HANS URS VON BALTHASAR: DOS PROPUESTAS DE DIÁLOGO CON LAS RELIGIONES (II)

Segunda Parte

EL DIALOGO COMO RECONOCIMIENTO DE LA ALTERIDAD

 

Cambio de registro

En el año 61, escribía Balthasar: “No hay, en este lugar donde la Iglesia se origina históricamente y del que no puede tampoco desligarse jamás ónticamente, ninguna cuestión tan actual como la planteada entre el antiguo y el nuevo Israel”[1]. Aunque la designación, por lo demás tradicional, de la Iglesia como “nuevo Israel” no es, como tendremos ocasión de mostrar, del todo correcta, la idea teológica afirmada resultaba en aquellos momentos y quizás también en éstos bastante novedosa: la relevancia teológica decisiva de la relación entre Israel y la Iglesia. El autor advertía que lo que estaba en juego no era solamente la reparación que la Iglesia cristiana debía al pueblo judío, ni se trataba de una mera simpatía humanitaria para con el nuevo Estado de Israel. No, la relación con Israel constituye, más bien, la cuestión teológica decisiva para la Iglesia, pues es ahí donde se revelan el ser y la misión de la Iglesia: una Iglesia enraizada en Israel (en su elección, en su esperanza, en su Escritura, y más aún: en su tragedia, en su humillación, en su pecado), una Iglesia radicalmente destinada a los otros, invitada a salir de sí, llamada a perderse en la masa, y a replantear radicalmente su relación con el otro y con todos los otros: iglesias, religiones, culturas.

En efecto, el encuentro con Israel constituirá para la Iglesia cristiana el lugar decisivo de aprendizaje y ejercicio del diálogo. Israel se hará presente ante el cristiano como misterio inconquistable no solamente “antes de Cristo” (en cuanto profecía de Cristo), ni solamente “en Cristo” (en cuanto persona teológica “integrada” en Cristo), sino también “después de Cristo” (en cuanto pueblo que ha rechazado a Cristo, pero que no es rechazado por Dios). Israel es un aguijón que no deja de molestar y estimular a la Iglesia, que la impide descansar en sí y asegurarse, la expone a la intemperie, la despierta a la conciencia de su propia pobreza: “¡No te engrías! Más bien, teme” (Rm 11,20). Y así la dispone para el diálogo. Israel es el tú paradigmático que interrumpe el monólogo teológico del cristiano. Israel es el otro.

La Primera Parte de este trabajo ha puesto de manifiesto que el cristiano, en ausencia de un tú real, tiende a cerrarse en la ilusión de la posesión y de la identidad entre sus construcciones conceptuales y la realidad absoluta de Dios, a arrogarse el monopolio de la verdad, reconociendo a los demás a lo sumo la buena voluntad en la búsqueda o la posesión de meras semillas y partículas de verdad. El cristianismo ‑o, más concretamente, el catolicismo como única figura de la verdad cristiana‑ quedaba solo, no ya ante las religiones, sino ante el ateísmo. Pues bien, esta Segunda Parte quiere trazar un camino alternativo, el camino del auténtico diálogo desde el auténtico encuentro con el otro y desde el reconocimiento del otro en su alteridad.

Recorreremos este camino siguiendo de nuevo a Urs von Balthasar, pero según una lectura distinta. El hilo conductor y la clave de esta nueva lectura los hallamos en ese “lugar donde la Iglesia se origina históricamente y del que no puede tampoco desligarse jamás ónticamente”, es decir, en el paso nunca concluido del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento. El lugar propio, o el no-lugar propio, de la Iglesia es ese tránsito allí donde es imposible instalarse y afianzarse ante nadie. Es la Iglesia que nunca llega a ser plenamente “Nuevo Testamento”: una Iglesia constituida de “paganos y judíos” y permanentemente situada ante el judío y el pagano; una Iglesia nacida del judaísmo, pero que no es judía, y constituida de paganos, pero que no es pagana; una Iglesia “católica” (universal), pero que no abarca ni a todos los judíos ni a todos los paganos; una Iglesia tensionada y crucificada entre su constitutiva vocación de universalidad y su inapelable particularidad histórica; una Iglesia nacida de otra parte y destinada siempre a otra parte, sin origen y sin destino propio; una Iglesia, en consecuencia, sin “posesión” y despojada de toda pretensión. Una Iglesia así, que se conciba y se viva según las coordenadas de ese lugar de origen sin lugar, será seguidora y testigo del Hijo del hombre que no tuvo “dónde reclinar la cabeza”. Y será una Iglesia en verdadera actitud dialogal.

No oculto que esta segunda lectura de Balthasar podrá suscitar a menudo la objeción de que se aleja excesivamente del autor o lo toma solamente como pretexto o incluso contradice afirmaciones expresas suyas. No obstante, creo que esta lectura responde a lo más hondo y genuino de la teología balthasariana: la manfestación de la gloria de Dios en la cruz, en el autovaciamiento divino por solidaridad con la criatura amada; la Cruz que sella el paso de la particularidad judía a la universalidad cristiana, imposible de circunscribir a ninguna particularidad temporal, espacial, doctrinal, eclesial; la cruz que transforma el pecado mismo (el “endurecimiento” particularista: Rm 10,3; 11,7) de Israel en gracia de nuevo nacimiento eclesial (“habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía”: Rm 11,30); la cruz que impide a la Iglesia apoderarse de la gracia de Dios y la llama a ser testigo de su radical “diferencia” y de su universalidad (“Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia”: Rm 11,32), para lo cual será preciso que se coloque a sí misma en el último lugar o, más bien, en éxodo permanente de todo lugar[2].

He aquí el orden a seguir: tras presentar las razones y la urgencia del diálogo con Israel (Sección 1), se desarrollarán las dimensiones del misterio de Israel (Sección 2), así como su actualidad irreductible frente a la Iglesia (Sección 3). Así se abrirá paso a la Tercera Parte, que extraerá las conclusiones del diálogo con Israel con miras al diálogo con las religiones.

1. LA URGENCIA DEL DIALOGO CON ISRAEL

    1. Una cuestión cristiana secularmente pendiente

En 1958, cuando no sólo la conciencia común de la Iglesia, sino incluso la conciencia particular de los teólogos estaba aún lejos de despertarse en todo lo referente a Israel, Balthasar se preguntaba “si ha habido en algún lugar entre estos dos pueblos, siquiera de lejos, algo que pueda llamarse situación dialógica”[3]. Gran paradoja: siendo así que Israel y la Iglesia están llamados a ser el lugar dialógico por excelencia, un desierto de silencio se ha extendido entre ellos. Y el cristiano debe reconocer su responsabilidad no sólo en este silencio, sino en una inmensa injusticia secular: Balthasar constataba y lamentaba dos mil años de historia llenas por parte cristiana de “abismales incomprensiones y cortocircuitos teológicos”[4].

Buena parte de responsabilidad en esta historia de desentendimiento e injusticia incumbe al gran San Agustín; él rompió el diálogo, él inspiró en gran parte la actitud negativa de los cristianos frente a los judíos, a quienes considera “masa de impíos”, testigos negativos de la fe cristiana, separados de la alianza y privados de todos sus bienes, pueblo endurecido y vencido, perteneciente a civitas terrena[5] Con lo cual quedaba el camino abierto a las “penitencias, persecuciones y sufrimientos que la cristiandad ha infligido a la comunidad judía y que eran considerados por esta cristiandad como castigo divino”[6].

Fue necesario el Holocausto para despertar la conciencia cristiana y la conciencia teológica. Pero hubo precursores y pioneros: L. Bloy fue el profeta de una nueva sensibilidad humana y teológica; J. Maritain, inició una nueva elaboración teológica del significado histórico-salvífico de Israel; E. Przywara, E. Peterson, K. Barth, H. de Lubac y G. Fessard profundizaron esta perspectiva histórico-salvífica, y demostraron teológicamente que Israel seguirá siendo frente a la Iglesia y mientras dure el tiempo un pueblo elegido, desmontando los argumentos pseudo-teológicos (desarrollados, por ej., por San Agustín) que habían servido de base al antisemitismo[7]. Merece una mención especial P. Démann, quien, a partir de 1933, por medio de numerosos artículos en la revista La question d’Israel ‑que pasó a llamarse Cahiers Sioniens a partir de 1945‑, afirmó insistentemente la actualidad teológica de Israel como pueblo elegido y como raíz permanente de la Iglesia[8].

El cambio decisivo en el planteamiento teológico se da cuando se pasa de un mero sentimiento de benevolencia hacia los judíos a una valoración teológica seria de su actualidad histórico-salvífica. “El descubrimiento de la contemporaneidad”[9] de Israel constituye la novedad de la posición teológica actual en este campo: Israel no es solamente un “monumento” de los orígenes cristianos.

Así pues, tras la Segunda Guerra Mundial, la larga y trágica incomprensión cristiana de Israel se ha ido enmendando manifiestamente. Es sobre todo en el ámbito germánico y anglosajón donde la contribución ha sido y está siendo más rica, en la línea de un conocimiento más profundo del judaísmo[10], de una reflexión teológica acerca Israel[11] y de un diálogo cristiano-judío propiamente dicho[12]. ¿Quiere esto decir que ya existe un auténtico encuentro? Quizás todavía siga teniendo validez la constatación que hacía K. Hruby en 1974: “Es preciso constatar que un encuentro auténtico con el judaísmo todavía no ha tenido lugar o lo ha tenido en una medida muy escasa”[13].

1.2. Una cuestión central en Urs von Balthasar

H. Urs von Balthasar ofreció una contribución sustancial a este campo de la reflexión teológica. Es más, sostiene, en la afirmación citada al comienzo de esta Segunda parte, que “ninguna cuestión” teológica “es tan actual” como la de la relación de la Iglesia con Israel[14]. Hay que reconocer, no obstante, que esta contribución del autor sigue siendo desconocida y no ha sido puesta de relieve

En la línea de K. Barth, Balthasar analiza sobre todo la problemática del papel histórico-salvífico de Israel, y a partir de aquí plantea la cuestión radical: ¿qué sentido teológico tiene el hecho de que Israel perdure con su identidad propia al lado de la Iglesia? Es decir, plantea de lleno la cuestión de la actualidad de Israel. El texto bíblico inspirador es Rm 9-11, leído fundamentalmente en la línea de Barth: la historia salvífica es una dramática divina de la elección, que se resuelve cuando Dios mismo en el Hijo se hace solidario de la historia pecadora y condenada; el pecado de quien crucifica queda misteriosamente envuelto en el designio de amor universal del Dios crucificado, y así es transformado en acto paradójico de servicio a la reconciliación universal; de la dramática forma parte también el hecho de que el elegido Israel es relegado en beneficio de los paganos, de manera que a éstos no les cabe título alguno de superioridad sobre los judíos, ni siquiera sobre los judíos “culpables”, sino solamente un deber de gratitud para con ellos, que siguen siendo los primeros elegidos y destinatarios de la salvación de Dios.

Ahora bien, sin abandonar nunca esta clave “teodramática”, Balthasar aborda también el diálogo con Israel en forma de vis-a-vis concreto. A esto responde su discusión con M. Buber. He ahí a dos grandes figuras, la una cristiana y la otra judía, en un cara a cara singular, éste empeñado en reducir el cristianismo al judaísmo, aquél empeñado en reducir el judaísmo al cristianismo, pero ambos convencidos a fin de cuentas de la radical imposibilidad de llevar a término dicha reducción en ninguno de los dos sentidos.

Dos singularidades cara a cara. El título mismo del libro ya citado en que Balthasar consigna este diálogo único lo expresa bien: Einsame Zwiesprache, diálogo en soledad[15]. “El judaísmo, tal como él [M. Buber] lo entiende y el cristianismo, tal como la Iglesia lo presenta, se mantienen en pie juntos como los dos últimos testigos de una misión absoluta dada por Dios en el mundo, establecidos por un vínculo absolutamente escandaloso en un ser-así-y-no-de otra manera. A todos los demás, se les puede ‘reducir’ uno tras otro a antropología o a sociología o a psicología profunda, y a unos y a otros se les puede permutar en ‘fe filosófica’; el budismo, el Tao, los Gathâs, la Sabiduría de Sumeria, de Egipto y de Grecia, las ‘confesiones extáticas de todos los pueblos, que Buber ama y aprecia, poseen sin duda cada uno sus raíces particulares, pero todos desembocan en lo humano universal. Uno puede penetrar en su patrimonio espiritual, y aquello de lo que uno se apropia se convierte en propio, pues se trata de lo humano general. Se eliminan ciertas envolturas condicionadas por la época y se guarda el núcleo nutricio. Sólo dos formaciones en la historia del mundo son imposibles de adquirir de ese modo”[16]. Una postura muy distinta de aquella reducción del judaísmo al cristianismo, y más aún de aquella reducción del judaísmo al absurdo que veíamos practicar a Balthasar en la Primera Parte. Queda por saber si no habrá que decir de las demás religiones algo análogo a lo que aquí se dice del judaísmo…

En este diálogo, Balthasar emprende manifiestamente el camino más largo y difícil: no el camino del acuerdo fácil a base de nivelar las diferencias. Camino largo y difícil, pues el otro es reconocido en su alteridad en cuanto “irreductible”. Camino largo y difícil, pues se afirma con la máxima fidelidad y compromiso la singularidad de Jesucristo. Un diálogo que es un “combate”[17] en la fidelidad y el respeto al misterio siempre más grande.

1.3. Una cuestión crucial para el cristiano

El encuentro y el diálogo consecuente con Israel resulta crucial para el cristiano, para su manera de entenderse y para su manera de situarse ante el otro, ante las otras religiones, ante todo lo otro. En efecto, el diálogo con Israel obliga al cristiano a pensar de manera distinta su propia fe: su confesión de Jesús como Cristo y Salvador, su pertenencia a la Iglesia, su esperanza universal. “Lo que está en juego es un cambio que afecta al corazón mismo del pensamiento de la Iglesia. Nada en este pensamiento puede salir indemne” de este encuentro[18].

Más en concreto, ¿este “diálogo solitario” no invita al cristiano a plantear de manera distinta su relación con las otras religiones? Cierto, Balthasar no plantea esa cuestión, y más bien se oponía a establecer la analogía entre cristianismo-judaísmo y cristianismo-religiones. Pero éste es el núcleo de este estudio: propongo plantear el diálogo cristianismo-religiones en analogía con el diálogo cristianismo-judaísmo.

Los judíos son ciertamente nuestros “prójimos más próximos”[19], pues Israel no es exterior, sino interior a la Iglesia. El diálogo con él no es tampoco exterior, sino interior a la Iglesia. Ahora bien, al mismo tiempo, se puede y se debe afirmar que Israel es para la Iglesia el interlocutor más alejado e irreconciliable, pues es el que menos se deja integrar en la Iglesia. De ahí que la cuestión judía sea la cuestión de las cuestiones para los cristianos: la permanencia siempre actual frente a la Iglesia de aquél cuyo cumplimiento pretende ser ésta. Esa es la razón por la que K. Barth consideraba la relación del cristianismo con el judaísmo como la cuestión ecuménica central, tanto a nivel intraeclesial como extraeclesial.

En suma, Israel constituye el gran desafío y la gran oportunidad para el diálogo del cristianismo con las otras religiones. Desafío, pues Israel no se deja integrar y apropiar por la Iglesia. Oportunidad, pues así nos abre la vía para un nuevo diálogo no-reductor, no-integrador de la alteridad del otro. Israel, afirma el filósofo judío Neher, obliga “a la filosofía a toparse con su límite”[20], pues es imposible construir un sistema filosófico acerca del tú humano emplazado ante el Otro por antonomasia: ante Dios; análogamente, las construcciones teológicas del cristiano cobran ante Israel conciencia de su límite radical, de su incapacidad para elaborar un sistema acerca de la elección divina gratuita, irrevocable, universal.

2. EL MISTERIO IRREDUCTIBLE DE ISRAEL

El primer ensayo de Balthasar sobre Israel data de 1943 ‑se trata, pues, de “teología durante Auschwitz”‑, y lleva por título “Mysterium Judaicum”[21]. La primera palabra a pronunciar ante Israel y sobre Israel es la palabra “misterio”. Israel no solamente existe frente al cristiano, sino que existe como otro; y ese otro no solamente constituye un problema, sino que constituye un misterio, en el sentido de G. Marcel. Israel, aun en medio de su “pecado” y su rechazo del Mesías, contradice la voluntad “teológica” de saber, impide toda pretensión “cristiana” de poder.

2.1. El misterio de Israel: particularidad universal

Desde el punto de vista bíblico y, por consiguiente, cristiano, Israel es un misterio; lo es en virtud de su elección divina, la cual constituye el “dogma central” y “el origen del destino de Israel”, y dota a éste de un “factor teológico”[22]. De manera que Israel -incluso en su particularidad étnica- sólo puede ser comprendido teológicamente, es decir, renunciando a comprender.

La alianza de Dios es siempre universal: la alianza hecha con Abrahán vale para todos los pueblos; más aún, la alianza hecha antes con Noé vale para todo el cosmos[23]. Pero, puesto que el amor humano llega a ser fecundo y abierto precisamente gracias al encuentro singular de un tú, la alianza divina necesita un forma particular, un “centro espiritual-corporal”[24]. Así, la Biblia atribuye a Dios ese rasgo fundamental del amor humano que es la elección particular; el amor sólo llega a ser universal en forma de elección particular.

Así pues, la elección no ha de ser entendida de ninguna forma como un privilegio que elevara la particularidad étnica de Israel por encima de las demás particularidades étnicas, sino como misión que obliga a Israel a trascender su particularidad: en virtud de su misión, esta carne histórica particular arde en esperanza universal. Pues Dios ha escogido a este pueblo para hacerlo “representante carnal de la promesa escatológica de la salvación”[25] para toda la humanidad. Israel, en definitiva, no es “lo que es, sino lo que significa”[26], “existe no para sí, sino para el mundo”[27].

De esta manera, Israel queda marcado en su raíz por la dialéctica entre su ser elegido en su particularidad y su “ser para el mundo”, entre su particularidad nacional y la universalidad de su misión. Una dialéctica por la que “la Sinagoga está crucificada”[28]. Esta tensión también es caracterizada por Balthasar como dialéctica entre el principio sacramental y el principio profético[29]: la raza en su particularidad es sacramento de la elección divina, más incluso que la circuncisión (que sólo vale para los varones); pero, puesto que la elección mira a la misión universal, Israel es profecía de la alianza, del Reino, de la liberación (redención) universales.

Esta dialéctica convierte a Israel en esa esencia problemática que Balthasar gusta de poner de relieve, como veíamos en la Primera Parte. El corazón de Israel, afirma, está atravesado por “la espina de una contradicción insoluble”[30]: la elección supone la confirmación y la sanción de la particularidad, pero la elección no tiene otra razón de ser que la misión y ésta exige la superación de la particularidad; el principio racial es esencial en la definición del judío, pero al mismo tiempo su vocación es ser fermento en la masa y factor de comunión entre los pueblos; la nación y la tierra forman parte sustancial de la esperanza escatológica, pero ésta conlleva también la exigencia permanente de abandonar el pueblo y la tierra, como Abrahán.

¿No es una misión excesiva? ¿Podrá sostener Israel la tensión de extremos que comporta?

2.2. El misterio de la infidelidad de Israel

 

Efectivamente, la misión inherente a la elección es excesiva. Exige una fidelidad excesiva, como la de Abrahán dispuesto a sacrificar precisamente al hijo del que depende el cumplimiento de la promesa; exige una esperanza excesiva para vivir permanentemente privado de tierra, en éxodo, y confiando desnudamente en un Dios que tarda demasiado en cumplir la promesa; exige una solidaridad excesiva con la muchedumbre universal de víctimas del exilio y del dolor en la historia.

Israel ‑mejor, una parte de Israel‑ sucumbirá “irremediablemente” al exceso de su misión. No “podrá” sino ceder a la tentación de encerrarse en su particularidad y en la Ley, olvidando la universalidad y la gratuidad de la alianza; no “podrá” menos de erigirse en Mesías, olvidando que el Reino se realiza en la historia como don; no “podrá” menos de rechazar a los profetas, a los enviados de Dios y, finalmente, al Mesías. Así, el único Israel queda dividido en dos: el Israel fiel y el Israel infiel. Pero ¿es legítimo identificar al Israel fiel con esa parte del pueblo que ha reconocido a Jesús como Mesías y ha accedido a “integrarse” en la Iglesia? Correlativamente, ¿es legítimo identificar al Israel infiel con esa parte del pueblo que ha rechazado la pretensión mesiánica de Jesús y ha rehusado entrar en la Iglesia? Una compleja problemática que impide pronunciamientos precipitados y que no se podrá olvidar en el confrontamiento Iglesia-Israel.

