Vivir en comunidad. Diálogo con José Arregi – Guy et Régine Ringwalt
Guy et Régine Ringwalt: Este número de PARVIS se presenta bajo el título “Vivre en communauté”. ¿Qué te sugiere de entrada?
Todo está dicho en esas dos palabras: vivir y comunidad. La vida brota de la comunión para la comunión: cada ser viviente es una forma particular que emerge de una unión de partículas, átomos, moléculas, células, tejidos, órganos…. Y planetas, estrellas, galaxias, universo o multiverso… Desde lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, todo es relación con todo. Ser es inter-ser, como decía Tich Nhat Hanh. También los seres humanos nacemos de otros y somos con otros, y formamos con todo un cuerpo animado, en el que el bien propio y el bien común son inseparables. Cuanta más comunión, más plenitud de ser.
José Arregi: Pero ¿es posible llegar a conciliar realmente el interés propio y el interés común?
Esa es la cuestión humana por excelencia. La evolución nos ha dotado de una maravillosa y peligrosa conciencia del “yo”: nos da una formidable capacidad de comunión y es el mayor obstáculo para aunar el bien propio y el bien común. Somos una especie contradictoria. Nuestro gran reto –biológico y científico, personal y político, mental y espiritual…– es caminar hacia una conciencia de sí más libre y amplia, más individual y universal a la vez. Saber ser más uno mismo siendo más en común sería la gran sabiduría.
GRR: ¿La Iglesia puede aportar esa sabiduría?
JA: Debe y puede aportar su grano, pero, para ello, es preciso que se libere de sus ataduras dogmáticas e institucionales, dejándose inspirar por Jesús: “Todos/as sois hermanos/as”, “Amaos”, “Que sean uno, como yo en ti y tú en mí”, “Sed compasivos”, “Misericordia quiero, y no sacrificios”… Esa es la experiencia espiritual originaria que late en todas las religiones y a la vez las transciende todas, incluido el cristianismo. La comunión profunda de la vida a todos los niveles constituye también la esencia de la Iglesia de Jesús, su ser profundo, su experiencia fontal, su vocación última hacia dentro y hacia fuera, hasta superar todo dentro y fuera. La gran dificultad es el apego al yo superficial, el ego. El apego a la institución eclesiástica es una forma de apego al yo superficial. Vivir en común conlleva algún tipo de institucionalización, pero la institucionalización de la comunión no depende de ninguna revelación divina, sino de las circunstancias históricas y culturales.
GRR: ¿Podrías explicarte un poco más sobre esto último?
Ninguna religión, doctrina, rito ni mandamiento proviene desde fuera. Dios no es un señor soberano que crea, habla, ordena, escucha, responde desde fuera. Es el Alma y la Comunión, el Interser de todo cuanto es. Crea, actúa, ilumina, inspira, anima, se revela en el corazón de cuanto es. Jesús nunca pensó en establecer ninguna institución, ni sacramentos, ni jerarquías, ni congregaciones religiosas, ni leyes, ni dogmas. Y aunque lo hubiera hecho, no por ello sería vinculante a la letra, pues Jesús fue un hombre de su tiempo. Lo que nos vincula y hace libres es el Espíritu que le inspiró y que lo anima todo, que le llevó a crear un movimiento de comunión subversiva, de hermanas y hermanos, libres y en comunión. Ese espíritu creativo es lo que ha de empujar a la Iglesia y animarla a dar formas nuevas y plurales a la comunión transformadora, a la comunidad de comunidades –libres y liberadoras– que es. Ya no podemos concebir que el vivir en comunión requiera una misma organización, una autoridad jerárquica, unanimidad de creencias… Jesús pensó que su grupo de discípulas y discípulos itinerantes formaba una familia fraterno-sororal “sin padre” ni “maestro” ni “señor”.
GRR: Tú has sido franciscano, has vivido en comunidad durante muchos años.
JA: Sí. Cuarto de una familia de 13 hermanos, a la edad de 6 ó 7 años, en una peregrinación al santuario franciscano de Arantzazu, mirando boquiabierto una larga fila de jóvenes franciscanos estudiantes de teología que nos despedían a los peregrinos, me sentí profundamente atraído. A los 10 años (en 1963, en pleno Concilio Vaticano II), sin saber muy bien lo que estaba pasando, dejé la familia (a la que no volví a ver hasta un año después, y no había teléfono), ingresé en el Seminario de Arantzazu, una enorme familia de 150 compañeros de mi edad (¡qué riqueza!), sin ninguna compañera (¡qué carencia!). A los 15 años tomé el hábito y un años después –sin tampoco saber lo que hacía, y sin noticia alguna del Mayo 68– profesé los tres votos (pobreza, celibato y obediencia), junto con otros 15 compañeros.
GRR: ¿A los 16 años?
