¿Y SI HUBIESE VIDA FUERA DE LA TIERRA?

Reflexiones para una teología no geocéntrica

Por estos días de agosto, la prensa se ha hecho eco de una noticia proveniente de científicos de la NASA: en un meteorito proveniente de Marte y caído en nuestro planeta hace 13.000 años se habrían detectado restos fósiles de seres vivos. Cuando escribo esto, se trata más que nada una información de prensa, y de prensa veraniega, ávida de ocupar el vacío informativo y de satisfacer nuestra predisposición más marcada en esta época del año para la novedad y la sensación. Sin duda, de confirmarse, sería uno de los descubrimientos científicos más importantes de la historia (quizá habrá que acostumbrarse a decir “nuestra historia”, la del planeta en que vivimos). Pero, a decir de los científicos – los más interesados por este tipo de cuestiones, pero también los más cautos y los más modestos – el meteorito en cuestión no podrá ofrecer, por sí sólo, datos suficientes para poder afirmar taxativamente que hubo vida en Marte. Para poder verificarlo, será necesario tomar muestras actuales en ese planeta, y pasarán años antes de poder hacerlo. Eso sí, desde un punto de vista rigurosamente científico, el que no se pueda afirmar no quiere decir que se haya de negar, sino que se ha de guardar una sabia reserva, muy consciente de la ignorancia, muy abierta a la sorpresa, siempre empeñada en la búsqueda.

1. INTERES Y PLANTEAMIENTO DE LA CUESTION

¿Pero en qué atañe esta cuestión al creyente y al teólogo? ¿Qué nos puede importar un viejo trozo de roca, del que ni siquiera sabemos con certeza si proviene de Marte o de otro astro? Presumo que no se trata de mero ejercicio de especulación gratuita, sino que está en juego una forma de hacer teología y, antes todavía, de situarse en la vida y de relacionarse con cuanto vive; dicho de otra forma: de ser ante, desde, hacia el Dios de la vida.

1.1. Una vida que rompe nuestros moldes

La hipótesis de la vida o de la existencia del hombre en otros planetas ha sido planteada una y otra vez al menos desde Nicolás de Cusa (1401-1464)[1], pero nunca se ha replanteado en serio la teología desde esa hipótesis -en realidad, era impensable e imposible hacerlo-. Pero dicha hipótesis ¿no pone en tela de juicio muchos moldes en los que se ha desarrollado la teología, en la medida en que ésta ha estado cuasi exclusivamente centrada en nuestro pequeño planeta? Un “mundo” reducido al planeta Tierra y al mundo religioso-político-cultural configurado en él por el hombre; un Dios excesivamente encerrado en los estrechos límites de la Tierra y del hombre; un hombre mirado como centro y señor del universo, criterio y medida del cosmos, el sentido y la realización más acabada del cosmos, el cosmos entero en modelo reducido y perfecto (microcosmos). Dios y el hombre, la creación y la salvación, el origen y el fin: todas las cuestiones teológicas han sido planteadas inevitablemente en el marco de una Tierra como único lugar donde Dios ha llevado a cabo el milagro de la vida, de la revelación y de la salvación.

¿Cómo deberíamos repensar todo ello si partiéramos de que no sólo ahí al lado en Marte (que pertenece a nuestro sistema solar y se encuentra solamente a unos minutos/luz de distancia), sino en otros lugares infinitamente más alejados hay vida, una vida quizás similar o quizás muy distinta de la que conocemos, una vida quizás menos evolucionada o quizás muchísimo más evolucionada que la vida más evolucionada e inteligente que conocemos en nuestro planeta? Aún antes de confirmarse, la noticia de la vida más allá incita a la teología a abrirse más allá, como la vida misma. La teología ha de brotar de la vida con sus sorpresas y novedades, y ha de fomentar la vida en sus múltiples dimensiones, pues Dios es fuente, profusión de vida, “amigo de la vida” (Sab 11,26).

La vida, en su manifestación más sencilla y elemental, es un milagro suficiente para arrancar a la teología de la rutina de las palabras, la rutina que encierra y reduce, que mata la mirada y la admiración, que fija la conducta y el pensamiento en marcos demasiado estrechos. La admiración es ese movimiento del espíritu, hecho de sorpresa y pregunta, que está en el origen de toda poesía, de todo arte, de todo pensamiento; es el thaumazein griego, que Leibniz, Schelling y Heidegger tradujeron en la célebre y decisiva pregunta: “¿Por qué hay algo en vez de nada?”[2] Pero el creyente no pregunta solamente por el “por qué” del ser, ni se limita a vislumbrar filosóficamente el misterio que se anuncia y se revela “más allá del ser”, como su fundamento último. El creyente se admira confesando, y pregunta reconociendo; su admiración se hace confesión y reconocimiento del misterio último que es el fundamento y fuente del ser y de la vida: “En ti está la fuente de la vida y tu luz nos hace ver la luz” (Sal 36, 10). “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17, 28).

La vida siempre nos remite a un más allá e impide la rutina, pero mucho más la vida de más allá de nuestro planeta que, al fin y al cabo, es a nuestra medida. La rutina es el gran peligro de la teología: el peligro de las palabras repetidas, las ideas conocidas, los sistemas estériles. Es preciso volver siempre de nuevo a la vida y pensar desde ella, desde lo siempre nuevo y más grande, lo imprevisto y sorprendente. Es preciso convertir la teología en admiración de la vida creada, compañía de la vida amenazada, esperanza de la vida anhelada. Y ahí tendrá sentido el esfuerzo por buscar el “concepto” sin pretensión de “captar”

1.2. El vértigo de saberse polvo de galaxias

Aunque la misma Tierra se le hace a menudo extraña y a menudo en ella se siente a la intemperie, al hombre le resulta mucho más fácil sentirse al abrigo y en el hogar mientras es capaz de mirar a su planeta como centro, abrigado por un universo envolvente. Y así es como se ha sentido desde siempre, con pocas excepciones[3]: centro y cumbre de la Tierra que era a su vez centro del universo. Un geocentrismo antropocéntrico o un antropocentrismo geocéntrico. El geocentrismo y el antropocentrismo no sólo no se niegan, sino que se apoyan mutuamente: mirando a la tierra como centro del cosmos puede el hombre sentirse centro del mismo, pero si se asoma a la infinitud del espacio, siente el vértigo del descentramiento de la tierra y de sí mismo en ella: “el silencio de esos espacios infinitos me aterra” (B. Pascal).

