EL VATICANO NO SE BAÑÓ EN EL AMAZONAS
A un amigo teólogo español le pregunté: “¿Qué te parece la Exhortación postsinodal del papa “Querida Amazonía”? “Es un documento bipolar”, me respondió.
Tenía razón. De cuatro capítulos que componen la Exhortación, los tres primeros describen el sueño ético, cultural y ecológico de otra Amazonía. En tono enérgico y poético, exhorta a luchar por los derechos de los individuos y de las comunidades indígenas más pobres, a defender sus culturas, a cuidar la vida de sus ríos y bosques. Denuncia la colonización y la complicidad de la institución eclesial en sus crímenes horribles: genocidios, esclavitud, sometimiento, miseria. Delata la codicia asesina de las empresas mineras, petroleras, madereras, ganaderas e hidroeléctricas, que arrasan y matan sin piedad. Acusa al paradigma tecnocrático y consumista que sacrifica ríos, selvas y pueblos, el planeta entero, al interés egoísta de unos pocos. Llama a indignarse, a soñar, despertar y levantarse. A escuchar el grito doliente y alegre de la Amazonía que somos, los versos del agua, el poema de la flora y de la fauna, el llanto y la risa de sus niños. A contemplar la Amazonía como lugar teológico donde Dios o el Aliento creador se revela y encarna, en la comunión fraterno-sororal de todos los vivientes.
Son capítulos vibrantes. Un oráculo provocador e inspirado. Un sueño profético, espiritual y político, de una Amazonía libre, justa y pacífica, en la justicia y la paz de la Tierra, nuestra Madre común.
Pero sigue luego un cuarto capítulo, presentado como el sueño de una “Iglesia de rostro amazónico”, y de pronto el sueño se vuelve sopor clerical, teología dormida en el pasado, sin sueños de futuro. Nos habían anunciado que el papa Francisco iba a dar un paso decisivo hacia la reforma del modelo clerical de la Iglesia, asumiendo las dos propuestas estrella que el Sínodo había aprobado por amplísima mayoría: la ordenación de varones casados como sacerdotes y de mujeres como diaconisas. Y no sería descaminado pensar que todo el gigantesco y carísimo montaje sinodal tenía justamente como objetivo principal la legitimación de esa doble medida.
Y mira que era poca cosa lo que proponían los obispos sinodales, pues solo planteaban ordenar varones casados “en regiones alejadas de la Amazonía” y no exigían que la ordenación de mujeres como diaconisas fuese “sacramental” (hay que saber mucha mala teología para entenderlo…). Pues ni eso. Llega el capítulo IV, y silencio: ni alusión a las mencionadas medidas.
Y peor aun que el clamoroso silencio es el argumento que lo rompe. Afirma, en efecto, que lo “más específico” del sacerdote es “el sacramento del Orden sagrado que lo configura con Cristo sacerdote”, que le reviste de “un carácter exclusivo”, y que “solo a él lo capacita para presidir la Eucaristía” y para “absolver los pecados” (87-88). Y que, por ello, urge “promover la oración por las vocaciones sacerdotales” (90), célibes por supuesto. Y masculinas, pues solo “a través de la figura de un varón” “se presenta Jesucristo como Esposo de la comunidad que celebra la Eucaristía” (101). Es la consagración del clericalismo en lenguaje medieval, sustentado sobre un viejo mecanismo inconsciente bien estudiado: la renuncia (al menos como ideal) al ejercicio de la sexualidad se compensa con la libido del poder, justo lo contrario de Jesús y de la primera Iglesia. Y todo en nombre de Dios.
¿Y las mujeres? Las mujeres pueden ser “bautizadoras, catequistas, rezadoras, misioneras” (99), faltaría más, pero nunca representar a Jesús en la mesa del pan y del perdón. Y por si alguien sigue reivindicando que las mujeres puedan presidir la Eucaristía y pronunciar la absolución, al igual que los varones, se le dice: eso “nos orientaría a clericalizar a las mujeres” y “provocaría sutilmente un empobrecimiento de su aporte indispensable” (100), sus labores de mujer… Así lo quiere Dios, viene a decir el papa.
¿Cómo es posible? Expertos vaticanistas lo excusan, diciendo que lo ha hecho para evitar un cisma. Tal vez. O que quizás vaya a dejar en manos de los obispos de cada lugar las medidas reformadoras. A lo mejor. Yo me quedo con el diagnóstico de Nicolás Castellanos, obispo de Palencia, que renunció y se fue a la Amazonía: “Las expectativas quedaron en el camino entreverado de la Curia” (lo que dejaría en evidencia el callejón sin salida del papado como sistema: poder absoluto sometido a poderes incontrolados e incontrolables).
Sea como fuere, el Amazonas pasó por Roma, pero el Vaticano se negó a reconocerse y a bautizarse en él. Le da miedo soñar y mojarse. Prefiere el pasado al futuro, opta por la fidelidad de la Curia frente a la libertad evangélica, teme más perder la obediencia de unos cuantos cardenales a la inmensa mayoría de hombres y mujeres de la querida Amazonía ancestral y de nuestro perplejo, huérfano, siglo XXI.
Sin embargo, el Espíritu anima la vida palpitante de las aguas, los bosques y el aire, y del corazón de todas las gentes. La institución eclesial pasará, pero el Aliento de la vida nunca dejará de soplar y de crear futuro.
(1 de marzo de 2020, Grupo NOTICIAS)