Un nuevo sínodo sobre la palabra de Dios
Amigas, amigos:
El domingo pasado, día 26 de Octubre, se clausuró en Roma el Sínodo sobre la Palabra de Dios. En realidad, la misma inauguración me pareció una especie de clausura, pues las puertas de la Capilla Sixtina se cerraron y los padres sinodales quedaron allí enclaustrados durante tres largas semanas, mirando de frente los murales del Juicio Final de Miguel Ángel. Quiero pensar, sin embargo, que la palabra de Dios para sorpresa y consuelo de los padres encerrados irrumpió una y otra vez desde el fondo del corazón y desde todos los rincones del mundo, atravesando todos los muros, aliviando las rémoras, despejando los prejuicios. Y resolviendo todos los juicios finales en reconciliación universal, y los miedos en esperanza.
Me felicito de que Roma haya organizado un sínodo sobre la Palabra de Dios, y se haya propuesto difundir la Biblia y animar su lectura entre todos los cristianos y cristianas. Al fin y al cabo, no hace muchas décadas que la iglesia católica más bien desaconsejaba la lectura de la Biblia. Y no olvidemos que una constitución dogmática confirmada por el papa Clemente XI en 1713 y nunca rectificada condenó como “falsas, escandalosas, erróneas y heréticas” varias afirmaciones del teólogo Pascasio Quesnel; por ejemplo ésta: “Es útil y necesario en todo tiempo, en todo lugar y a todo género de personas estudiar y conocer el espíritu, la piedad y los misterios de la Sagrada Escritura”. O esta otra: “Arrebatar al pueblo sencillo este consuelo de unir su voz a la voz de toda la Iglesia es uso contrario a la práctica apostólica y a la intención de Dios”. ¿Dónde está la herejía?
¡Bienvenido sea, pues, un sínodo sobre la Biblia! Sobre su desarrollo concreto, apenas tengo elementos de juicio. Me limito, pues, a sugerir unas pinceladas de cómo desearía que fuera un Sínodo eclesial sobre la Palabra de Dios. Sería un sínodo muy libre, a imagen del Espíritu que sopla donde quiere. Un sínodo sin muros, sin puertas cerradas, sin numerus clausus, sin límites confesionales, sin censuras ni reservas ni monopolio de palabra. De hecho, una de las mayores novedades de este Sínodo vaticano ha sido que en él ha intervenido por primera vez el patriarca de Constantinopla Bartolomé I, que es el presidente honorífico de todas las iglesias ortodoxas, si bien no tiene sobre ellas ningún poder jurisdiccional (así fue en realidad el primado de Roma sobre otras iglesias durante mil años, y el actual papa Benedicto XVI, cuando aún era solamente Joseph Ratzinger, declaró en 1976 que el papa no ha de poseer sobre otras iglesias más poder que el que tuvo el obispo de Roma durante el primer milenio, lo que equivale a reconocer que no debería ser él quien nombrara los obispos ni tuviera la última palabra en nada). Vuelvo al patriarca Bartolomé I. A pesar de su tiara y de sus aires medievales, sus citas de los Santos Padres sonaban a nuevo, y tuvo palabras llenas de frescura. “Hemos de aprender a oír la palabra, a ver la palabra, a tocar la palabra”. Así es en efecto, pues la palabra se hizo carne y se hace continuamente carne de mundo y carne de nuestra vida.
Sería un sínodo que honrara la exégesis de la vida con sus luces y sus luchas. Un sínodo abierto a los cuatro puntos cardinales de la Tierra, pues “por toda la tierra se extiende su eco y hasta el confín del mundo su mensaje” (Sal 19,5). Un sínodo de mujeres y de hombres de toda la tierra y de todas las culturas, con religión o sin ella, inspirados por el Espíritu universal, capaces de hablar y de enseñar, no sólo de escuchar y aprender. Un sínodo en el que ningún obispo necesitara proponer como una novedad que las mujeres puedan recibir el “ministerio del lectorado” para poder proclamar la palabra en el altar (¡pues las mujeres no tienen acceso aún ni siquiera al ministerio del lectorado!). Un sínodo que invitara a tomar la palabra a indígenas cargados de sabiduría ancestral, llena de respeto a lo sagrado en todas las criaturas. Un sínodo que escuchara a emigrantes y desplazados de todas las tierras y de todas las guerras. Un sínodo que aprendiera de las comunidades cristianas de base, largamente adiestradas en leer con certera sencillez la vida desde la Escritura y la Escritura desde la vida. Un sínodo en que tuvieran un puesto de honor muchos poetas inspirados con fe o ella, sin solideos ni capelos (pues ¿quién nos enseñará a escuchar, leer y reinventar la palabra mejor que los poetas?).
Necesitamos un sínodo permanente y abierto, donde nos enseñemos a oír palabras nuevas, recién estrenadas (¡palabras nuevas y frescas, por favor, queridos padres sinodales!). Necesitamos ver a Dios presente y hablando en todo, y contemplarlo todo con inmensa atención como palabra de Dios en acto de creación. Necesitamos tocar y palpar la palabra con nuestra lengua y nuestras manos, y sentir el consuelo de no sentirnos solos. Necesitamos como agua una palabra palabra de Dios en palabras humanas que pueda endulzar nuestras heridas y liberar nuestros profundos miedos.
¡Paz y bien!
(Publicado el 30 de octubre de 2008)