JA: Sí, en 1969. Hoy, solo 53 años después, nos parece un sinsentido, y lo es. Un nuevo mundo estaba emergiendo, pero aún no lo sabía. Tardaría 20 años más en caer en cuenta plenamente de que el modelo tradicional de la llamada “Vida religiosa” no se tiene en pie. El anhelo profundo que inspiró sus orígenes y todas las transformaciones que ha conocido sigue aún vigente: el anhelo de comunión consigo y con todo, empezando por los últimos. Pero el marco teológico-canónico medieval ya no se sostiene por ningún lado: ni Jesús aconsejó los votos, ni es un “estado de perfección”, ni se trata de una vida de mayor entrega a Dios ni de mayor compromiso con los más pobres. He conocido muchas monjas y frailes de admirable madurez, experiencia espiritual, generosidad y compromiso por los últimos, pero no más que fuera de las comunidades religiosas. El modelo tradicional responde a una imagen dualista, maniquea, patriarcal, piramidal del ser humano, de Dios, de Jesús, de la Iglesia, que está en contradicción con la visión actual holística del mundo, del ser humano, de Dios… El desmoronamiento de las congregaciones es un signo del Espíritu universal. Desde hace décadas, anima múltiples movimientos de comunidades, formadas de personas célibes o casadas mixtas, comunidades transformadoras y contemplativas, ecológicas y liberadoras, místicas y políticas, creyentes o no creyentes, dentro o fuera de un marco religioso, pero transcendiéndolo.
GRR: ¿Por eso dejaste la Orden franciscana?
JA: La dejé porque el obispo de la diócesis me retiró la licencia para seguir enseñando teología. Fue en el año 2010, a mis 57 años. Entonces se me planteó una gran disyuntiva: sumisión o libertad. Me pareció que la Vida me pedía ser fiel a mí mismo y a mi misión, y me pedía ahorrar conflictos a mis hermanos franciscanos, que siguen siéndolo. Por todo eso abandoné tanto la Orden como el sacerdocio. Cinco años después me casé, y voy descubriendo cada día lo que de verdad significa “vivir en comunidad”, muy en concreto y a fondo, con otra persona hecha, igual que yo, de carne y hueso, de luz y de sombra, de arcilla preciosa y frágil: acoger y dejarse acoger, cuidar y dejarse cuidar, pedir perdón y perdonar, perdonarme, comprendernos mutuamente en todo, confiar siempre en ella y confiar cuanto puedo en mí mismo, tener paciencia con ella y más todavía conmigo mismo, hablar y escuchar, disentir, aprender, callar juntos, colaborar, desearnos lo mejor, compartir las grandes inquietudes y las grandes causas del mundo de hoy, sufrir y disfrutar juntos, disfrutar mucho, dejar que la ternura, sobre todo la ternura, renazca cada día. Eso es vivir en común. Es un ejercicio de humanidad. Un camino de desapego y de liberación. Una gran exigencia y, sobre todo, una gran bendición.
GRR: ¿Es posible que la Iglesia sea todavía lugar y signo de esa comunión?
JA: Es su ser y su misión. Y existen innumerables comunidades que viven la comunión o caminan hacia ella en lo más hondo y concreto. Pero, para ello, la institución de la Iglesia, de todas las Iglesias, de la Iglesia “católica romana” en particular, debe llevar a cabo una profunda metamorfosis interna. No bastará con remiendos y meros cambios de estilo. El Aliento de la vida la llama a transformar radicalmente o a dejar que caiga simplemente todo su andamiaje institucional, clerical, su Derecho Canónico, su teología y su código moral oficiales; responden a una cultura de hace milenios que entre nosotros ha desaparecido y pronto desaparecerá en todos los continentes.
Es indispensable que las Iglesias se dejen animar e infundan el espíritu de la koinonía (comunión), un término fundamental en los orígenes del movimiento cristiano, que significaba cuatro cosas: comunión de mesa o fracción del pan o eucaristía, comunión con Cristo o con Dios, comunión real de bienes, comunión de comunidades. Eso es la Iglesia –hecha de Iglesias–, para eso es. No habrá eucaristía en la Tierra mientras haya quienes padecen hambre; no podremos comulgar con el cuerpo real de Jesús mientras la humanidad no sea una única comunidad de pueblos diversos; no habrá comunión con Dios mientras no haya una justa distribución de todos los bienes; no habrá comunión en la Iglesia mientras todas las Iglesias no se reconozcan como hermanas, iguales, libres; mientras no desaparezca la subordinación de unas Iglesias a otras, mientras no se derogue la constitución jerárquica y clerical, machista: un sistema de poder y de sumisión bajo un sumo representante de Cristo, un papa elegido por unos cardenales elegidos por el papa, que elige y ordena a unos obispos que eligen y ordenan a unos sacerdotes dotados de poderes sagrados exclusivos; la Iglesia no será comunión mientras se conciba y funcione como formada por tres estamentos: clérigos, religiosos y todo el resto que no son ni lo uno ni lo otro a quienes se llama “laicos”.
Tal vez sea ya demasiado tarde para esta gran metamorfosis, y no quepa esperar sino su entera disolución institucional o la pervivencia de residuos convertidos en reductos sin alma inspiradora de vida y de comunión. Sea como fuere, allí donde estamos, a título personal y comunitario, humilde y confiadamente, podemos tratar de respirar y de vivir del Espíritu que alienta y ensancha la vida, y tratar de contribuir con nuestro pequeño aliento a la gran comunión eco-liberadora que la humanidad está llamada a ser. La comunión que es el corazón de todo lo Real, el horizonte que lo atrae, el espíritu que animó a Jesús y que sigue alentando en todos los seres.
(Publicado en la revista Les Réseaux des Parvis, n. 113, noviembre-diciembre 2022, pp. 6-7)