Pues bien, ese meteorito y sus hipotéticos vestigios de vida antigua[4] en otro planeta vienen a confirmar el sentimiento del descentramiento del hombre contemporáneo. El vértigo que el espacio celeste, inmenso y callado, producía a Pascal, es hoy un vértigo generalizado y radical. Y los tímidos mensajes que nos llegan de ese espacio, o mejor, obtenemos de él, no contribuyen a tranquilizarnos, sino a inquietarnos más con nuevos enigmas. Cualquier estudiante de primaria sabe que la tierra es polvo de galaxias[5], y cuanto más poblado ve el universo más sólo se siente (a ello responde sin duda la búsqueda “postmoderna” de calor en el pequeño grupo). Nuestra galaxia, la Vía Láctea, tiene una extensión de 90.000 años/luz y contiene en torno a 100.000 millones de estrellas como el sol con planetas como el nuestro, y existen muchos miles de millones de galaxias semejantes a la nuestra con un número de soles o estrellas similar al de la nuestra; las galaxias más lejanas están a más de 10.000 millones de años/luz (el sol se encuentra solamente a 8 minutos/luz de nosotros…). Además, se nos asegura que el universo sigue en constante expansión a una velocidad cercana a la de la luz, y que constantemente están surgiendo nuevas estrellas…

1.3. Una teología desde el vértigo y la confesión

El poeta sabe convertir el vértigo en admiración, y el creyente sabe resolver la admiración en confesión: “Dios mío, qué grande eres” (Sal 104, 1). El creyente no se reconoce solamente contingente y relativo, ni siquiera solamente fundado y originado, sino también acogido y elegido, querido y requerido por el Fundamento último de la vida. El creyente sabe sentirse acogido “como un niño en brazos de su madre” sin dejar por ello de sentirse sobrecogido en absoluta intemperie y descentramiento. Y de ese sentimiento ha de surgir la teología que necesitamos. El mensaje de vida “más allá” contenido en el meteorito puede servirnos de trampolín para lanzarnos a este vértigo ante lo que nos desborda, a esta admiración ante lo maravilloso a esta confesión de un Dios más grande y más cercano a la vez.

Pero ello demandaría igualmente un esfuerzo de pensamiento por adaptar el lenguaje y las representaciones mentales al nuevo paradigma cosmológico. ¿Qué tipo de correcciones teológicas o qué tipo de ampliaciones de perspectiva nos obligaría a realizar el supuesto de que no fuéramos el único planeta donde hubiera vida ni el ser humano fuera el único ser inteligente o el más inteligente del universo? ¿Ha asimilado la teología el descentramiento radical de nuestro planeta y el consiguiente descentramiento del ser humano en el cosmos? ¿No seguimos practicando todavía una teología excesivamente geocéntrica y antropocéntrica, una teología apoyada en un modelo cosmológico excesivamente geocéntrico y antropocéntrico, una “teología sin vértigo”? ¿No pensamos espontáneamente en un Dios “que mira a la tierra”, que ha creado todas las innumerables estrellas y astros para “alumbrarnos de noche”, que ha creado todos los seres animados e inanimados para el servicio del hombre, corona de toda su obra? ¿No tendemos a pensar que el hecho de confesar al hombre Jesús de Nazaret como Cristo y Señor es una razón irrefutable para considerar a Palestina como centro sagrado de la tierra y la tierra como centro sagrado del universo? En efecto, ¿no es él acaso el Cristo y el Verbo por quien y para quien todo ha sido creado, en quien todo ha sido recapitulado?

Evidentemente, las páginas que siguen no van a abordar todas estas cuestiones. Pero ahí está la tarea. La ocasión puede parecer banal: unos posibles vestigios de vida extraterrestre contenidos en un meteorito. Pero la cuestión, creo, es importante: la necesidad de adaptar una teología geocéntrica y antropocéntrica a un modelo de universo cada vez menos geocéntrico y menos antropocéntrico.

1.4. Una teología desde “hipótesis extremas”

Pero ¿ese meteorito, o la física en su estado actual, da para tanto? ¿No estoy dando por cierto lo que no pasan de ser, en el mejor de los casos, unas hipótesis científicas sin verificar? ¿No estaré proponiendo un ejercicio de teología ficción, basado sobre meros supuestos no confirmados? En efecto, todavía se trata solamente de supuestos, y no sabemos si alguna vez se confirmarán, es decir, no sabemos si alguna vez llegaremos a encontrar vida en general o vida inteligente más allá de nuestro planeta. Pero pienso que no por ello carece de sentido el planteamiento de una teología no geocéntrica, una teología desde la hipótesis de vida fuera de la Tierra. ¿Por qué? En primer lugar, porque el desligar la reflexión de la fe de los paradigmas habituales mantiene viva la conciencia, tan decisiva para la fe y para la teología, de que el objeto de la fe no se identifica con su lenguaje y con su marco interpretativo; en segundo lugar, porque, de hecho, el universo en que vivimos ya ha dejado de ser, por muchos conceptos, geocéntrico y antropocéntrico, independientemente de que se demuestre la existencia de vida extraterrestre; en tercer lugar, porque, cuanto más se conocen las dimensiones inconmensurables del universo y sus enigmas, tanto más probable parece la existencia de vida extraterrestre[6].

Por consiguiente, creo que podemos y debemos aplicar a esta cuestión la regla teológica que K. Rahner formulaba hace años en relación con la evolución de la vida: “Metodológicamente, el teólogo tiene derecho a dar por sentadas las posiciones más extremas de un pensamiento evolucionista (en la medida en que tengan algún sentido y no supongan de antemano una violación de las fronteras de la metafísica por parte de las ciencias naturales) y a preguntarse si puede convivir con ellas. Si hace suyas esas posiciones extremas (cosa que no suele ocurrir de ordinario), no tiene por qué defenderlas, pues eso es asunto del especialista en ciencias de la naturaleza. Así pues, la posición del teólogo es siempre hipotética: si las ciencias naturales dicen esto o aquello a través de quienes las representan en concreto, entonces…”[7] Es, pues, legítimo, y creo que incluso muy útil a la teología el situarse en el supuesto más extremo en lo que concierne la vida fuera de la Tierra. Sabiendo, eso sí, que su posición es siempre hipotética, pero ejercitando al mismo tiempo la libertad del creyente para adaptar la expresión de su fe a aquellas hipótesis cosmológicas que, como tales hipótesis, manejan de hecho muchos de los contemporáneos, creyentes o no. El teólogo deberá, sí, ser riguroso, distinguir los datos y las hipótesis, imitar la sobriedad de los científicos. Pero el teólogo deberá ejercitar al mismo tiempo la parresía del creyente, la imaginación del poeta, la libertad de los hijos de Dios; despojarse de lo acostumbrado y desprenderse de lo conocido, para redescubrir al Dios siempre más grande, el Dios digno de este universo maravilloso y de este ser humano que conocemos y desconocemos, con su grandeza y su miseria. “Olvidando lo que he dejado atrás, me lanzo de lleno a la consecución de lo que está delante” (Flp 3,13).

