeno a la fe –: dos positivismos opuestos, ambos desmentidos cada día por los hechos; el primero es ajeno a la ciencia y el segundo es ajeno a la fe.

Se ha derrumbado, pues, culturalmente el soporte teórico de la doctrina tradicional y todavía oficial sobre la verdad y la herejía y su corolario, el anatema. Ha cambiado la “regla de la verdad”. Ninguna verdad es la Verdad, sino solo un fragmento. Y ningún fragmento de verdad se puede decir en una única palabra ni de una vez por todas, sino que ha de ir diciéndose sin cesar en la sinfonía inacabable de todas las palabras de todos los tiempos. La Verdad es la Realidad plena, absoluta, universal (katholos), y la Realidad absoluta es indecible.

La imagen teísta de un Dios-Ente Supremo que desde arriba y desde fuera se revela o que revela verdades a personas o pueblos escogidos, ingenua imagen que todos los místicos trascendieron siempre, hoy ha dejado de ser culturalmente creíble, ha desaparecido espontáneamente de la cosmovisión general de la gente común. Lo que hace aproximadamente 2.500 años –en la época que K. Jaspers llamó “tiempo eje– intuyeron y formularon muchos grandes profetas y maestros místicos, políticos, filosóficos (desde la India hasta Grecia) hoy se está generalizando y convirtiéndose en cultura común. La imagen teísta de “dioses” o de un “Dios único”, garante de verdades reveladas a algunos, imagen que surgió en Mesopotamia hace 5.000 años, se ha vuelto insostenible para la gran mayoría de nuestra sociedad.

De ningún modo significa que desaparezca la mirada y el sentimiento espiritual, sino que éstas se expresan en un paradigma o marco distinto de comprensión de la realidad en su conjunto. Todas las creencias e imágenes religiosas –también la creencia y la imagen de un “dios-personaje”– son constructos históricos o culturales. Y la evolución cultural desde hace 2.500 años, el desarrollo del conocimiento científico durante los 200 últimos años, la multiplicación y globalización imparable de la información durante las últimas décadas… todo indica que la cultura “transteísta” acabará imponiéndose más pronto que tarde en todo el planeta. La imagen de una divinidad que revela verdades ha dejado de ser creíble de la misma forma que han dejado de ser creíbles las intervenciones divinas “milagrosas”. El Infinito sin forma se revela enteramente en todo lo que es, pero nosotros, seres finitos, solo podemos captarlo en formas particulares y efímeras. Solo podemos decirlo en lenguajes limitados, en palabras inacabadas. La dignidad de la palabra consiste en volverse humilde metáfora que nos abre al misterio indecible de la Realidad Absoluta.

Cada uno tiene su palabra que decir, y ha de decirla, cada uno la suya. Claro que la lengua no la inventa uno, que solamente podemos hablar como miembros de una comunidad lingüística, pero cada uno tiene su palabra imprescindible, y entre todas las palabras-gestos-actos formamos una red sin fin de lenguaje y de vida, una red siempre abierta que nadie puede cerrar.

Ya no es posible seguir hablando de verdad y de herejía, de ortodoxia y heterodoxia, en los términos del Derecho Canónico, con los presupuestos que han sido habituales desde el Adversus Haereses, desde las Cartas Pastorales e incluso desde la Carta a los Gálatas del mismo Pablo. Nadie posee la Verdad absoluta, nadie está investido de autoridad divina para dictar la última palabra infalible, y menos para lanzar anatemas. Se nos ha vuelto evidente la “intransparencia irreductible” o el “final de la evidencia y la visibilidad” de la realidad en su conjunto y de la sociedad en particular[23].

No deja de ser una gracia, una inmensa oportunidad (kairós) para liberar la espiritualidad de las creencias, la fe de sus formulaciones. Es una oportunidad también para volver al sentido primero de háiresis, “opción”. Optamos siempre, forzosamente, cuando hablamos y cuando obramos. Aun cuando creamos asentir a verdades de fe reveladas, estamos optando, somos “herejes”, como Jesús lo fue y como lo fueron las primeras cristianas y cristianos que eligieron a Jesús como camino. Y todas nuestras opciones son parciales, porque incluso la opción por la verdad o el bien que una determinada Iglesia en nombre de Dios pueda presentar como opción absoluta no deja de ser una opción particular y relativa. Es la ley de la historia. Es la ley de la cultura. La ley de la finitud. La ley de la Encarnación, corazón de la fe cristiana en todas las Iglesias.

En la modernidad desarrollada o en la sociedad del conocimiento y de la información globalizada que caracteriza a nuestra época, no podemos vivir la espiritualidad o la fe profunda o la vida en su hondura humana y universal sin esta elección personal. El sociólogo P.L. Berger ha insistido en que la modernidad conlleva la institucionalización del “imperativo herético”, es decir, del derecho a elegir, a decidir y, antes de nada, a dudar. “Para el hombre moderno, la herejía se convierte en una necesidad ineludible. La modernidad crea una situación en la que elegir se convierte en un imperativo”[24]. La “herejía” como elección no solo es inevitable, sino además necesaria.

En ese sentido, muchos sociólogos de la religión (J. Casanova, U. Beck, Ch. Taylor…) insisten en el hecho de que el mundo actual no se caracteriza tanto por la ausencia de la religión, sino por la pluralidad de opciones, incluida la opción religiosa, que por eso mismo se fragmenta y se hace plural. “La religión, sin duda, es una opción, como una buena parte de nuestras decisiones en un mundo ‘postsecular’, en un mundo donde todo se plantea como una elección libre y no como un destino impuesto. (…). No sería tan aventurado afirmar que cuanto más se incremente por diferenciación social el elenco de opciones, mayor será la pluralización religiosa diferencial. Contemplamos, así, un escenario de reanimación de lo sagrado que reclama una cuidadosa revisión de las claves de tolerancia e incluso de las fórmulas del diálogo democrático, sin excluir sus aspectos más severos y ásperos”[25].