Y ¿qué decir de esa parte de Israel que, pese a lo problemático de la noción, damos en llamar por el momento el “Israel infiel”? Cuando Israel se encierra en su particularidad y se apropia de la elección y de la misión, el que estaba llamado a ser el sacramento histórico de la alianza universal se convierte en representación histórica del pecado de la humanidad (así Agustín, Pascal, Barth…). Pero con ello tampoco estará dicho todo, pues también esta misma negatividad forma parte del “misterio” de Israel; también en su pecado, y precisamente en su pecado, estará desempeñando Israel una misión salvífica, la misión salvífica decisiva; el pecado mismo de Israel quedará englobado dentro de su misterio, como misteriosa función de su misión universal, de la alianza y de la salvación universal. En consecuencia, Israel sigue siendo elegido y sigue desempeñando su misión aun en su infidelidad, es decir, sigue teniendo una actualidad teológica, histórico-salvífica. Esto conlleva consecuencias decisivas para el diálogo Israel-Iglesia, como veremos en la sección 3.

Esa es la lectura cristiana, teodramática, del misterio de Israel a la que nos asoma Pablo en Rm 9-11. Balthasar vuelve una y otra vez a estos capítulos cruciales, de manera especial en el ensayo ya citado “La raíz de Jesé”[31]. Este ensayo, del más típico estilo balthasariano por su densidad y circularidad, está estructurado en tres tesis que tienen como centro común la afirmación de la salvación escatológica, común y solidaria, de Israel y de la Iglesia. He aquí las tres tesis: 1) Primera tesis: La infidelidad de Israel a Dios se engloba en la dialéctica histórico-salvífica de “elección-reprobación”; 2) La “reprobación” de Israel por Dios está al servicio de la elección de los gentiles; 3) La “reprobación” de Israel se halla englobada en un designio divino de salvación universal[32].

La primera tesis afirma que la infidelidad de Israel se sitúa dentro de la dialéctica histórico-salvífica de elección-repulsa, dialéctica que está al servicio del designio de salvación universal. Recojamos primero las afirmaciones fundamentales de Pablo a este propósito: “Pues dice él a Moisés: ‘seré misericordioso con quien lo sea; me apiadaré de quien me apiade'” (Rm 9,15; cf. Ex 33,19); “así pues, usa de misericordia con quien quiere, y endurece a quien quiere” (9,18); “tropezaron contra la piedra de tropiezo, como dice la Escritura: ‘He aquí que pongo en Sión piedra de tropiezo y roca de escándalo'” (9,32-33; cf. Is 28,16); “Los demás se endurecieron, como dice la Escritura: ‘dioles Dios un espíritu de embotamiento: ojos para no ver y oídos para no oir, hasta el día de hoy'” (11,7-8; cf. Dt 29,3); “David también dice: ‘conviértase su mesa en trampa y lazo, en piedra de tropiezo y justo pago'” (11,9; cf. Sl 69,23).

Balthasar interpreta estos textos como afirmaciones de que el amor de Dios es lo primero y lo último, más allá y más acá de la infidelidad del pueblo. Pablo no niega evidentemente la responsabilidad humana, sino que la afirma, pero su perspectiva y su interés son otros: la afirmación de la soberanía de la acción y de la voluntad salvífica de Dios. Se trata de “afirmaciones pertenecientes a la teología de la historia, que se hacen desde la perspectiva del obrar divino y sobrepasan, por consiguiente, las perspectivas humanas sobre la historia de salvación e igualmente el plano de la responsabilidad y de las tareas humanas”[33]. Las citas bíblicas, que podrían entenderse en el sentido de un Dios arbitrario y perverso, no son en realidad sino una forma de subrayar que la infidelidad de Israel pertenece al misterio de Dios y, por consiguiente, es inútil juzgarla según criterios humanos jurídicos, morales y expiatorios: “La culpa humana está presente dentro del acto envolvente de Dios”[34]. La perspectiva de Pablo es teo-lógica, más que teo-lógica, en la medida en que supedita la lógica de Dios al amor de Dios y la lógica humana sobre Dios a la afirmación del amor de Dios. Israel es para el cristiano la encarnación histórica de esa especie de “necesidad” histórico-salvífica del pecado en orden a la revelación de la gloria del amor, la realización paradigmática del “o felix culpa!”.

La historia de la salvación transcurre según un ritmo de Sí y No en el que el Sí de Dios triunfa aun cuando el No parece imponerse en el pueblo; en realidad, el mismo No del pueblo a Dios y el No de Dios al pueblo son penúltimos y se engloban dentro del Sí definitivo de Dios al pueblo que convierte el mismo No del pueblo en función del Sí de Dios. Dice Balthasar: “¿El Sí y el No de Dios, su misericordia y su endurecimiento (Rm 9,18) no son simplemente el ritmo fundamental de la historia de la salvación desde el principio? ¿El Sí y el No no se han hecho definitivos en la dialéctica de la Cruz, donde el elegido ha sido rechazado y los reprobados elegidos?”[35] Pero no se trata aquí de una mera dialéctica filosófica de tipo hegeliano que englobaría la libertad de Dios en la lógica del sistema, sino que se trata de la pura confesión de la gratuidad de Dios y de la pura confianza en la misericordia siempre más grande. La teología ha de evitar la tentación de reducir el misterio a lógica y de sustituir la teología de la historia por una filosofía de la historia a la manera de Hegel. La teología ha de inclinarse ante la libertad del amor divino y tratar de traducir en conceptos la actitud existencial y dinámica de la fe[36].

En consecuencia, no toca a la teología ni exculpar ni inculpar a Israel, sino contemplar y exponer su historia como testigo de la libertad del amor de Dios y de su designio salvífico universal. Todo menos condenar al “Israel infiel” reduciendo la teología a saber y a sistema.

Pero todo esto se refería sobre todo al No de Israel, al rechazo de Dios por Israel. ¿Qué decir de las afirmaciones paulinas sobre el No de Dios a Israel o el rechazo de Israel por Dios? A esto se refiere la segunda tesis del ensayo.

2.3. El misterio del “apartamiento” de Israel

La segunda tesis dice: “La reprobación de Israel está al servicio de la elección de los gentiles”[37]. Balthasar utiliza el término Verwerfung (rechazo, reprobación), traducción literal y habitual del original apobollé de Rm 11,15. Pero Verwerfung tiene un sentido de “reprobación, maldición” que no conlleva necesariamente apobollé. La Biblia de Jerusalén lo traduce como “reprobación”; La Casa de la Biblia como “fracaso”; J. Mateos habla de “descartarlos”; la TOB dice “mise à l’écart”. El Vat. II advierte que “no se ha de señalar a los judíos como réprobos y malditos de Dios, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras”[38]. ¿No produce consternación el que hubiera que advertirlo? Con razón señala M. Buber, como recuerda Urs von Balthasar, que el diálogo con Israel es una contradicción lógica y existencial a partir del momento en que “la Iglesia mira a Israel como un reprobado”[39].

Dejo, pues, de lado el término “reprobación” ‑a pesar de que Balthasar lo sigue empleando‑ y propongo el término menos duro de “apartamiento”, dándole un sentido de “apartamiento provisional”. El apartamiento es “provisional” en la medida en que pertenece, como insiste Balthasar siguiendo a K. Barth, a la dialéctica de la acción salvífica de Dios en la historia, la dialéctica de “la elección y la reprobación”. Esta dialéctica es ante todo una estructura “típicamente interior al judaísmo”[40], antes de pasar a ser una dialéctica entre Israel y la Iglesia: es la cuestión de la relación entre Jacob y Esaú (cf. Rm 9,13), que se prolonga en la “ley del resto” (cf. Rm 9,27; 11,5) y que anima a Jeremías, a Job, al Segundo Isaías… Así pues, la relación dialéctica entre Iglesia-Israel hay que entenderla en esta misma línea. ¿Qué significa esto?

Significa, en primer lugar, que en ese “apartamiento” de Israel no se trata en absoluto de reprobación, maldición o “condenación eterna”, sino de la historia salvífica con su ritmo alternativo característico, una historia en la que todos son solidarios y todos han de ser salvados, y en la que el apartamiento provisional de unos está al servicio de esta salvación de los otros y de todos. El error fatal de San Agustín, señala todavía Balthasar ‑siguiendo también en esto a K. Barth‑, consiste en haber aplicado estas afirmaciones histórico-salvíficas de Pablo a la doble predestinación de los individuos (por ej., de los judíos). Ahora bien, “lo que Pablo expresa aquí es una ley fundamental, quizás incluso la ley fundamental, de toda la teología cristiana de la historia: la caída (histórica) de Israel sirve a la elevación y a la instalación en el Reino de todas las naciones (paganas), cuya ‘totalidad’ ha de entrar para dar lugar a la reintegración de Israel”[41]. Así pues, el concepto de “apartamiento” no es, en definitiva, sino una manera de reconocer la soberanía de Dios y la alteridad misteriosa e irreductible de aquél que Dios ha elegido bajo la forma incomprensible del “apartamiento”[42].

Toda conceptualización de este misterio es meramente aproximativa y necesariamente metafórica. Así lo es esa imagen a la que recurre Pablo para explicar la lógica divina de la historia salvífica, la imagen de los celos: “Y pregunto yo: ¿Es que han tropezado para quedar caídos? ¡De ningún modo! Sino que su caída ha traído la salvación a los gentiles, para provocar los celos de Israel” (Rm 11,11; cf. 10,19; 11,12-14). Haciendo suya esta imagen psicológico-pedagógica, dice Balthasar: “El incomprensible juego de celos por el cual Dios se muestra ‘infiel’ unas veces a uno y otras a otro, es el único camino por el que Dios quiere alcanzar su objetivo de conjunto: la salvación universal al fin de los tiempos”[43]. Esta imagen antropomórfica no quiere sino subrayar que la llave de la teodramática divina es la libertad incomprensible del amor de Dios que quiere salvar a todos, sin que nadie tenga nada que reclamar como derecho propio y sin que nadie pueda pronunciar contra otro ninguna condena definitiva.

Pero más que a la metáfora de los celos, Balthasar recurre a la metáfora de la representación o sustitución vicaria (Stellvertretung) para explicar teológicamente (y simbólicamente) el “apartamiento” de Israel. Este concepto-clave de su cristología sirve también para expresar la dimensión más profunda del misterio y de la misión de Israel en relación con los paganos: “La reprobación de los gentiles está al servicio de la elección de los gentiles (…). Los gentiles deben su entrada precisamente a la expulsión de los judíos”[44], de manera que ésta se convierte en cumplimiento de una misión salvífica: Israel se hace excluir, poniéndose solidariamente en el lugar que le correspondía al excluido. Misterio histórico-salvífico que, desde el punto de vista cristiano, hallará su culminación en la Cruz…[45]

Por consiguiente, puede decirse teológicamente que “era preciso” que los judíos “rechazaran al Mesías, para que la salvación y la gracia desbordaran”; ahora bien, este “‘es preciso’, que no elimina su falta, sino que representa la de todos nosotros, es un ‘es preciso‘ que Dios tiene en su mano: ‘es preciso que el Mesías sufra mucho y sea condenado a muerte’[46]. Aquí no se expresa ‑gnósticamente‑ el motivo y la lógica oculta seguida por Dios, sino que confiesa el sentido salvífico de una historia inexplicable. Por consiguiente, no viene al caso el intento de dilucidar si la “expulsión” de Israel ha sido motivada por la infidelidad de éste. Esta vía explicativa está teológicamente prohibida; nos llevaría a la imagen demasiado frecuente y perversa de un Dios que castiga (en este caso a Israel). Más bien, la noción o metáfora de la representación nos sitúa en otro plano bien distinto: el de la lectura del sentido histórico-salvífico de algo que parece carecer de todo sentido ‑ el no de Israel al Mesías y su “apartamiento” por Dios‑. Lo que quiere Pablo, y Hans Urs von Balthasar, al utilizar este lenguaje es subrayar la dimensión de la misión, y no definir la responsabilidad y la culpabilidad moral.

2.4. El misterio de la “readmisión” de Israel

La tercera tesis de Balthasar en “La raíz de Jesé” dice: la “reprobación” de Israel se halla englobada en un designio divino de salvación universal, y en esta salvación universal hay lugar evidentemente para la salvación de Israel. El “endurecimiento” y el “oscurecimiento” (Rm 11,7-8), la “caída” y el “tropiezo” de Israel no son definitivos. Constituyen, desde el punto de vista bíblico-cristiano, rasgos del designio histórico-salvífico de Dios y, por lo tanto, no sólo dejan abierto el horizonte de la esperanza de salvación, sino que lo abren: “El endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así todo Israel será salvo” (Rm 11,25-26).

Lo mismo sucede con lo que Pablo llama “apartamiento” del pueblo elegido; este apartamiento, o la “destrucción” que anuncia Dt 28,63, “no es, a pesar de todo, lo contrario de la elección, sino estrictamente su función, exactamente en el sentido de la palabra: ‘Si le negamos, también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo’ (2 Tm 2,12-13)”[47]. De manera que el horizonte último no es el apartamiento, sino la readmisión, y aquél está al servicio de ésta. Por ello, “la espera de la salvación por parte de Israel es algo justificado objetiva y subjetivamente”[48]. Para un cristiano, Israel constituye, con su positividad y su negatividad, el mejor profeta de la esperanza de salvación universal, el mejor testigo de que todo “castigo” y toda “condena” son un modo humano de expresar la honda fe en que la última palabra de Dios no es el No, sino el Sí a la historia, al hombre, a su pueblo, y ahí es donde se sustenta, igualmente, la fe en que el ser humano dirá al fin que sí, a pesar de todo.

Así pues, las afirmaciones bíblicas sobre el juicio y el “apartamiento” de Israel por Dios no contradicen su esperanza de salvación, sino que expresan su calidad teológica: la esperanza de salvación en la Biblia es siempre “esperanza a través del juicio”, para que el hombre sepa que no tiene otro fundamento para su esperanza que el sin-fundamento absoluto de la gracia. Por eso, la lógica divina en la historia salvífica se presenta como dialéctica, como síntesis de contrarios, y el lenguaje bíblico, lo mismo que el lenguaje de Jesús, refleja esta lógica de la conducta divina, simple para Dios, bipolar y desconcertante para nuestra lógica humana superficial y lineal. “Los judíos saben desde antiguo de qué manera les habla Dios. Jesús mismo no encontró oídos impreparados: desde el Sinaí, desde el fin del Levítico, desde el pacto de Siquén, desde el Deuteronomio y desde Amós y Miqueas y Jeremías, estos oídos han aprendido a escuchar la amenaza y la promesa juntas”[49]. Las expresiones e imágenes neotestamentarias sobre el juicio de Israel, explica Balthasar a M. Buber, hay que entenderlas sobre este trasfondo de la lógica histórico-salvífica: la separación de la masa perdida y del “resto” santo, el concepto mismo de “nueva alianza”…

El juicio ‑y justamente el juicio de Israel por el resto (Mt 19,28)‑ es un acontecimiento salvífico, pues el objetivo último es la salvación de todo Israel: “Si el ‘resto’ constituye para Israel la forma de su juicio, Israel constituye para el resto su materia”[50], la “materia” que debe ser salvada. El “resto” no es la parte salvada en el juicio, sino la parte llamada a salvar al todo juzgado. Así es como se ha de entender la ley de la salvación por el juicio o la ley del resto. Por eso, Balthasar puede afirmar que la esperanza de Israel es no solamente una “esperanza a través del juicio”, sino más aun una “esperanza del juicio”[51]. Ahora bien, ¿quién puede esperar su salvación y la salvación del mundo si no es a través del juicio, más aun, gracias al juicio de la gracia? El cristiano se encuentra aquí en la misma condición que el judío.

Lo que se deriva de todo ello es que la esperanza de salvación para Israel forma parte de la misma esperanza de la Iglesia. En efecto, el núcleo de la fe y de la esperanza cristiana es la reconciliación universal en el amor crucificado; ahora bien, la reconciliación no será universal mientras haya excluídos, o mientras Israel siga excluído. En la perspectiva paulina, Israel está hoy excluido porque ha cedido su sitio para que “la totalidad de los gentiles” pueda entrar; de modo que no hay lugar para el engreimiento de la “Iglesia de los gentiles”; su postura no puede ser otra que la gratitud para con Israel por un lado, y la esperanza para Israel por otro lado.

La esperanza de la salvación de Israel es justamente para el cristiano el signo y el aval de la salvación universal, y pertenece en cuanto tal al corazón mismo de la esperanza cristiana. La esperanza de la Iglesia no se cumplirá y, por consiguiente, la Iglesia misma no se realizará en su vocación íntima hasta que todo Israel no alcance el Reino tras haberlo hecho la totalidad de los pueblos (cf. Rm 11,25-26). Y así, la esperanza obliga a la Iglesia a renunciar a toda pretensión y a toda tentación de exclusividad y de totalidad.

En resumen, Israel y la Iglesia esperan la salvación universal, de manera que “la esperanza de Israel debe ser la misma que la esperanza de la Iglesia”[52] y de modo que “el destino de ambos se iguala en la expectación de la redención plena”[53]. Israel espera renunciando a su privilegio, a su “primogenitura”, ocupando el último lugar; la Iglesia espera renunciando a toda pretensión y a todo monopolio, en la pura confesión de la gratuidad, en la apertura a una universalidad que seguirá siendo inalcanzable en la historia, como se mostrará más adelante (cf. Sección 3,1)[54].

2.5. El misterio de los sufrimientos de Israel

En el contexto del misterio histórico-salvífico de Israel conviene situar también el “sentido” del sinsentido mayor: el sufrimiento, en concreto, el sufrimiento de este pueblo secularmente atormentado y torturado. ¿Qué sentido puede tener el largo viacrucis de este pueblo exiliado, perseguido, masacrado? ¿Es el castigo divino a causa de su infidelidad? La Escritura lo afirma; pero es preciso afirmar también aquí: ese lenguaje no tiene otra función que la de reconocer que el secreto último del sufrimiento de este pueblo reside en Dios y que, por consiguiente, tiene un sentido y que éste debe ser “necesariamente” salvífico.

Si la infidelidad misma de Israel era “comprendida” por Balthasar en un sentido histórico-salvífico como parte de la misión inherente a la elección divina, con más razón los sufrimientos de Israel son comprendidos en esa misma clave. Es inútil ‑y muy peligroso‑ buscar un nexo causal entre infidelidad y sufrimiento (Dios da la razón a Job contra los amigos de éste, al mismo tiempo que hace tambalear la pretensión de fidelidad aducida por Job). La teología trata de expresar más bien que el sufrimiento puede ser vivido con sentido y que se le puede hallar un sentido al sufrimiento vivido. Las afirmaciones del sentido de los sufrimientos de Israel son también de este tipo: constituyen una confesión de sentido histórico-salvífico, y no un juicio jurídico de responsabilidad o una constatación positiva de causalidad. Lo que permite iluminar y dar sentido a los sufrimientos de Israel no es, pues, el juicio sobre la infidelidad de Israel, sino la confesión de su elección y de su misión. Lo más “misterioso” no es que Israel sufra a causa de su infidelidad ‑una afirmación así sería judicial, pero no teológica‑, sino que Israel sufra en virtud de su elección.

Pues bien, es esto lo que confiesa la teología: “De igual manera que nosotros los cristianos no podemos mirar al Mesías sin ver en El las heridas de nuestro pecado ‑porque El, el inocente, lo soportó por nosotros‑, de igual manera, según las palabras de San Pablo, el culpable Israel se halla en su estado de pasión por la redención del mundo; en la carga echada sobre Israel se encuentra personificada claramente la carga que se nos ha quitado a nosotros”[55]. No se trata de amor del sufrimiento, ni de sacralización mítica del dolor, sino que se trata del difícil ‑y necesariamente doloroso‑ aprendizaje de la fidelidad a la elección y a la misión, incluso a través de la infidelidad. Y esta misión no es propia solamente del “Israel precristiano”, sino también del “Israel poscristiano”: “El pueblo escogido intentó, a pesar de todo, decidirse por Dios en favor nuestro. Por esta razón ha sufrido ‑durante siglos hasta Cristo; y desde entonces, ¡cuánto todavía!‑ por nosotros”[56]. También en perspectiva cristiana es, pues, verdad la declaración de E. Husserl a propósito de su discípula Edith Stein: “En el fondo de todo judío hay, evidentemente, un absolutista que ama entrañablemente toda forma de martirio”[57].