2. ALGUNOS PRINCIPIOS DEL METODO TEOLÓGICO

La aceptación metodológica de esa “hipótesis extrema” (la de la existencia de vida extraterrestre, incluso de vida “espiritual”) no constituye, pues, un mero ejercicio de curiosidad teológica, ni teología-ficción de verano. Sino que responde a la necesidad de librar la teología de marcos demasiado reducidos. Estoy tentado de decir que, desde un punto de vista propiamente teológico, lo de menos es que se verifique la hipótesis como tal, y que es más importante liberar a la teología (la imagen de Dios, de Cristo, de hombre, de escatología) de muchos elementos de lenguaje y de marco conceptual que, siendo de por sí accesorios y secundarios, sin embargo, fácilmente adquieren una especie de necesidad y de carácter dogmático, apresando así la palabra viva de Dios en la letra que mata. Se trata de liberar la teología al servicio de la vida del hombre y, por consiguiente, de la gloria de Dios.

Este ejercicio de liberación de la teología desde la perspectiva de la vida extraterrestre exige en primer lugar clarificar unos criterios básicos de verdad teológica: qué es lo realmente teológico y verdadero en la teología. Me limito a apuntar, en forma de tesis, algunos criterios básicos que están. en juego y que legitiman el planteamiento teológico que ocupa estas páginas.

2.1. No hay teología sin un modelo cosmológico

La experiencia humana nunca es puramente inmediata, sino que se trata siempre de una experiencia interpretada, y ésta viene mediatizada y condicionada por las categorías interpretativas de que se dispone en cada tiempo y lugar, es decir, por una “imagen del mundo” en sentido amplio, de la que forman parte, entre otros muchos elementos, la imagen científica del mundo (el “paradigma científico”, en lenguaje de Th.S. Kuhn).

Pues bien, lo mismo sucede con la experiencia del creyente. Inevitablemente, al igual que pensamos nuestra fe y hablamos de Dios con el lenguaje propio de cada tiempo y lugar, también pensamos nuestra fe y hablamos de Dios dentro de los parámetros y modelos cosmológicos de que disponemos en cada época. Necesariamente hacemos teología dentro de “le croyable disponible” (P. Ricoeur). Y, al igual que la cultura y la filosofía de cada época influyen decisivamente en el modo como el creyente percibe y concibe a Dios, también la física y las demás ciencias condicionan en parte el lenguaje de la fe, e incluso su vivencia espontánea.

2.2. Ningún modelo es neutro

Pero ningún modelo cosmológico, como ningún marco interpretativo del mundo, es un mero instrumental neutro de que dispone y al que recurre el creyente o el teólogo para desprenderse de él libremente cuando quiera, sino que el modelo conlleva siempre toda una red de ideas y de imágenes en general, y una cierta interpretación de Dios y del hombre en particular. Por consiguiente, el recurrir a un modelo o a otro condiciona en parte la manera de entender a Dios y de plantear las cuestiones teológicas en general.

Así, un modelo geocéntrico del mundo conlleva una imagen de Dios exclusiva o preferentemente volcado a la Tierra, una idea de Creación ordenada en torno a la Tierra, una idea de la historia de salvación centrada en la Tierra, un tipo de cristología que gira en torno al espacio y al tiempo de la Tierra, una imagen del fin del mundo identificado con el fin de la Tierra… Y el antropocentrismo implica una imagen marcadamente antropomórfica de Dios, una cristología que es una “antropología culminada” (K. Rahner), una imagen de la alianza y de la salvación excesivamente desligadas de los demás seres y de las demás especies vivas, un peligroso modo de conducirse en la tierra como dueño y señor, una manera arriesgada de concebir al ser humano como criterio último de utilización de los diferentes recursos…

2.3. No se ha de identificar la fe con un modelo cosmológico o científico

En consecuencia, el creyente y el teólogo deberán ser lúcidos y estar despiertos para darse cuenta de cómo en cada momento están expresando su fe en Dios en un modelo cosmológico determinado y de cómo este modelo está condicionando su interpretación de la fe. Al menos, deberán tener la sospecha, pues en realidad nunca será posible distinguir del todo y adecuadamente entre lo que es modelo interpretativo y lo que es propiamente el objeto de la fe; en efecto, la fe no se da nunca en estado puro, sino dentro de una interpretación, al igual que no se da el sentimiento estético o el sentimiento de amor puros sin un lenguaje que los interprete y los exprese. No obstante, es imprescindible que el creyente y el teólogo tengan la intuición de fe necesaria para “saber” que la fe es “otra cosa” y que tengan la sospecha y la conciencia necesaria para no identificar la fe sin más con el modelo cosmológico o el paradigma científico en que le ponen palabras.

Por eso es por lo que la fe sobrevive a los cambios de modelos cosmológicos, si bien éstos pueden provocar provisionalmente “crisis” de fe, al despojar a ésta de las coordenadas explicativas que le servían de aparente sustento (sin serlo en realidad). La tesis de Copérnico (s. XVI) de que la Tierra gira en torno al sol (heliocentrismo) no negaba en absoluto la fe, pero lo pareció, y conocemos el precio que pagó Galileo en el s. XVII por sostenerlo, debido a que muchos consideraban como objeto de fe lo que no era sino una imagen cosmológica presente en la Escritura, común en la Antigüedad, legitimada por Ptolomeo y Aristóteles, y asumida por la “teología” cristiana: que el sol giraba en torno a la Tierra. El mal no había consistido en expresar la fe en un determinado modelo cosmológico (lo que es inevitable), sino en identificar éste con la fe. Y nunca acabamos de escapar a este riesgo.

2.4. No se ha de identificar la fe con el modelo teológico

El teólogo, sirviéndose del lenguaje y de las categorías culturales que están a su disposición, trata de ofrecer una inteligencia de la fe coherente hacia dentro (en relación con la experiencia creyente en su dimensión histórica y comunitaria) y hacia fuera (en relación con la visión del mundo propia de la época). Así, el teólogo utiliza y a la vez contribuye a construir un “paradigma teológico”: un marco coherente de explicación de los datos teológicos disponibles y, en primer lugar, del dato mismo de la fe en cuanto acto de fe y en cuanto objeto de la fe.

Ahora bien, tanto en cuanto experiencia humana como en cuanto objeto intencional de la misma experiencia, la fe es algo distinto del paradigma teológico que le sirve de soporte y expresión. Así, el que Dios haya creado el mundo puede expresarse en una concepción categorial de la intervención de Dios (lectura literal de Gn 1-2) o en una concepción trascendental de esa misma intervención (lectura simbólica de Gn 1-2); el que Cristo sea la recapitulación de todo cuanto es puede traducirse en una cristología más antropocéntrica e histórica o en una cristología más cósmica; el que el ser humano sea centro y culmen de la creación puede explicarse en un modelo teológico estrictamente antropocéntrico o en un modelo más propiamente cosmocéntrico, etc. Cada vez, no es la fe como tal lo que está en juego, sino su coherencia explicativa, el modelo teológico. El modelo teológico puede cambiar y debe cambiar[8] para que la teología sea viva y esté al servicio de una fe viva. La teología debe estar dispuesta a deshacerse de sus “viejos paradigmas” para intentar dar expresión a la novedad de Dios y del creyente[9], sin identificar la fe misma con los conceptos, las construcciones y los marcos racionales en los que la teología la expresa.

