100 días de papado

Miro con asombro las esperanzas que sigue despertando entre los católicos –y tantos otros que no lo son– el papa actual, el bendito papa Francisco a quien bendecimos como él nos pidió. Ya lleva 110 días, y no soy quién para decir cuánto hay de esperanza y cuánto de expectativas ilusorias en esta euforia papal que siguen mostrando los mejores –los más sencillos, inquietos, abiertos, los buscadores de lo nuevo entre los ruinas de lo viejo– de dentro o de fuera de la Iglesia católica.

Yo no comparto la euforia y tantas expectativas, pero quiero compartir y cuidar la esperanza que late en ellas. Pido perdón de antemano a quienes estas líneas puedan parecer demasiado escépticas, exigentes o simplemente impacientes. Pido perdón, y también licencia para errar. Y si algún día viera que yerro, seré el primero en alegrarme y en reconocerlo, con la bendición del papa Francisco.

1. No basta con que el papa sea buena persona. El papa Francisco atrae. Rezuma bondad. Su porte natural, su mirada directa, franca, su rostro afable, sus brazos grandes y acogedores; su trato llano, cercano; su estilo personal austero, sus zapatones viejos, su residencia en Santa Marta en vez del Vaticano, casi como uno más, su asiento vacío en el concierto para gentilhombres de otros tiempos; su palabra sencilla, descomplicada, fresca… todo eso nos toca el corazón, y también la razón, porque es un espejo de lo mejor que somos y que no llegamos a ser del todo y a lo que en verdad aspiramos en medio de todas nuestras contradicciones.

¿A qué se deben entonces mis cautelas? Se deben a que en un papa no cuenta solo su persona, sino aun más la institución y la ideología que la sustenta. El problema de fondo es el sistema católico, un sistema teocrático, una monarquía absoluta sustentada en “dios”. Y mientras eso no cambie, nada sustancial cambiará, por bueno que sea el papa. Después de un papa humilde, austero y dialogante, puede venir otro más duro, ostentoso y rígido. ¿Qué habríamos adelantado?

2. Tampoco basta con reformar la Curia. Las curias vaticanas forman parte de ese sistema y de todas sus contradicciones. Un enorme aparato de poder sacralizado, de poder sustraído a todo control. Un mundo corrupto de lobbies, como nos acaba de decir el mismo papa (¡y qué más da que los lobbies estén formados por heterosexuales o por gais!). Un inmenso engranaje, del que el papa es cabeza y cautivo a la vez. Es imposible que una persona ejerza un poder absoluto, y es inevitable que el poder se diluya en organismos incontrolados, que oficialmente dependen del papa, pero de hecho y en la sombra manejan los hilos. Una contradicción difícil de resolver.

Ahora bien –se dirá–, el papa Francisco ya ha anunciado reformas radicales en la Curia. Es verdad, y estoy seguro de que las llevará a cabo. ¿Bastará? Creo que tampoco bastará con eso. Y ello porque las curias vaticanas no poseen la última llave del sistema. Las llaves están en manos del papa. Todo el poder está concentrado en una persona, y mientras eso no cambie, lo esencial del sistema seguirá vigente (por mucho que se depuren las curias, se suprima el Banco o incluso se anule el Estado del Vaticano). Seguirá en pie el poder absoluto, y otro papa podrá rehacer lo que éste deshaga.

3. Otra teología, otra Iglesia. “Francisco, repara mi Iglesia que amenaza ruina”, dijo Jesús a Francisco de Asís desde el crucifijo de San Damián, según la leyenda. En nuestra sociedad moderna, la Iglesia católica – o el cristianismo católico– es un edificio en ruinas (podría decirse algo similar del cristianismo tradicional en conjunto, pero dejemos eso de lado). Y no se trata solo, ni siquiera en primer lugar, de su estilo de funcionamiento, ni siquiera de sus riquezas institucionales y escándalos personales, por graves que sean. Hay un abismo creciente entre la Iglesia y la cultura, como se hace patente en el vacío progresivo y desolador de las Iglesias. La Iglesia ya no constituye una buena noticia, un lugar de consuelo y liberación.

“Francisco, repara mi Iglesia”. Si no se repara, se irá cayendo. Pero, para repararla, es preciso remover los cimientos hasta los mismos fundamentos, hasta refundarla en Jesús. No para repetir a Jesús, sino para hacer presente hoy su buena noticia. Que la Iglesia se deje inspirar por el aliento y la energía sanadora de Jesús, por su rebeldía profética, por su confianza apacible, por su esperanza activa. Que reinvente los dogmas o deje libertad para hacerlo, que las creencias valgan en la medida en que inspiran, que todas las normas morales vinculen en la medida en que ayudan a las personas y a todos los seres a respirar y vivir. Que reinvente todo los ministerios de servicio y de autoridad eclesial, rompiendo de una vez la lógica del poder sacralizado, clerical y patriarcal.

Mientras no suceda eso, la ruina de la Iglesia seguirá avanzando, y seguirá sepultando la buena noticia. ¿Pero es posible reparar esta Iglesia?

4. Solo haciendo que sea plenamente democrática. La Iglesia católica podrá ser Iglesia liberadora de Jesús con una condición, no suficiente, pero sí necesaria: su plena democratización, desde la última parroquia hasta la cúpula vaticana. La Iglesia católica no podrá ser y anunciar una buena noticia a los hombres y mujeres del siglo XXI, mientras el poder absoluto y vitalicio siga concentrado en manos de un papa, y éste siga nombrando a los obispos y cardenales que elegirán al papa siguiente; mientras no sean las comunidades quienes elijan a sus dirigentes, varones o mujeres, para todas las funciones, superando radicalmente un esquema clerical totalmente ajeno a Jesús; mientras los obispos (varones o mujeres) no sean elegidos por sus diócesis, y el papa no sea un presidente o presidenta elegida por las diversas iglesias locales para un tiempo limitado; mientras los tres poderes (legislativo, judicial, ejecutivo) no se distingan y vuelvan a las comunidades, que es la única manera de que el poder sea humano (y solo así divino).

Vayamos al meollo: la gran reforma que, desde el corazón del mundo de hoy y de todas las criaturas, el Espíritu o la Ruah creadora y consoladora pide a la Iglesia requiere que el papa, con su poder todavía absoluto, declare nulo el poder absoluto del papa, es decir, que anule los dos dogmas que lo sustentan, que fueron promulgados por el Concilio Vaticano I (1870) y que el Vaticano II dejó intactos por imposición de Pablo VI: la infalibilidad y el primado absoluto del papa sobre todas las iglesias.

No basta con que el papa Francisco sea un nuevo Juan XXIII, pues después de éste vinieron Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, y 60 años después estamos donde estábamos antes; en realidad, hoy estamos mucho más lejos del mundo, pues el mundo ha cambiado mucho desde entonces. Mientras el papa detente todo el poder, todo dependerá de cómo sea el papa (y los poderes ocultos nombrados o tolerados por él).

5. ¿Podemos esperar tanto del papa Francisco? A mi modo de ver, nada de lo que sabemos de su pasado y le hemos oído decir o visto hacer en estos 110 días permite esperar que promueva la reforma radical que urge en la Iglesia. No se lo reprocho, pues también él, con toda su bondad, es rehén del sistema. Pero en su bondad y frescura también es testigo del Espíritu de la Vida que ama y respira en todos los seres y que sigue recreándolo todo desde el corazón de todo. En él sí esperamos, y seguiremos empujando la reforma de la Iglesia desde abajo, sea o no sea promovida desde arriba.

(Publicado el 30 de junio de 2013)