Se impone aquí una referencia a Ulrich Beck, y en particular a su obra El Dios personal. La “individualización” es, afirma, uno de los tres procesos fundamentales que caracterizan y constituyen la modernidad, y más aun la posmodernidad, junto con el proceso de la “globalización” –o, mejor, “cosmopolitización”– y el proceso del riesgo mundial creciente[26]. “La secularización no significa el hundimiento de la religión y de la fe, sino la formación y difusión generalizada de una religiosidad que remite progresivamente a la individualización”[27]. Hoy “no se atisba el fin de la religión”, pero “la unidad de religión y religioso, de religión y creencia se rompe” –utiliza “creencia” en el sentido de “convicción personal”–; es más, “religión y creencia entran en conflicto”[28]. Esta situación da lugar al fenómeno hoy tan característico del Believing without belonging, o del Multiple believing with belonging[29]. En consecuencia, “el Dios personal de la religiosidad individualizada no conoce infieles, pues no conoce verdades absolutas, jerarquías, herejes, paganos o ateos. En el politeísmo subjetivo del ‘Dios personal’ hay sitio para muchos dioses”[30]. La individualización y la cosmopolitización llevan, pues, a una espiritualidad en la que somos a la vez fieles e infieles. El concepto mismo de Dios se transforma radicalmente, se individualiza e interioriza: “No se trata tanto de obtener la atención y el apoyo de Dios predican las viejas religiones, como de participar de la fuerza creadora del Dios interior”[31].

El autor insiste ampliamente en que la individualización, “cultivo del arbitrio propio de todos los seres humanos sin diferencias”[32], característica fundamental de la modernidad, está estrechamente ligada al cristianismo desde su origen: “La individualización es (…) una invención del cristianismo más primigenio. El cristianismo nació de una háiresis/elección. El cristianismo se ha dirigido desde el comienzo al individuo –más allá del estatus, la clase, la etnia y la nación– y eso lo hace más moderno que a muchos de sus rivales”[33]. No es mera casualidad que en el Occidente cristiano se haya desarrollado la filosofía del sujeto, de la persona, y haya hasta la absolutización cartesiana del yo como fuente y criterio último de la certeza. Los cristianos, desde el principio, apelaban a la decisión personal, independientemente de etnia, religión, clase social y género. Era una decisión arriesgada. “En tales tesis ya anida el embrión de la herejía, los cismas, la pluralidad y privatización de las religiones”[34].

Sin embargo, a medida que se fue fortaleciendo como institución eclesiástica, también el cristianismo incurrió en la intolerancia hacia dentro y hacia fuera[35]. En efecto, es la Iglesia –poseedora de la verdad absoluta– la que decide cuál es la verdadera decisión. Y la pretensión de la verdad absoluta lleva casi inevitablemente al uso de la violencia, en forma de penas en este mundo o en el otro. Con rotunda plasticidad afirma Beck: “Con la amenaza del castigo –el infierno y/o el purgatorio (y/o la horca o la hoguera más recientemente)– se intenta arreglar el lapsus teológico de haber dejado a los individuos la libertad de fe”[36]. Así sucede que, “paradójicamente, los fundamentos de una teología política del Dios personal [democracia, laicidad, derechos humanos, igualdad de género…] se le han impuesto a la Iglesia cristiana desde fuera”[37]. De modo que “la religión es la antítesis y la fuente de la individualización. Esta contradicción recorre como un rastro de sangre la historia del cristianismo”[38].

Lutero constituye un hito en individualización del cristianismo, una “revolución de la individualización”[39]. Recordemos las célebres palabras que pronunció en la Dieta de Worms (1521), cuando fue conminado por el emperador a retractarse de sus tesis: “No puedo ni quiero retractarme de nada, porque hacer algo contra la conciencia no es seguro ni saludable. Que Dios me ayude”. “La ‘invención’ del Dios personal constituye quizás el núcleo de la revolución luterana”[40]. Pero Lutero es a la vez una figura emblemática de esa contradicción íntima del cristianismo entre la individualización constitutiva y su negación institucional. Lo que hizo fue “desplazar las fronteras cargadas de violencia que separaban a fieles e infieles, pero no suprimirlas”[41]. La reforma fue una herejía de elección, pero pronto se constituyó en sistema doctrinal y político y acabó condenando herejías y herejes, y exhortando al aplastamiento sangriento de los campesinos por los ejércitos de los príncipes convertidos a la fe luterana. Al final, “Martín Lutero y Juan Calvino, que se rebelaron contra la ‘equivocada fe institucionalizada’, fueron, por lo que respecta a la intolerancia sangrienta, al menos tan católicos como los católicos”[42].

La Europa cristiana, que antes había secundado las cruzadas y se había sometido a la Inquisición, se precipitó ahora en guerras de religión. Todo ello en nombre de la verdad. Pero no era la verdad lo que les inspiraba y movía, sino el miedo al otro y la voluntad de someterlo. La verdad se convertía en excusa y en arma terrible. Herejes, como bien escribió Sebastian Castellio en su genial y profético De haereticis an sint persequendi, son simplemente “aquellos que no están de acuerdo con nosotros”. Castellio es el primer pensador moderno de la Reforma, el primero que defendió la libertad religiosa hasta las últimas consecuencias[43]. Cuanta más verdad se conoce, aseveró, menos se inclina uno a condenar a nadie.

Hablando del imperativo herético que caracteriza a nuestra época, es oportuno recordar aquello que escribió Rahner sobre la inevitabilidad cristiana de la “herejía”: “Habría que tener hoy en cuenta pastoralmente la imposibilidad de evitar por completo que muchos cristianos y católicos que viven en su Iglesia y le dan importancia a ese hecho, debido al pluralismo intelectual y al exceso de contenidos conscientes, tengan opiniones que objetivamente son herejías”[44]. Quien se tome a la letra el dogma de la Trinidad no tiene alternativa: o niega la unidad o niega la trinidad, “herejías” ambas. Y así con todos los dogmas, que son construcciones mentales, radicalmente limitadas, como todos nuestros esquemas y lenguajes, por mucho que se consideren doctrina revelada.