Es el misterio del sufrimiento solidario, incluso “sustitutorio”, que forma parte de toda experiencia verdadera de amor; misterio que se encarna en Moisés y alcanza una hondura y realidad impresionante en el Siervo doliente de Yahvé; misterio que llega a su cima y culmen en el Siervo doliente por excelencia, el Crucificado. Así pues, el sufrimiento de Israel adquiere su último sentido, para un cristiano, en relación y solidaridad con la Cruz de Cristo, el rechazado, reprobado, condenado y maldito por todos los “justos” de la religión y el Imperio: “Si el Siervo de Dios del Deútero-Isaías representa en primer término el padecimiento colectivo de Israel (‘ante et post Christum natum’), con mayor razón la excepcional recapitulación personal del sufrimiento del siervo de Dios en Jesús no se desolidariza del sufrimiento de su pueblo, sino que lo incluye, por oculta que sea la manera, en la cruz de la expiación universal”[58]. Israel y el Crucificado sufren en mutua solidaridad.

Por consiguiente, quien persigue al judío persigue a Cristo: “el que golpea a Israel golpea, en él, al Mesías, el cual, como doliente siervo de Dios, recapitula en él todos los sufrimientos de Israel, sufrimientos de servidor de Dios”[59].

En conclusión, el “celo por Dios” (Rm 10,2) y por el Reino, la tensión permanente hacia lo absoluto, el estar sin cesar “desenraizado” del mundo pero sin enraizarse todavía en el Reino, la actitud constante del peregrino, la disponibilidad para el sufrimiento solidario en vistas al Reino universal, la frágil y tenaz esperanza… son algunos de los rasgos de ese “factor teológico” con el que este pueblo ha sido sellado, que constituye su gracia y su cruz, que impiden toda pretensión de superioridad en el cristiano e invitan a éste a una actitud dialogal hecha de respeto, reconocimiento y reciprocidad, en una palabra, que hacen que Israel constituya para el cristiano un misterio y una alteridad irreductible. Ahora bien, una vez venido ‑y rechazado‑ el Mesías, ¿tiene sentido seguir hablando de “misterio” de Israel? ¿Israel sigue teniendo una “actualidad teológica” para la Iglesia? Una cuestión de implicaciones teológicas y eclesiológicas trascendentales.

3. LA ACTUALIDAD DE ISRAEL Y LA PRETENSION DE LA IGLESIA

3.1. La permanencia de Israel

“Y pregunto yo: ¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! … Dios no ha rechazado a su pueblo en quien de antemano puso sus ojos” (Rm 11,1-2). Israel sabe como nadie que “si somos infieles, El permanece fiel” (2 Tm 2,13). Es más, su misma infidelidad está englobada dentro de una “lógica” histórico-salvífica de Dios según la cual el elegido debe ocupar el último puesto, para que no haya ningún excluido y todos puedan gozar de la elección.

Israel posee, pues, la esperanza de salvación. Y, con la esperanza, conserva todo lo que constituye su “privilegio” y su anterioridad respecto a la Iglesia: la adopción, la gloria, la alianza, la ley, el culto, las promesas, los patriarcas y el mismo Mesías (Rm 9,4-5). Para Pablo, claro está, todos estos privilegios han hallado su cumplimiento en Cristo; ahora bien, “este cumplimiento de los privilegios en Cristo no significa manifiestamente una simple pérdida para Israel, el cual, aun rechazando el Mesías en su mayoría y en su representación oficial, sigue tendiendo, por la fidelidad de Dios, hacia el retorno del Mesías”[60]. A Israel le caracteriza, pues la “simultaneidad de un ‘abandono’ (Mt 23,38) y de una permanencia de los privilegios enumerados en Rm 9,4-5”[61]. La Iglesia no se ha apoderado, como a menudo ha pretendido, de los bienes de Israel, a la manera como Israel se apoderó antiguamente de los spolia aegyptiorum. A una eclesiología no anti-judía y fiel al Nuevo Testamento le está prohibido hablar de la Iglesia como nuevo Israel o verdadero Israel[62].

Esto quiere decir que el judaísmo no es un pasado sin futuro, promesa sin actualidad, letra sin vida; no es mero “Antiguo Testamento”. No. Israel mantiene frente a la Iglesia una “actualidad”. Como se ha visto en la sección anterior, la caída, el fracaso, el mismo naufragio de Israel y su “apartamiento” por Dios tienen un valor teológico, histórico-salvífico, y esto hace que Israel subsista como misterio y siga conservando un significado actual para la Iglesia: “Naufragar en Dios y en su alianza no significa simplemente haber acabado para siempre, si es verdad que toda la relación bilateral de alianza está fundada en una elección excepcional anterior. Este naufragio tiene una calidad teológica que le permite conservar, durante el tiempo de la Iglesia, esa actualidad permanente que Pablo describe en Rm 9-11 y que Karl Barth comenta en su doctrina de la elección (Kirchliche Dogmatik II,2)”[63].

Israel pervive en su misterio. Y el hecho mismo de que perviva constituye un “misterio” que sólo a Dios corresponde dilucidar: “el hecho de que Israel permanezca después de Cristo y exista históricamente al lado de la Iglesia, así como el modo de esta existencia, este hecho sigue siendo un misterio que no puede ser elucidado, sino solamente abordado desde diferentes puntos, sin que las líneas se junten en el centro. Junto al hecho indudable de su existencia reconocible tenemos la imposibilidad de definir su naturaleza, su esencia jamás claramente expresable”[64]. La permanencia de un Israel no-cristiano post Christum natum “sigue siendo la gran esfinge de la teología de la historia, o mejor el ‘mysterion’ (Rm 11,25)”[65].

La dificultad de definición del Israel “postcristiano” está ligada al hecho de que el judaísmo actual no puede ser identificado sin más, desde el punto de vista cristiano, con el Antiguo Testamento, pero tampoco puede ser desligado de él. El judaísmo actual no es un Antiguo Testamento muerto, pero tampoco representa plenamente lo vivo del Antiguo Testamento (como, por lo demás, tampoco la Iglesia representa plenamente al Nuevo Testamento)[66]. La misma distinción entre un “Israel precristiano” y un “Israel postcristiano” no es del todo adecuada, en la medida en que el mismo Israel es el que permanece, no en primer lugar como etnia o como conciencia colectiva, sino como realidad teológica ligada a la elección de Dios[67]. Y, por otro lado, ¿quién puede determinar quién es fiel y quién no lo es, quién pertenece al verdadero Israel y quien no? De ahí que sea más sencillo hablar, sin más, de “permanencia de Israel” sin más disquisiciones.

Pues bien, este Israel único, “este todo vivo e indivisible”[68], sigue siendo para la Iglesia su propia raíz fecunda: “tú, olivo silvestre, fuiste injertado (…), hecho partícipe de la savia del olivo (…. No eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz quien te sostiene” (Rm 11,17-18). La Iglesia no tiene raíz propia, sino que está injertada en una raíz que no es suya, “no en una raíz muerta, sino en una raíz viva”[69]; y no está sentada en su propia mesa, sino “en la misma mesa que comparten Abrahán, Isaac y Jacob (Mt 8,11)”[70]. No hay lugar para una pretensión cristiana de superioridad, pues la Iglesia, desposeída de raíz, existe en cuanto referida a otro y dependiente de otro, en cuanto “recuerdo de lo que es más antiguo que el cristianismo”[71]. “El cristiano no puede existir sin el judío”[72].

Abordo ahora una cuestión que quedó pendiente en la sección anterior (2.4) y que tiene relación con la actualidad permanente de Israel: la cuestión acerca del “cuándo” de esa “readmisión” de Israel por Dios que el cristiano espera con y para Israel. ¿Sucederá esa readmisión dentro de la historia o al fin de la historia? A primera vista, se trata de una cuestión bizantina y, planteada por sí misma, lo es. Pero lo que se plantea en el fondo es si la salvación de Israel pasa por su ingreso en la Iglesia histórica o más bien en la Iglesia escatológica de judíos y gentiles. Es decir, lo que en el fondo y en último término está en juego en esa pregunta es si la Iglesia puede aspirar a contar en su seno a Israel mientras dure la historia o, lo que es lo mismo, si Israel perderá o no alguna vez su actualidad y su alteridad frente a la Iglesia mientras dure la historia. y, de esta manera, es decir, si en la historia adquirirá o no en la historia su figura definitiva Una cuestión, pues, “en apariencia periférica, y en realidad totalmente central”[73], como señala Balthasar. Totalmente para el diálogo de la Iglesia con Israel.

La cuestión se planteaba en los años 40 y 50 en los términos siguientes[74]: ¿Israel se “convertirá” en el tiempo o al final de los tiempos? Se distinguen dos tesis: una intrahistórica (representada por Ch. Journet y H.M. Féret) y otra escatológica (representada por E. Peterson, K. Barth y G. Fessard). Los primeros sostenían que la escisión Iglesia-Israel se reparará en el interior de la historia a través de la conversión de Israel y su integración en la Iglesia. Los segundos, muy especialmente G. Fessard, afirmaban, al contrario, que dicha “escisión originaria” (expresión de E. Peterson) subsistirá en el tiempo y que la unidad no se realizará sino cuando Cristo “derribe el muro que los separa” y “cree en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo” (Ef 2,14-15), lo cual no sucederá sino al fin de los tiempos.

La posición dependía en buena parte de la comprensión del adverbio griego nun (“ahora”, “dentro de poco”), tres veces repetido por Pablo en Rm 11,30-31: “Así como vosotros fuisteis en otro tiempo rebeldes contra Dios, mas al presente habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía, así también ellos al presente se han rebelado con ocasión de la misericordia otorgada a vosotros, a fin de que también ellos consigan ahora misericordia” (Rm 11,30-31). El tercer nun es entendido por Balthasar como el “ahora escatológico”[75]; y, sea lo que fuere de su sentido literal, afirma el autor que la salvación de “todo Israel” (cf. Rm 11,25-26) coincidirá con el fin de la historia, de manera que la historia está marcada esencialmente por la dialéctica entre judíos y paganos; con esta dialéctica “existe y desaparece toda la estructura de la nueva alianza”[76]. Mientras dure la historia, la Iglesia se verá confrontada a este “otro” no-cristiano dotado de una alteridad teológica e histórico-salvífica irreductible.

La Iglesia no podrá esperar ni pretender la “conversión” de Israel en la historia. Pero es más: tampoco al final de la historia, y según la lógica paulina, la “readmisión” de Israel por Dios se realizará propiamente a través de una “conversión” de Israel que signifique su integración en la Iglesia. Ya sabemos cuán reacio es Balthasar a separar a Cristo de la Iglesia, y por ello rechaza la tesis de F. Mussner, según la cual Israel se salvará no por la predicación de la Iglesia y por la conversión al Evangelio, sino por una gracia especial de Cristo en su retorno[77]. Sin embargo, eso no quiere decir que Balthasar condicione la salvación de Israel por Cristo a la pertenencia a la Iglesia histórica. La “tesis escatológica” sugiere justamente otra cosa: la readmisión de Israel escapa de alguna forma a la economía de la Iglesia histórica. De hecho, en De l’intégration afirma el autor: “es preciso un acto histórico-salvífico especial que no puede ser logrado cuantitativamente, por ejemplo por medio de un número abundante de conversiones de judíos”[78].

La salvación de Israel requiere, pues, la intervención escatológica de Dios, una intervención que, aun si no puede ser totalmente desligada de la Iglesia, tampoco debe ser de ninguna forma identificada con la Iglesia histórica. Por ello, la Iglesia no debe hacerse ilusiones, ni adoptar una actitud misionera marcada por la voluntad de “convertir” a Israel, pues en la perspectiva paulina, “una cierta imposibilidad radical de conversión (…) marca la acción misionera y ecuménica en este campo, a pesar de todos los posibles resultados parciales, con el signo de la Cruz padecida en vano”[79]. El endurecimiento y la readmisión de Israel pertenecen, de una manera muy particular, al misterio de la dramática divina, lo cual constituye una manera de decir que la Iglesia no debe constituirse en juez, sino que debe respetar el misterio de Israel, del “otro”, y evitar todo celo por “convertirlo”.

3.2. La actualidad de la esperanza

Balthasar ha dedicado numerosos estudios y páginas al tema de la esperanza, y lo ha hecho teniendo en el trasfondo como interlocutor a E. Bloch, pensador judío, marxista heterodoxo y abogado por excelencia de un mesianismo sin Mesías y una esperanza sin Dios. Entre estos estudios, destaca un bello y denso ensayo que lleva por título “Las tres formas de la esperanza”; en él presenta la esperanza judía como mediación entre la esperanza pagana y la esperanza cristiana, entre la esperanza que adopta la forma de evasión del mundo hacia el Absoluto y la esperanza que adopta la forma de encarnación de Dios en el mundo[80]. Pero la misma esperanza judía es constitutivamente problemática: por una parte la Ley amenaza con un juicio que levanta barreras y así compromete la universalidad de la promesa y de la esperanza; por otra parte, la tardanza del cumplimiento conduce a los más activos a tomar las riendas de la esperanza olvidando la promesa y al autor de la misma, pero a precio de convertir la esperanza en “principio” de sí misma (como E. Bloch) y de condenarla así a ser mera u-topía que “no tiene lugar”[81].

Pero no es ese carácter esencialmente mediador y problemático de la esperanza judía lo que queremos destacar aquí, sino más bien el hecho de que Israel sigue esperando después de la llegada del Mesías, y el sentido y la actualidad de esta esperanza para el cristiano. Mientras exista, Israel no puede menos de esperar, pues la esperanza pertenece a su esencia. El ha enseñado a la humanidad a esperar y no puede renunciar a hacerlo. “El destino de Israel no puede ser otro que el asignado por Pedro en el discurso del templo: convertirse y aguardar al Mesías profetizado, a Jesucristo, o sea, su advenimiento el último día, ‘pues por vosotros en primer lugar ha resucitado Dios a su Siervo y enviado para bendeciros…’ (Hech 3,19-20.26). En consonancia con su esperanza absoluta e incondicional, Israel no puede sino esperar, y es lo que hace en su núcleo creyente”[82].

Su “núcleo creyente”: ese núcleo que hace a Israel raíz santa y que nadie puede delimitar en sentido positivo ni negativo. El cristiano no puede delimitar la fe de Israel ni, en consecuencia, su esperanza, sino reconocer con el Antiguo y Nuevo Testamento que Dios es siempre y a pesar de todo fiel a su alianza con Israel y que, en virtud de esta fidelidad divina, Israel conserva en su corazón inverificable, e incluso en el seno de su infidelidad, una fidelidad que hace posible la esperanza. Reconocer la legitimidad de la esperanza de Israel equivale, pues, a reconocer la sobreabundancia de la gracia divina que escapa a la medida humana.

A Israel le ha sido confiada la profecía y la esperanza del Reino de la justicia y de la reconciliación universal. Elegido en Abrahán para ser “alianza de los pueblos”, posee “en la particularidad de su esencia una relación extremamente profunda con la universalidad”[83], como no cesan de subrayar todos los grandes pensadores judíos (M. Buber, por ej.). Su esperanza es esperanza común; el grito por sí y por todos se confunden en él; “carga sobre sí, al mismo tiempo que la maldición simbólica, a pesar de todo y más allá de todo, aunque oscuramente, la esperanza del Reino universal”[84].

Pero una objeción fundamental se le presenta al cristiano: ¿qué sentido cabe en hablar de esperanza de Israel cuando todo lo que éste esperaba se ha cumplido ya en Cristo? Si “el tiempo se ha cumplido” (Mc 1,15; Ga 4,4), si “todas las promesas hechas por Dios han tenido su Sí en él” (2 Cor 1,20) y si “alcanzamos la plenitud en él” (Col 2,10; cf, Jn 1,16), la esperanza ¿puede tener para el cristiano otro sentido que el de la “manifestación plena” de lo que es ya “presente” y don? ¿Puede hablarse de una esperanza judía propia y específica después de Cristo? Con su pretensión de cumplimiento, ¿Cristo no cierra todo camino de diálogo con el judío? ¿Será verdad que “la fe de Jesús nos une (…), pero la fe en Jesús nos separa”[85]? ¿La esperanza de Jesús nos une y la esperanza en Jesús nos separa?

Escribe Balthasar: “En la medida en que la esperanza de Israel vino en Jesucristo, que está ocultamente presente en la Iglesia, esa esperanza se encuentra objetivamente cumplida y es irrevocable también para Israel”[86]. Afirmación irrebatible para un cristiano. Pero añade Balthasar: “Dado que la Iglesia espera en el Cristo que ha de volver y que convertirá en redención manifiesta del mundo en la gloria la hasta ahora oculta reconciliación con el mundo en la cruz, la espera de la salvación por parte de Israel es algo justificado objetiva y subjetivamente, y los sufrimientos que soporta por su redención y la del mundo se encuentran iluminados por la misma luz que esta esperanza, en la medida en que se da”[87]. Israel puede esperar “subjetivamente” su propia salvación, como queda dicho; pero puede esperar también “objetivamente” la salvación del mundo, todavía oculta y pendiente en el tiempo también para el cristiano. El mundo, con su brutal injusticia, no es todavía el Reino mesiánico. Ahora bien, la esperanza mesiánica constituye a Israel; él es en la historia testigo excepcional del no-cumplimiento de la esperanza mesiánica y portadora excepcional de ésta. Y “no es asunto de los cristianos el distinguir, en la actitud de Israel, lo que es aferramiento impuesto a la obstinación elegida por él mismo y lo que es supervivencia de una auténtica esperanza en el Mesías”[88].

También la Iglesia “lleva en sí una promesa que la trasciende y que sólo puede cumplirse escatológicamente”[89]; de manera que también para la Iglesia Jesucristo, “Jesús el Mesías“, es objeto de esperanza, pues “gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza” (Rm 8,23; cf. Col 1,27). Para los cristianos, Cristo sigue siendo “el que viene”, el invocado en su venida, el esperado en su retorno: “Ven. Señor Jesús” (Ap 22,20). Balthasar escribe: “junto con vosotros, los judíos, nosotros, los cristianos, esperamos la llegada/retorno del Mesías (Hech 3,20-26)”[90]. Juntos esperamos, peregrinos doloridos y gozosos: “Vosotros esperáis que venga, nosotros que vuelva”, según la bella expresión de E. Fleg en El Judío del Papa. Judíos y cristianos esperamos el mismo objeto: la reconciliación plena del mundo. Ellos en la perspectiva de la promesa, nosotros en la perspectiva del cumplimiento; Israel espera lo que aún debe cumplirse, la Iglesia espera lo que ya se ha cumplido, pero para un cristiano lo cumplido mismo es lo que debe cumplirse.

Los cristianos no tenemos, pues, el monopolio de la esperanza, en la medida en que no poseemos lo ya cumplido. Más aun: en la medida en que a Israel le define la esperanza mesiánica y en que los cristianos no poseemos aún el cumplimiento, hemos de decir incluso que la esperanza tiene siempre un cierto carácter judío y que Israel continúa enseñando la esperanza a la humanidad.

3.3. La actualidad de la misión

Por encima y a través de toda infidelidad, de todo apartamiento y juicio, Israel sigue siendo, en la perspectiva bíblico-cristiana, el testigo y el destinatario privilegiado de una elección gratuita e irrevocable, de una elección que no es privilegio particularista, sino gracia y promesa universal. Esta actualidad de la elección ¿no implica la actualidad permanente de la misión de Israel, la actualidad de esa misión histórica que la Biblia le atribuye cara a todos los pueblos?

Al igual que en el caso de la esperanza, hablar de una “misión de Israel” después de Cristo suscita desconcierto y graves interrogantes. Balthasar se pregunta si es posible “hablar cristianamente” de una tal misión de Israel, una vez que toda esperanza y, por consiguiente, toda misión ha sido ya colmada. Y reconoce de entrada que “la cuestión es muy difícil”[91]. Por supuesto, si hay algo que este autor haya querido subrayar insistentemente es que toda esperanza ha quedado cumplida sobreabundantemente en la Palabra de Dios encarnada y crucificada, en la Carne de Jesús resucitada y divinizada, y que ninguna misión salvífica cabe fuera del que es el Enviado y el Salvador. Es más: como quedó suficientemente claro en la Primera Parte, el autor difícilmente concibe que se pueda hablar de una misión diversa y ajena a la misión confiada a la Iglesia de Jesucristo, esa Iglesia que es “plenitud del que lo llena todo en todo” (Ef 1,23). La misión de Israel no podrá ser “independiente” de la de Cristo y la Iglesia: “No decimos que la promesa de Israel se encuentre viva en un lugar distinto del de la Iglesia de Cristo. No decimos que Israel tenga que cumplir teológicamente una misión histórica distinta de la Iglesia”[92].