La Constitución conciliar Gaudium et Spes lo dice magníficamente: “Los más recientes estudios y los nuevos hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía suscitan problemas nuevos, que traen consigo consecuencias prácticas e incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas. Por otra parte, los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el depósito de la fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas, conservando el mismo sentido y el mismo significado” (G S 62)[10]. Nunca será fácil el discernir lo que es “verdad de fe” y lo que es “modo de formularla”, porque nunca se da lo uno sin lo otro, pero más valdría pecar de benevolencia, pues la historia antigua y reciente de la Iglesia está demasiado llena de casos en los que se ha condenado como hereje al que simplemente creía con otras ideas, otras fórmulas, otra teología.

Se trata de infundir movilidad y versatilidad a la teología, al servicio de la movilidad de la fe viva. Y se trata de dar libertad y autonomía a la teología frente a las ciencias humanas, de manera que no esté obsesiva y angustiosamente pendiente de los últimos descubrimientos de la astrofísica o de la biología, así como tampoco del último resultado de la exégesis histórico-crítica, como si cada vez estuviese en juego la verdad de la fe. Cierto, la teología debe estar muy atenta a todas las ciencias, pero sabiendo que su objeto se sitúa a otro nivel Y tratando cada vez de corregir su método de acuerdo a su objeto, es decir, pasando constantemente de ser ciencia positiva de la fe a ser intento imaginativo por elaborar razonablemente nuevas metáforas de la fe. La libertad del creyente y del teólogo ¿no debiera parecerse a la libertad del poeta?

2.5. La teología es “docta ignorancia”

Y el creyente ha de aprenderlo sobre todo en situaciones de crisis, es decir, en situaciones en que un paradigma resulta insuficiente y no se dispone de uno nuevo en sustitución. Entonces no le queda sino aprender la ignorancia, aprender a no saber sin dejar de querer saber, renunciar a saber sin desistir ni desesperar de llegar a saber, aceptar con la mente y el corazón que Dios es más grande de lo que podemos conocer sin por ello caer en el escepticismo ni la indolencia. Entonces, sobre todo, la teología ha de aprender que lo importante no es adquirir certezas ni acumular respuestas, ni siquiera padecer serenamente incertidumbres y dudas, sino amar, acercarse, acompañar. Cuando falla el saber, puede aprender que la fe consiste en otra cosa: en creer, esperar y, sobre todo, amar[11]. Y, de paso, empieza a adquirir la verdadera ciencia teológica e incluso a vislumbrar nuevos modelos teóricos plausibles.

Las nuevas perspectivas cosmológicas -no sólo ellas, evidentemente; ni ellas ante todo, ciertamente- nos están quizás emplazando o desplazando hacia una situación de ese tipo. Pero esta situación es, con su precio de ignorancia e incertidumbre, una auténtica gracia epocal: la teología se halla en situación de concebirse y de constituirse como docta fides, docta spes y, sobre todo, docta caritas: “atención a los tiempos”, “pensamiento de la compañía”, “la compañía de vida con los hombres de nuestro tiempo, con sus preguntas y sus esperanzas, con sus conquistas y sus callejones sin salida”, “compañía de la fe, que es comunidad de la Iglesia congregada por la llegada del Dios santo y vivo”[12].

2.6. Las lecciones del debate sobre la evolución

La historia de la ardua aceptación del evolucionismo por parte del magisterio eclesiástico es muy aleccionadora[13]. Esta historia duró un siglo: de 1860 a 1950. En 1860, el Concilio provincial de Colonia declaraba que es “totalmente contraria a la Escritura y a la fe la sentencia de quienes osan afirmar que el hombre deriva, en cuanto al cuerpo, de la espontánea transformación de una naturaleza imperfecta, que fue mejorando paulatinamente hasta alcanzar la naturaleza humana actual”[14]. En 1909, la Comisión Bíblica incluye “la especial creación del hombre, la formación de la primera mujer a partir del primer hombre y la unidad del género humano” (la procedencia del género humano de una sola pareja) entre “los hechos que tocan a los fundamentos de la fe cristiana” (D 2123 = DS 3514). Es evidente que, al condenar determinadas opiniones como “totalmente contrarias a la Escritura y a la fe” o al decir que ciertos “hechos” narrados en la Biblia “tocan a los fundamentos de la fe cristiana”, se está incurriendo en un grave malentendido metodológico, lamentablemente muy repetido en la historia de la teología y del magisterio.

El viraje decisivo lo dio la Encíclica Humani Generis de Pío XII en 1950: en ella se acepta por fin el evolucionismo. Pero con dos reservas importantes que todavía siguen oficialmente vigentes: en primer lugar, que el “alma” no surge por evolución, “pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios” (D 2327 = DS 3896); y en segundo lugar, que todo el género humano procede de una sola pareja (monogenismo) (D 2328 = DS 3897). Estas dos reservas hacen dudar de que el magisterio deje libertad para aceptar unas opiniones cuasi unánimemente admitidas hoy por la ciencia (y, a decir verdad, también por la teología), de manera que el contencioso sigue de alguna forma en pie. ¿No se evidencia ahí de nuevo el peligro del mismo malentendido metodológico que está en la raíz de tantas condenas y que consiste en afirmar como “hecho teológico” o como “objeto de fe” lo que son solamente lenguajes o representaciones de la fe? En efecto, la primera reserva formulada por la Humani Generis responde a la convicción de que, si el “alma” humana surge por evolución, ya no puede ser “creación inmediata” de Dios, con lo cual se confunden indebidamente dos niveles de causalidad absolutamente diversos: la causalidad intramundana y la causalidad divina; y la segunda reserva responde al temor de que, si se afirma que la humanidad procede de varias parejas, se niegue el pecado original, con lo cual se liga y se identifica el dogma del pecado original con un determinado marco explicativo (el pecado de la primera pareja que se transmite por generación física), hoy difícilmente aceptable.

3. HACIA UNA TEOLOGÍA MENOS GEOCÉNTRICA Y ANTROPOCÉNTRICA

En las páginas que preceden se ha hecho alusión repetidas veces a la necesidad de un “nuevo modelo teológico”, que puede calificarse como “menos geocéntrico y antropocéntrico”. Pero todas mis reflexiones se han quedado en un nivel preponderantemente formal; apenas si han pasado de la declaración de deseos, y apenas si nos avanzan hacia el nuevo modelo en concreto. Ahora sería el momento de ofrecer pistas más explícitas, sugerencias más operativas; pero me temo que, si lo que precede ha creado algunas expectativas, éstas se vayan a ver defraudadas ahora. Por incapacidad personal en gran medida, y por inexistencia de precedentes teológicos en alguna medida. Por lo uno y por lo otro, es especialmente indicado apelar de nuevo a la “docta ignorancia”: quizás no sea tan importante el disponer ya de las categorías teológicas requeridas por un universo no geocéntrico y no antropocéntrico como el liberar nuestra fe y nuestra teología de la estrechez de las categorías conocidas.

