Todos los santos y santas de Dios

            ¡Hola, amigos, amigas:

            A comienzos de Noviembre celebramos con alegría a todos los santos y recordamos con piedad a todos los difuntos. Es comprensible que distingamos santos y difuntos, que un día demos culto a los santos y al día siguiente recordemos con cariño a nuestros difuntos. Pero no sé. ¿No están todos en Dios? ¿No están enteramente en la memoria y el corazón de Dios? ¿No han sido ya curadas del todo las heridas de todos los difuntos, y liberadas todas sus ataduras ? ¿Y no necesitaron también los santos, por santos que fueran, que Dios curara muchas heridas que llevaron abiertas de esta vida, que Dios colmara tantos vacíos con los que la muerte les sorprendió? ¿No es la misericordia de Dios la única confianza para todos los difuntos, santos o no? ¿No será que la gracia de Dios ha santificado ya a todos los difuntos?

            Sí, es comprensible que a algunos difuntos los declaremos santos y los honremos, pues pasaron la vida haciendo el bien. Y aún cuando les hicieron daño, ellos hicieron el bien, y encarnaron a Dios y anticiparon el Reino. Y son ejemplo y nos dan consuelo. Es comprensible que les declaremos “cánon de vida” y les demos culto. No obstante, los hombres y las mujeres que pasaron la vida haciendo el bien  son infinitamente más numerosos que aquellos que han sido canonizados. Es decir, son infinitamente más los santos anónimos que los santos canonizados. ¡Gracias a Dios! “Si Dios salva a los buenos, ¡con cuánta más razón salvará a los malos!”, dijo un santo budista del s. XII (sólo que él decía el Buda Amida donde yo he dicho Dios). Es muy simple: en la vida y en la muerte, somos de Dios, y la misericordia de Dios es nuestra esperanza para todos. Eso es tan simple como la vida y la muerte.

Otra cosa son nuestras cosas, las cosas “eclesiásticas”: las estatuas, los altares, los procesos, los dineros, los intereses. Y la política, ¡claro!, bastante política, o mucha política. Normal y comprensible, y nada santo por cierto. Y si no, ¿por qué hay tantos santos obispos y tan pocos santos campesinos? ¿Por qué tantos santos clérigos y tan pocos santos laicos? ¿Por qué tantos santos religiosos célibes y tan pocos santos casados o solteros? ¿Por qué tantos hombres santos y tan pocas mujeres santas? ¿Por qué tantos santos europeos y tan pocos santos de otros continentes? ¿Por qué tantos santos ricos y tan pocos santos pobres?

Y, por decirlo todo, ¿por qué tantos santos franquistas y ningún santo republicano? ¿Por qué son santos los sacerdotes martirizados por la República y no lo son -por ejemplo, que es lo que mejor conozco- los sacerdotes vascos martirizados por la Falange entre julio y octubre de 1936? Dicen algunos que es diferente, que unos fueron martirizados por ser cristianos y los otros por ser nacionalistas; pero más verdad que eso me parece a mí que los unos fueron martirizados por ser cristianos antirrepublicanos y los otros por ser sacerdotes antifranquistas. Es normal: hubo entonces mucha política de la mala, y sigue habiendo hoy mucha política de la misma.

Y los olvidados de siempre son los pobres mártires de un lado y del otro. Los delatados, torturados y exiliados. Y el miedo y la angustia, la soledad y el dolor de las familias de los unos y de los otros… Dolor, dolor, dolor. Y la infamia de perseguir, torturar, matar por unas ideas o por unas banderas. Y de una santa vez, ¿por qué no canonizará la Iglesia por aclamación, sin procesos ni dineros ni políticas de por medio, a todas las personas buenas y a todos los mártires de todas las confesiones, de todas las religiones y de todas las ideologías laicas y ateas? Todos los mártires y difuntos olvidados son santos en la misericordia de Dios, en su memoria infinita, en su inmenso corazón latiente.

            ¿Y el nardo? Había dos nardos. Crecieron sus tallos, engordaron sus capullos llenos de aroma, y empezaron a abrirse y a darse en perfume. Pero un día, uno de los nardos, no sé por qué, empezó a ponerse mustia y sus capullos se fueron marchitando, y simplemente murió. Tres semanas después, el viento dobló al otro nardo en todo su esplendor, dejándolo medio partido. Algún fraile de buena voluntad lo partió del todo y plantó en la maceta el tallo cortado, y los capullos siguieron abriéndose, fragantes, como si nada hubiera pasado. Pero no pudo seguir. Aún le quedan doce capullos, que ya no se abrirán, pero tampoco se guardarán para sí, pues morir, para un nardo, es otra forma de regalarse y de vivir en otros aromas secretos y en la hierba que ya crece junto a la raíz.

            En Arantzazu tenemos un día de sol espléndido. ¡Gracias, hermano sol, que doras la roca y las hojas del haya!             ¡Paz y bien!