A fin de cuentas, no son las creencias y las teologías –sean ortodoxas o sean heterodoxas– las que salvan o niegan la fe. “La verdadera antítesis de la fe no hay que buscarla en la incredulidad, sino en el miedo” (E. Biser), la falta de confianza y de aliento. El miedo también a elegir y arriesgar humildemente, sin absolutizar nunca la propia elección, pero tampoco eludirla.

Nadie niega la fe profunda ni rompe la comunión por entenderla de otra manera, por profesar unas ideas distintas. Todavía no hemos asumido algo que ya afirmó Santo Tomás de Aquino: que la fe no se juega en las explicaciones y en las fórmulas (a pesar de que el mismo Santo Tomás enseñó que es mayor el daño que hace el hereje que el que a él se le hace condenándolo a muerte). La única mala herejía o elección es el miedo y el no vivir las bienaventuranzas. No se rompe la comunión eclesial por entender y expresar la fe en unos paradigmas y con unos conceptos distintos a los tradicionales, distintos al lenguaje del Catecismo de la Iglesia Católica que, como hemos visto, hay quienes consideran heterodoxa. También el Catecismo es una interpretación de la fe, muy distinta por cierto a la interpretación del Nuevo Testamento, formado a su vez de muy distintas teologías y cristologías.

Al final, llegamos siempre a la misma cuestión: ¿Quién decide qué es verdadero y erróneo? ¿Un obispo elegido por un papa elegido a su vez por unos cardenales elegidos a su vez por el papa? Es normal que en la Iglesia, comunidad hermenéutica o interpretativa, exista una regulación del lenguaje, un cierto lenguaje común. Pero esa regulación no es aceptable si no representa la fe de la Iglesia, y para que esa representación se dé es preciso que todos los ministerios eclesiales se reorganicen o funcionen de acuerdo a criterios democráticos. Y, de todos modos, cuando no entendemos la lengua en la que alguien nos habla, mejor es respetarlo que excluirlo, y mejor aún escucharle hasta quizás poder entenderlo.

6. La háiresis necesaria entre mímesis y póiesis

Las páginas anteriores ponen de manifiesto que la herejía en cuanto elección es un imperativo. Hay que elegir. Y hoy más que nunca, invadidos como estamos por la información, la opinión, la palabra. Toda palabra y todo texto, por dogmas que sean, por revelado que se presente, nos sitúa ante una háiresis inevitable y necesaria: quedarnos en lo dicho o abrirnos más allá, hasta el corazón del misterio, hasta la entraña de la misericordia. La “revelación” divina es el fondo de la realidad y de la experiencia humana individual y colectiva, con su límite, su ambigüedad, su provisionalidad radical. La “revelación” es la Hondura sin límite de todo lo real, patente como bondad creadora y como misterio indecible en todo, más allá de la palabra y de todas las formas, como horizonte absoluto de cada forma y de cada palabra.

Hay que elegir entre quedarse en lo dicho o abrir con nuevas palabras horizontes hacia lo indecible. Una referencia a la estética aristotélica puede ilustrarnos sobre esta alternativa de la fe que busca decirse y hacerse. La Aristóteles distingue dos formas fundamentales de estética: la mímesis y la póiesis; la mímesis designa la imitación de la naturaleza, y la póiesis se refiere a la creación artística. La doble categoría puede servirnos aquí para entender los dos tipos fundamentales de háiresis o de elección que se presentan ante nosotros a la hora de decir la fe o de hacer teología: imitación-repetición o creación-innovación. Ampliemos un poco este doble modelo de háiresis.

Ante las formas y los signos del Misterio, una opción se impone: sujetarse a la forma o dejarse llevar, repetir o recrear, imitar o innovar. Mímesis o póiesis. Repetir oralmente una fórmula, profesar mentalmente un dogma, secundar servilmente una norma moral o un rito cultual pertenece al orden de la mímesis, de la mera imitación. La imitación también es una opción, una háiresis, pero quien solo imita se aferra y se encierra en la imagen exterior. No hay peor elección que identificar la revelación o el misterio con la fórmula dogmática, con su significado concreto, limitado por la palabra, la historia, la cultura. Y no hay peor elección que la pretensión de estar en posesión de la verdad. Quienes se creen investidos de poder divino para definir la verdad y el error no son neutros, también eligen, se eligen a sí mismos. Solo que su elección, su opinión, la llaman divina, y en esa ceguera está el peligro. Mala elección. La peor herejía. Lo grave no es errar, sino creerse infalible.

La fidelidad a la revelación del Misterio requiere otra opción: la háiresis poética, creadora, inventiva. Contra la háiresismímesis mimética, la háiresis-póiesis, la háiresis dýnamis, la háiresis-pneuma que mueve y transforma todo, desde las partículas atómicas, los seres vivientes, las galaxias inmensas, el universo en interrelación y movimiento. La háiresis que arriesga e innova, abre la fórmula y reinventa la palabra. La háiresis libre y liberadora, tolerante, humilde y desapegada, inspirada por la bondad, por la entraña compasiva del buen samaritano, repudiado por el sistema religioso como heterodoxo o pagano. La háiresis del aliento y la confianza más allá de la certeza y de las creencias. La háiresis que transforma y subvierte lo dado, el orden injusto establecido, al que a menudo sirven los sistemas religiosos. Fue la opción del hereje Jesús.

Fue también, aunque no la formularan en estos términos, la opción de fondo de los seguidores más grandes –místicos comprometidos– de todas las religiones. Apuntaré unos ejemplos de las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e islam.