Dicho esto, señalo algunas ideas que me parecen más interesantes de cara a perfilar un modelo teológico menos geocéntrico y antropocéntrico (es decir, también menos antropomórfico):

3.1. “¡Dios mío, qué grande eres!”

El pecado de Israel en el desierto (Ex 32) no consistió en negar a Yahvé ni en suplantarlo por otro Dios, sino en “hacerse una imagen de Dios”. Es verdad que la idolatría es más peligrosa que el ateísmo, porque se justifica a sí misma en nombre de Dios; y la peor forma de idolatría no es aquella que sustituye a Dios, sino aquella que pretende poseerlo, disponer de él. Este fue el pecado del pueblo de Dios en el desierto. Esta es la tentación propia de los creyentes y de los teólogos.

Todas las imágenes de Dios están fabricadas con los materiales -en general los más preciosos- del mundo que nos es familiar[15]. Entendemos a Dios según entendemos el “mundo” (esta afirmación es al menos tan verdadera como la inversa). Por ello, puede ser una gracia el que perdamos la medida del mundo en lo pequeño y en lo grande, como nos sucede hoy. Es la gracia de poder pasar del saber a la perplejidad y de ésta a la admiración y a la confesión de un Dios más grande.

Un Dios que, ciertamente, “mira a la Tierra”, pero también mucho más allá, al Universo hasta donde nuestra mirada no alcanza. Un Dios que no es el “alma del cosmos” (panteísmo estoico) o el conjunto de la realidad en devenir (Spinozza, Hegel), pero tampoco es exterior al mundo y al devenir de cuanto es; un Dios “en quien vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17,28), “en quien” (panenteísmo) y “hacia quien” (paneisteísmo) somos. Un Dios que no es el Uno impersonal sin rostro ni figura, pero tampoco el Otro “personal” cargado de ambivalencias, amenazas, iras y castigos; un Dios a quien podemos invocar con ternura y en quien podemos descansar “como un niño en brazos de su madre” (Sal 131), aquél que es la Unidad y el fundamento de todo cuanto es y deviene[16]. Un Dios de la alianza y la relación, pero no un Dios particular (de un pueblo, una religión, una Iglesia, un planeta), sino aquél que establece una relación única con todos y cada uno, que hace alianza con todo ser vivo (Gn 9,17), el Dios absolutamente universal y absolutamente particular a un tiempo.

3.2. ¿El hombre centro y sentido del cosmos?

El ser humano, en su insignificancia, es un enigma tan grande como Dios, porque es inseparable de él. Y no es menor el enigma porque el hombre haya dejado de ocupar el centro del universo, sino precisamente mayor, porque se ahonda y se extrema su ser paradójico: “caña pensante” (Pascal), ser insignificante de un insignificante planeta periférico entre miles de millones y ser capaz de horizontes absolutos, de deseos absolutos, de la sin-medida de Dios.

No debemos tener miedo de reconocer nuestra pequeñez y de sentimos desbordados por la ilimitación del espacio y el tiempo del Universo. No debemos defendernos contra “las tres humillaciones” que el hombre moderno ha debido sufrir y que S. Freud señaló acertadamente: la humillación de ser desplazado, junto con la tierra, del centro a la periferia del universo (Copérnico en el s. XVI); la humillación de saberse descendiente de animales inferiores, sin poder vana gloriarse de poseer un origen superior, sino solamente un desarrollo un poco mayor (Darwin en el s. XIX); y, por fin, la humillación de caer en la cuenta de que en realidad no son su libertad y su conciencia las que lo gobiernan, sino sus impulsos inconscientes (el mismo Freud en el s. XX). Y tantas humillaciones más: ante todo, la humillación y la vergüenza del hambre evitable con el dinero de las armas.

Toda vanidad esconde alguna herida íntima no reconocida. No es teológico cierto empeño en demostrar la superioridad del hombre sobre los demás seres, ni siquiera en afirmarse como centro y señor de la creación. Por supuesto que el ser humano es el más evolucionado entre los que conocemos: pero, en primer lugar, él mismo es fruto de la misma materia y de la misma evolución que todos los demás seres; en segundo lugar, no se debe descartar que haya en algún lugar otros seres mucho más evolucionados que el hombre de la Tierra (el Universo tiene una edad de 20.000 millones de años, por 5.000 solamente la Tierra); en tercer lugar, no tiene por qué pensar que es el último eslabón de la evolución.

No se defiende mejor la dignidad del hombre separándolo de la naturaleza o contraponiéndolo a los “simples” animales[17]. No es preciso rebajar a éstos para afirmar nuestro misterio, nuestra grandeza, nuestra vocación única. Evidentemente, es insensato negar la diferencia que existe entre el ser humano (él mismo es un animal) y otros animales, pero es dudosa la intención que subyace a la insistencia en tal diferencia. La filosofía y la teología están expuestas al riesgo de establecerla sobre la base de prejuicios ideológicos y metafísicas antropocéntricas, más que sobre datos científicos; de hecho, los intentos científicos por localizar y establecer exactamente tal diferencia han fracasado[18]. Incluso un teólogo como K. Rahner reconoce, “resulta difícil establecer las fronteras entre el animal y el hombre”[19]; ni el alma (algún tipo de autoconciencia y de sentimientos), ni la técnica, ni el lenguaje, ni la alegría o la tristeza… son monopolio humano. Lo cual no rebaja al hombre, ni niega las afirmaciones de los relatos de la creación (Gn 1-2), sino que pone de manifiesto que “hay que considerar al hombre no aisladamente ni como contrapuesto al mundo, sino en conexión permanente con toda la creación. El mundo confiere significación al hombre, y éste al mundo”[20]. El ser humano es “imagen y semejanza de Dios” en cuanto compañero de los demás seres y animales. En consecuencia, ¿la antropología teológica no debería englobarse en una “cosmología teológica” al menos en la misma medida en que ordinariamente se engloba ésta en aquella?

Por otra parte, si desde que apareció la vida en nuestro planeta hace 3.000 millones de años, ha evolucionado desde la ameba hasta el hombre y si, como parece indiscutible, la vida sigue evolucionando sin cesar, ¿es lógico pensar que nuestra forma actual de humanidad es el “fin” y la meta de la creación? Pueden ser preguntas arbitrarias y gratuitas, pero también pueden ser un sano ejercicio de modestia antropológica. El fin de la creación, según la unánime afirmación cristiana, es la gloria de Dios. Y la gloria de Dios es el hombre viviente, pero no aisladamente, sino en comunión universal, y no tanto como centro y culmen del cosmos, cuanto como criatura portada en su seno[21].

