¿“Utopismo espiritualista”? Puntualizaciones a una alocución de Benedicto XVI

En la alocución pronunciada en la Audiencia General del pasado 10 de Marzo, Benedicto XVI censuró por enésima vez a los cristianos católicos que reivindican reformas radicales en la Iglesia de hoy. Lo hizo con la inteligencia y sensibilidad que le caracterizan, pero también con la parcialidad y dureza de juicio que a veces muestra. Su argumentación y, más concretamente, su lectura de los orígenes franciscanos me parecen cuando menos parciales, y me atrevo a hacer unas puntualizaciones –no menos parciales sin duda– con la simplicidad y libertad a la que nos animó Francisco de Asís, el humilde y libre seguidor de Jesús.

1. Para descalificar y desacreditar a los cristianos que sueñan con otra Iglesia distinta, Benedicto XVI los asimila a los “espirituales franciscanos” del s. XIII, dando por supuesto que éstos eran frailes descarriados. Creo que es injusto con aquellos franciscanos de entonces y con los cristianos de hoy que al parecer siguen sus pasos. Los espirituales franciscanos no fueron en absoluto un movimiento homogéneo, y toda condena sumaria y conjunta es una deformación de la historia (y del evangelio). Algunos de ellos eran compañeros de primera hora de Francisco, como el Hermano León, y a todos les unía el recuerdo del pobrecillo de Asís y su fervor evangélico; querían seguir el espíritu, la intuición y el estilo de vida de Francisco, pobre e itinerante como Jesús, y tenían muy buenas razones para resistirse a aceptar la evolución de la Orden, cada vez más alejada del Poverello. Pudo haber derivas antieclesiales y antiinstitucionales demasiado radicales, pero ¿quién puede afirmar que eran menos erróneas y peligrosas las derivas antievangélicas de la institución eclesial o de la propia Orden franciscana? ¿Y quién sería capaz de determinar en qué medida la radicalización de los espirituales fue causa de su persecución por parte de la institución y en qué medida fue efecto de la propia persecución? Lo mismo vale para hoy. Muchos, muchísimos cristianos quisieran ver a la Iglesia avanzar con decisión hacia los nuevos horizontes abiertos –más bien insinuados– por el Vaticano II, y lamentan el giro restaurador de la jerarquía eclesial en las últimas décadas, se duelen de la contrarreforma en curso, deploran la estrechez y la asfixia crecientes en el seno de la Iglesia Católica, quieren seguir soñando, arriesgando, respirando aire y vida. ¿No sería más eclesial reconocer en ellos al Espíritu que renueva la faz de la tierra y de la Iglesia?

2. El papa indica que los “hermanos espirituales” se inspiraban en Joaquín de Fiore (1135-1202), aquel monje místico, teólogo y brillante escritor que vislumbraba una Iglesia espiritual, pobre y libre, libre de tanto poder y de tanta sumisión a los poderes, libre de tantas riquezas materiales, libre de tan rígidas estructuras clericales. Es cierto que este monje, abad de Fiore, inspiró a algunos miembros del movimiento espiritual franciscano. Pero vuelve a imponerse aquí la misma observación del punto anterior: no me parece correcto aducir a Joaquín para desacreditar a los espirituales, como si aquel monje genial fuera un siniestro hereje, responsable de males sin cuento en la posteridad de la Iglesia. Seguramente, la visión histórica del papa en este punto está demasiado condicionada por la conferencia que el predicador del Vaticano, el franciscano capuchino Raniero Cantalamessa, pronunció en 2009 sobre Joaquín de Fiore para el papa y la curia pontificia. No estoy capacitado para emitir un juicio histórico sobre el abad de Fiore, pero sin duda la visión oficial católica ha sido unilateral y se requiere una perspectiva más amplia. De hecho, Joaquín contó en vida con el favor de varios papas, y sólo fue condenado años después de su muerte por profecías milenaristas simplemente pintorescas, por enredadas cuestiones acerca de la Trinidad y, en el fondo, por su potencial peligrosidad para la institución eclesial.