¡Hola, amig@s!

A comienzos de Noviembre celebramos con alegría a todos los santos y recordamos con piedad a todos los difuntos. Es comprensible que distingamos santos y difuntos, que un día demos culto a los santos y al día siguiente recordemos con cariño a nuestros difuntos. Pero no sé. ¿No están todos en Dios? ¿No están enteramente en la memoria y el corazón de Dios? ¿No han sido ya curadas del todo las heridas de todos los difuntos, y liberadas todas sus ataduras ? ¿Y no necesitaron también los santos, por santos que fueran, que Dios curara muchas heridas que llevaron abiertas de esta vida, que Dios colmara tantos vacíos con los que la muerte les sorprendió? ¿No es la misericordia de Dios la única confianza para todos los difuntos, santos o no? ¿No será que la gracia de Dios ha santificado ya a todos los difuntos?

Sí, es comprensible que a algunos difuntos los declaremos santos y los honremos, pues pasaron la vida haciendo el bien. Y aún cuando les hicieron daño, ellos hicieron el bien, y encarnaron a Dios y anticiparon el Reino. Y son ejemplo y nos dan consuelo. Es comprensible que les declaremos “cánon de vida” y les demos culto. No obstante, los hombres y las mujeres que pasaron la vida haciendo el bien son infinitamente más numerosos que aquellos que han sido canonizados. Es decir, son infinitamente más los santos anónimos que los santos canonizados. ¡Gracias a Dios! “Si Dios salva a los buenos, ¡con cuánta más razón salvará a los malos!”, dijo un santo budista del s. XII (sólo que él decía el Buda Amida donde yo he dicho Dios). Es muy simple: en la vida y en la muerte, somos de Dios, y la misericordia de Dios es nuestra esperanza para todos. Eso es tan simple como la vida y la muerte.

Otra cosa son nuestras cosas, las cosas “eclesiásticas”: las estatuas, los altares, los procesos, los dineros, los intereses. Y la política, ¡claro!, bastante política, o mucha política. Normal y comprensible, y nada santo por cierto. Y si no, ¿por qué hay tantos santos obispos y tan pocos santos campesinos? ¿Por qué tantos santos clérigos y tan pocos santos laicos? ¿Por qué tantos santos religiosos célibes y tan pocos santos casados o solteros? ¿Por qué tantos hombres santos y tan pocas mujeres santas? ¿Por qué tantos santos europeos y tan pocos santos de otros continentes? ¿Por qué tantos santos ricos y tan pocos santos pobres?

Y, por decirlo todo, ¿por qué tantos santos franquistas y ningún santo republicano? ¿Por qué son santos los sacerdotes martirizados por la República y no lo son por ejemplo, que es lo que mejor conozco los sacerdotes vascos martirizados por la Falange entre julio y octubre de 1936? Dicen algunos que es diferente, que unos fueron martirizados por ser cristianos y los otros por ser nacionalistas; pero más verdad que eso me parece a mí que los unos fueron martirizados por ser cristianos antirrepublicanos y los otros por ser sacerdotes antifranquistas. Es normal: hubo entonces mucha política de la mala, y sigue habiendo hoy mucha política de la misma.

Y los olvidados de siempre son los pobres mártires de un lado y del otro. Los delatados, torturados y exiliados. Y el miedo y la angustia, la soledad y el dolor de las familias de los unos y de los otros… Dolor, dolor, dolor. Y la infamia de perseguir, torturar, matar por unas ideas o por unas banderas. Y de una santa vez, ¿por qué no canonizará la Iglesia por aclamación, sin procesos ni dineros ni políticas de por medio, a todas las personas buenas y a todos los mártires de todas las confesiones, de todas las religiones y de todas las ideologías laicas y ateas? Todos los mártires y difuntos olvidados son santos en la misericordia de Dios, en su memoria infinita, en su inmenso corazón latiente.

¿Y el nardo? Había dos nardos. Crecieron sus tallos, engordaron sus capullos llenos de aroma, y empezaron a abrirse y a darse en perfume. Pero un día, uno de los nardos, no sé por qué, empezó a ponerse mustia y sus capullos se fueron marchitando, y simplemente murió. Tres semanas después, el viento dobló al otro nardo en todo su esplendor, dejándolo medio partido. Algún fraile de buena voluntad lo partió del todo y plantó en la maceta el tallo cortado, y los capullos siguieron abriéndose, fragantes, como si nada hubiera pasado. Pero no pudo seguir. Aún le quedan doce capullos, que ya no se abrirán, pero tampoco se guardarán para sí, pues morir, para un nardo, es otra forma de regalarse y de vivir en otros aromas secretos y en la hierba que ya crece junto a la raíz.

En Arantzazu tenemos un día de sol espléndido. ¡Gracias, hermano sol, que doras la roca y las hojas del haya!

¡Paz y bien! (Publicado el 8 de noviembre de 2007)