3.3. El pecado y la gracia, realidades cósmicas y espirituales

El pecado y la gracia son temas centrales de la antropología teológica; en ellos se plasman las dimensiones más radicales y contrapuestas de la experiencia que el hombre creyente tiene de sí en cuanto individuo y comunidad: la experiencia de la degeneración y de la regeneración de la imagen de Dios en sí, de la alienación y de la libertad, de la ruptura y de la reconciliación, de la posesión y de la acogida. Todas ellas son formas de una experiencia eminentemente humana y espiritual. Pero la teología nada tendría que perder y podría ganar mucho si lograra expresar mejor estas experiencias humanas últimas de manera menos unilateralmente antropocéntrica, no en ruptura y contraposición con la “naturaleza”, sino en armonía y continuidad con ella, entendiéndola como realidad “espiritual” y dinámica, evolutiva, vocacionada por Dios, de la que el ser humano mismo forma parte y es compañía.

En efecto, la teología no ha logrado todavía superar una noción aristotélica y escolástica (no patrística ni propiamente tomista) de naturaleza como realidad estática y cerrada. De ello dan prueba:

– la distinción todavía usual entre “naturaleza” y “gracia” como dos realidades contrapuestas y exteriores la una a la otra, subsistentes por separado y en relación mutua (por estrecha que ésta sea); así es inevitable una concepción cosista y objetivista de la “gracia”;

– la utilización y la interpretación todavía frecuente del concepto de “ley natural”;

– la contraposición muy poco rigurosa entre “naturaleza” y libertad, correlativa a la contraposición entre “gracia” y libertad.

Cuando al hombre se le separa o se le abstrae de la naturaleza y de Dios, inevitablemente se le “cosifica”. Entonces resulta inevitable una concepción demasiado objetivista y positivista del pecado (en referencia a leyes, naturales o positivas, pero en todo caso externas al hombre mismo), a la vez que demasiado espiritualista e individualista (pecado como ofensa a Dios y “pérdida del alma” …). Y resultan inevitables e insolubles muchos problemas del Tratado de Gracia que han enmarañado a los teólogos a lo largo de siglos: el debate fe-obras, la restricción agustinista y jansenista de la gracia, el problema de la predestinación, la controversia “de auxiliis” (libertad-gracia)[22]

Para evitar muchos de estos problemas “falsamente teológicos” (por abstractos) y para adecuar el pensamiento al estado de las investigaciones puede ser útil y necesaria una mayor inclusión de la antropología teológica en un marco cosmológico más englobante. No faltan autores que ofrecen intentos serios en esta línea: J. Moltmann incluye claramente la antropología teológica en una teología más amplia de la Creación; W. Pannenberg, muy atento a las investigaciones psicológicas y antropológicas, tiene muy en cuenta el asentamiento de la libertad humana en la naturaleza; J.L Segundo sigue de cerca los resultados de la física y trata de repensar en coherencia con ellos la libertad humana y divina, el pecado original y la salvación[23].

3.4 La escatología humana en la escatología del cosmos

También la escatología cristiana, en estrecha dependencia respecto de la corriente apocalíptica judía (muy influenciada a su vez por la escatología irania, dualista y espiritualista), ha adolecido de un excesivo antropocentrismo, así como de un excesivo espiritualismo. La consumación del ser humano iba acompañada de la consumición y definitiva extinción del mundo, del “fin del mundo”; por otra parte, el fin del mundo era un acontecimiento provocado por Dios desde fuera, como mera interrupción del devenir mundano.

Un mejor conocimiento de las dimensiones y de la evolución del universo, una mayor percepción de la conexión y afinidad de la vida humana con todas las formas de vida y, por fin, una nueva conciencia de la amenaza global de la vida en nuestro planeta, reclaman planteamientos más globales, más “holísticos”, más cosmológicos, de la escatología. Y, para empezar, habrá que tener también en cuenta los resultados científicos, al menos para no introducir, inadvertidamente y en nombre de la fe, ideas e imágenes incompatibles con la imagen científica del mundo; por ej.: si, según los cálculos astrofísicos, al sistema solar le quedan aproximadamente 5.000 millones de años de vida y al universo aún muchos más, ¿no habrá que distinguir el fin de la Tierra y el fin del mundo? O incluso, ¿habrá que ligar necesariamente el fin de la especie humana actual con el fin de la Tierra? Pero, y esto es lo decisivo, ¿la escatología cristiana habla del fin temporal de determinadas realidades, o del cuándo y el cómo de tal fin? ¿No habla más bien de la eternidad y de la plenitud prometidas al tiempo mismo y en el tiempo mismo, sea lo que fuere de limitación o ilimitación cósmica? ¿No habla del pleno cumplimiento del tiempo y de la vida en Dios, sin que corresponda a la teología pronunciarse sobre aspectos sobre los cuales le toca investigar a la ciencia? La pregunta sobre el fin absoluto del Universo y su representación parecen inevitables, pero el creyente ha de tener cuidado de distinguir, también aquí, el plano propiamente teológico y el plano científico-empírico, aunque será imposible evitar todas las interferencias, vacilaciones y fluctuaciones[24].

En todo caso, y situándonos a un nivel propiamente teológico, se ha de incluir todo ser viviente y todo el cosmos en el horizonte de la esperanza cristiana para el ser humano, e incluir la esperanza del ser humano en el horizonte de la esperanza para el cosmos en su conjunto, cuando “Dios será todo en todas las cosas” (1 Cor 15,28). J. Moltmann escribe: “El sentido del mundo no es el hombre. El hombre no es el sentido de la evolución. La cosmogénesis no está ligada al destino de los hombres. Hay que afirmar, por el contrario, que la suerte de los hombres está vinculada a la cosmogénesis”[25]. También el cosmos, todo cuanto vive, y no sólo el hombre, tiene una historia[26].

Hemos, pues, de sentirnos y reconocernos como compañeros de devenir y de destino, sabernos unidos al gemido y a la gracia de la Creación entera.

3.5. Hacia una cristología menos antropocéntrica

Puesto que la cristología se halla en el centro de la teología cristiana, todos los esbozos que preceden implican y apuntan hacia una cristología cósmica; formulándolo de manera negativa: hacia una cristología menos antropocéntrica y habría que decir también menos geocéntrica. Ciertamente, los cristianos confesaron desde muy pronto que Jesús no era solamente el hombre particular ligado a un espacio y un tiempo, sino también el Misterio oculto desde el principio y manifestado al final, el Logos y la Sabiduría, el Cristo y el Unigénito, el primogénito de la humanidad y de la creación entera, por quien y para quien todo fue hecho. Es decir, se puso en relación con la particularidad de Jesús la universalidad absoluta de Dios, confiriéndole así una significación cósmica plena.