Pero ello no querrá decir que tal misión no exista, que quede invalidada por la de Cristo o diluida en la de la Iglesia. Acabamos de ver en el parágrafo precedente que el cumplimiento está por cumplirse también para el cristiano. E Israel es testigo por excelencia del no-cumplimento pleno de las promesas; “lo que importa al judaísmo, es lo no-acabado”[93]. Hoy como siempre, Israel “se encuentra en la coordinación inviolable establecida por Dios entre promesa y cumplimiento”[94]. Cristo está en camino de cumplimiento[95]. El cumplimiento sigue siendo promesa mientras dura el tiempo, e Israel está encargado de soportar y cargar para el mundo con esta tensión. Lo cual equivale a afirmar que tendrá un sentido y una misión hasta el fin de los tiempos. Una misión ante la que el cristiano se siente y es bueno que se sienta incómodo, desinstalado de su privilegio; una misión que es real, pero que difícilmente se puede definir; una misión que es “un misterio escondido en Dios, del que lo único que cabe decir es que existe”[96].

Si Cristo está en camino hacia su plena realización en la historia, con más razón lo está la Iglesia peregrina en el tiempo. Su misión no agota ni elimina la de Israel, ni la de éste puede erigirse como independiente y cerrada. Ambas misiones y ambos destinos “no se encuentran, yuxtapuestos, sino compenetrados de acuerdo con la unicidad de la promesa y su cumplimiento”[97]. Cristo es la “síntesis trascendente de todas las cosas”[98], pero es siempre una síntesis en camino, que la Iglesia no puede pretender poseer en totalidad y en exclusiva, una síntesis hacia la que la Iglesia sólo puede avanzar acompañada del otro, del judío (y del pagano). Israel y la Iglesia “son, en última instancia, dos ventrículos de un único corazón que late, y que late en la cruz universal”[99]. Bella imagen con la que Balthasar concluye su ensayo “La raíz de Jesé”.

En consecuencia, “se da un permanente cometido del judaísmo en el cristianismo que no es ni necesita ser otro que el cometido del Antiguo Testamento en el Nuevo”[100]. ¿Cuál es el cometido del judaísmo en el cristianismo? ¿Qué es lo que la Iglesia ha de recibir permanentemente de ese AT que sigue perteneciendo de manera especial a los judíos y cuya propiedad no pasó a manos de la Iglesia, como pretendían los Santos Padres? ¿Cuál es la permanente aportación judía al cristianismo? He aquí su principales dimensiones[101].

En primer lugar, Israel ha sido y sigue siendo tránsito siempre actual y permanentemente necesario de la filosofía a la religión y a la fe, pedagogía y camino privilegiado de Dios al hombre y del hombre a Dios, lugar especial del tú a tú decisivo y transformador entre Dios y hombre. En segundo lugar, Israel sigue siendo, junto a una Iglesia demasiado escatologizante y tentada de espiritualismo, responsable privilegiado del amor a la tierra, la tierra del hombre y de la mujer, la tierra de la polis y de la “cosa pública”, la tierra de la historia humana común; la tierra madre y hermana, hogar e intemperie, regalo y promesa, usurpada y depredada. En tercer lugar, Israel ha sido constituido y seguirá siendo el profeta sin igual de la esperanza, de una esperanza universal, del mesianismo, de la utopía desengañada y renacida, del Reino universal de la paz en la justicia, de la libertad en fraternidad e igualdad. En cuarto lugar, por fin y a resultas de todo lo anterior, Israel es también el Siervo doliente, el solidario de toda víctima, el encarcelado y desterrado, el asesinado en Abel y el perseguido en Caín; dar un sentido al sufrimiento, a un sufrimiento demasiado atroz para poder integrarlo en sistemas filosóficos o para poder huir de él o para poder consolarse con el pensamiento de un futuro mejor, dar sentido al sufrimiento, no explicándolo ‑cosa ilusoria‑, sino soportándolo en solidaridad y servicio: ésa es la gran misión de Israel, misteriosamente solidaria del Crucificado.

3.4. ¿Catolicidad de la Iglesia sin Israel?

Esta presencia y este significado siempre actual de Israel junto a y frente a la Iglesia nos obliga a plantear una cuestión decisiva para la eclesiología y para el diálogo Iglesia-Israel: si Israel sigue conservando, por la fidelidad de Dios, la gracia de la elección y de la misión, ¿puede considerarse a una Iglesia sin Israel como realización del definitivo y universal pueblo de Dios? Mientras le falte Israel, ¿es la Iglesia plenamente católica?

Aquí se juega el modo como se planteará el diálogo del cristiano con el judío: ¿será tolerancia benévola o será auténtica reciprocidad? Es muy distinto situarnos desde la pretensión de poseer la plenitud de la verdad y de la misión salvífica en la historia o situarnos desde la conciencia de que “el otro” y todo lo que le es propio “nos falta todavía”. La gran lección de esta teología de Israel que acaba de ser esbozada a través de la lectura de Hans Urs von Balthasar es ésta: Israel es y posee un misterio del que la Iglesia no tiene el secreto y la llave. Más radicalmente aun: mientras dure el tiempo, la Iglesia no podrá colmar esta carencia y vacío; en consecuencia, deberá aceptar la parcialidad y el inacabamiento radical de su catolicidad en la historia, y esta conciencia le dispondrá a caminar con “el otro” y con todos “los otros” hacia la plenitud dada y nunca poseída. Veámoslo más de cerca.

Balthasar escribió en 1976 un artículo con el título “Actualidad del tema ‘Iglesia de judíos y paganos'”[102], y dos años más tarde completó el estudio en un largo y ya citado capítulo de la Teodramática titulado “Iglesia de judíos y paganos”[103]. Estos estudios quieren mostrar precisamente que la Iglesia es “católica” en cuanto compuesta por judíos y paganos, por Israel y los “pueblos”. Pero, de hecho, Israel falta a la Iglesia.

La Iglesia es unidad originaria de judío y gentil, lugar de comunión radical en la diferencia radical: en Cristo “no hay griego y judío” (Col 3,10). Pero, de hecho, la Iglesia se ha constituido casi exclusivamente como “Iglesia de paganos”; de esta manera, la Iglesia histórica porta en sí desde su origen el estigma de la ruptura y de la desunión. Lejos de restañar la antigua ruptura entre judíos y gentiles, la agrava, pues “el desgarrón incurable entre el judío y el pagano llega justamente en la Iglesia a su agudeza última”[104], adoptando la forma de división entre Israel e Iglesia. Esta división constituye “ese cisma primero, del que los cismas anteriores entre Judá e Israel y los cismas intraeclesiales posteriores no son sino imagen”[105], esa escisión interior que lastima el corazón de Pablo, el archijudío llamado a invitar a los gentiles a la comunión del evangelio: “siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza” (Rm 9,2-3).

Así pues, un cisma atraviesa el corazón de la Iglesia histórica desde el origen. Al igual que Pablo porta en sí al judío y al gentil unidos sin barreras y, al mismo tiempo, padece en su carne la ruptura de los dos, de la misma manera la Iglesia está llamada a superar el enfrentamiento entre judío y gentil, pero también a sufrir “hasta el fondo más amargo” esta desunión radical[106]. ¿De quién es la culpa? La culpa es común, se atreve a decir Balthasar: el totalitarismo altivo de la Iglesia y el endurecimiento presuntuoso de la Sinagoga, siendo el uno responsable del otro[107]. La división invita a un reconocimiento común de la responsabilidad y a una conversión común.

Pero lo que nos interesa aquí no es medir responsabilidades, sino subrayar que esta dualidad de Israel-Iglesia es la prueba teológica de que el Reino no ha llegado, de que la reconciliación no es plena, de que vivimos en la historia. ¿La permanencia histórica de esta dualidad no cuestiona la plena catolicidad de la Iglesia? Si la Iglesia es por definición reconciliación de judíos y gentiles, ¿es plenamente católica una Iglesia sin Israel? Bastará con recoger unas afirmaciones de Balthasar al respecto: “Israel falta a la Iglesia”[108]; “la Iglesia sigue siendo deficitariamente católica en cuanto Israel, como pueblo, recusa su propia consumación en Jesucristo y, por lo mismo, como dice K. Barth, mantiene el cisma, el abismo abierto en medio de la Iglesia”[109]; la Iglesia es católica solamente en dinámica de “devenir católico” y “a condición de que, como Pablo, no se figure ni alardee, ni ante sí ni ante los demás, de haberlo alcanzado”[110]; la Iglesia debe “saber que no está completa, que le falta una parte que le ha sido prometida”[111]; mientras Israel falte a la Iglesia, mientras no se haya llegado a la reconciliación de judíos y paganos en el “pueblo universal de Dios”, el cristiano debe aceptar que la Iglesia no tiene todavía figura definitiva, que más bien también ella camina hacia “algo que todavía no existe”[112]; “aunque la Iglesia universal de Cristo contiene en sí fundamentalmente a los dos pueblos, en el fondo no es todavía sin más la síntesis final de los dos, en tanto en cuanto todo Israel no está salvado”[113]; “el endurecimiento de Israel es la prueba visible permanente de que la Iglesia terrestre sigue siendo esencialmente peregrina”[114]; la ausencia de Israel coloca a la Iglesia “en una contradicción que, históricamente, es ineludible”[115]; “del mismo modo que la Cruz tiene cierto carácter provisional, hasta que las ‘promesas irrevocables de Dios’ se cumplan por fin en su Elegido, así también el conjunto del tiempo de la Iglesia tiene este mismo carácter provisional”[116]; la nueva alianza “no será universal sino cuando todo Israel se salve’[117].

La historia sigue siendo tránsito y camino hacia la catolicidad nunca alcanzada. La catolicidad en el tiempo está atravesada por la espada de una ausencia y una ruptura, sólo colmada en ese no-lugar y no-tiempo de la Cruz del Crucificado que sólo pertenece a Dios. “Así, los dos pueblos, a derecha e izquierda de la cruz como los dos ladrones, son extranjeros en la historia del mundo y siguen estando modelados el uno a base del otro, sin que puedan alcanzarse ni juntarse. Su unidad se encuentra allí donde el muro de separación ha sido derribado. Pero este lugar que, para Dios, se encuentra en el corazón de la historia, está para ellos [los cristianos] al fin de la historia. La dialéctica judío-gentil es el centro teológico de la historia, la bifurcación persistente mientras el tiempo no sea abolido. Sólo en esta distensión el Logos resucitado recapitula la historia, la cual está ya resumida en él, el Crucificado”[118]. La cruz nos impide integrar al judío en la Iglesia, desautoriza en nosotros toda pretensión de plena catolicidad en el tiempo y nos remite a la conversión común y a la esperanza común.

3.5. Actualidad de Israel y diálogo cristiano-judío

En la Primera Parte veíamos a qué conduce la pretensión cristiana de plena catolicidad en la historia: el cristiano, cargado con todo lo que pudiera haber de válido y verdadero en Israel (y con más razón en las demás religiones), convertido en único representante auténtico de la religión, se encontraba sólo, no ya frente a las demás religiones ‑vaciadas de su contenido‑, sino frente al ateísmo. No había lugar para el diálogo, simplemente porque se eliminaba al interlocutor.

En esta Segunda Parte se ha querido mostrar cómo la conciencia de la presencia y actualidad de Israel corrige esta situación de bloqueo dialogal. Ante la presencia real y la alteridad irreductible de Israel, la Iglesia se ve remitida a su condición histórica y peregrina, y es así como el diálogo puede surgir. Voy a señalar en este parágrafo, a guisa de conclusión, las líneas-fuerza y los grandes principios de tal diálogo entre el cristiano y el judío, un diálogo que será cruz y gracia para ambos, un diálogo que abrirá un espacio para un diálogo cristiano sin fronteras con todas las religiones.

a) Diálogo desde el reconocimiento del otro. Reconocer al otro es la base de todo diálogo. El cristiano reconoce la presencia y la actualidad, la alteridad irreductible, la “contemporaneidad” de Israel[119]. Israel no es un monumento del pasado, un mero estadio pretérito del espíritu (Hegel). Es presencia y alteridad. El cristianismo debe renunciar a “expulsar a los judíos del AT”[120], apropiándose de éste en exclusiva. Para un cristiano, el judío es y seguirá siendo “el otro, el extranjero, el anterior”[121]. Interlocutor irreductible.

b) Diálogo como reciprocidad. Se deriva de lo anterior. El cristiano no sólo ofrece al judío, sino que recibe de él algo de lo que necesita y carece en tanto dure la historia. Esto significa lo contrario de caer en un relativismo de indiferencia; significa simplemente tomar en serio una relación que nos constituye, pues la Iglesia sólo es católica en la relación con el otro en cuanto otro, es decir, en permanente tránsito hacia el cumplimiento de la catolicidad.

El diálogo como reciprocidad implica un dar-recibir mutuo y un cuestionamiento recíproco. El cristianismo ‑como pone de relieve Balthasar‑ pone el dedo sobre las grandes cuestiones pendientes del judaísmo: la dialéctica nunca resuelta entre el “principio profético” (la fe, la alianza, la esperanza) y el “principio sacramental” (la nación, la tierra, la lengua, la Torá), entre la fe en la gratuidad de Dios y la lógica legalista de la Torá, entre la esperanza terrena y la esperanza ultraterrena, entre la dimensión nacional particularista y la dimensión universal, entre el mesianismo militante y un mesianismo espiritualista…[122], de manera que, por fin, la cuestión de “¿quién es judío?” resulta ser sumamente difícil de responder[123].

Pero también el judaísmo señala las lagunas e interrogantes de la Iglesia: el olvido de la “carne” y de la tierra, la ruptura entre la religión y la político, el dogmatismo y el espiritualismo… Escuchemos a Balthasar que se hace portavoz de la requisitoria judía contra los cristianos: “¿Tenéis todavía vosotros, los cristianos, una relación auténtica con las realidades terrenas? ¿Qué es para vosotros el Estado, el trabajo, el futuro humano? No os importa seriamente que haya en el mundo un poco más o un poco menos de injusticia y de pecado (…). Vosotros estáis justificados por la fe, y si defendéis las obras, es solamente para acumular méritos en los graneros eternos (…). Vosotros sois y seguís siendo dualistas (…) Habláis de encarnación, pero vuestro Dios-Hombre ha alejado vuestra atención de la verdadera condición terrena (…). Vosotros, con vuestra Iglesia, no tenéis nada que ofrecer a los pueblos, nada más que vuestras misiones y las directivas de vuestras cartas pastorales, ni otra libertad que vuestra obediencia clerical (…). ¿Los cristianos tienen también aquí preparada la respuesta? ¿O no es conveniente quizás que dejen hacerse una pequeña pausa en el diálogo y que, juntos, antiguo y nuevo pueblo bajen la cabeza?”[124]

c) Diálogo desde el no-cumplimiento del mesianismo. El hecho de que “nuestra salvación es objeto de esperanza” (Rm 8,24) nos invita al diálogo con este pueblo de la esperanza que es Israel. En su calidad de testigo permanente de la “no-redención del mundo” (S. Ben-Chorin), en su calidad de “testigo de lo incumplido”[125], el judío nos obliga a dialogar sin triunfalismos, a buscar juntos, a aunar esfuerzos, y eso precisamente desde nuestra irrenunciable confesión de que la Salvación ha irrumpido ya en nuestra historia y de que, en esperanza, hemos sido salvados. Es, pues, indispensable y urgente comprender el concepto de “cumplimiento” de manera no totalitaria. El Nuevo Testamento no es tanto realización definitiva del Antiguo Testamento, sino más bien “confesión de lo que le falta” a éste, “movimiento que empuja al Antiguo por los caminos del exilio, en dirección de lo otro”[126]. “El Nuevo Testamento no es un estado, sino un devenir, no es un tener sino un acontecimiento, un advenir (…). La Iglesia es, en este sentido, el compañero de camino de Israel, en marcha hacia el Nuevo Testamento”[127].

d) Diálogo con Israel y cuestión cristológica. En Jesús nos encontramos y en Jesús chocamos judíos y cristianos. El cristiano no puede dialogar sino desde la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios, pues de otro modo no tendría nada nuevo e importante que ofrecer. Pero, al mismo tiempo, es indudable que el diálogo con Israel obliga a la teología a no conformarse con lo aprendido, a redescubrir y a “decir” de manera nueva la figura de Jesús. En concreto, “la irreductibilidad del judaísmo (…) plantea a la teología de la recapitulación de todas las cosas en Cristo un problema irreductible”[128] e insoluble, obliga a la Iglesia y a la teología a tomar conciencia de su carácter histórico y viandante. No hay lugar aquí más que para unos apuntes rápidos en un tema realmente espinoso.

Una de las principales novedades contemporáneas en el campo cristológico es el nuevo interés judío por la figura de Jesús, que se traduce en la aparición de muchas “cristologías judías”: J. Klausner, M. Buber, R. Aron, Shalom Ben Chorin, D. Flusser, P. Lapide, G. Vermes. Pero también en el ámbito cristiano se habla de “cristología después de Ausschwitz”[129]. El diálogo con Israel, que marca las mejores cristologías actuales, aporta unos acentos y unos contenidos característicos a la comprensión cristiana de la figura de Cristo[130]. Señalemos las principales líneas en las que se busca presentar una “cristología en diálogo con Israel”:

– El mejor conocimiento histórico de la época de Jesús en su riqueza y pluralidad impide hablar de “judaísmo” en general, permite situar mucho mejor a Jesús en su época y nos prohíbe insistir sin matices en la oposición entre Jesús y el judaísmo[131].

– La no-redención del mundo impide al cristiano instalarse en la ilusión de la posesión e invita a comprender de manera más justa el carácter mesiánico de Jesús: Cristo es en el presente un “renuevo” (cf. Jer 23,5) que está en crecimiento hasta la consumación del Reino; sólo entonces Jesús será Mesías ‑”Jesucristo”‑ plenamente[132].

– Algunos arriesgan nuevos modos de entender el carácter escatológico del acontecimiento crístico, y confiesan a Jesús no propiamente como “comunicación definitiva” de Dios, sino como “promesa irrevocable de la comunicación definitiva”[133] .

– Otros se esfuerzan en reinterpretar la formulación cristológica de Nicea y Calcedonia, de la Encarnación y de la Trinidad, a partir del primitivo y auténtico foco cristológico, es decir, a partir de la experiencia pascual vivida en el marco de la esperanza del Reino o de la Parusía[134].

Tentativas y ensayos que reflejan más una tarea y una búsqueda que una posición tomada. Es la tarea, fundamental para la teología cristiana, de hallar un lenguaje adecuado para que la confesión de Jesucristo no quede difuminada y al mismo tiempo no impida el diálogo con los judíos.

Tercera Parte

DEL DIALOGO CON ISRAEL

AL DIALOGO CON LAS RELIGIONES

1. LA RELACION ISRAEL-IGLESIA COMO PARADIGMA DE LA RELACION CRISTIANISMO-RELIGIONES

No es el judío el único interlocutor del cristiano. Está también el pagano, “el tercero” que en cuanto tal abre brecha en la relación dual cristiano-judío[135], cuestiona las pretensiones de uno y otro y lleva el diálogo a su horizonte último de radicalidad. Pero es el diálogo con el judío el que mejor puede habilitar al cristiano para el diálogo con el pagano. En efecto, como se ha mostrado en lo que precede, Israel pone de manifiesto el carácter histórico de la Iglesia, o lo que es lo mismo, su no plena catolicidad en el tiempo. Y, en último término, el encuentro con Israel invita sin cesar al cristiano a reconocer el misterio de la gracia siempre más grande, siempre irreductible. Y este hecho posee una importancia decisiva para el diálogo del cristianismo con las otras religiones o, mejor, del cristiano con creyentes de otras tradiciones y sistemas religiosos, pues solamente la modestia histórica y la confesión de la gracia permiten a la Iglesia adoptar una actitud dialogal. Israel se erige para la Iglesia en inspirador y promotor del diálogo con las religiones, y la relación con Israel se convierte para la Iglesia en paradigma de la relación con todos los demás[136].