3. Frente a Joaquín de Fiore y los “espirituales franciscanos”, el papa propone como modelo a San Buenaventura, Ministro General de la Orden franciscana entre 1257 y 1274. Admiro a Buenaventura: fue místico, pensador y humilde. Amó a Jesús, amó a Francisco, amó a las criaturas, que eran para él epifanía de Dios y camino hacia Dios. Pero no cuenta entre sus méritos su antagonismo con Joaquín de Fiore, ni sus prevenciones con los hermanos “espirituales”, ni el haber encarcelado a su predecesor en el generalato Juan de Parma, un fraile bendito éste, que había sido malintencionadamente acusado de joaquinismo y por ello depuesto de su cargo (supongamos que fuera un convencido joaquinista: ¿acaso puede ser eso justo motivo para encarcelar a nadie?). Y Buenaventura lo encarceló en Greccio, en el mismo lugar donde Francisco había revivido la Navidad de Belén, con el pesebre y el heno, el asno y el buey, y toda la fraternidad y toda la naturaleza celebrando juntos la tierna humanidad de Dios. En una mísera celda de Greccio pasó Juan 30 años, hasta que fue absuelto, y siglos después fue declarado Beato. (La Florecilla 48 es muy ilustrativa de cómo miraban a Buenaventura los hermanos “espirituales”: describe la visión tenida por un hermano en la que Buenaventura aparece atacando a Juan de Parma con garras de hierro). No es ciertamente su hostilidad para con los espirituales y joaquinistas lo que más asemeja a Buenaventura con Francisco ni, como sugiere el papa, lo que hace de él un modelo de actitud eclesial para nuestros días. Como si la continuidad con el pasado, el recelo ante lo nuevo, el miedo a la libertad, la obediencia sumisa al sistema, la acomodación a lo establecido, el realismo prudente fuesen lo que más nos hace ser Iglesia, discípulos de Jesús. Como si el idealismo arriesgado, la disidencia crítica y fraterna, el conflicto de interpretaciones, el pluralismo de visiones y de opciones, la opción radical por los pobres fueran el máximo peligro. No nos enseñó eso Jesús. No nos enseñó eso Francisco.

4. El papa fue más lejos en su alocución: Buenaventura no sólo es modelo de espíritu eclesial para los fieles, sino que también es modelo de gobierno eclesial para los papas de hoy. Me agrada que se tome al franciscano Buenaventura como espejo en los palacios del Vaticano. Pero me temo que se trata de un espejo previamente –con intención o sin ella– deslucido y deformado. Se toma a Buenaventura como paradigma al servicio de unos intereses. Se le mira como el hombre elegido y asistido por el Espíritu de Dios para atajar el supuesto gran peligro de su época, el movimiento espiritual y su radicalismo franciscano, con la mirada puesta en el momento eclesial que vivimos y en el supuesto mayor peligro que el gobierno de la Iglesia debe hoy combatir: el reformismo. Benedicto XVI menciona a Pablo VI y Juan Pablo II como las dos grandes figuras que así lo han hecho, siguiendo la pauta marcada por San Buenaventura; Pablo VI y Juan Pablo II son los dos “sabios timoneles” que supieron conducir la barca de la Iglesia en medio de la amenaza postconciliar de los reformadores “utópicos”, “espiritualistas”, “anárquicos” (entre ellos habría que incluir, sin duda, a destacados teólogos como Rahner, Congar, Schillebeeckx, y a grandes obispos como Helder Cámara, Alfrink, Suenens, Proaño, Arns, Lorscheider…). Surgen muchas preguntas: ¿Es correcto mencionar juntos a dos personalidades y programas eclesiales tan diversos como Pablo VI y Juan Pablo II? ¿Se ha borrado incluso la memoria de Juan Pablo I y de su sueño de reforma que no pudo ni estrenar? Por lo demás, el papa actual apenas disimula que es él mismo quien en realidad encarna el buen gobierno del “doctor seráfico” Buenaventura, sustentado en dos pilares: “pensar y rezar”; no en vano ha sido él, desde el principio, el verdadero artífice de la recuperación del espíritu preconciliar – algunos la llaman contrarreforma– iniciada en los años 80. Está muy bien “pensar y rezar”. La cuestión es cómo se piensa y cómo se reza. Y la cuestión es si, además o primero, se escucha, se dialoga, se tolera. Y la cuestión más importante es cuáles son las prioridades: la doctrina y la moral o la solidaridad y la compasión. Es difícil leer el pasado sin la mirada puesta en el presente, pero es preciso evitar la manipulación del pasado y del presente. La historia es buena maestra, pero a condición de no utilizar el pasado como justificación del presente y de no apelar al pasado para impedir un futuro nuevo. En el fondo, ¿no se está utilizando a Buenaventura para seguir manteniendo a la Iglesia de hoy prisionera de la Edad Media?

5. La cuestión fundamental es cómo entendió Buenaventura a Francisco. Lo admiró sobremanera, celebró sus virtudes, lo elevó a lo más alto, pero ¿no fue al precio de volverlo inimitable, tal vez, inconscientemente, para así no tener que imitarlo? Lo ensalzó como “otro Cristo”, pero ¿no fue al precio de olvidar demasiado al Jesús pobre, libre, itinerante, a quien Francisco quiso seguir y quiso que siguiéramos? De hecho, los artistas de la época pasaron de representar las escenas de la vida de Francisco a representar sus “milagros”; el modelo a imitar se convirtió muy pronto en mediador divino a quien invocar. Y Buenaventura encarnó e impulsó este cambio de perspectiva. Salvó la Orden franciscana de una posible disolución, pero ¿salvó en ella el espíritu de Francisco, su intuición originaria? ¿Qué significa que las Constituciones de Narbona promulgadas por Buenaventura sean tan exclusivamente disciplinares y que en ellas no se mencione la primera Regla de Francisco, expresión más espontánea de su alma que la segunda Regla “Bulada”? ¿Dónde quedó la minoridad de Francisco, su firme voluntad de vivir con y como los menores de la sociedad? ¿Qué fue de las pobrecillas moradas en las que quiso habitar, como los pobres campesinos, y que nunca quiso tener en propiedad? ¿Qué fue de su itinerancia, de aquel vivir como peregrinos y advenedizos sin domicilio fijo ni propiedad y siempre con los últimos? ¿Qué fue de su resuelto propósito de romper con el clericalismo cuando, con Buenaventura, la Orden se clericalizó enteramente, de modo que los hermanos no clérigos se convirtieron en excepción y fueron relegados al servicio doméstico de los conventos? ¿Dónde quedó su evangélica obsesión de que todos fuéramos hermanos y los menores en todo? ¿Tomó en serio Buenaventura –el eminente maestro de teología en la universidad de París, que con razón se sentía feliz y orgulloso de acoger en los conventos a teólogos e intelectuales universitarios–, tomó en serio aquella advertencia de Francisco: “Aunque vengan a nosotros los mejores teólogos de París, escribe, hermano León: No está ahí la verdadera alegría”?

