Todos somos santos

Amigas santas, amigos santos de Dios:

Hace unos días celebramos la fiesta de todos los santos, y yo me dije: “Está muy bien que celebremos a todos los santos, pero ¿no sería mejor celebrar que todos somos santos?” Sería muy distinto, y nos haría mucho bien. Porque las fiestas hacen bien cuando uno siente en lo más profundo: “Es mi fiesta. Puedo celebrarme. Me alegro de ser lo que soy”.

Pero ¿qué pasa con la fiesta de todos los santos? Pasa que, normalmente, celebramos a los santos elevados a los altares, a los santos del Santoral, a los santos canonizados, a todos ellos. Son muchos, y algunos nos gustan y otros no, a algunos los sentimos cerca y a otros muy lejos, unos nos consuelan y otros nos asustan. Pero con los unos y con los otros, con tanta santidad, nos sentimos un poco abrumados: “¡Qué lejos estoy! ¡Qué pecador soy! ¡Qué pena de vida la mía!” Y de pronto se le van a uno las ganas de celebrar.

Es verdad que las cosas van cambiando y que, en casi todas las homilías de esta fiesta, se insiste en que no solamente celebramos a los santos de los altares, a los santos oficiales, sino también a otros muchos santos y santas, santos anónimos, sin títulos ni milagros en su haber, hombres y mujeres buenas que casi nadie conoció, pero que lo dieron todo, o que simplemente hicieron lo que pudieron. Está muy bien que los celebremos también a ellos en la fiesta de todos los santos. A gusto los pondríamos a ellos y a ellas los primeros de la lista: una multitud de gente anónima y sencilla antes que todos los santos solemnes. Pero no sé si con eso sería bastante. Pienso que aún seguiríamos sintiéndonos un poco abrumados: “¡Qué lejos sigo estando! Yo no soy ni de lejos tan bueno como ellos. ¡Ni siquiera sé si hago lo que puedo!” Hasta este recuerdo más entrañable de los santos anónimos nos produce algo de desazón, o de desaliento. El listón sigue alto, la medida nos sobrepasa, y también esta fiesta se nos acaba aguando.

¿Qué tal si celebráramos la fiesta de la santidad y de la bondad de todos los seres, sin excluir nada, sin excluir a nadie, ni a ti ni a mí? Una fiesta en la que todos pudiéramos celebrar la bondad y la santidad de Dios que nos habitan. Sí, también tú y yo santos. Una fiesta en la que pudiéramos sentirnos en la compañía y comunión universal de la santidad, sin que nada ni nadie nos hiciera sentirnos mal vistos, ni siquiera por nosotros mismos. Una fiesta en la que pudiéramos vernos como Dios nos ve y cada uno sin excepción sintiéramos en lo más profundo: “¡Qué bien que soy! Voy a celebrarlo!”.

Yo creo que de eso se trata en la Fiesta de todos los Santos. Pero para eso tenemos que ir mucho más allá de todas las fronteras. En primer lugar, mucho más allá de las fronteras de la santidad canónica. Todos los santos han sido canonizados de acuerdo a un determinado canon o medida de santidad. Y dudo mucho de que el canon de la santidad canonizada sea santo. Ese canon, esa regla la impuso alguien, y alguien decidió: “Éste es santo, ese otro no”. No tienes más que mirar la lista del santoral: hallarás muchos hombres, y pocas mujeres; muchos sacerdotes u obispos, y pocos “laicos”; muchos religiosos (incluso religiosas), y pocos “seculares”. Y encontrarás que todos son católicos: ningún santo protestante o anglicano, ningún santo hereje. Y encontrarás, por supuesto, que todos son cristianos: ningún santo musulmán o budista, y ¡faltaría más! ningún santo ateo o agnóstico. Si sigues mirando, encontrarás que fueron canonizados muchos que fueron muertos por defender una fe o una causa o una patria, pero no otros muchos que fueron muertos por defender otra fe u otra causa u otra patria distinta. Salta a la vista que nuestros cánones de santidad no son muy santos, porque nos impiden canonizar a todos los santos.

Pero aun en el caso de que hubieran canonizado a todos los santos de una y otra parte, de una y otra religión, de una y otra convicción, aun en ese caso no serían realmente “todos los santos”, porque no nos permitirían canonizar a todos, declararnos a todos santos, santos en Dios, santos como Dios. Y ahí está la clave de la fiesta, amigo, amiga: ¿sólo los santos son santos, o lo son todos, lo somos todos? Sí, todos somos santos, todos lo son: también el asesino es santo (¿te crees tú acaso mejor que un asesino? ¿Qué te falta para serlo?). Y todas las criaturas son santas y sagradas, hasta el virus de la gripe A (nos sentimos amenazados y le hemos declarado la guerra, y seguramente está bien que le hayamos declarado la guerra, pero imagínate que el virus pudiera contarnos su historia). Creo que sólo así podemos consolarnos y celebrar esta fiesta.