Marc-Alain Ouaknin, rabino filósofo y poeta, experto en teología cabalística y en literatura comparada, entiende la revelación divina como juego erótico: “¡Dios es erótico! Se manifiesta como visible/invisible, en la ambigüedad, de un modo parpadeante, por decirlo así. Se nos revela, pero mantiene su enigma. Lo descubrimos, en los dos sentidos de la palabra, pero al mismo tiempo Él se retira”[45]. A la revelación erótica corresponde una lectura erótica, hecha de caricias sin fin: “Al texto como conjunto de signos perfectos no se llega jamás. Lo que sí se puede decir es que al texto se lo acaricia. Así que, a pesar del trabajo de análisis, de las brusquedades, del estallido, del desnudamiento, el texto se hurta, permanece inaccesible, y siempre como en un porvenir”[46]. En el texto bíblico sucede, nos dice el rabino poeta, que Dios “pasa de lo infinito a lo finito” y “hay que volverlo otra vez infinito mediante la operación inversa”[47]. Reconocer la infinitud de Dios en la finitud del texto, y devolver a Dios su infinitud y cuidarla. Para ello, es condición indispensable romper lo dicho y lo aprendido, liberar la verdad de su sistema cerrado.

Otra referencia del pensamiento rabínico: Daniel C. Matt, experto en la Cábala, corriente filosófico-espiritual y mística con el gnosticismo. La Cábala, afirma Matt, es una “provocativa mezcla de tradición y creatividad, de fidelidad al pasado y audaz innovación”[48]. La innovación más radical de la Cábala tiene que ver con Dios, pues “el Infinito trasciende todos y cada uno de los contenidos específicos de la fe”[49]. Llevando al extremo la prohibición de construir ninguna imagen de Dios, dice el autor que sobre Dios no solo hay que negar toda esencia, sino también la existencia, es decir, que exista como ente. Pero esta negación herética de Dios tampoco debe convertirse en doctrina y nueva ortodoxia. Es necesaria la “herejía absoluta”: “El perfil de tal negación se asemeja a la herejía, y sin embargo, una vez se ha clarificado, constituye el más alto nivel de fe. Entonces, el espíritu humano toma conciencia de que lo divino emana existencia y en sí está más allá de la existencia. Lo que parecía herejía (…) vuelve a ser la fe más pura. Ahora bien, esta negación de existencia en Dios –el retorno al origen de todo lo que es, a la energía esencial de toda existencia– exige una intensa percepción. Todos los días hay que remontarse a su auténtica pureza”[50].

Pasemos de la tradición judía mística –“herética” en el doble sentido de elección y de heterodoxia– a la tradición cristiana mística, caracterizada igualmente a lo largo de los siglos por la doble háiresis: elección arriesgada y heterodoxia recelada o imputada. De entre sus innumerables testigos, solo apuntaré a un contemporáneo: el jesuita Michel de Certeau (1925-1986), estudioso interdisciplinar de la mística y él mismo místico. Vivir como creyente en nuestro tiempo, como en todos los tiempos, conlleva una “herejía” respecto del pasado, la decisión de transformarlo en el presente, para volver a hacerlo vivir: “La decisión de vivir hoy implica para nosotros, frente al pasado, una herejía del presente”[51]. “Por el solo hecho de existir, ya somos heréticos respecto del pasado. Nuestro primer deber es no serlo de una manera inconsciente o desdichada. Debemos aceptar la diferencia, ver en ella la señal de que debemos existir y de que dicha existencia no nos está garantizada por el pasado”[52]. Como todo lo que vive, la fe viviente, a lo largo de toda la tradición, vive a la vez en continuidad y discontinuidad respecto del pasado. La continuidad en las formas se rompe sin cesar, para realizar una continuidad justamente en la discontinuidad, pues el pasado es “otra cosa que un equipaje por depositar o una inevitable arqueología del actual”[53].

Pero es preciso distinguir “en el presente la herejía necesaria y la herejía condenable”: la herejía condenable es la negación del pasado o de su sentido para hoy: “se define por un veto. Supone falazmente la ausencia del pasado o su sin sentido”[54]. Ahora bien, la fidelidad al pasado no consiste en repetirlo, no es mímesis del pasado, como si albergara un significado único, cerrado y homogéneo que se pudiera repetir o imitar. Tal pasado no es más que una abstracción nuestra, una creación del presente proyectada al pasado para justificar nuestra pereza mental y espiritual. El pasado, en todos los momentos de su desarrollo a lo largo de tradición, es como un organismo viviente sumamente complejo en incesante transformación. El pasado en general y los llamados “orígenes” –por ejemplo del cristianismo– son, pues, irrepetibles. “Debemos aceptar la distancia que nos separa de escritores o locutores muertos y, más aún, de una Palabra que ya aconteció”[55].

La fidelidad a los orígenes requiere, además, abrirse también a lo olvidado, lo reprimido, lo excomulgado. Lo diferente que fue negado y que puede seguir inspirando novedad. “Una nueva audacia sigue siendo el momento decisivo de la fidelidad”[56], como muestran las figuras de Francisco o de Ignacio. La figura, ante todo, de Jesús. El cristiano que quiera “restaurar” el espíritu debe “crear nuevas formas de expresión”[57]. “La ruptura es una constante de la espiritualidad”[58]. “Jamás se llega a los hombres de ayer sin pasar por los de hoy”[59]. Por eso, “ninguna ortodoxia garantiza el riesgo que se debe adoptar como cristiano”[60]. “Allí donde Dios es revolucionario, el diablo se muestra invariable”[61]. El espiritual vive en movimiento. “La negación se convierte en la norma del ‘progreso’ ”[62], como enseñan Gregorio de Nisa, el Maestro Eckhart, Juan de la Cruz, etc… De lo contrario, “hace un objeto espiritual de lo que era un movimiento. Contenida en la red de un grupo, petrificada o convertida en ideología, la ‘letra’ de una espiritualidad (con sus determinaciones psicológicas, sociológicas y mentales) ya no dice lo que era su espíritu”[63]. “Una espiritualidad se vuelve sospechosa cuando deja de admitir el ser impugnada por otros interlocutores”[64]. En conclusión, “la tradición solo puede estar muerta si permanece intacta, si una invención no la compromete devolviéndole la vida, si no es cambiada por un acto que la recrea”[65]. El pasado muere cuando lo fijamos para repetirlo o imitarlo.