Esta cristología tiene especial vigencia hoy, cuando el hombre con su historia ha perdido más que nunca la medida del espacio y el tiempo, la medida de la vida y de su misterio. Y, sin embargo, se siente visitado y acogido, favorecido y agraciado por el Misterio que es Dios mismo, no desde lejos, sino desde cerca, pues en Jesús Dios plantó su tienda junto al hombre. Mirar hoy a Jesús y confesarle como Cristo es reconocer en él la paradoja suprema del hombre en su insignificancia espacio-temporal y en su esperanza sin medida, a la medida del universo entero, a la medida de Dios, Alfa y Omega; es confesarle como la Palabra (el sentido y la razón) que “al principio estaba junto a Dios” y por la que “todo fue hecho” (Jn 1,1-3); es contemplarle como “imagen del Dios invisible” (Col 1,15; cf. Hb 1,1-4) (gloria, espejo, reflejo primordial de Dios), pero también como “el primogénito de toda criatura” (Col 1,15) (esbozo y modelo de todo cuanto es); es celebrarle como “cabeza de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra” (Ef 1,10) (la universalidad plena, la comunión total, la reconciliación final); es confesarle e invocarle como aquél que “lleva la historia a su plenitud” (Ef 1,10), no sólo la historia de los hombres, sino también la “historia de la naturaleza” y la historia del cosmos; es negarnos a apoderarnos de él, el Cristo de judíos y gentiles, de creyentes y ateos, de Sócrates, Zoroastro, Lao-tsé, Buda y Mahoma; es disponerse a entregar la vida al servicio de la vida. Confesar hoy a Jesús como Cristo es renunciar a encerrar a Cristo en nuestras medidas geocéntricas y antropomórficas y abrirnos al “Cristo más grande”.

En resumen, la cristología cósmica considera a Cristo como creación original, creación continua y creación nueva[27]. Cristo trasciende los límites espacio-temporales del hombre Jesús de Nazaret, y brinda al mensaje del Reino para los pobres de la Tierra la esperanza firme de cumplimiento aquí en la tierra como en el cielo. Entre la particularidad del mensaje de Jesús todavía no realizado y la universalidad de la esperanza cumplida de Cristo se mueve nuestra confesión cristiana. Y la universalidad de Cristo nos impide aferrarnos a la mera historia de Jesús sin trascenderla desde Dios y hasta Dios, desde la historia misma de Dios con el Universo hasta el fin absoluto que es y será el comienzo absoluto, cuando “el mismo Hijo se someterá también al que le sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas” (1 Cor 15,28).

(Lumen 45 [1996], p. 335-359)

  1. Cf. J. AUER, El mundo creación de Dios, Herder, Barcelona 1979, p. 218. Este autor dedica dos páginas a esta cuestión; tras referirse a la carencia de datos científicos al respecto, escribe al final: “En el estado actual de la ciencia, la cuestión de las posibilidades de vida humana en otros planetas ciertamente no se reduce a un puro tema de curiosidad. Para el hombre creyente, para quien el universo en su infinitud y grandeza es creación del único e infinito Dios creador (…), la confirmación experimental de una vida humana sólo podría ser motivo de una mayor admiración y de una adoración más profunda del Dios infinito, hasta en el caso de que los supuestos hombres de otros planetas aparecieran como gente sin Dios y con los dioses fabricados a su antojo” (El mundo, creación de Dios, o.c., p. 220). En cuanto a las implicaciones teológicas concretas de tal hipótesis, apunta solamente la que se refiere a la redención: “Para el teólogo siempre late tras esta cuestión el problema de la historia salvífica; es decir, la cuestión del pecado y redención de tales hombres” (p. 218).

    También K. Rahner se planteó la posibilidad de la existencia de “seres corpóreo espirituales iguales o semejantes al hombre” en otros astros. Habría que atribuir a tales seres, afirma Rahner, una “determinación sobrenatural en inmediatez con Dios”, pero, naturalmente, “nosotros no podemos saber nada sobre la presumible historia de libertad de dichos seres”. Y afirma, con cierto atrevimiento y sin más explicitaciones, que “no se podrá demostrar que es absolutamente inconcebible una encarnación repetida en distintas historias de salvación” (“Universo, Tierra, Hombre”, en Fe cristiana y Sociedad contemporánea 3, Ed. SM, Madrid 1984, p. 90). No habrá que olvidar esta alusión a “distintas historias de salvación” …

    J.L. Ruiz de la Peña afirma igualmente que “no se ve por qué la fe cristiana deba oponer un veto categórico a la existencia de vida (incluso inteligente) en otros espacios o tiempos del universo” (Teología de la creación, Sal Terrae, Santander 1992, 3ª ed., p. 246); en cuanto a la cuestión cristológica, la plantea en una dirección muy distinta a la de Rahner: “la capitalidad cósmica de Cristo ¿implica necesariamente una capitalidad salvífica de carácter estrictamente sobrenatural?” (ib.); y termina afirmando atinadamente: “Es de esperar, con todo, que tales consideraciones hayan servido al menos para percatarse de los límites que una teología responsable debe fijar a toda absolutización del principio antrópico” (p. 247).

    M. Flick y Z. Alszeghy en su Antropología teológica (Sígueme, Salamanca 1970) no se hacen eco del problema. Ni L.F. Ladaria en su Antropología teológica (Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1983). Tampoco J. Moltmann en su obra Dios en la Creación (Sígueme, Salamanca 1987); no obstante, esta obra resulta sumamente interesante porque quiere superar una teología antropocéntrica.