Es difícil imaginar que, para Francisco, el verdadero riesgo de “gravísima tergiversación” de su mensaje e intuición o la verdadera “visión errónea del cristianismo en su conjunto” fuesen precisamente los hermanos “espirituales”, como afirma el papa en su alocución. Es una lectura muy discutible de los orígenes franciscanos. El Espíritu no es monopolio de nadie, pero está donde las instituciones se transforman y la vida reverdece.

1 El texto completo de esta catequesis del 10 de Marzo de 2010 se encuentra en la página www.vatican.va (Benedicto XVI->audiencias->fecha). Reproducimos a continuación los párrafos más significativos:

Como ya dije, uno de los varios méritos de san Buenaventura fue interpretar de forma auténtica y fiel la figura de san Francisco de Asís, a quien veneró y estudió con gran amor. En tiempos de san Buenaventura una corriente de Frailes Menores, llamados “espirituales”, sostenía en particular que con san Francisco se había inaugurado una fase totalmente nueva de la historia, en la que aparecería el “Evangelio eterno”, del que habla el Apocalipsis, sustituyendo al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba que la Iglesia ya había agotado su papel histórico, y una comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu —es decir, los “Franciscanos espirituales”— pasaba a ocupar su lugar. Las ideas de este grupo se basaban en los escritos de un abad cisterciense, Gioacchino da Fiore, fallecido en 1202. En sus obras, afirmaba un ritmo trinitario de la historia. Consideraba el Antiguo Testamento como la edad del Padre, seguida del tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Había que esperar aún la tercera edad, la del Espíritu Santo. Así, toda la historia se debía interpretar como una historia de progreso: desde la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los hijos de Dios, en el período del Espíritu Santo, que iba a ser, por fin, el tiempo de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones. (…)

Llegados a este punto, quizá es útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio ha sido una decadencia permanente; algunos ya ven la decadencia inmediatamente después del Nuevo Testamento. En realidad, “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, las obras de Cristo no retroceden, sino que avanzan. ¿Qué sería la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los cistercienses, de los franciscanos y de los dominicos, de la espiritualidad de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz, etcétera? También hoy vale esta afirmación: “Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt”, avanzan. San Buenaventura nos enseña el conjunto del discernimiento necesario, incluso severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos carismas que Cristo da, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y mientras se repite esta idea de la decadencia, existe también otra idea, este “utopismo espiritualista”, que se repite. De hecho, sabemos que después del concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo era nuevo, de que había otra Iglesia, de que la Iglesia pre-conciliar había acabado e iba a surgir otra, totalmente “otra”. ¡Un utopismo anárquico! Y, gracias a Dios, los timoneles sabios de la barca de Pedro, el Papa Pablo vi y el Papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y, por otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que siempre es Iglesia de pecadores y siempre es lugar de gracia.

4.En este sentido, san Buenaventura, como ministro general de los franciscanos, adoptó una línea de gobierno en la que era clarísimo que la nueva Orden, como comunidad, no podía vivir a la misma “altura escatológica” de san Francisco, en el cual él ve anticipado el mundo futuro, sino que —guiada, al mismo tiempo, por un sano realismo y por la valentía espiritual— debía acercarse tanto como fuera posible a la realización máxima del Sermón de la montaña, que para san Francisco fue la regla, si bien teniendo en cuenta los límites del hombre, marcado por el pecado original.

Vemos así que para san Buenaventura gobernar no coincidía simplemente con hacer algo, sino que era sobre todo pensar y rezar. En la base de su gobierno siempre encontramos la oración y el pensamiento; todas sus decisiones eran fruto de la reflexión, del pensamiento iluminado de la oración. Su íntima relación con Cristo acompañó siempre su labor de ministro general y, por esto, compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el alma de su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente la Orden, es decir, de gobernar no sólo mediante órdenes y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando hacia Cristo. (…)

(Escrito el 20 de mayo de 2010, durante el tiempo de silencio impuesto. Inédito)