Es el sentido mismo de la autoridad pascual de Jesús: Jesús se pierde como la semilla, para autorizar “autorizar”, permitir, hacer posible, la novedad pascual del futuro. Es la autoridad de “Dios” que no se puede identificar con ninguna escritura ni dogma, y que ninguna autoridad puede pretender representar. Dios autoriza desapareciendo de todo lugar fijo y establecido. “Únicamente un signo plural es proporcional a la autoridad de Dios, constituido en la Iglesia por diversos tipos de autoridades, hablado en lenguas diferentes, distribuido en funciones distintas”[66]. “Es sabido a qué imperialismos unitarios se ve uno llevado cuando se define la razón o la verdad por la ley de un orden establecido, cultural, político o religioso”[67].

Aquellos creyentes que tratan de ser fieles a esa libertad de “Dios” respecto a los lugares que lo limitan y encierran serán objeto de toda clase de denuncias de “ateísmo”. “La historia del vocabulario religioso muestra que el término ateo o ateísmo fue utilizado por los teólogos contra los ‘iluminados’ o los ‘espirituales’ del siglo XVI; que los católicos y los protestantes pronto lo emplearon para designarse mutuamente; que luego fue referido a los jansenistas del siglo XVIII, después a los teístas del XVIII, más tarde a los socialistas del XIX, etc. A la inversa, los ‘ateos’ definían con esa palabra su reacción contra la religión que tenía frente a ellos, esa misma religión que, uno o dos siglos más tarde, a algunos creyentes les costará reconocer como la suya. Cada vez, los oponentes expresan como absolutas sus posiciones recíprocas, cuando son relativas a una coyuntura”[68]. “Como la frontera entre la razón y la sinrazón cambia con la sociedad de la que es signo, de igual modo la relación entre la fe y el ateísmo es indisociable del lenguaje histórico que la identifica con la relación entre esa fe y ese ateísmo, o entre esos creyentes y sus adversarios”[69].

Miremos, por último, a otra singular figura de místico “hereje”, de la tradición islámica esta vez: Yalaludin Rumi (Persia, 1207-1273), filósofo y poeta enterrado en Konya (Turquía), creador del movimiento de los sufíes derviches, que danzan dando vueltas sobre sí con una pierna fija y la otra girando en torno, en lo propio y lo ajeno a la vez. Inspirado por el Corán y por los hadices del Profeta, siguió el camino del Islam, pero se mantuvo lejos de los ulemas o jueces oficiales del Islam. Propone una lectura libre y mística del Corán: “En el Camino las gentes son como niños pequeños: se complacen con la letra del Corán y bebe leche. Pero los llegados a la perfección tienen otra contemplación y comprensión del sentido oculto del Corán[70].

La religión, toda religión, está hecha de formas distintas (dogmas, ritos, normas), pero la forma como tal no es lo esencial de ninguna religión. Toda religión es camino, ninguna es la meta. “Si bien los caminos son diferentes, el fin es único. ¿No sabes que hay diferentes caminos que llevan a la Kaaba? Para unos el camino de la Kaaba pasa por Bizancio, para otros por Siria, para otros por Persia, para otros por la China y para otros por el mar de la parte de la India y del Yemen. Difieren los caminos, pero el fin es único; todos los corazones son unánimes por la Kaaba, hacia la cual hay correspondencia, amor y un gran afecto en el corazón. Allí no existe contradicción alguna; el fin no es privativo de la infidelidad ni de la fe. Cuando las gentes llegan allí, desaparecen todas las querellas, disputas y enfrentamientos que surgieron durante el camino. Y los que se decían uno a otro mientras caminaban: ‘Te equivocas y eres infiel’, olvidan sus diferencias una vez llevados, porque su fin era único”[71].

La palabra es necesariamente plural, y ha de poder serlo, pero el verdadero creyente sabe discernir la unidad más allá del significado diverso de las palabras. “Aunque las palabras de los místicos revisten cien formas diferentes, dado que Dios es único y que el camino es único, ¿cómo podría la palabra ser dos? La diversidad reside en la forma, pero todo concuerda en el sentido”[72]. Lo esencial de las palabras no los significados, que son diferentes, sino el “sentido” o la dirección o el horizonte o el referente, que es siempre indecible. “Las palabras son ilimitadas, pero descienden al alcance del buscador. ‘Nada existe que no dispongamos Nosotros tesoros, pero no lo hacemos bajar sino según una medida determinada’ (Corán 15,21). La sabiduría es como la lluvia, infinita en su origen, aunque cae en una medida conveniente y más o menos proporcionada en invierno, primavera, verano y otoño”[73].

La “herejía” radical tiene que ver, también en Rumi, con el Misterio inefable de “Dios”. Nadie puede decir “Dios es esto” o “es así”, pues sería encerrarlo en la cárcel de un significado. Dios “se muestra bajo cien colores en cada instante. ‘Dios está en un nuevo estado cada día’ (Corán 55,29). Y si Él se manifiesta de cien mil maneras, nunca son semejantes las unas a las otras. Pues bien, tú ves a Dios en este momento en sus signos y acciones y lo ves distinto en cada instante. Ninguna de sus acciones se parece a otra (…). Y la manifestación de su esencia es tan múltiple como cambiante. Compara esto con aquello. Tú eres una parte del poder de Dios: en cada instante te transformas de mil maneras y nunca eres el mismo”[74].