Al final de este estudio, y a modo de conclusión, me propongo aplicar al diálogo de la Iglesia con las otras religiones los principios establecidos para el diálogo con Israel, diálogo para cuya descripción y desarrollo nos ha servido de guía, y en ocasiones de pretexto, Urs von Balthasar. Si el cisma entre el judaísmo y el cristianismo ha sido el “cisma originario” de la “Iglesia de judíos y gentiles”, el diálogo y el encuentro con Israel son el diálogo y el encuentro originarios. Evidentemente, Israel posee para el cristiano un misterio y un valor único en cuanto pueblo elegido y en cuanto raíz santa de la Iglesia; por consiguiente, es también un interlocutor único. El hecho de considerar el diálogo con Israel como paradigma del diálogo con las religiones no niega este carácter único de Israel, sino más bien al contrario, pues le atribuye el “privilegio” de ocupar el centro mismo de todo diálogo. El diálogo solitario y único (Einsame Zwiesprache) con Israel abre y habilita al cristiano para el diálogo con todos los demás.

Esta prolongación del diálogo constituye también una prolongación de la lectura de Balthasar, pues éste no considera la relación cristianismo-religiones según el modelo Iglesia-Israel, sino a lo sumo según el modelo Israel-religiones: la Iglesia se ha de relacionar con las religiones actuales como lo hizo Israel con las religiones circundantes a lo largo de la historia bíblica[137]. Pero no es difícil encontrar en Balthasar afirmaciones que permiten establecer una real analogía entre Israel y las religiones: las religiones son la “verdadera religión transitoria”, en camino, al igual que la religión bíblica (cf. la nota anterior); las religiones son “fértil terreno” donde Israel hunde “sus genuinas raíces”, al igual que Israel lo es para la Iglesia[138]; la alianza de Dios con los “pueblos paganos” (Adán, Noé) posee una especie de “anterioridad” con respecto a la alianza con Abrahán y con Moisés, de manera que la última palabra la tiene el proyecto salvífico universal de Dios y toda pretensión de superioridad sobre las religiones por parte de Israel carece de sentido, como toda pretensión se superioridad de la Iglesia sobre Israel carecía de sentido[139].

De manera que parece justificado, desde el mismo Balthasar, plantear la relación Iglesia-religiones en analogía con la relación Iglesia-Israel. En todo caso, se puede afirmar: una Iglesia que, ante Israel, ha tomado conciencia de su propia relatividad histórica y de su no-identidad con la plenitud divina y cristológica, una Iglesia que no puede considerar a Israel como simple “tierra de misión” o “secta a convertir”[140], una Iglesia que sabe que no llegará jamás en el tiempo a ser verdaderamente “la Iglesia de judíos y gentiles”, una Iglesia así, crucificada y humillada, ¿no adoptará una actitud más dialogal en relación con las otras religiones? ¿No será menos totalitaria, más modesta y a fin de cuentas más auténtica y más profética en relación con el único absoluto y la única verdad: el amor?

Pasemos, pues, a señalar ‑el espacio no permite desarrollar‑ los grandes rasgos que ha de poseer el diálogo cristiano con las religiones, en rigurosa correspondencia con los rasgos del diálogo con los judíos.

2. PAUTAS PARA EL DIALOGO CON CREYENTES NO CRISTIANOS

2.1. Diálogo desde la identidad y la confesión

La confrontación con el judío pertenece, como veíamos, al propio ser cristiano; en la medida en que éste hunde sus raíces en el judío, no puede ser él mismo ni puede entenderse a sí mismo sin referirse al judío, sin situarse frente a él. El diálogo con el judío es “intraeclesial”, no “extraeclesial”[141]. Pues bien, este rasgo de la relación cristiana con el judío nos sugiere la primera característica de un auténtico diálogo con las “otras religiones”: este diálogo no es para el cristiano algo accidental; no se trata de una mera necesidad práctica ligada al hecho de que habitamos un mundo común que se va convirtiendo cada vez más una “aldea común”; tampoco se trata de una simple adaptación al principio moderno de la tolerancia. El diálogo es más bien una necesidad ligada al propio ser, a lo más íntimo y central de la fe neotestamentaria. Para la “Iglesia de judíos y paganos”, el diálogo interreligioso es tan interior como el diálogo con Israel. En él se juega ‑y hoy somos más conscientes de ello que nunca‑ su propio ser y su propia verdad. El cristiano no puede serlo sino en diálogo con el que no lo es.

Pero “diálogo desde la propia identidad” quiere decir también, a la inversa, que el diálogo sólo lo es de verdad en la medida en que surge y se realiza desde lo más auténtico de la propia fe, desde el centro más profundo de la experiencia y de la confesión cristiana. No se puede dialogar sin identidad, sin confesión cordial y existencial, desde una identidad diluida, desde una fe cristiana sin convicción, relativista, indiferente, en un “sincretismo blando donde todas las verdades propias a cada tradición religiosa se disuelven en una especie de ideal humanitario”[142]. El relativismo indiferente que sacrifica el corazón mismo de la experiencia cristiana ‑la figura humana particular de Jesús como autocomunicación plena y definitiva de Dios‑ es una de las tentaciones fundamentales que acechan al diálogo del cristiano con las religiones. Es la postura “ilustrada” de cierta teología liberal bien intencionada, pero difícil de conciliar con la experiencia y la confesión cristiana consignada desde los orígenes. Es igualmente el riesgo de cierta corriente “pluralista” en la teología de las religiones. No es legítimo ni provechoso para el mismo diálogo prescindir de la cuestión de la “verdad”, entendida como verdad confesada y practicada[143], que está ciertamente más allá de categorías y de esquemas conceptuales.

La “vuelta al centro”, tan propugnada por Balthasar, siempre que sea real ahondamiento de la experiencia evangélica y no superestructura conceptual e ideológica, es la primera condición del diálogo con las religiones. No es verdad que, cuanto menos convencidos estemos de lo nuestro, más capaces seremos de diálogo. Más bien al contrario: cuanto más convencidos estemos de que en la “figura” ‑concepto tan central en la teología de Balthasar‑ de Jesús, en su palabra y en su vida humana, nos habla, se nos entrega y nos libera plena y definitivamente Dios, tanto más capaces seremos de diálogo. Ahora bien, debe tratarse no de una convicción meramente o prevalentemente ideológica, sino de la convicción del corazón que libera de toda ideología y ensancha en el creyente el espacio de la acogida y de la tolerancia. Una convicción que elimina en el cristiano toda voluntad de posesión del misterio y toda pretensión de superioridad, y fomenta en él un sentimiento de distancia y respeto y lo sitúa en el “último lugar”, el lugar propio de Jesús[144].

En efecto, no hay más verdad que el amor; ésa es la parte de verdad de la famosa parábola de los tres anillos que utiliza Lessing en su obra Nathan: puesto que no es posible probar teóricamente cuál de los tres anillos (judaísmo, cristianismo e islam) es el verdadero, solamente la práctica (el amor vivido) ha de decidir acerca de esa verdad. La verdad nos remite al centro, es decir, a la amistad humano-divina de Jesús hacia la samaritana, a la amistad del buen samaritano en el camino de Jericó, a la amistad personal, que rehúsa encerrar y juzgar al otro según las categorías propias. La fe que profesa todas las verdades del dogma cristiano, pero no vive en esta amistad, esa fe no es “verdadera”, no vive del “centro”, no es realmente “dogmática”, pues la dogmática es, según una definición de Balthasar tan acertada como sorprendente, “la expresión (…) de las condiciones de posibilidad de la conducta cristiana”[145].

Lo más “específico cristiano”, eso es precisamente lo que más nos acerca al otro y lo que el otro desde su alteridad irreductible más reivindica hoy del cristiano. Lo más cristiano y particular coincide con lo más humano y universal. Cuanto más seria y personalmente se compromete el cristiano en su fe, tanto más dialogal se convierte. Es que el “centro” cristiano es comunión: fe en la comunión y acto de comunión, lugar de apertura absoluta y de absoluta comunión, libertad, tolerancia. Ahí no hay lugar para una actitud apologética y racionalista, o una preocupación ansiosa por la “ortodoxia” que constituye en realidad un mecanismo de defensa y enmascara la falta de una real experiencia de fe. En ese “centro cristiano” no es tan importante lo que el cristiano “piensa”, sino lo que el cristiano “se da”. No se trata solamente de que la pretensión absoluta de verdad sea incompatible con la actitud dialogal, sino de que esa pretensión es incompatible con la fe y con la verdad cristiana. La verdad es incompatible con la pretensión de poseerla. La pretensión de poseer la verdad, o la pretensión de poseer más verdad que los otros, contradice la verdad y desacredita a quien la exhibe. Es propio de la verdad el estar repartida y compartida, como muy justamente dice F. Rosenzweig: “No tenemos los dos [se refiere al judío y al cristiano] sino parte en la verdad. Sin embargo, sabemos que pertenece a la esencia de la verdad el ser compartida”[146].

Evidentemente, quien se sienta a discutir con otro lo hace porque piensa “saber” algo que el otro no sabe, pero debe estar animado al mismo tiempo por la convicción de que también el otro sabe algo que él ignora y de que el otro le puede ayudar a conocer mejor lo mismo que cree saber. El cristiano que tuviera la pretensión de poseer la verdad se estaría refiriendo a un ídolo conceptual o imaginario, no al Dios-amor de Jesús. Y esto no equivale a nivelar las diferencias o a propugnar un “panteón ecuménico”, sino que significa mantener vivo el corazón mismo de la fe cristiana y dejar a Dios ser Dios libremente, sin encerrarlo en ningún sistema.

En consecuencia, la capacidad de diálogo se convierte, tanto para el cristiano como para los no-cristianos, en el primer criterio de verdad religiosa. El diálogo es la prueba de la verdad. Cuanto más capaces de diálogo seamos, cuanto más tolerantes y abiertos, más verdad hay en nosotros y más creíbles nos hacemos.

2.2. Diálogo desde el reconocimiento del otro como irreductible

Ante Israel, el cristiano se veía obligado a reconocer la alteridad irreductible de aquél, su actualidad y su misterio permanente fundados en la elección y en la fidelidad irreversible de Dios. Israel no se deja vaciar e integrar en el cristianismo tomado como sistema religioso histórico. Con ello, y de golpe, quedaba en entredicho la pretensión “cristiana” de poseer la verdad en plenitud y en exclusiva, de ser la “religión absoluta”. ¿Cabe aplicar también a las otras religiones precristianas o postcristianas (el Islam, por ej.) esta actualidad y esta irreductibilidad? ¿Poseen también ellas un misterio del que al cristiano no es dado disponer como de un bien propio?

Recogiendo lo mejor de la tradición teológica desde los Padres, y en contradicción con la interpretación clásica y estricta del Extra Ecclesiam nulla salus (Concilio de Florencia en 1442), el Concilio Vat. II declaró no sólo la existencia de la salvación fuera de la Iglesia[147], sino también la presencia de lo “santo y verdadero en las religiones”[148], en otros términos, la presencia de la revelación en las religiones no cristianas. Así lo reconocía ya la antigua teoría del Logos spermatikos (San Justino): semillas parciales del Logos han sido diseminadas por Dios en los diversos pueblos. San Clemente de Alejandría consideraba la filosofía pagana como praeparatio evangelica, como pedagogía divina para conducir a los pueblos hacia la plenitud del Evangelio. San Agustín, tan hostil al final de su vida para con judíos y paganos (massa damnata), había afirmado que “también los paganos tienen sus profetas”, es decir, sus mensajeros de Dios.

Claro que todas estas afirmaciones siguen siendo ambiguas y se prestan a una interpretación totalitaria que sin duda ha prevalecido en la historia de la teología. Según esta interpretación, la revelación presente en las religiones no es sino un grado parcial y provisional de la revelación que el cristianismo contiene en plenitud. Las religiones, al igual que el Antiguo Testamento, serían así un estadio provisional y transitorio que, una vez llegado el cristianismo, perderían vigencia y actualidad[149]. En esa línea se mueve todavía buena parte de la llamada “teoría del cumplimiento”. Y, realmente, ¿podemos prescindir del esquema del “cumplimiento” al abordar la relación entre el cristianismo y las religiones? ¿No se presenta el Nuevo Testamento como cumplimiento del Antiguo?

Así es, en efecto. Pero una doble reflexión se impone aquí. En primer lugar, no es legítimo identificar el cristianismo con el Nuevo Testamento o con Cristo, pues el cristianismo no deja de ser también él eso que en las religiones y en Israel se considera caducado y superado por el “Nuevo Testamento”: un conjunto de creencias, normas y ritos que sirven de mediación y de soporte para le fe, pero que en sí mismos son históricos, están ligados a una cultura y a unas circunstancias concretas y, por consiguiente, son tan relativos y cambiantes como la cultura y las circunstancias. El mismo K. Barth, que opone dialécticamente el cristianismo a las religiones consideradas como “fábrica de ídolos”, admitió al final la evidencia de que también el cristianismo es una “religión”, que no se puede identificar con Cristo y que comparte la ambigüedad y la relatividad de todas las religiones[150].

En segundo lugar, ¿qué significa “cumplimiento”? El “cumplimiento” no comporta ni expolio ni monopolio. “Cumplimiento” no equivale a totalidad cerrada y acabada, a verdad poseída, a experiencia objetivada. Como dice J. Moingt, es preciso quitarle a este concepto el “veneno del totalitarismo” y pensarlo en términos de carencia y deseo, de “desplazamiento, de superación, de distancia, de apartamiento, de ruptura, de conversión”[151]. El Nuevo Testamento es “cumplimiento” en la medida en que despierta y mantiene despierta la esperanza del cumplimiento e impide todo encerramiento en la Ley, en la particularidad, en la “religión”. El mismo Cristo es cumplimiento en cuanto “aquél que vendrá”, en cuanto plenitud en camino (a ello tendremos que volver en el último parágrafo).

Volvamos al tema de éste: el cristiano debe reconocer que Dios se revela y se comunica también fuera de los límites de la tradición judeo-cristiana, en el conjunto de la humanidad en grados y en modos que escapan al control cristiano. Las religiones, formas institucionales e históricas del encuentro humano con Dios, son también y fundamentalmente, testimonio y mediación del encuentro previo de Dios con el hombre: “no me buscarías, si no me hubieras encontrado”. El diálogo auténtico con las religiones exige reconocerlas, a pesar y más allá de todos sus elementos ambiguos y perversos ‑que el cristianismo comparte, por cierto‑, como lugar y mediación concreta de revelación divina. “Las religiones deben ser aprehendidas a partir de su pretensión de tener como fundamento una revelación”[152]. Y esa revelación constituye la verdad, reconocida e inapresable, de una religión determinada. Reconocer que en el otro puede haber una verdad y una revelación de Dios que yo no poseo es una condición indispensable para el diálogo interreligioso.

Reconocer que las religiones pueden ser ‑al igual que el cristianismo en cuanto “religión”‑ lugar concreto de revelación de Dios equivale a reconocerlas como alteridad irreductible al cristianismo. “Esta relación con el otro, con la irreductibilidad del otro, que produce turbación en la conciencia cristiana, es el problema mayor del cristianismo hoy”. “Comunicarse con el otro es reconocer que el otro nos falta, dicho de otra forma, es confesar la verdad del otro et reconocer que aquélla no estaba en nosotros hasta que el otro la ha puesto ahí”[153].

Siempre tendemos a comparar, clasificar, entender al otro por medio de la razón abstracta y sobre la base de un esquema universal, pero ligado a nuestro punto de vista, a nuestra cultura, lenguaje. Parece inevitable en la condición histórica y siempre situada del pensamiento humano. Entonces el pensamiento se convierte en lo que Balthasar llama “pensamiento clasificador”[154]; tal pensamiento oscila necesariamente entre una “universalidad de conquista” (que desemboca, de manera hostil o amistosa, exclusivista o inclusivista, en el Extra Ecclesiam nulla salus) o en un “nivelamiento” de lo particular en lo universal abstracto (que desemboca en el relativismo y la indiferencia). Difícilmente se escapan de este pensamiento clasificador los diversos esquemas teológicos utilizados en la problemática “cristianismo-religiones”. Quizás es inevitable, pero es preciso reconocerlo ‑ésa es la gran tarea de la hermenéutica‑: los esquemas teológicos que nos sirven para entender a las demás religiones ‑en un sentido exclusivista rígido, o en un sentido inclusivista benévolo, o en un sentido pluralista liberal‑ no son más que eso, construcciones racionales radicalmente insuficientes, en la medida en que el “otro” ‑y, en primer lugar, Jesucristo mismo‑ es siempre irreductible en su alteridad radical. El pensamiento “clasificador” reduce al otro, lo vacía y lo asimila a lo propio.

El misterio de una religión no cristiana es el misterio del otro y, en último término, el misterio de Dios que habla y ama al otro con su absoluta libertad, esa suprema libertad que reconocemos los cristianos al confesar que ha querido revelarse y entregarse libremente de manera definitiva y plena en el hombre Jesús. La incondicionalidad del compromiso divino para con el no cristiano obliga al cristiano a adoptar para con él la misma actitud que para con Dios. Un cristiano que no confesara y experimentara haber recibido la autocomunicación plena y definitiva de Dios en Jesucristo no sería cristiano; pero un cristiano que negara a los no cristianos el derecho de tener una pretensión semejante en relación con otra figura religiosa tampoco sería cristiano: estaría convirtiendo la gracia en instrumento de poder y de imposición; sería un acto de idolatría y asesinato.

En resumen, el cristiano debe reconocer la actualidad de las otras religiones, al igual que lo hacía respecto de Israel: no son formas provisionales, propias del pasado o abocadas al pasado, o en cualquier caso inferiores al cristianismo, sino lugar vivo donde puede estar viva y actual la palabra y la presencia de Dios de las que el cristiano no puede disponer.

2.3. Diálogo desde la reciprocidad

El reconocimiento de la actualidad de las otras religiones implica que el cristiano debe establecer con ellas relaciones de reciprocidad, sin superioridad de ningún tipo, de igual a igual, cara a cara con el otro irreductible en su alteridad y unicidad. “El respeto y el diálogo requieren la reciprocidad en todos los campos”, declaró Juan Pablo II en Casablanca a propósito de las relaciones cristiano-musulmanas[155].

Ciertamente, no se trata de reemplazar la antigua postura de superioridad cristiana por una exigencia de igualdad amorfa entre las religiones, sacrificando así la comunión personal a la universalidad abstracta del concepto, y reduciendo la “verdad religiosa” ‑fundada en la llamada personal de Dios y en la respuesta intransferible de personas y comunidades‑ a razón general y a sistema. La verdad no es una noción abstracta, un esquema mental, una convicción ideológica; es una experiencia tan compleja y plural como la existencia misma personal y comunitaria; es un acontecimiento y un proceso nunca acabado de percepción-expresión-realización de la palabra viva de Dios, y nunca es compatible con ninguna actitud de posesión, suficiencia o superioridad. La experiencia auténtica de la verdad es siempre experiencia de reciprocidad y diálogo.

Esto no equivale a decir que todas las religiones son iguales. Lo contrario es demasiado evidente: sus maneras de hablar acerca de Dios y del mundo, del hombre y la mujer, del dolor y la esperanza, así como las praxis que promueven son muy distintas, a menudo contradictorias, y no todas son igualmente humanizantes o deshumanizantes, liberadoras u opresoras. Por otra parte, toda religión ‑también el cristianismo, por supuesto‑ es una compleja mezcla, constantemente cambiante, de revelación y ocultamiento de Dios, de fe e increencia, de humanización y opresión. Por eso mismo, las religiones ‑también el cristianismo‑ sólo pueden ser “verdaderas” en diálogo de reciprocidad: mutua crítica, mutua llamada a la conversión, mutuo enriquecimiento.

La reciprocidad significa que el cristiano no sólo tiene un testimonio que dar acerca de Dios, sino también que recibir de los no cristianos, pues también en ellos nos habla Dios y también a través de ellos nos aproximamos a lo “santo y verdadero”. La reciprocidad es espíritu de conversión a lo mejor del otro, que es testimonio de Dios. Y la conversión a lo mejor del otro no nos aliena, sino que despierta lo mejor de nosotros mismos, de manera que cuanto más recibimos lo mejor de los otros más fieles somos a lo mejor de nosotros, pues lo más propio es aquello que vamos recibiendo de los otros[156]. A través de este diálogo de reciprocidad, el cristiano puede descubrir dimensiones del Evangelio y de Cristo que ignora o no vive y que, en cualquier caso, nunca puede conocer y vivir ni en plenitud ni como propiedad.