  2. Cf. las bellas páginas de H. Urs von Balthasar sobre “el milagro del ser y la cuádruple diferencia” en Gloria 5. Metafísica. Edad Moderna, Encuentro, Madrid 1988, pp. 563-575.
  3. En su pequeño gran libro Qué es el hombre (FCE, México-Buenos Aires 1964, 5ª ed.), M. Buber ha descrito este doble sentimiento humano de sentirse al abrigo y a la intemperie dentro de la tierra, así como la sucesión de este doble sentimiento en las diversas épocas de la historia.
  4. En lo que respecta a la vida actual en Marte, los científicos no disponen aún de datos suficientes ni para afirmarla ni para negarla; no podría darse ciertamente en la superficie del planeta, demasiado fría, pero no es descartable que se dé en sus entrañas a kilómetros de profundidad.
  5. Para una visión elemental de las investigaciones sobre el origen y la historia física del universo, cf.: S. WEINBERG, Los tres primeros minutos del universo, Alianza, Madrid, 1978; VV.AA., Cosmología. Actualidad y perspectivas, Barcelona, 1977; E. CHAISSON, El amanecer cósmico, Barcelona, 1982. También: M. GARCÍA DONCEL, “Creación y teorías cosmológicas”, en Iglesia viva 183 (1996), pp. 235-245.
  6. K. Rawer asegura que, actualmente, la mayoría de los astrónomos “suponen que la vida debe ser muy frecuente en el cosmos” (“Universo, Tierra, Hombre”, en Fe cristiana y Sociedad moderna 3, Ed. SM, Madrid, 1984, p. 38). En ese sentido se pronuncia, por ej., el popular físico S. Hawking, autor del bestseller Historia del tiempo. Del Big Bang a los agujeros negros, Crítica, Barcelona 1988.
  7. K. RAHNER, “Universo, Tierra, Hombre”, en Fe cristiana y sociedad moderna 3, o.c. pp. 69-70.
  8. De hecho, cambia siempre, pues nadie que esté vivo dice siempre lo mismo por el hecho de repetir palabras y fórmulas: si expresa una vida, ésa contiene siempre matices y aspectos nuevos; si no tiene nada vivo que expresar, deja de ser fiel a la intención primera de la fórmula y de la palabra que repite. Es buen tomista en nuestro siglo el que osa ser tan innovador como lo fue en su tiempo Santo Tomás.
  9. Aplicando en teología la categoría de “paradigma científico” analizada por Th. S. Kuhn. H. Küng insiste sobre la necesidad de pasar al “paradigma postmoderno” en la teología: Teología para la postmodernidad, Alianza, Madrid 1989.
  10. Lo dice también el Catecismo de la Iglesia Católica: “No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que éstas expresan y que la fe nos permite tocar. El acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad (enunciada) (S. Tomás de Aquino, S. th. 2-2,1,2, ad 2)” (art. 170).
  11. Es preciso ampliar la definición anselmiana, demasiado unilateral, de la teología como fides quaerens intellectum y definirla también, con J. Moltmann, como spes quaerens intellectum (en Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1981, 4ª ed.), Y con J. Sobrino como amor quaerens intellectum (en ¿Cómo hacer teología? La teología como “intellectus amoris”, Sal Terrae, Santander 1989).
  12. B. FORTE, La teología como compañía, memoria y profecía, Sígueme, Salamanca 1991, p. 9.
  13. Cf. A. MARRANZINI, “Evolución”, en G. BARBAGLIO y S. DIANICH (dirs.), Nuevo Diccionario de Teología II, Cristiandad, Madrid, 1982, pp. 516-534. Sobre el evolucionismo en perspectiva teológica, cf. K. RAHNER, El problema de la hominización, Cristiandad, Madrid 1974; S.N. BOSSHARD, “Evolución y creación”, en Fe cristiana y Sociedad contemporánea 3, o.c., pp. 103-150; Concilium 26 (1967).
  14. Cit. en A. MARRANZINI, l.c., p. 520.
  15. Incluso cuando, como ha sucedido en muchas religiones y culturas, se ha representado a Dios con las imágenes más extrañas y chocantes (animales monstruosos, etc.), para resaltar mejor su alteridad.
  16. El debate en torno a la “personalidad” de Dios es central hoy y lo seguirá siendo (cf. la reciente obra de K. Armstrong, Una historia de Dios, Círculo de Lectores, Barcelona 1996, que ofrece una documentación rica y altamente interesante, aunque no suficientemente elaborada). Seguramente no se ha asimilado todavía debidamente la aportación de la “Process Theology”, que quiere acomodar justamente la imagen de Dios a la nueva imagen científica del mundo (A.N. Whitehead, J.B. Cobb, B. Lee, D. Tracy, este último teólogo católico).
  17. Cf. una crítica apasionante de la visión atropocéntrica del mundo desde planteamientos teológicos y éticos en J. MOLTMANN, Dios en la creación, Sígueme, Salamanca 1987, sobre todo pp. 199-228; también, del mismo autor: La justicia crea futuro. Política de paz y ética de la creación en un mundo amenazado, Sal Terrae, Santander, 1992, pp.77 s.
  18. Cf. K. RAWER, “Universo, Tierra, Hombre”, l.c., p. 47s. Cf. B. HASSENSTEIN, “Animal y hombre”, ib., pp. 151-184. Desde un punto de vista científico, ¿no es mayor la diferencia existente entre un chimpancé y un caracol que entre aquél y el hombre? ¿Este dato es indiferente para la antropología filosófica y teológica?
  19. “Universo, Tierra, Hombre”, l.c., p. 79.
  20. J. MOLTMANN, Dios en la creación, o.c., p. 203.
  21. J. Moltmann escribe: “El sentido del mundo no es el hombre. El hombre no es el sentido de la evolución. La cosmogénesis no está ligada al destino de los hombres. Hay que afirmar, por el contrario, que la suerte de los hombres está vinculada a la cosmogénesis” (Dios en la creación, o.c., p. 211).
  22. Un excelente tratamiento del pecado y de la gracia, muy clarificadora sobre todos estos problemas apuntados: J.I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander 1987, pp. 421-733.
  23. J. MOLTMANN, Dios en la Creación, o.c.; W. PANNENBERG, Antropología teológica, Sígueme, Salamanca 1993; J.L. SEGUNDO, ¿Qué mundo? ¿Qué hombre? ¿Qué Dios?, Sal Terrae, Santander 1993.
  24. Son conocidas las tres hipótesis que la ciencia formula para el Universo de cara al futuro: un universo abierto (que seguiría en expansión indefinida o alcanzaría un punto de equilibrio entre la expansión y la contracción), un universo cerrado (la expansión daría paso a la contracción hasta el estado inicial], un universo oscilante (repetición indefinida del big bang y de los ciclos de expansión y de contracción). De momento, los científicos no están en situación (¿lo estarán alguna vez?) de poder verificar ninguna de estas hipótesis referentes al “estado final” del universo, pero el creyente y el teólogo no debieran cerrarse demasiado rápidamente a ninguna de ellas por “razones de fe” (que no lo son en realidad), si bien tienen el derecho de pedir los científicos que no propongan como científicas afirmaciones que son en realidad filosóficas. Sobre los “modelos de universo” y sus implicaciones filosófico-teológicas, cf. el resumen de J.L. RUIZ DE LA PEÑA, Teología de la creación, o.c., pp. 220-225.
  25. Dios en la creación, o.c., p. 211. Habría que recuperar, dándole una formulación teológica más rigurosa, la intuición de Teilhard de Chardin de que la evolución cósmica que va desde la ontogénesis (la materia) a la biogénesis (la vida) no se acaba en la noogénesis (el hombre), sino que continúa hacia la cristogénesis. Cf. también, del mismo autor, El futuro de la creación, Sígueme, Salamanca 979. R. Panikkar, desde su sensibilidad oriental hindú, insiste en que no somos individuos separados, una humanidad separada; todos formamos de alguna forma parte de todo: “La humanidad es más que historia; uno también es una transformación cósmica. Se es más y no menos que individuo. Se forma parte de la aventura cósmica, miembro del cuerpo, la totalidad cosmoteándrica. Un ser totalmente aislado es una pura abstracción (La nueva inocencia, Verbo Divino, Estella, 1993, p. 397.
  26. J. Moltmann previene contra la “sobrevaloración de la historia” humana e invita a tomar en serio la “historia de la naturaleza” (título de una obra de C.Fr. VON WEIZSACKER: Die Geschichte der Natur, Göttingen 1957) (cf. J. MOLTMANN, Dios en la creación, o.c., pp. 45-46). K. Rahner escribe, por su parte: “el dogma de la resurrección de la carne impide al teólogo pensar que (…) la materia es una simple rampa de lanzamiento o la primera fase de un movimiento que luego se deja atrás o se abandona sin más” (“Universo, Tierra, Hombre”, en Fe cristiana y sociedad contemporánea 3, o.c., 94).
  27. J. Moltmann desarrolla estas tres dimensiones de la cristología cósmica en El camino de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1993, pp. 369-419.