En conclusión: la herejía de la elección es inevitable, porque todas nuestras palabras para decir al Infinito – al igual que todas nuestras acciones para crearlo practicándolo– son inevitablemente finitas, particulares, parciales. Pero no es buena elección repetir o imitar las palabras o el lenguaje del pasado (háiresis mimética), sino “recrear” las palabras y el lenguaje y todas las formas y significados del pasado (háiresis poética), para que vuelva a emerger en nuevas formas el espíritu o la vida que las alentó en otro tiempo. Y no debiéramos condenarnos los unos a los otros porque utilicemos palabras o imágenes distintas y les demos “otros significados” que sugieran el Misterio indecible, vivo y transformador.

7. A modo de conclusión: un ecumenismo más allá de ortodoxia y heterodoxia

No condenarnos, no lanzar el anatema. Tolerar y respetar a quien piensa y se expresa de modo distinto al nuestro, por muy heterodoxas que consideremos sus posiciones. Que desaparezca para siempre el anatema sit del vocabulario de la Iglesia.

Pero no basta con eso: no solo tolerar al otro, sino reconocerlo en su alteridad irreductible, es decir, negarnos a medirlo con nuestra medida, a someterlo a nuestro canon de verdad y de bien. Se impone una doble renuncia: la renuncia a la pretensión exclusiva de la verdad y del bien, y la renuncia a la identificación de la palabra con la verdad, del dogma con el Misterio, de la creencia con la fe. Una ascesis radical.

Dicho en forma positiva: reconocer en el otro una verdad o un bien de los que nosotros carecemos, abrirnos a la Realidad más grande a través de la mirada del otro, disponernos a hacer crecer a Dios en el mundo en comunión con el otro, a pesar y a través de nuestras diferencias.

Ésa es la clave de un nuevo ecumenismo intra-eclesial e inter-eclesial, intra-religioso e inter-religioso, inter-conviccional, inter-cultural. Un ecumenismo necesariamente trans-religioso. Nadie ocupa el centro. Cada ser humano, cada viviente, cada átomo es el centro de un universo o multiverso absolutamente interrelacionado. “Dios” es, según la genial e irrepresentable definición dada por el Libro de los 24 filósofos, “una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna”.

El Concilio Vaticano II abrió una tímida puerta, cuando reconoció que existen fragmentos de verdad o de bien en las religiones no cristianas (Nostra Aetate n. 2) o cuando a las Iglesias que se hallan fuera de la comunión con Roma las calificó como “hermanos separados”. Pero ahí se sigue pensando todavía que el cristianismo es la única religión plenamente verdadera y que la Iglesia católica romana es la única iglesia propiamente católica. Y, como se sabe, la Declaración Dominus Jesus de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, firmada en el año 2000 por el entonces Cardenal Ratzinger, luego papa Benedicto XVI, supuso un claro retroceso, si no de la letra, sí al menos del espíritu del Vaticano II (Lumen Gentium, Unitatis Redintegratio), pues afirma que solo la Iglesia de católica romana es “la” Iglesia católica plena, y que la Iglesia ortodoxa es una mera “iglesia particular” y las iglesias protestantes y anglicanas no son “propiamente iglesias” sino meras “comunidades eclesiales” (n. 17). Aun sin anatema, ahí seguimos todavía con el esquema de la ortodoxia y la heterodoxia: una iglesia pretende poseer toda la revelación, con el papa como garante de la verdad plena.

Se impone un cambio radical de paradigma. Un primer paso importante del paso del ecumenismo de la tolerancia al ecumenismo del mutuo reconocimiento es el Documento católico-luterano Del conflicto a la comunión que, como se ha recordado más arriba, califica a Lutero –arquetipo hasta ayer de perverso hereje heterodoxo– como “testigo del Evangelio”. Y un gesto simbólico importante ha sido el abrazo que se dieron el 31 de octubre del 2016, en la catedral de Lund, de hermano a hermana, de igual a igual, el papa Francisco y la arzobispa primada de la Iglesia Luterana de Suecia.

Son unas señales nada más. Queda elaborar otra teología ecuménica, otra eclesiología, otra manera de entender la verdad, los dogmas y todo el lenguaje religioso. Otra manera de construir la comunión no a pesar de la diferencia, sino en la diferencia, por radical que ésta sea. Otra teología. Se impone cambiar de modelo de comunión entre las iglesias: de un modelo jerárquico, centralista y dogmático a un modelo descentralizado, democrático y práctico, al modelo del buen samaritano. Lo esencial para la unidad de los cristianos no es que todos profesen la misma doctrina y los mismos dogmas, ni que todos estén organizados en una misma estructura y sometidos a una misma autoridad suprema, sino que todos se reconozcan mutuamente con todas las diferencias teológicas e institucionales, sean cuales fueren. La unidad no se basa en ideas y ritos, menos aun en el acatamiento de una autoridad suprema, sino en la fraternidad abierta, en la humanidad y en la vida, en una vida inspirada por la humanidad y la fraternidad universal.

La unidad no limita de ningún modo la pluralidad, y la diversidad no impide de ningún modo la unidad. Todos podemos compartir ese criterio en abstracto, pero ¿qué hacer cuando nuestras teologías no son conciliables, cuando resulta imposible llegar a un acuerdo en nuestra manera de pensar y de organizarnos? ¿No necesitaremos una última palabra que dirima o resuelva todas las discusiones? Ésa ha sido y puede seguir siendo hoy todavía la gran tentación.

“Dios ha dicho”, “Jesús dijo”, “La Iglesia dice”… Hemos construido numerosos argumentos de este tipo, que supuestamente podrían garantizar en última instancia la unión, estableciendo claramente los límites de la verdad y de la mentira. Supuestamente. Todo límite claro entre verdad y error teológico es un constructo humano, una opinión, una elección, una “herejía”, y no de la buena. Creer que existe una última palabra contradice la condición histórica, particular y provisional de la palabra humana. Ninguna palabra humana puede saltar por encima de su condición histórica. Todas las palabras se deshacen como las olas en la arena, y vuelven a brotar: la ola se disuelve, el agua vuelve al mar, sopla el aire, se forman nuevas olas, y así sin cesar. Las palabras se disuelven en el límite de la palabra, como las olas se disuelven en el límite de la playa, diluyendo la frontera entre el océano y la tierra, cambiando sin cesar las perspectivas, abriendo nuestra mirada al horizonte ilimitado de la tierra o del mar. Es el mismo horizonte, aunque nos parezcan opuestos.