La crítica mutua es una de las formas fundamentales de la reciprocidad. El espíritu de conversión comporta para el cristiano el deber de criticar lealmente a los otros en nombre de lo mejor que tiene, Jesucristo y su Evangelio; pero igualmente el deber de dejarse criticar por los otros, y ello en nombre del mismo Jesucristo[157]. El cristiano debe criticar a las religiones en cuanto tienen de alienante. Y a la inversa. Esta reciprocidad es indispensable para que las religiones sean “verdaderas”, es decir, un camino de encuentro y comunión, en vez de enfrentamiento y de violencia. Las religiones son “verdaderas” en la medida en que están en camino de conversión a la verdad.

Por supuesto, los cristianos podremos y deberemos decir que lo que así, gracias a esta crítica y enriquecimiento mutuo, vamos llegando a descubrir y a vivir son dimensiones que “ya estaban” en el Evangelio y en Cristo. Vuelve aquí de nuevo la inevitable, y tan ambigua, “inclusión” cristiana de todos los bienes religiosos en Cristo. Esa inclusión solamente será válida a condición de: a) no identificar a Cristo con el cristianismo en cuanto sistema histórico religioso; b) de no identificar tampoco sin más lo histórico particular y lo divino universal de Jesucristo (volveremos a ello); c) de reconocer a los no cristianos el derecho a tener una pretensión análoga de inclusión (no será Cristo quien se muestre celoso si, por ejemplo, un hindú afirma que el mensaje evangélico “ya está” también en los antiguos textos y figuras religiosas del hinduismo…).

2.4. Diálogo desde el no-cumplimiento de las esperanzas

El cristianismo es único en su afirmación de que las esperanzas se han cumplido ya. Pero ya hemos visto que Israel, en cuanto “testigo de lo incumplido”, impide a la Iglesia utilizar esta confesión como argumento de superioridad. En cuanto profeta del mesianismo todavía no realizado en la historia, Israel remite a la Iglesia a su propia contingencia histórica en una historia donde la liberación plena aún no ha llegado. La historia es el espacio de la diferencia entre el cumplimiento iniciado y la consumación del cumplimiento, y el cristiano debe mantener viva la conciencia de esa diferencia. Jesús es confesado como Cristo, como el Mesías prometido para el fin de los tiempos, pero al mismo tiempo es esperado en su retorno al fin de los tiempos. Jesús es Mesías en la esperanza del “Cristo total”. El mesianismo, esperanza de la redención universal en la historia, se nutre de la conciencia de “no-redención” total del mundo (M. Buber, E. Bloch, G. Scholem, F. Rosenzweig, W. Benjamin…), e invita al cristiano a una “teología de lo inacabado”, aun cuando el cristiano deba sostener que solamente a partir de una cierta “anticipación” de la redención puede tener sentido el reconocer la no-redención del mundo y, sobre todo, el esperar la plena redención.

También en este aspecto, la relación con Israel es para la Iglesia paradigma de su relación con las diferentes religiones. En efecto, mientras haya dolor en el mundo, ¿puede el cristiano sentirse superior? ¿Puede apelar demasiado ligeramente al cumplimiento escatológico de las esperanzas? Es más, ¿puede entender la mesianidad de Jesús de otra forma que no sea una mesianidad en camino y esperanza? Por más que “en Cristo ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer” (Ga 3,27-28), esa síntesis y reconciliación que es Cristo no se ve realizada aún: la humanidad sigue desgarrada. La “síntesis está en manos de Dios y sólo a él compete: es escatológica y supera toda representación humana” dice Balthasar[158]. La Iglesia no es ese lugar de reconciliación universal que constituye su esencia y vocación. Por lo tanto, el cristianismo histórico no puede presentarse como esa “religión perfecta y absoluta” que celebra Hegel, no puede presentarse como la síntesis acabada, como plenitud ya alcanzada. La universalidad cristiana en la historia, como la universalidad humana y social, sólo puede ser vivida de manera auténtica en el registro de lo particular y contingente, en camino y en éxodo, en Pascua permanente[159].

En consecuencia, el no-cumplimiento desautoriza una actitud que ha sido y es común en los cristianos, una actitud de superioridad de quien se siente poseedor de lo que los demás esperan. El cristianismo, recuerda Moltmann, debe abandonar “el entusiasmo de consumación de tipo clerical y político”[160]. En resumen, también el cristiano vive en esperanza, y la esperanza nos invita a aunar esfuerzos y plegarias.

4.5. Diálogo desde una confesión cristológica no totalitaria

A lo largo de estas páginas, y de manera muy especial con ocasión de estas pautas para el diálogo que acaban de ser presentadas, una y otra vez surgía la cuestión cristológica, que tiene una doble formulación correlativa: ¿cómo conciliar la confesión cristológica ‑Jesús es Señor, Mesías, Hijo de Dios‑ con esa reciprocidad plena y con ese radical rechazo teórico y práctico de todo privilegio cristiano en relación con los adeptos de otras religiones? ¿Y cómo mantener dicha confesión de la centralidad, definitividad y universalidad de Cristo sin situarse por ello por encima de los otros, comprometiendo así el diálogo? ¿No es necesario intentar formular esa definitividad y universalidad de Cristo de manera que no conlleve, de antemano y a priori, “superioridad” cristiana de ningún tipo y deje así el espacio libre para el encuentro y el diálogo? ¿Cómo confesar lo incomparable y único de Cristo sin compararlo con otros y sin convertir la afirmación sobre Cristo en negación sobre los demás, sea de tipo exclusivista o inclusivista? ¿Cómo evitar un relativismo revestido de tolerancia y un absolutismo revestido de confesión cristiana?

Cuestiones inquietantes. ¿Tiene algún sentido y alguna posibilidad de éxito el intento de responderlas? Y en caso contrario, ¿el diálogo podrá ser alguna vez real? Una cristología que esté formulada en una radical perspectiva de diálogo interreligioso ‑frente a Israel y frente a las otras religiones‑ y que, sin embargo, no recaiga en un puro y fácil “liberalismo” racionalista y abstracto, una cristología así constituye seguramente el mayor desafío de la teología “en el umbral del tercer milenio”. Cuanto aquí se diga será, pues, radicalmente insuficiente. Con estas reservas, y prolongando lo que ya se dijo acerca de la cristología en diálogo con el judaísmo, señalo cuatro aspectos que parecen indispensables para elaborar una “cristología no totalitaria”, apta para el diálogo con las demás religiones[161].

a) La verdad como seguimiento. La fe en Jesucristo no es cuestión de conocer y asentir mentalmente a unas “fórmulas de fe”, sino en poseer su fe en el Abbá y su esperanza en el Reino, en ser movido por sus mismos sentimientos, en hacer propias sus preferencias por los pequeños, en recorrer su camino de Galilea a Jerusalén, en una palabra: en seguir a Jesús. Sólo confiesa a Cristo quien de verdad sigue a Jesús.

El seguimiento dispone al cristiano para el diálogo en un doble sentido. En primer lugar, porque remite las ideas y las fórmulas cristológicas ‑que demasiadas veces se separan, se objetivan y se convierten así en motivo de disputa‑ a lo que constituyó siempre y sigue constituyendo su auténtico lugar de comprensión y de referencia: la vida con su pasión, la persona con su misterio, la ciudad con su ajetreo, la historia con su anhelo. La cristología se entiende y se hace desde una vida transformada tras las huellas de Jesús. Y en segundo lugar, y en consecuencia, el seguimiento impide recaer en la ilusión de la identidad, es decir: hace que aparezca y se mantenga viva la diferencia y la distancia entre el Maestro y el discípulo, entre el cristianismo y Cristo, entre el dogma y el misterio. Esa dinámica y esa distancia creadas por el seguimiento impiden al cristiano considerarse “la verdadera religión” y deja libre espacio para el diálogo.

b) Particularidad no absoluta. El cristiano mira en la figura humana histórica y particular de Jesús la revelación y la autocomunicación personal plena de Dios. La particularidad de Jesús es manifestación y encarnación de la universalidad y del absoluto de Dios en cuanto absoluta libertad. En esa particularidad humana de Jesús se revela Dios en cuanto Tú libre ‑Dios no es un Tú como un tú humano, pero menos aún como un Absoluto sin nombre y sin rostro; es más que un tú humano‑. En consecuencia, la particularidad histórica de Jesús sólo puede ser entendida en su ser y en su significado como revelación y encarnación de Dios. La particularidad histórica de Jesús de Nazaret es mirada y confesada como Universal Concreto y se convierte así para el cristiano en “norma teológica”.

Pero no por ello se disuelve la diferencia, relativa pero real, entre la dimensión “crística” ‑eterna‑ de Jesucristo y su dimensión humana ‑histórica‑. Decimos, por ejemplo, que Cristo estaba presente en la creación del mundo, en los profetas del AT…, y esto no se puede decir de la misma manera del Jesús histórico. Por ello, ¿es legítimo absolutizar, de manera exclusiva o inclusiva, la particularidad de Jesús y convertir simplemente lo histórico de Jesús en norma universal? El confesar a Jesús como norma “teológica” no significa, por ejemplo, que tengamos que rezar en arameo o en hebreo o en griego por el hecho de que Jesús lo hubiera hecho así, o vestirnos o comer como él lo hubiera hecho… Lo que nos parece evidente en esos aspectos banales ¿no tendríamos que afirmarlo también de manera análoga en el campo de las normas morales o en el campo de la imagen o de la revelación de Dios? El hecho de confesar que la carne de Jesús es la revelación plena y definitiva de Dios no significa que se identifican pura y simplemente en él particularidad humana y universalidad divina, sino más bien que la particularidad humana revela y encarna la universalidad de Dios precisamente al negarse a absolutizar y al convertirse en puro lugar de la confesión del Dios más grande: “Mi Padre es más que yo” (Jn 14,28).

Pertenece a la esencia de la experiencia cristiana el afirmar la universalidad y el absoluto de Dios en la singularidad histórica de Jesús, pero también el reconocer la auténtica verdad de la figura humana de Jesús en el momento en que desaparece y se ausenta, remitiendo definitivamente a Dios en su carne entregada. Así pues, lejos de “clausurar” a Dios en su singularidad histórica o lejos de “agotar” en sí mismo la historia de la revelación y de la comunicación de Dios, Jesús nos abre a la riqueza y a la eterna novedad de Dios que desborda su particularidad y contingencia histórica y está presente en todo y en todos. De manera que “subsiste la tensión entre la identificación de Dios en Jesús y la identidad propia de Dios”[162].

c) Recapitulación sin totalitarismo. La doctrina de la recapitulación ha guiado siempre la reflexión sobre las relaciones entre el cristianismo y las religiones. En efecto, la confesión de que Cristo “recapitula todas las cosas” (Ef 1,10), toda revelación y toda comunicación de Dios (Heb 1,1), pertenece al corazón de la fe cristiana. Ahora bien, es crucial para una cristología dialógica el que se formule esta confesión de un modo no totalitario. Esta tarea nos enfrenta con el límite y la aporía de todo nuestro lenguaje teológico[163], pues habrá que expresar al mismo tiempo que Cristo lo es y no lo es todo.

En efecto, la particularidad humana de Jesús se erige en recapitulación y en norma precisamente en cuanto que es pura relación, pura apertura y referencia a Dios y al Reino, es decir, precisamente en cuanto que se despoja y no se apropia de nada, precisamente en cuanto que no “pretende” nada para sí. Dicho en lenguaje pascual: el Espíritu no puede venir sino cuando Jesús se va y viene gracias a que Jesús entrega su aliento en la cruz. Ahora bien, el Espíritu rompe toda barrera, todo sistema, toda “propiedad privada”, toda particularidad. Y funda una “cristología de la recapitulación” sin totalitarismo alguno. Es precisamente su desasimiento y su don de sí, su no-pretensión y su abandono de sí los que revelan y definen su calidad divina. Y es su desinterés para consigo el que “interesa” y afecta a toda la humanidad. En términos más abstractos hay que decir: para no abocar al totalitarismo, la recapitulación en Cristo ha de constituir para el cristiano no sólo expresión concreta de la inseparabilidad radical, sino también de la diferencia y distancia radical de lo particular y lo universal, de la historia y la eternidad en esta figura concreta que es Jesús de Nazaret. Entonces, cabe confesar la “normatividad”, la finalidad (“todo se hizo por él y para él”) y la definitividad de Cristo, sin que ello comporte pretensión de absolutez o de superioridad[164].

Cristo no es celoso ni ávido. No retiene nada. Su “gloria” consiste en despojarse, no en apropiarse. Ser Alfa y Omega consiste en “dejar ser”, en “dar lugar” (a Dios, a la creación, al hombre, a la historia), en dejar libertad. Es preciso comprender y formular en esta línea la doctrina de la “recapitulación”. Cristo “cumple” en cuanto que renuncia a toda posesión, en cuanto que no invade y no asimila[165]. Se trata de un cumplimiento que no es plenitud cerrada y concluida, sino apertura a lo nuevo, a lo otro, al otro, a Dios. Cristo, dice también Balthasar, “no cumple cerrando (como los hombres), sino abriendo (como lo hace Dios)”[166].

Estas ideas deben disuadir al cristiano no sólo de apoderarse de Cristo, sino también de elaborar una cristología absolutista, la cual sería una forma camuflada de apropiarse de todo y de todos so pretexto de “recapitulación” cristológica. Y esto no quiere decir que hayamos de vaciar la cristología en teología (J. Hick, P. Knitter…), sino que hemos de radicalizar la cristología de la recapitulación en el sentido de la no posesión y de la apertura; entonces, la recapitulación apunta hacia la síntesis ‑aporética‑ de definitividad e historicidad, universalidad y relatividad; entonces, el Cristo que lo “recapitula todo” no extermina a las otras religiones y figuras religiosas (exclusivismo), ni se erige como plenitud de lo que en otros no es sino fragmentario y provisional (inclusivismo), sino que abre espacio en el misterio del Dios “más grande” para la absoluta alteridad y misterio de las otras religiones y figuras religiosas, sin convertirlas por ello en diversas manifestaciones de una única “divinidad” abstracta y racionalista (pluralismo).

d) Jesús Mesías y el mesianismo incumplido. Lo hemos dicho repetidas veces: el mundo dista mucho de estar redimido, el cumplimiento de las esperanzas es aún objeto de esperanza, la Resurrección de Jesús no es todavía la resurrección universal. Es preciso explicitar ahora la implicación cristológica de este no-cumplimiento en vistas al diálogo con las religiones. La pregunta lacerante reza como sigue: ¿De qué manera formular que Jesús es Mesías cuando el mesianismo no se ha cumplido aún?

En la medida en que la confesión de Jesús como Cristo, como el Mesías prometido para el fin de los tiempos va acompañada del reconocimiento de que la “consumación del cumplimiento” no ha llegado todavía, en esa medida el cristiano debe “dejar subsistir la diferencia” entre la dimensión histórica particular de Jesús y su dimensión escatológica universal, la cual no se realizará plenamente sino cuando “todo le sea sometido” y todo sea liberado. Cuando las esperanzas mesiánicas se realicen en el Reino definitivo, sólo entonces podremos reconocer verdaderamente que “Jesús es Cristo”. Es más, solamente entonces Jesús será plenamente Cristo.

Mientras tanto, mientras subsistan la opresión y la muerte, Cristo debe ir “completándose” en la historia a través de muchas luchas y dolores e incluso a través de muchos nombres (y religiones). Y la confesión de Jesús como Cristo no debe abolir la diferencia entre la historia y la escatología ni provocar en el cristiano ninguna pretensión de superioridad, sino animarlo a la común esperanza y a la lucha común por el Reino.

(Scriptorium Victoriense 43 (1996), p. 117-189)

  1. “Experiencia de la Iglesia en nuestro tiempo”, en Escritos teológicos II. Sponsa Verbi, Guadarrama, Madrid, 1964 (1961), pp. 54-55. En plena fase de preparación conciliar ‑Balthasar, incomprensiblemente, no fue invitado al Concilio‑, este largo ensayo resulta profético; reivindica una imagen de Iglesia que se verá consagrada al menos en germen por las dos grandes Constituciones del Vaticano II (la Lumen Gentium y la Gaudium et Spes): una Iglesia sin barreras hacia dentro ni hacia fuera.

  2. En el ensayo citado en la nota 1, Balthasar habla del “carácter transitivo de la piedad eclesial” (p. 51), en tránsito hacia el Señor y hacia el mundo.

  3. Einsame Zwiesprache. Martin Buber und das Christentum, Jakob Hegner, Colonia-Olten, 1958, p. 17.

  4. Ib., p. 14. El Vat. II ratificará solemnemente esa lamentación, aunque quizá sin explicitar suficientemente su propia responsabilidad: “La Iglesia, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos” (Nostra Aetate, 4).

  5. Ib., pp. 18-19. En otro lugar de la misma obra, Balthasar observa a propósito de San Agustín que “lo más flojo en su obra son los capítulos sobre la historia de Israel” (p. 106).

  6. Ib., p. 14.

  7. L. BLOY, Le salut par les Juifs, Mercure de France, París, 1905 (primera edición en 1892); E. PRZYWARA, “Judentum und Christentum”, en Ringen der Gegenwart, 1929, pp. 624661; J. MARITAIN, “L’impossible antisémitisme”, en la obra colectiva Les Juifs, Plon, París, 1937; E. PETERSON, Die Kirche aus Juden und Heiden, Pustet, Salzburgo, 1933; K. BARTH, Kirchliche Dogmatik II/2 (sobre todo el capítulo 7 sobre la elección gratuita: “Gottes Ggnadenwahl”), Zurich 1942; H. DE LUBAC (ed.), Israël et la foi chrétienne, Librairie universitaire, Friburgo, 1942; G. FESSARD, De l’Actualité Historique (2 vols.), DDB, París, 1959.

  8. Presenta una panorámica general de los ensayos teológicos sobre las relaciones entre Israel y la Iglesia en: “Israël et l’Eglise, essais de dialectique”, en Cahiers Sioniens 9 (1950), pp. 1-16; Id., “Aux origines des rapports judéo-chrétiens”, en Cahiers Sioniens 10 (1950), pp. 126-142; cf. sobre todo Les Juifs. Foi et destinée, Fayard, Paris, 1961.

  9. Es el título de un artículo de H.H. HENRIX, “In der Entdeckung von Zeitgenossenschaft”, en Theologisches Jahrbuch 22 (1980), pp. 177-192.

  10. Se destacan autores como G. Hommel, R. Gradwohl, W.P. Eckert, E.I.J. Rosenthal, J. Maier, Sh. Safrai, Sch.Ben-Chorin, L. Jakobs. Especial mención merece la reciente y muy documentada obra de H. Küng, El judaísmo, Trotta, Madrid, 1993 (original de 1991).

  11. E.P. Sanders, C. Thoma, K. Hruby, H.L. Goldschmidt, M. Barth, J. Österreicher, Ch. Klein, R. Ruether, F.W. Marquardt. Es de destacar la Contemporary Jewish Religious Thougtht. Original Essays on Critical Concepts, Mouvements and Beliefs, ed. por A.A. Cohen – P. Mendes-Flohr, Nueva York, 1987.

  12. Uriel Tal, J. Maier, F. Mussner, J. Bloch, J.C. Beker, P. von der Osten-Sacken, R. Rendtorff, H.H. Henrix, C. Thoma. Cf. en especial el Lexikon der jüdisch-christlichen Begegnung, ed. por J.J. Petuchowski – C. Thoma, Friburgo, 1989.

  13. “Posibilidades de diálogo entre cristianos y judíos. Punto de vista cristiano”, en Concilium 98 (1974), p. 301.

  14. He aquí los títulos principales en los que el autor aborda la problemática de la relación Israel-Iglesia:

    – “Mysterium Judaicum”, en Schweizer Rundschau 43 (1943), pp. 211-221;

    – “La raíz de Jesé”, en Escritos de teología II. Sponsa Verbi, Guadarrama, Madrid, 1964 (1961);

    – “Aktualität des Themas ‘Kirche aus Juden und Heiden'”, en Internat. kath. Zeitschrift COMMUNIO 5 (1976), pp. 239-245 (se cita según la traducción francesa en Nouveaux points de repère, Fayard, Paris, 1980, pp. 255-264);

    – “Kirche aus Juden und Heiden”, en Theodramatik II/2, pp. 331-410;

    – Sobre todo Gloria Antiguo Testamento y Gloria Nuevo Testamento.

  15. El título alude al diálogo de Jesús transfigurado con Moisés y Elías en la soledad del monte (o.c., p. 9).

  16. Einsame Zwiesprache, o.c., pp. 76-77.

  17. Ib., p. 19.

  18. P. VAN BUREN, “L’Eglise et le peuple juif”, en Lumière et Vie 196 (1990), p. 61.

  19. Chrétiens et Juifs. Document de travail de l’Eglise Evangélique en Allemagne, III, en M. Th. HOCH – B. DUPUY, Les Eglises devant le judaïsme. Documents officiels 1948-1978, Cerf, Paris, 1980, p. 61.