Pero ¿qué quiero decir al decir que todos somos santos? No quiero decir que todos somos perfectos, a la vista está que no. No hay nadie perfecto, pero todos somos santos. No somos enteramente santos, pero somos profundamente santos. Somos santos, quiero decir: somos buenos. Ser es bueno. Todos los seres son esencialmente buenos. Todos los seres humanos (también “los otros”, y también nosotros) somos buenos en nuestra entraña más honda y oculta. Somos santos, somos buenos, somos capaces de bondad. Todo ha nacido del corazón de la Bondad Divina, y esa bondad del Corazón Divino es nuestra esencia, nuestro nombre más propio, nuestra definición primera.

La Fiesta de todos los santos debería ser la fiesta de la santidad universal, o de la bondad universal. ¿Para qué somos creyentes sino para confiar en el misterio de la bondad universal de Dios, más verdadera y más poderosa que todo? ¿Para qué somos creyentes sino para encarnar y anunciar el consuelo de la bondad de Dios como nuestra primera fuente y nuestra posibilidad última?

Todo es bueno, todos son buenos. Y esto no es “buenismo”, no tiene por qué serlo. No quiero decir ¿cómo es posible decir? que todo está bien como está, como si en este mundo no hubiera tanta herida y desgracia. Basta abrir los ojos para ver que el mundo desborda de dolor tanto como de belleza, y para que se nos vuelvan los ojos húmedos de compasión y de lágrimas. ¡Abramos los ojos!

Pero si abrimos los ojos más aun, si los abrimos del todo, veremos que el corazón del mundo está hecho de bondad, que la bondad de Dios es el corazón de todos los seres, que todos los seres son santos y sagrados. El buenismo no es bueno, no lo es, pero ¿qué es lo que mueve nuestro corazón sino la bondad? El buenismo no es bueno, pero ¿qué podrá hacer que este mundo sea mejor sino la bondad?

Hace unos días, un comentarista político escribía en un periódico, citando a Maquiavelo, que los políticos han de saber “no ser buenos”. Me estremeció, y pensé: “Quiza tenga razón”. Pero luego pensé: “De acuerdo, con el buenismo no hacemos nada, pero ¿qué podrán hacer los políticos si no creen en la bondad, en la santidad de todas las personas humanas?” La estrategia de Maquiavelo ya ha sido ensayada y aplicada hasta el infinito en la política, en la economía, en la Iglesia (sí, también en la Iglesia, y no donde menos, tristemente): “el buen gobernante no ha de reparar en la bondad para conseguir sus objetivos”. Pero ¿qué podrá traernos una política, una economía, una religión sin fe en la bondad? A la vista está: dividirán el mundo en santos e impíos y buscarán el bien de unos para mal de otros. Y nunca llegará la fiesta de todos, pero es la fiesta que necesitamos.

La fiesta de todos los santos es la fiesta de todos, más allá de nuestros cánones y medidas. Es la fiesta de la esperanza para todos. Es la fiesta que Jesús proclamó. Un día se sintió inspirado, subió a una montaña y proclamó: “¡Dichosos! ¡Dichosos todos, porque Dios os lleva en su corazón! ¡Dichosos todos, porque todos los infiernos serán destruidos! Todos venís de la bondad dichosa de Dios, todos camináis hacia su bondad dichosa, también los que hacéis la guerra, los que hacéis llorar. Yo creo en vuestra santidad, en vuestra bondad. Hacéis el mal, pero no sois malos. Hacéis el mal, porque no os sentís dichosos. Hacéis el mal, pero no sois culpable. Creed en vuestra bondad, en la santidad universal, como cree Dios. Creed que la bondad os hará dichosos, y que la dicha os hará buenos. ¡Sed buenos y dichosos, en nombre de Dios!”.

Jesús también pronunció maldiciones, lo sé. Pero fue más tarde. La Bienaventuranza fue la primera palabra de Jesús y será la última palabra de Dios para todas las criaturas. La Bienaventuranza de Jesús nos declara santos, y esperamos que acabará por hacernos buenos, y lo celebramos.

¡Que la Bienaventuranza de Jesús te consuele!

(5 de noviembre de 2009)