Claro que cualquier comunidad humana, en su funcionamiento concreto, necesita regular procedimientos para gestionar las diferencias sin que perjudiquen la convivencia, y en determinados casos puede llegar a ser necesario que una persona o comisión delegada –con el poder otorgado por la propia comunidad– en algún momento zanje un debate, diga la “última palabra”. Pero la “última palabra” es siempre provisional. No sirve para definir la verdad última ni para que cesen definitivamente el diálogo y la palabra, sino para reemprender la búsqueda común. Y sin anatemas de por medio. Y con una salvedad: la Iglesia no es “una” comunidad, sino muchas, una siendo muchas, una en cuanto muchas, diferentes y libres.

Toda palabra nos separa tanto como nos une, y la “última palabra” nos separa más que nos une. Mientras nos aferremos a la pretensión de poseer la última palabra o dependamos de alguien que la diga para todos y nos dispense del riesgo y la búsqueda compartida, no podremos avanzar por el camino de la comunión en la diferencia o de la diferencia en la comunión.

Nos hallamos muy lejos de un modelo teórico de Iglesia y de unas instituciones eclesiales prácticas que reconozcan a la pluralidad el lugar que le corresponde, y ahí reside el mayor reto que hoy tiene ante sí el ecumenismo, tanto entre las diversas iglesias cristianas como en el interior de la Iglesia católica romana. Solo podremos unirnos más allá de la palabra –doctrina, teología, dogma–: en el silencio y en la humildad, en el reconocimiento mutuo, en la acogida mutua en torno a la misma mesa, siendo compañeros de pan, palabra y camino, a través de caminos diversos, caminando sin una meta preestablecida, hacia el ecumenismo universal más allá de todas las iglesias y religiones.

No nos separa la diversidad, sino el no poder aceptarla. No nos separa la teología, sino el creer que la nuestra es la verdadera. ¿Será que todo habría de darnos igual? De ningún modo: necesitamos una lengua para entendernos, y cada lengua necesita una gramática para que sea comprensible y ayude a comprenderse. Pero todo lo que puede decirse puede ser dicho en muchas lenguas, y cuantas más lenguas conozcamos con más gente podremos entendernos mientras vamos peregrinando por el mundo.

Así que no todo es igual, pues somos hablantes y en la medida en que lo somos. Pero todas las palabras juntas no alcanzan a decir todo lo que es, a no ser callando, como la ola en la playa, mansamente.

Lo que llamamos “verdad” –en última instancia, la Realidad, Lo Que Es– es mucho más, infinitamente más, que todas las palabras y todas las lenguas. La Realidad total es totalmente indecible. Todo Lo Que Es no cabe en la palabra.

No cabe ni en todas las palabras ni lenguas del mundo, dice el evangelio de Juan, y ésa es justamente la última palabra del cuarto Evangelio: “Este discípulo es el mismo que da testimonio de todas estas cosas y las ha escrito. Y nosotros sabemos que dice la verdad. Jesús hizo muchas otras cosas. Si se quisieran recordar una por una, pienso que ni en el mundo entero cabrían los libros que podrían escribirse” (Jn 21,24-25). Las palabras son inagotables, pero la Realidad lo es infinitamente más.

El testimonio del “discípulo amado” –y todos los testimonios religiosos o no religiosos, más allá de todos los dogmas y palabras– atestiguan que la Realidad Primera y Última es Amor, es decir, bondad feliz y transformadora. Y el Amor acoge a todos, más allá de la palabra –ortodoxa u heterodoxa–, para que todo se transforme en la bondad, para que todos los seres nos ayudemos los unos a los otros a respirar y descansar en el mismo Espíritu de la vida, sin asedio. En eso consiste el verdadero ecumenismo, más allá de todas las fronteras eclesiales, religiosas o conviccionales, más allá de todas las formas, más allá de toda palabra y sin última palabra.