  20. A. NEHER, “Philosphie hébraïque et juive”, en Histoire de la Philosophie, vol. I, Enciclopedia de la Pléyade, Gallimard, París, 1969, p. 54.

  21. En Schweizer Rundschau 43 (1943), pp. 211-221.

  22. Theodramatik II/2, p. 346, 341, 365.

  23. “Bíblicamente, en el trasfondo de la salvación que viene de Abrahán para todos los pueblos, hay una salvación sellada por Noé para el cosmos en su conjunto” (De l’intégration. Aspects d’une théologie de l’histoire, DDB, París, 1970 [1963}, p. 168). Así pues, no se han de oponer Antiguo y Nuevo Testamento como alianza particular y alianza universal: “no basta decir que la antigua alianza, particular, se ha ensanchado para convertirse en nueva alianza universal; pues ya la antigua, en su designio profundo, era universal en la promesa hecha a Abrahán (y antes a Noé)” (ib. p. 329).

  24. “Mysterium judaicum”, l.c., p. 214.

  25. “Mysterium judaicum”, l.c., p. 212.

  26. Ib., p. 213.

  27. Gloria Antiguo Testamento, p. 169.

  28. “Mysterium judaicum”, l.c., p. 215.

  29. Einsame Zwiesprache, o.c., pp. 33-71. Posteriormente, en la Dramática divina (Theodramatik II/2, pp. 345-359), Balthasar presenta esta tensión como dialéctica entre la ley (documento y expresión de la elección particular) y la profecía (igualmente en El compromiso del cristiano en el mundo, Encuentro, Madrid, 1981 [1971]), pp. 75-85.

  30. Einsame Zwiesprache, o.c., p. 84.

  31. Se trata de una conferencia radiofónica pronunciada en 1961 en Radio Stuttgart, y se presenta como comentario profundizado de Rm 9-11, texto fundamental para el diálogo entre cristianos y judíos. K. Hruby proponía en 1974 la meditación de este texto para superar las tesis tradicionales sobre el judaísmo (reprobación de Israel por parte de Dios y su sustitución por parte de la Iglesia) y para instaurar de este modo un auténtico diálogo con los judíos (cf. “Posibilidades de diálogo entre cristianos y judíos. Punto de vista cristiano”, l.c., sobre todo pp. 143-145). Balthasar se adelantó a su tiempo en este punto, y lo hizo siguiendo a K. Barth, el cual comenta estos capítulos en Kirchliche Dogmatik II/2 (el “comentario más profundo y válido, del que ninguna teología podrá prescindir en el futuro”, a decir de Balthasar: Einsame Zwiesprache, o.c., p. 78).

  32. Presento estas tesis sucesivamente en este apartado (2.2) y en los dos siguientes (2.3 y 2.4). Retoco la traducción en algunos puntos. El término “reprobación” (Verwerfung) que utiliza Balthasar será discutido y aclarado más adelante (2.3.).

  33. “La raíz de Jesé”, l.c., pp. 356-357. “En una perspectiva última, nuestra solidaridad en la culpa es la condición de posibilidad de la revelación del último compromiso posible de Dios en favor de su humanidad entera, pues no ha tomado sobre sí la culpa de algunos individuos elegidos, sino la de todos sin distinción. Aquí se halla el corazón del drama divino” (Theodramatik III, p. 176).

  34. Ib., p. 357. Ahí se sugiere lo específico del planteamiento bíblico-cristiano en el tema del pecado: no la medición angustiosa de la gravedad de la culpa por medio del cálculo de la libertad-consciencia, sino la confesión radical y liberadora de la propia culpa en la confianza incondicional en la misericordia siempre más grande.

  35. De l’intégration, o.c., p. 162.

  36. Balthasar percibe en la teología dialéctica de K. Barth el riesgo de deslizarse “en la zona de la metafísica o de la gnosis” (Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie, Johannes, Einsiedeln, 1976 [4ª ed], p. 368), y señala que, para ser cristiana, la teología dialéctica ha de ser “trasposición en conceptos de la obediencia de la fe” (ib., p. 86).

  37. “La raíz de Jesé”, l.c., p. 359.

  38. Nostra Aetate, n. 4. Se habían adelantado en este sentido muchas declaraciones de diversos episcopados. Una muestra.: “El único pasaje del NT donde a la palabra ‘reprobación’ aplicada al destino de los judíos se opone inmediatamente ‘la readmisión’ futura del pueblo de la antigua alianza en la alianza nueva y definitiva, en Rm 11,15, debe ser la norma de interpretación de todas las afirmaciones neotestamentarias referentes a la reprobación (…). El de los judíos a Jesús es prometido por Dios como última palabra de su historia; y esta promesa es la garantía de su a los judíos” (Tesis de Bad Schwalbach, mayo de 1950, novena tesis, en M. Th. HOCH – B. DUPUY, Les Eglises devant le judaïsme. Documents officiels 1948-1978, Cerf, París, 1980, p. 25.

  39. Citado en Einsame Zwiesprache, o.c., p. 78. Mirando a la historia de la Iglesia, reconoce el autor, el reproche del judío tiene razón (ib., p. 80).

  40. Einsame Zwiesprache, o.c., p. 78.

  41. De l’intégration, o.c., p. 162. Esto implica un replanteamiento general de la cuestión del infierno y de la “condenación eterna”. Es conocido que Urs von Balthasar ha sostenido que el cristiano debe esperar incondicionalmente la salvación eterna de todos tanto como la suya propia, dando coherencia teológica a la postura reivindicada desde la literatura por Dostoïewsky, Péguy, Camus… y desde la mística por Teresa de Lisieux y Adrienne von Spey con su visión del infierno vacío. Fundamenta su posición en la teología del “descenso a los infiernos” (cf. “El Misterio Pascual”, en Mysterium Salutis III/2, Cristiandad, Madrid, 1971 [1970], sobre todo pp. 237-265), en la gratuidad del amor absoluto de Dios cuya gloria consiste en salvar al perdido (cf. Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca, 1980, 2ª ed. [1963], sobre todo pp. 55-98). Su posición le ha valido por parte de algunso la acusación de apocatástasis. Se justifica y se explica sobre todo ello en dos de sus últimas obras: Was dürfen wir hoffen? (¿Qué podemos esperar?), Johannes, Einsiedeln, 1986, y Kleiner Diskurs über die Hölle (Pequeña explicación sobre el infierno), Johannes, Einsiedeln, 1987.

  42. “Las nociones de elección y apartamiento son balbuceos para dar cuenta de esta diferencia que expresa el hecho de que Ismael es otro diferente de Isaac (…). El apartamiento de Ismael es otra forma de la acción creadora y redentora de Dios; la elección de Isaac es una forma de esta misma acción” (G. Siegwalt, Dogmatique pour la catholicité évangélique. Système mystagogique de la foi chrétienne, vol. I/2, Labor et Fides-Cerf, Ginebra-París, 1987, p. 464). Cabe aplicar esto mismo al “apartamiento” de Israel en relación con la “elección” de la Iglesia.

  43. De l’intégration, o.c., p. 329.

  44. “La raíz de Jesé”, l.c., 359.

  45. Este concepto de “representación” tiene a veces un sentido, ambiguo y peligroso, de ejemplaridad: Israel sería la “representación negativa” de la humanidad y el negativo de la alianza. Este sentido, afirmado por San Agustín y muy subrayado por Pascal (los judíos como “testigos negativos de Cristo”), ha sido desarrollado por K. Barth: para éste Israel y la Iglesia “representan” los dos polos del acontecimiento de la Cruz: el rechazo y la fidelidad. Esta idea de la ejemplaridad negativa de Israel se halla presente en Balthasar (Israel en cuanto “prueba negativa” del cristianismo, como vimos en la Primera Parte), pero acentúa sobre todo la representación como Stellvertretung, como “ponerse en el lugar del culpable” por solidaridad o por misión divina.

  46. “Mysterium judaicum”, l.c., p. 38.

  47. Theodramatik II/2, p. 353.

  48. “La raiz de Jesé”, l.c., p. 363.

  49. Einsame Zwiesprache, o.c., p. 95.

  50. Ib., p. 96.

  51. Ib.

  52. “La raíz de Jesé”, l.c., p. 363.

  53. Ib., p. 364.

  54. Allí se planteará la cuestión de cuándo sucederá la salvación de “todo Israel”. Esta cuestión tiene una incidencia directa en la problemática de la “catolicidad de la Iglesia sin Israel”, y por eso la reservo para ese contexto.

  55. “La raíz de Jesé”, l.c., p. 360.

  56. “Dios habla como hombre”, en Ensayos teológicos I. Verbum Caro, o.c., p. 107.

  57. Citado por E. Gil de Muro, Edith Stein. Ahora que son las 12, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 1987, p. 197.

  58. “Lo absoluto del cristianismo y la catolidad de la Iglesia”, en Puntos centrales de la fe, BAC, Madrid, 1985, p. 69. Traducción corregida.

  59. “La raíz de Jesé”, l.c., p. 360. Traducción corregida. En un tono mucho más decidido que la Nostra Aetate del Vat. II, diversos episcopados como el alemán, francés y americano han confesado la culpa de la Iglesia en relación con los sufrimientos y persecuciones de que los judíos han sido víctima, sufrimientos y persecuciones legitimadas a menudo con falsos argumentos teológicos. Cf. M.Th. HOCH – B. DUPUY, Les Eglises devant le judaïsme, o.c. Para una historia condensada del antisemitismo cristiano, cf. M.Th. HOCH, “Les Eglises chrétiennes et les Juifs”, en Conscience et Liberté 24 (1982), pp. 59-75.

  60. Theodramatik II/2, p. 361.

  61. Ib.

  62. Es verdad que Balthasar, siguiendo un hábito teológico-exegético tan común como desafortunado, llama a la Iglesia nuevo Israel, verdadero Israel, Israel según el espíritu (cf. 1 Cor 10,18), Israel de Dios (cf. Ga 6,16). Son expresiones ausentes del NT: el NT afirma solamente que los judíos que han rechazado a Cristo no son “verdaderos judíos”, el “verdadero Israel de Dios” (cf. Jn 8,44; Rm 9,7-8; Ga 6,16; Ap 2,9) (cf. la nota de la TOB a Ga 6,16). Ni siquiera es legítimo, estrictamente hablando, llamar a la Iglesia “pueblo de Dios” en el mismo sentido que a Israel (Cf. P. VAN BUREN, “La Iglesia y el pueblo judío”, en Lumière et Vie 196 [1990], pp. 66-67). También la Declaración conciliar Nostra Aetate la llama “nuevo pueblo de Dios” (n. 4); pero se trata propiamente de la vocación escatológica de la Iglesia ‑la “Iglesia de judíos y gentiles”‑, más que de una realización histórica, como se mostrará más adelante (3.4). Para toda la problemática teológica de Israel desde el punto de vista cristiano, es fundamental la obra de F. MUSSNER, Tratado sobre los judíos, Sígueme, Salamanca, 1983.

  63. Gloria Antiguo Testamento, p. 355.

  64. Theodramatik II/2, p. 359. Las pp. 359-368 llevan como título “Das Mysterium des Überdauerns” (“el misterio de la permanencia”). La Iglesia Evangélica de Alemania declara en 1975: “Para numerosos cristianos, la subsistencia de un pueblo judío después de la venida de Jesucristo es un misterio insondable en que ven un signo de la inquebrantable fidelidad de Dios” (Chrétiens et Juifs. Document de travail de l’Eglise Evangélique en Allemagne, 24 de Mayo de 1975, III, 1, en M. Th. HOCH – B. DUPUY, Les Eglises devant le judaïsme, o.c., p. 63. En el Sínodo francés de 1983, afirmaba el Cardenal Etchegaray: “La gran, la inevitable cuestión que se le plantea a la Iglesia es la de la vocación permanente del pueblo judío, de su significación para los mismos cristianos” (La Documentation Catholique, nº 1861, año 1983, p. 1000). La Comisión romana para la relación con el judaísmo aplicaba el misterio a la supervivencia del pueblo como tal: “La permanencia de Israel (…) es un hecho histórico y una señal que debe ser interpretada en el plan de Dios” (Judíos y cristianos en la predicación y en la catequesis de la Iglesia”, en Ecclesia, nº 2.230, año 1985, p. 911).

    De todos modos, lo que se quiere afirmar en todo ello no es propiamente que Israel en cuanto pueblo y etnia diversa subsistirá hasta “el fin de los tiempos” (noción ésta bien problemática…), sino que la Iglesia nunca llegará a serlo del todo y que, con más razón, nunca llegará a ser el todo en la historia…

  65. “Lo Absoluto del cristianismo y la catolicidad de la Iglesia”, l.c., p. 82.

  66. Cf. C. THOMA, “Judentum und Christentum”, en Herders Theologisches Taschenlexikon, vol. 4, Friburgo-Basilea-Viena, 1972, pp. 71-72.

  67. Balthasar afirma: “Israel es dede el principio no doble, sino uno, es el pueblo concreto y carnal, portador de la promesa pneumática y universal… Aunque Israel retrocede en masa y sólo en parte pasa a la Iglesia, es y sigue siendo uno” (“Lo absoluto del cristianismo y la catolicidad de la Iglesia”, l.c., p. 65).

  68. Einsame Zwiesprache, o.c., p. 21.

  69. “La raíz de Jesé”, l.c., p. 362.

  70. Einsame Zwiesprache, o.c., p. 97.

  71. Ib., p. 25.

  72. Ib., p. 18.

  73. “Lo absoluto del cristianismo y la catolicidad de la Iglesia”, l.c., p. 71.

  74. Balthasar trata expresamente esta cuestión sobre todo en: De l’intégration (año 1963), en una sección titulada “El tiempo de la Iglesia y la conversión de Israel” (pp. 161-166); el ensayo “Lo absoluto del cristianismo y la catolicidad de la Iglesia” (año 1977) (l.c., 66-74); Theodramatik II/2 (año 1978), en el capítulo “La Iglesia compuesta de judíos y paganos” (pp. 336-338).

  75. Cf. Theodramatik II/2, p. 361, n.1.

  76. De l’intégration, o.c., p. 163.

  77. Theodramatik II/2, p. 358, n. 30.

  78. De l’intégration, o.c., p. 165. La tesis de F. Mussner, que Balthasar afirma rechazar en Theodramatik, no decía otra cosa.

  79. Ib., p. 166.

  80. En La verdad es sinfónica, Encuentro, Madrid, 1979 (1972), pp. 139-154. El ensayo sigue una estructura y un ritmo ternario de acuerdo con las “tres formas de la esperanza” que se han dado en la historia y siguen dándose en cada época: la esperanza pagana, la esperanza judía y la esperanza cristiana. En primer lugar, la esperanza pagana, propia de la Antigüedad, expresada en los mitos de Pandora y de Prometeo; esperanza marcada por la ambigüedad, entre la “espera” y la “previsión” (prometheia), y abocada a acabar en atada como Prometeo en las rocas del Cáucaso; esperanza anclada en el pasado, desgarrada entre la evasión (Ausbruch: mejor que “ruptura”, como dice la traducción) de la rebelión atea estéril y la evasión oriental hacia el interior en forma de meditación budista o hacia lo alto en forma de religión hinduista. En segundo lugar, la esperanza judía; ésta no es evasión, sino incursión (Durchbruch) hacia un futuro mejor, fundada en la promesa del Dios fiel; esperanza vuelta al futuro ausente, y que degenera fácilmente en desánimo o en utopía cuando Dios difiere el cumplimiento de la promesa. Y, por fin, la esperanza cristiana, esperanza enraizada en la irrupción (Einbruch) del don, esperanza que acoge y vive el presente, esperanza que da cumplimiento a la verticalidad de la esperanza pagana y a la horizontalidad de la esperanza judía gracias a la irrupción de Dios en el mundo y a la incorporación de mundo en Dios.

  81. Balthasar vuelve constantemente sobre este análisis ‑inspirado en M. Buber‑ del mesianismo judío secularizado, representado por Marx, Bloch, Kafka, Freud…. Cf. de manera especial “Las tres formas de la esperanza”, l.c., pp. 147-149, y “Lo absoluto del cristianismo y la catolicidad de la Iglesia”, l.c., pp. 83-84.

  82. “Lo absoluto del cristianismo y la catolicidad de la Iglesia”, l.c., p.82.

  83. Einsame Zwiesprache, o.c., p. 72.

  84. “Mysterium judaicum”, l.c., p. 124. Es más, la esperanza para todos parece incluso imponerse a la esperanza para sí: “¡Dios, libera a tu pueblo! Si no quieres, ¡libera al menos a las naciones!”, exclama Rabí de Berditchev (citado en B. DUPUY, “El Mesianismo”, en Iniciación a la práctica de la Teología II, Cristiandad, Madrid, 1984, p. 122). En la esencia de Israel está inscrita como misterio y misión esa “primacía del otro”, tan característica de la ética Biblia, que constituye el núcleo de una filosofía radicalmente ética de pensadores judíos como E. Levinas.

  85. S. BEN-CHORIN, Bruder Jesus. Der Nazarener in jüdischer Sicht, citado por T. PRÖPER, Jésus: raison et foi, DDB, Paris, 1978, p. 118.

  86. “La raíz de Jesé”, l.c., p. 363.

  87. Ib.

  88. Ib., p. 364.

  89. Ib., p. 362.

  90. “Communio: un programa”, en Rev. Cat. Intern. COMMUNIO I/1979, p. 22. Balthasar cierra Einsame Zwiesprache con estas palabras: “Esperamos lo mismo” (p. 124). El Documento de 1985 de la Comisión para las relaciones con el judaísmo habla igualmente de “común esperanza en aquél que es el Señor de la historia” (Judíos y judaísmo en la predicación y en la catequesis de la Iglesia, l.c., p. 907). Todo esto plantea la necesidad teológica de repensar la confesión de la mesianidad de Jesús y la cuestión del mesianismo en el cristianismo. Necesariamente tendremos que volver a ello. Cf. J. MOLTMANN, “La esperanza mesiánica. En el cristianismo”, en Concilium 98 (1974), pp. 265-273.

  91. Einsame Zwiesprache, o.c., p. 100 (las pp. 95-117 llevan por título “La misión de Israel”). Muchos pensadores cristianos (por ejemplo, L. Bloy, J. Maritain, Ch. Journet, E. Peterson, K. Barth, G. Fessard, L. Bouyer…) habían atribuido una misión histórico-salvífica a Israel después de Cristo. Ante ellos toma posición Balthasar (cf. Theodramatik II/2, pp. 338-340).

  92. “La raíz de Jesé”, l.c., p. 362.

  93. A. NEHER, L’essence du prophétisme, Calman-Lévy, paris, 1955, p. 253.

  94. Einsame Zwiesprache, p. 100.

  95. J. Moltmann insiste muy especialmente en ello en su última obra cristológica, una “cristología en camino”: El camino de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1993. Resultan muy sugerentes, en un plano filosófico, las reflexiones de P.J. LABARRIÈRE, Le Christ Avenir, DDB, Paris, 1993.

  96. Einsame Zwiesprache, o.c, Ib., p. 117.

  97. “la raíz de Jesé”, l.c., p. 363.

  98. Ib., p. 365.

  99. Ib., p. 366.

  100. Ib., p. 365. Texto corregido. La traducción española dice “tarea judía en el cristianismo” y “tarea permanente de la Antigua Alianza en la Nueva”, pero el contexto se refiere al libro del AT, a su aportación el NT y a la necesidad eclesial de volver a la riqueza permanente y actual del AT, que no “pertenece” a la Iglesia: “Ya no podemos asentir a la concepción de los Padres de la Iglesia, que tan drásticamente consideraban el tránsito a la iglesia como un cambio del propietario legal de los Libros Santos” (ib., p. 366).

  101. Cf. Einsame Zwiesprache, o.c., pp. 95-117. He aquí las 6 funciones permanentes que F. Mussner atribuye a Israel en la historia: 1) Ser, junto a la Iglesia, prueba de Dios en el mundo; 2) Ser testigo del carácter concreto de la historia de la salvación; 3) Ser testigo del “Deus absconditus” y de sus caminos inescrutables (Rm 11,33; 4) Impedir que la idea mesiánica desaparezca de la humanidad; 5) Dirigir las miradas hacia un mundo mejor; 6) Mantener viva la conciencia del no-cumplimiento de las esperanzas aun después de Cristo (cf. “Judentum”, en Neues Handbuch theologischer Grundbegriffe, vol. 2, Kösel, Munich, 1984, p. 258).

