En honor de los muertos
Al principio de noviembre, desde el siglo VIII, honramos a todos los santos y difuntos. Antes era y sigue siendo la fiesta celta de Samhain, el fin de la época luminosa, cálida, y el comienzo de la época fría, oscura, en estas latitudes europeas.
El sol inclina su curso, los días se acortan, las sombras se alargan, el bosque se desnuda, la vida se recoge. Como se va la luz se fueron nuestros seres queridos. ¿A dónde se fueron, dejándonos tan solos? Los ojos se nublan, el corazón vacila. Pero, en cada latido, el corazón se expande hasta el umbral de la Presencia en la que todo vive, sobre todo los muertos. Y con flores de gratitud y de pena los recordamos junto a un panteón de mármol o una tumba de tierra o un nicho en el aire, una lápida y un nombre, una pequeña urna de cenizas preciosas, o una simple cruz, la de Jesús el Viviente, la de todos los vivientes. Recordándolos, los acompañamos. Acompañándolos, nos acompañan. Presencia.
Somos vivientes mortales y honramos a nuestros muertos, aquellos cuyo recuerdo aún nos hiere. Pero todos los muertos, grandes y pequeños, santos y criminales, son nuestros, somos de todos ellos, pues la misma vida nos une en la muerte, y la misma muerte en la vida. Lo que fueron forma parte de lo que somos, y nuestra vida ha de restaurar y completar lo que ellos no alcanzaron a vivir. En eso consiste honrar a los muertos: en dar culto a la vida, en cultivarla, cuidarla, curarla en ellos y en nosotros.
Así ha sido desde muy antiguo: al cuidar a los muertos, nos hemos sentido cuidados por ellos. No es casual que las huellas culturales más antiguas de nuestra especie humana Sapiens, y también del Neandertal, tengan que ver con enterramientos rituales. De alguna forma, difícil de precisar, intuían que la vida sigue en la otra orilla. Hace 90.000 años, en Qafzeh (Palestina), sepultaban a sus muertos con conchas marinas perforadas. Hace 50.000 años, en Sahnidar (Irak), los depositaban sobre un lecho de flores amarillas y azules. O los enterraban colocados en posición fetal, como si fueran a descansar o a nacer, o recubiertos de ocre rojo, el color de la sangre o de la vida. Tal vez se preguntaban ya: ¿muere la hoja que cae? ¿Muere la flor que se hace semilla? ¿Muere el feto al nacer?
No es verdad que las religiones surgieran para dar respuesta a la angustia de la muerte, pero es verdad que muchas religiones han consolado la pena de los vivos por la muerte de los seres queridos. También es verdad, sin embargo, que a menudo han aumentado el miedo a morir, no tanto por la muerte como tal, sino por el temor de los castigos divinos en el más allá. Consolar penas, aliviar dolores, calmar angustias es una función esencial de las religiones, una función muy humana. ¡Ojalá la realizaran siempre lo más que puedan con todos sus rituales y relatos! Solo la realizarán de verdad en la medida en que a la vez contribuyan a transformar las estructuras –políticas, económicas, religiosas– que dañan la vida.
En cuanto a las creencias y respuestas que las religiones ofrecen a las preguntas sobre “el más allá”, ¿valen de algo? Ciertamente han valido, y para muchos siguen valiendo: saber que yo mismo volveré a vivir con mis seres queridos, cada uno con su rostro único, puede ser un ancla de esperanza. Son imágenes antiguas y bellas, han sostenido la vida, y merecen por ello un inmenso respeto. Pero no dejan de ser imágenes y metáforas de un Misterio –la Realidad o la Vida– que trasciende absolutamente nuestras ideas y pensamientos. Todas esas imágenes y pensamientos – cielo o infierno, purgatorio o reencarnación, resurrección o inmortalidad, liberación o nirvana– no dejan de ser enteramente productos culturales de la mente humana, ligados a un tiempo y a una cosmovisión, a un determinado marco o modelo de comprensión de la realidad en su conjunto. Esas imágenes y categorías ya no valen hoy para la inmensa mayoría de la gente en nuestra sociedad occidental. Tampoco valen para muchos creyentes que tienen una visión del mundo muy distinta de aquella en que nacieron las grandes religiones con su imaginario tradicional sobre el “más allá”, para muchos creyentes que tratan de cuidar la confianza en la vida y de expresarla de otra forma distinta, más coherente y plausible para hoy. También éstos creyentes –¿es preciso decirlo?– merecen sumo respeto. Ninguna creencia es creíble si no fomenta el respeto.
Y las ciencias ¿qué dicen? Ya no las podemos ignorar. A ellas no les compete, al menos en principio, ni afirmar ni negar nada sobre la dimensión teológica, que no es “otra realidad” distinta y separada, sino la realidad en cuanto Todo misterioso y bueno, en cuanto eterno Origen presente. Pero, en sus investigaciones sobre las partes, las ciencias confinan de continuo con esa dimensión de Totalidad y de Misterio bueno –o “Dios”–, y no se les puede negar la palabra tampoco en estas cuestiones, sobre todo cuando juzgan acerca de la plausibilidad o coherencia necesaria de las afirmaciones religiosas.
Hay científicos, incluso agnósticos, que pretenden que la física o las neurociencias confirman la creencia religiosa tradicional en la inmortalidad del “alma”. Algunos creen demostrar la existencia de una Mente o Conciencia transpersonal, “anterior” a este cosmos y englobante de todas las conciencia individuales, que en la muerte volverían a ser uno con la Conciencia infinita, eterna, universal (Rosemblum, Kuttner, Bohm, Alexander). Un horizonte apasionante. Pero “Conciencia infinita” no deja de ser una imagen poética, y tal vez sea incluso demasiado antropomórfica.
Otros sostienen que la conciencia humana no es producto del cerebro y que sobrevive después de la muerte (Vam Lommel, Charbonier). No lo desdeño, pero no dejan de ser construcciones mentales, fundadas a menudo en “experiencias cercanas a la muerte” más que discutibles.
En cualquier caso, lo cierto es que las ciencias, cuanto más avanzan, más ponen de manifiesto que la Realidad, y esto que llamamos vida, es más misteriosa que todo lo imaginable, y transciende nuestras pobres categorías de espacio y tiempo, finito e infinito, materia y espíritu.
La misión última de las religiones y de las filosofías, e incluso de las ciencias, es ayudarnos a caminar en la incertidumbre, a vivir en dignidad y bondad, en libertad y sin miedos, en confianza en la Vida a pesar de todo. Una vida así vivida ¿no transciende las fronteras del tiempo y del yo? ¿No es una vida eterna ya en la vida, en cada instante?
¿Y la muerte? La muerte ¿no será entonces justamente un tránsito o una pascua, condición indispensable de la gran transformación en la gran Comunión? Somos en comunión con Todo. Y esto que llamamos “yo” ¿no será una forma pasajera de nuestro ser verdadero en el Todo eterno o en la Vida plena?
No te inquietes, pues, por tu pequeño yo. Déjate ir como la hoja del árbol, como la luz de la tarde. Honra a los muertos y cuida la vida, hasta que la muerte nos una a todos en la Vida o en Dios.
(Publicado el 2 de noviembre de 2014)