En: José Arregi y otros, Herejías y disidencias

Tirant Humanidades (Diáspora), Fundación Chaminade, Madrid 2018, p. 13-53

  1. Cf. G. Theissen, El movimiento de Jesús. Historia social de una revolución de valores, Sígueme, Salamanca 2005.
  2. Ib., pp. 249-273.
  3. Ib., p. 249 (y 274-296).
  4. J.D. Crossan, El poder de las parábolas, PPC, Madrid 2014, pp. 51-142.
  5. Quito, 7 de Julio 2015. La independencia de América, dijo también en la misma ocasión, fue un grito por “estar siendo exprimidos y saqueados”.
  6. Michel de Certeau, La debilidad de creer, Katz editores¸ Buenos Aires 2006, p. 229. “Él permite limitándose. Su muerte es la detención de su vida particular; precisamente de ese modo permite comunidades cristianas (…), ‘obras’ diferentes, lenguajes apostólicos. (…). En el mismo momento da lugar al Padre y las comunidades futuras. Un solo gesto es idénticamente el de desaparecer y el de posibilitar el signo plural de lo mismo. Jesús planea su propio límite a la vez como la seriedad de su particularidad (todo hombre muere) y como la posibilidad de los otros. Por eso, la naturaleza de su acto es sucesivamente manifestado por el hecho de que siempre está vivo (la Resurrección), que ya no está presente (la Ascensión) y que instaura el régimen pluralista de relaciones reales con ‘nuestro Padre’ (el Pentecostés)” (ib., pp. 126-127).
  7. Ib., p. 127.
  8. Para lo que sigue, cf. especialmente L.M. White, De Jesús al cristianismo, El Nuevo Testamento y la fe cristiana: un proceso de cuatro generaciones, Verbo Divino, Estella 2007.
  9. Cf. A. Piñero, Los cristianismos derrotados. ¿Cuál fue el pensamiento de los primeros cristianos heréticos y heterodoxos?, Edaf, Madrid 2007, pp. 24-39.
  10. La segunda carta de Pedro, escrita bajo ese pseudónimo por un autor anónimo entre finales del s. I y mediados del s. II, habla de “haireseis perniciosas” (2 P 2,1).
  11. Cit. por H. Raisanen, El nacimiento de las ideas cristianas, Sígueme, Salamanca 2012, p. 479.
  12. “Ningún escrito del Nuevo Testamento nació con la etiqueta ‘canónico’ pegada a él” (Wrede, ci. en H. Räisänen, El nacimiento de las creencias cristianas, Sígueme, Salamanca 2011, p. 21).
  13. Francisco García Bazán, El Evangelio de Judas, Trotta, Madrid 2006, p. 12.
  14. H. Küng, Cristianismo. Esencia e historia Trotta-Círculo de Lectores, Madrid 1997, p. 203.
  15. Para una panorámica general de las herejías condenadas a lo largo de la historia, cf. H. Masson, Manual de herejías, Rialp, Madrid 1989.
  16. H. Küng, o.c., p. 240.
  17. H. Küng, o.c., p. 141.
  18. Cit. por J.M. Iraburu, quien hace suyo y lleva al extremo el diagnóstico de Juan Pablo II en su artículo “Innumerables herejías actuales” de la página ultraconservadora Infocatólica: http://infocatolica.com/blog/reforma.php/0911061117-39-innumerables-herejias-actu.
  19. En www.correctiofilialis.org
  20. http://www.vaticanocatolico.com/iglesiacatolica/vaticano-ii-herejia-judios/#.WaaeWWdLfIU
  21. https://radiocristiandad.wordpress.com/2017/02/21/la-doble-herejia-del-nuevo-catecismo-catolico-semiarrianismo-y-gnosis/
  22. https://moimunanblog.com/101-herejias-de-juan-pablo-ii/
  23. Daniel Innerarity, La sociedad invisible, Espasa, Madrid 2004, introducción.
  24. P.L. Berger, The heretical Imperative. Contemporary Possibilities of Religious Affirmation, Anchor Press, Nueva York 1980, p. 25.
  25. Josetxo Beriain e Ignacio Sánchez de la Yncera, “Metamorfosis de las creencias y edad postsecular”, en Eduardo Bericat Alastuey (ed.) Sociologías en tiempos de transformación social, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid 2012, p. 131.
  26. U. Beck, El Dios personal. La individualización de la religión y el espíritu del cosmopolitismo, Paidós, Barcelona 2009, pp. 72-100. La globalización es lo que tiene lugar en el mundo exterior; la cosmopolitización es lo que tiene lugar en el interior de lo nacional, local, personal. Es preciso acoplar individualización y cosmopolotización, pues la individualización sin cosmopolitización llevaría al individualismo y al final a la intolerancia personal o grupal: yo/nosotros contra él/ellos (ib., p. 130).
  27. Ib., p. 38.
  28. Ib., p. 94.
  29. Ib., p. 137.
  30. Ib., p. 134.
  31. Ib., p. 136.
  32. Ib., p. 101.
  33. Ib., p. 105.
  34. Ib., p. 89.
  35. Así puede escribir Pérez Zagorin: “De todas las grandes religiones del pasado y el presente, el cristianismo ha sido con diferencia la más intolerante… Desde sus inicios, lo fue con las religiones no cristianas: primero con el politeísmo grecorromano; después con el judaísmo –del que se había escindido –, y más tarde, también con el islam. En su historia temprana, ya en tiempos de los apóstoles, lo fue cada vez más con la herejía y los herejes, es decir, con aquellas personas que, mientras adoraban a Dios, se distanciaban de la doctrina ortodoxa y desarrollaban opiniones, creencias y dogmas divergentes” (Pérez Zagorin, How the Idea of Religious Toleration Came to the West, Princeton University Press, Princeton 2004, cit. en U. Beck, o.c. pp. 106-107).
  36. U. Beck, o.c., p. 89.
  37. Ib., p. 105.
  38. Ib., p. 88.
  39. Ib., p. 111.
  40. Ib., p. 112.
  41. Ib., p. 111.
  42. Ib., p. 117.
  43. Cf. S. Zweig, Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia, El Acantilado, Barcelona 2002.
  44. K. Rahner, Cambio estructural de la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1974, p. 118.
  45. La historia más bella de Dios, Anagrama, Barcelona 1998, p. 62.
  46. M.A. Ouaknin, Elogio de la caricia, Trotta, Madrid 2006, p. 13.
  47. M.A. Ouaknin, La historia más bella de Dios, o.c., p. 66.
  48. Daniel C. Matt, La Cábala esencial, Robin Book, Barcelona 1997, p. 14.
  49. Ib., p. 44.
  50. Ib., p. 44.
  51. M. de Certeau, La debilidad de creer, Katz editores¸ Buenos Aires 2006, p. 87.
  52. Ib., p. 88.
  53. Ib., p. 89.
  54. Ib., p. 89.
  55. Ib., p. 296.
  56. Ib., p. 90.
  57. Ib., p. 222.
  58. Ib., p. 58.
  59. Ib., p. 78.
  60. Ib., p. 261.
  61. Ib., p. 64.
  62. Ib., p. 65.
  63. Ib, p. 65.
  64. Ib., p. 67.
  65. Ib., p. 86.
  66. Ib., p. 121.
  67. Ib., p. 122.
  68. Ib., p. 68.
  69. Ib., p. 68.
  70. Y. Rumi, Fihi-Ma-Fihi. El libro interior¸ Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México 1996, cap. 44.
  71. Ib., cap. 23.
  72. Ib., cap. 11.
  73. Ib., cap. 7.
  74. Ib., cap. 26.