  102. En Intern. Kath. Zeitschrift COMMUNIO 5/3 (1976), pp. 239-245. Citado en la versión francesa, recogida en Noueaux Points de repère, o.c., pp. 255-264.

  103. Theodramatik II/2, pp. 331-410. Este título viene de E. Peterson (Die Kirche aus Juden un Heiden, Pustet, Salzburgo, 1933). Es interesante señalar que Balthasar estudia en primer lugar las relaciones entre el judío y el pagano cristianos dentro de la Iglesia, pero inevitablemente también las relaciones del cristiano con el judío y el pagano no cristianos. El cristiano, el judío y el pagano son actores del drama divino en el mundo ‑los dos tomos de Theodramatik II llevan como título “las personas del drama”‑, diferentes e “irreductibles” el uno para el otro.

  104. “Mysterium judaicum”, l.c., p. 220.

  105. Einsame Zwiesprache, o..c, p. 105. La expresión “cisma originario” (Ur-Riss) es de E. Przywara, de quien la recoge Balthasar (cf. “Lo absoluto del cristianismo y la catolicidad de la Iglesia”, l.c., p. 74). La ha utilizado también P. Démann.

  106. “Mysterium judaicum”, l.c., p. 221.

  107. Einsame Zwiesprache, o..c, pp. 92-93.

  108. Ib., p. 105.

  109. “Lo absoluto del cristianismo y la catolicidad de la Iglesia”, l.c., p. 73.

  110. Ib., p. 79.

  111. “L’Eglise des Juifs et des païens”, l.c., p. 260.

  112. De l’intégration, o.c., p. 163. “Tampoco la Iglesia cristiana ha alcanzado todavía su destino; también ella vive en transición. El pueblo judío y la Iglesia, ambos son caminantes y ambos, cada uno a su manera, están mantenidos en la existencia por la fidelidad de Dios”, declaró el Sínodo de la Iglesia reformada de los Países Bajos en 1979 (Israël, peuple, terre, Etat. Propositions en vue d’une réflexion théologique, n. 55, en M. Th HOCH – B. DUPUY, Les Eglises devant le judaïsme, o.c., pp. 228).

  113. De l’intégration, o.c., p. 164.

  114. Ib., p. 164.

  115. Ib., p. 165.

  116. Ib., pp. 165-166.

  117. Ib., p. 329.

  118. Ib., p. 331. Escribe también el autor: “El Evangelio nunca puede ser comprendido y vivido sino en el paso ‑siempre actual‑ por el tiempo de la antigua alianza y del judaísmo hacia el tiempo de la nueva alianza y de la Iglesia, y por consiguiente (…), en la medida en que supera en verdad la antigua religión nacional de Israel, la Iglesia es también en verdad y sin distinción ‘la Iglesia de judíos y de paganos’. Pero como esta superación está siempre haciéndose, el punto de partida ‑la antigua alianza con sus promesas (‘la salvación viene de los judíos’: Jn 4,22), la antigua época a la que ella pertenece‑ no puede ser pura y simplemente superado. Sigue siendo actual para la Iglesia como también para cada uno de sus miembros” (“La Iglesia de judíos y de paganos”, l.c., p. 255).

  119. Cf. B. DUPUY, “La reconnaissance chrétienne du judaïsme, Horizons nouveaux”, dans Recherches de Science Religieuse 66/4 (1978), pp. 623-636; K. HRUBY, “Les relations entre le judaïsme et l’Eglise,. Jalons de réflexion théologique”, en Sens 12 (1979); H.H. HENRIX, “In der Entdeckung von Zeitgenossenschaft. Ein Literaturbericht zum christlich-jüdischen Gespräch der letzten Jahre”, en Theologisches Jahrbuch 22 (1980), pp. 177-192. En su alocución en la Sinagoga de Roma el 13 de abril de 1986, Juan Pablo II habló de “actualidad de Israel” y de la necesidad de reconocer y respetar a cada una de las dos religiones “en la propia identidad, al margen de todo sincretismo y de toda equívoca equívoca” (Ecclesia, nº 2.264, año 1986, p. 565).

  120. E. LEVINAS, Difficile liberté, Albin Michel, Paris, 1976, p. 163.

  121. Einsame Zwiesprache, o.c., p. 22.

  122. Cf. las “antinomias de la era mesiánica” que señala B. Dupuy en su estudio “El Mesianismo”, l.c., pp. 123-127.

  123. “Una cuestión banal a la que en realidad es mucho más difícil de responder de lo que se piensa” (M. WIEVIORKA, “Le payssage du judaïsme contemporain. Quelques aperçus”, en Lumière et Vie 196 (1990), p. 5. Un especialista judío concluye su análisis bíblico e histórico con esta confesión: “¿Quién es buen judío? En realidad no lo sé” (S. SANDMEL, “¿Quién es un buen judío?”, en Concilium 98 (1974), p. 77. Quizás apunta en la dirección adecuada M. Muschnik cuando afirma: “Es judío quien tiene la voluntad de serlo” (en El País, 17 de noviembre de 1988). Pero esto lleva a preguntarnos si es más clara la pregunta que nos atañe a nosotros: “¿Quién es cristiano?”

  124. Einsame Zwiesprache, o.c., pp. 89-91.

  125. B. DUPUY, “El Mesianismo”, l.c., p. 126.

  126. J. Moingt, “Une théoogie de l’exil”, en Michel de Certeau ou la différence chretienne, Cerf, Paris, 1991, p.146.

  127. G. SIEGWALT, Dogmatique pour la catholicité évangélique. Système mystagogique de ka foi chrétienne, vol I/2, Labor et Fides – Cerf, Ginebra-Paris, 1986, p. 336.

  128. G. Siegwalt, Dogmatique pour la catholicité évangélique I/2, o.c., p. 451.

  129. GABRIELE NIEKAMP, Christologie nahc Ausschwitz. Kritische Bilanz für dio Religionsdidaktik aus dem christlich-jüdischem Dialog, Herder, Friburg-Basel-Wien, 1994. Adopta una perspectiva didáctico-catequética.

  130. Para una presentación de conjunto: F.W. MARQUARDT, Das christliche Bekkenntnis zu Jesus, dem Jude, vol. 1, Kaiser, Munich, 1990.

  131. Ch. PERROT, Jesús y la historia, Cristiandad, Madrid, 1980; E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un Viviente, Cristiandad, Madrid, 1981; P. von der OSTEN-SACKEN, Grundzüge einer Theologie im christlich-jüdischen Gespräch, Chr. Kaiser, Munich, 1982.

  132. Cf. B. LAURET, “El mesianismo”, en Iniciación a la práctica de la teología II/1, 89-133; C. THOMA, Das Mesias Projekt. Theologie jüdisch-christlicher Begegnung, Pattloch, Augsburg, 1994; R.RADFORD RUETHER, “Cristología y relaciones judeo-cristianas”, en Concilium 245 (1993), pp. 171-184; de manera especial, J.MOLTMANN, El camino de Jesucristo, o.c.

  133. H. VORGRIMLER, “Zum Gespräch über Jesu”, en M. MARCUS, E.W. STEGEMANN, E. ZENGER [eds.], Israel und die Kirche heute. Beiträge zum christlich-jüdischen Gespräch, Herder, Friburg-Basel-Wien, 1991, pp. 148-160 (la cita en p. 158). En esta línea también la obra citada de C. Thoma

  134. Así E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un Viviente, Cristiandad, Madrid, 1981. En esta línea se sitúa también el intento de H. Küng de reinterpretar la doctrina de la Encarnación y de la Trinidad desde la shekina judía. Es digna de mención sobre todo la reciente y vasta obra de J. Moingt, El hombre que venía de Dios (2 tomos), DDB, Bilbao, 1995.

  135. Cf. J. Moingt, “Le chrétien, le juif et le grec”, en Lumière et Vie 196 (1990), pp. 25-32.

  136. Como afirma B. Lauret, “la manera como la Iglesia se relaciona con los judíos da testimonio de la calidad de su relación con lo universal” (“Christologie et messianisme”, en Lumière et Vie 196 [1990], p. 120). La historia ofrece la prueba de este carácter sintomático de la relación cristiana con los judíos: el comienzo del “período absolutista” del cristianismo coincidió más o menos con la desaparición práctica del elemento judío en la Iglesia y, a la inversa, la nueva irrupción judía en la conciencia cristiana colectiva después de Auschwitz ha coincidido con el fin de la pretensión absolutista de la Iglesia. “En el corazón de la historia de las religiones, está en primer lugar esta cuestión de los judíos y los cristianos. Del modo como se desarrollen estas relaciones se desarrollará, al mismo tiempo, la historia religiosa de todo hombre” (P. Dabosville, Foi et culture dans l’Eglise d’aujourd’hui, Fayard-Mame, París, p. 440).

    En este mismo sentido, no deja de ser ilustrativa la proximidad histórica de la primera visita del Papa a la Sinagoga de Roma (13 de Abril de 1986) y de la convocatoria del encuentro interreligioso de Asís (26 de Octubre de 1986).

  137. Así lo hace, por ejemplo, en “El camino de acceso a la realidad de Dios” (en Mysterium Salutis II/1, Cristiandad, Madrid, 1969 [1967], pp. 66-72), bajo el epígrafe “Las religiones y la Biblia”; afirma que, en cada época, Israel ha considerado todas las formas religiosas con las que ha estado en contacto (el politeísmo en la época patriarcal, la sabiduría y la religión egipcias y orientales en la época de la monarquía, la filosofía y la religión griegas en la época helenística) como “preludio, punto de partida y prehistoria del yahvismo”, como “la verdadera religión transitoria” (p. 70) y que, al mismo tiempo, ha exigido a esas religiones extrañas “una total y dolorosa renuncia de todos sus esquemas” (p. 72), sometiéndolas a la ley de “la salvación por el juicio”. Claro que la misma renuncia y la misma ley tienen vigencia, como aparece en la cruz, también para Israel, pues él mismo está en camino, en tránsito, hacia la “verdadera religión”. Ahora bien ‑aunque Balthasar ya no lo diga‑, también el cristianismo está en camino, y no es “verdadera religión” sino a condición de estar en camino hacia su propia verdad siempre trascendente; también él está, pues, sujeto a la ley universal de la salvación por el juicio. En Theodramatik II/2 (pp. 368-376) aborda también Balthasar el análisis de las religiones en la Biblia, pero su visión de las religiones es aquí más negativa.

  138. Gloria Antiguo Testamento, p. 170.

  139. Dice el autor: “es lógico que lo que en la antigua alianza y en la nueva alianza, considerada a partir de Abrahán, aparece en los ‘paganos’ como no-salvación, se presente, al contrario, mirándolo desde Noé y desde la historia bíblica primitiva en su conjunto, como salvación latente, la cual se manifiesta en puntos aislados” (De l’intégration. Aspects d’une théologie de l’histoire DDB, París, 1969 [1963], pp. 168-169). Y también: Abrahán no es el arquetipo de todos los creyentes, judíos y paganos (Rm 4,15ss) “sino en la medida en que se ha inclinada ante Melquisedec, imagen simbólica de Cristo, ¡y este Melquisedec que en cuanto ‘superior’ bendice a Abrahán, era un pagano! (Heb 7,5-10)” (Theodramatik II/2, p. 390).

  140. De l’intégration, o.c., p. 166.

  141. Es revelador en este sentido el hecho de que la Comisión de la Santa Sede para el diálogo con el judaísmo depende del Consejo Pontificio para la unidad cristiana, y no del Consejo Pontificio para las relaciones con las religiones no cristianas. Igualmente, el hecho de que lo que después se convirtió en el número 4 (dedicado al judaísmo) de Nostra Aetate estaba destinado en un principio a figurar como apéndice a la Constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium

  142. C. Géffré, “Le dialogue des religions, défi pour un monde divisé”, en Le Supplément 156 (1986), p. 118.

  143. Sobre la cuestión de la verdad en el diálogo interreligioso, cf. H. WALDENFELS, “Das Christentum im Streit um die Wahrheit”, en Handbuch der Fundamentaltheologie 2, Herder, Friburgo-Basilea-Viena, 1985, pp. 241-265. En la inseparabilidad de los aspectos teorético-cognitivo y existencial-práctico de la verdad insiste particularmente E. Schillebeeckx en “El carácter único y definitivo del envío de Jesucristo, como tarea y base de la Iglesia y de su misión al mundo”, en Los hombres, relato de Dios, Sígueme, Salamanca, 1994, sobre todo pp. 260-270.

  144. El diálogo del cristiano con el no cristiano, afirma Balthasar, está regido por “la dialéctica del último lugar” (“L’Eglise des Juifs et des païens”, en Noueaux Points de repère, Fayard, París, 1980 [1976], p. 264).

  145. Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca, 1988 (2ª ed.) (1963), p. 103.

  146. L’étoile de la Rédemption, Seuil, París, 1982, p. 490. Eso que Rosenzweig afirma del judío y el cristiano puede extenderse a todas las religiones.

  147. Cf. Ad Gentes 7; Lumen Gentium 16; Gaudium et Spes 22.

  148. Nostra Aeitate 2.

  149. Ya en los primeros apologetas cristianos, pero también en Clemente, Orígenes y Agustín, encontramos la opinión de que la presencia del logos en los paganos era debida al préstamo e incluso al robo de la sabiduría bíblica por parte de los pueblos paganos. Es la versión negativa de la teoría del logos spermatikos; la revelación sigue siendo ahí un bien exclusivo de la Biblia.

  150. El mismo Balthasar, incomparable teólogo de la novedad cristiana, afirma en una frase ya citada en la Primera Parte que el cristianismo “presenta un aspecto que la sitúa sociológicamente en el mismo plano que las demás religiones” (“Dios habla como hombre”, en Ensayos teológicos I. Verbum Caro, Guadarrama, Madrid, 1965 [1960], p. 96).

  151. J. MOINGT, “Une théologie de l’exil”, en C. GEFFRÉ (dir.), Michel de Certeau ou la différence chrétiienne, Cerf, París, 1991, p. 144. Ese vocabulario lo toma de Michel de Certeau.

  152. G. SIEGWALT, Dogmatique pour la catholicité évangélique I/2, Labor eta Fides – Cerf, París – Ginebra, 1987, p. 69. La oposición “religión-revelación” resulta, pues, claramente insuficiente, y no se identifica en todo caso con la distinción “religiones-cristianismo”.

  153. J. MOINGT, “Une théologie de l’exil”, l.c., p. 141.

  154. “Caracteres de lo cristiano”, en Ensayos teológicos I. Verbum Caro, o.c., p. 223.

  155. Discurso ante jóvenes musulmanes el 19 de Agosto de 1985, (Ecclesia. nº 2.235, año 1985, p. 1103).

  156. El diálogo interreligioso será “para el cristiano como para el hindú, para el musulmán como para el budista, una invitación providencial a repensar los datos de la propia religión, a fin de reencontrar en ella dimensiones implícitas o de descubrir a partir de ella horizontes más profundos” (J.A. CUTTAT, La rencontre des religions, Aubier, París, 1957, p. 13).

  157. G. Siegwalt escribe: “La reciprocidad del discernimiento, la acogida por el cristiano de la crítica que el otro le dirige a él, al cristianismo histórico y quizás incluso al mismo Cristo tal como es comprendido, la aceptación de dejarse interpelar por esta crítica en su (parte) de verdad, y también la disponibilidad para responder a la misma en el amor y la verdad y para interpelar por su parte al otro en nombre de la fe cristiana, son las implicaciones necesarias de la acogida del otro, o de las religiones no cristianas, por parte de la fe cristiana” (Dogmatique pour la catholicité évangélique I/2, o.c., p. 138).

  158. El compromiso del critiano en el mundo, Encuentro, Madrid, 1978 [1980], p. 74.

  159. Sobre la pretensión cristiana de universalidad, cf. Concilium 155 (1980), sobre todo los artículos de Ch. DUQUOC, “El cristianismo y la pretensión de universalidad” (pp. 236-247, y J. COMBLIN, “El debate actual sobre la universalidad cristiana” (pp. 248-257).

  160. J. MOLTMANN, “La esperanza mesiánica. En el cristianismo”, en Concilium 98 (1974), p. 272. Cierta teología cristiana da razón a la irónica afirmación del teólogo hindú S. Radhakrishnan: los cristianos son personas muy comunes que tienen pretensiones muy poco comunes…

  161. Sobre la compleja problemática de la cristología en relación con el diálogo interreligioso, ya se señalaron algunos títulos al final de la Primera Parte (nota 203). Ofrezco aquí un cuadro más completo:

    a) En una línea inclusivista (no se considera aquí el exclusivismo): K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona, 1984, sobre todo pp. 363-374; G. D’COSTA, Theology and Religious Pluralism, Basil Blackwell, Oxford, 1986; J. DUPUIS J., Jesucristo al encuentro de las religiones, Paulinas, Madrid, 1991; H.R. SCHLETTE, Die Religionen als Thema der Theologie, Herder, Friburgo, 1964.

    b) En una línea pluralista: M. AMALADOSS, “El pluralismo de las religiones y el significado de Cristo”, en Selecciones de Teología 119 (1991), pp. 163-175; J. HICK, God has many Names, Mcmillan, London, 1980; Id., “Cristo en las religiones del mundo”, in FORUM DEUSTO, La religión en los albores del s. XXI, Universidad de Deusto, Bilbao 1994, pp. 153-171; P. KNITTER, No other Name? A Critical Survey of Christian Attitudes toward the World Religions, SCM Press, London, 1985; PANIKKAR R., El Cristo desconocido del hinduísmo, Madrid, 1871; Id., “Autoconciencia cristiana y religiones”, en Fe cristiana y sociedad moderna 26, SM, Madrid, 1989, pp. 199-267.

    c) En una línea hermenéutica: A. GESCHÉ, “Le christianisme et les autres religions”, en Revue théologique de Louvain 19 (1988), pp. 315-341 (condensado en “El cristianismo y las demás religiones”, en Selecciones de Teología 114 [1990], pp. 103-118; K.J. KUSCHEL, “Cristología y diálogo interreligioso”, in Selecciones de Teología 123 (1992), pp. 211-221.

    d) En una línea hermenéutica desde la praxis: PIERIS A., El rostro asiático de Cristo, Sígueme, Salamanca, 1988; “¿Hay sitio para Cristo en Asia? Panorámica de respuestas”, en Concilium 246 (1993), pp. 247-266; SCHILLEBEECKX E., “El carácter único y definitivo del envío de Jesucristo, como tarea histórica y base de la Iglesia y de su misión al mundo”, l.c., pp. 225-279; Id., “Universalité unique d’une figure religieuse historique nommée Jésus de Nazareth”, en Laval théologique et philosophique 50.2 (junio 1994), pp. 265-281.

    Se han de añadir, naturalmente, los estudios cristológicos en relación con el diálogo cristiano-judío señalados en la Segunda Parte, 3.5, d.

  162. E. SCHILLEBEECKX, “Universalité unique d’une figure religieuse historique nommée Jésus de Nazareth”, en Laval théologique et philosophique 50.2 (junio 1994), p. 279.

  163. “La aporía de la teología de la recapitulación”: es el título que da G. Siegwalt al párrafo con que concluye los dos primeros volúmenes de su Dogmatique pour la catholicité évangélique, o.c. (I/2, p. 501).

  164. A esta conclusión llega K.J. Kuschel a través de una exégesis contextual del himno cristológico de Col 1 y de una hermenéutica del dogma de Nicea: “Sobre la base del NT y de los antiguos concilios ‑entendidos en el marco de una exégesis contextual y de una hermenéutica de los dogmas‑ se puede fundamentar teológicamente una normatividad de Cristo, sin pretensiones de absolutez, que tenga una finalidad sin exclusivismos y una definitividad sin superioridades” (“Cristología y diálogo interreligioso”, en Selecciones de Teología 123 [1992], pp. 220-221) (subrayados del autor).

  165. Sobre la relación de Jesucristo con las dos grandes “pretensiones de catolicidad” no cristianas (la religión y el comunismo), escribe Balthasar: “Estas dos esferas (…) no las asume Jesucristo de una manera posesiva, ni las embarga ni les impone su ser y su ley, sino las entrega como mundo propio del Padre y del Espíritu” (“Pretensión de catolicidad”, en Puntos centrales de la fe, BAC, Madrid, 1985 [1974], p. 44).

  166. “Palabra, Escritura, Tradición”, en Ensayos teológicos I. Verbum Caro, o.c., p. 23.