Homo Deus
Así se titula, como el lector seguramente conoce, el último libro de Yuval Noah Harari. Dos años después de su primera gran obra, Sapiens, que le encumbró a la fama, el joven historiador-pensador israelí publicó en 2016 esta segunda, Homo Deus, que concreta y analiza los inquietantes horizontes posthumanistas con los que concluía la primera: la divinización transhumanizadora –¿deshumanizadora?– de la especie humana. La vuelta de la Navidad con su mundo de motivos tan humano-divinos, tan conmovedores, puede ser un momento indicado para reparar de cerca en las previsiones que traza para el futuro y en las advertencias sobre los peligros que corremos.
El Homo Sapiens, nuestra especie, según los restos más antiguos hallados hasta hoy, apareció en Marruecos hace 300.000 años. Fue un simio más hasta que, hace 70.000 años – aquí arranca la historia de Noah Harari– tuvo lugar en la especie una extraordinaria revolución cognitiva, que le dio una capacidad “superior” de comunicación, entendimiento mutuo, colaboración y transcendencia simbólica, y le encumbró sobre las demás especies humanas y animales en general. La mejora de sus capacidades le convirtió en Homo Depredator y Exterminator. ¿Precio inevitable del progreso? ¿Pasos hacia la divinización? ¿Pero qué es divinización, qué es divinidad?
Hace 10.000 años tuvo lugar un segundo y decisivo salto –lo llamamos avance o progreso–: la revolución agraria y ganadera. El nacido de la Tierra se volvió su dueño y señor. El hijo de la Tierra sometió a su madre y la violó. Las heridas siguen abiertas. Y la paradoja es más sangrante que nunca: los señores de la tierra se esclavizaron los unos a los otros. He ahí las consecuencias del poder humano, lo mejor y lo peor inseparablemente unidos. En esa sociedad agraria “avanzada” nacieron las grandes religiones, con sus múltiples divinidades de rasgos humanos, presididos por un Dios monarca absoluto, máximo garante del sistema de poder vigente, en lugar de instancia crítica suprema del sistema de poder. Las religiones institucionalizadas acabaron siempre sucumbiendo a la tentación del poder. Aunque la llama creadora originaria nunca pudo ser ahogada.
Esa llama espiritual poderosa y transformadora –permítaseme una breve digresión– prendió también en Jesús de Nazaret, el profeta hereje de Nazaret, el profeta de las Bienaventuranzas, radicalmente crítico de la religión y del Imperio, de la injusticia establecida y de la paz de los vencedores. Anunció el reinado de Dios, pero invirtió el sentido de la realeza divina, la convirtió en solidaridad desarmada y poderosa en favor de los sin- poder. Invirtió a Dios. Eso es Dios, se dijeron quienes lo comprendieron. Deus homo, confesaron. Dios es carne humana, hecha de tierra, hermana de todos los vivientes. Un Dios desendiosado. No hay otro ‘Dios’. No existe el ‘Dios’ del templo y del clero, ni el ‘Dios’ omnipotente del cielo. Pero muy pronto el movimiento de Jesús se convirtió en religión jerárquica, clerical y patriarcal, en religión imperial, aliada y esclava del poder, y enseñó que la salvación consiste en volverse divino, es decir, inmortal y omnipotente como el Dios del templo judío o como el Zeus del Olimpo griego. El cristianismo volvió a ser una más de las antiguas religiones del ser humano en busca de inmortalidad y dominio, seducidas por el viejo señuelo: ‘Serás como Dios”. Ése ha sido el fracaso del cristianismo.
Volvamos a Noah Harari. La revolución científica del Homo Sapiens, iniciada hace 500 años, gracias a la biotecnología, las neurociencias, la informática y la inteligencia artificial, parece cada vez más cerca de colmar los deseos de la especie y de cumplir las promesas de sus viejas religiones: la curación –bendita curación– de todas las enfermedades y la conquista de los atributos divinos: amortalidad, omnisciencia, omnipotencia. El Homo Sapiens está mutándose en Homo Deus, en forma de organismo mejorado, de ciborg o de robot más inteligente que el Sapiens. Nos hallamos ante la mayor mutación que la evolución de la vida en nuestro planeta ha conocido hasta ahora, y ya no debida al azar, sino a la acción directa del propio ser humano. La especie humana, gracias a las ciencias, está llegando a poseer las llaves de la evolución, y esto está muy bien a condición de que sea para bien. La pregunta es: ¿será para beneficio propio y ajeno o será para desgracia propia y ajena, para bendición o para condena? Homo Deus. Pero ¿qué significará para el Homo llegar a ser Deus?
¿Seguiremos llamando “Dios” a esa quimera hecha de nuestras grandes ambiciones, que no son sino el reverso de nuestros grandes miedos? Se cuenta que un día, hace mucho tiempo, el primer humano se sentía desgraciado con su ser y acudió a Dios con una demanda: “Cambiemos los papeles por un solo día: yo seré Dios y tú serás un humano. Solo por un día”. Dios le pregunto: “¿No te da miedo?”. El humano respondió: “A mí no. ¿Y a ti?”. Dios aceptó. Pero cuando el primer ser humano se vio Dios, se negó a volver a su condición humana. Y así hasta hoy. Desde entonces, Dios y el ser humano se encuentran con sus papeles invertidos, y ni el uno ni el otro encuentra su paz o su ser verdadero. El humano divinizado se aferra a su conquista; el Dios humanizado lamenta su pérdida. Ambos son desdichados.
¿Qué es, pues, ser humano y ser divino? ¿Encontrará nuestra especie la felicidad que busca mientras la busque en la conquista del poder? Y aun suponiendo que lo conquiste, ¿a quién beneficiará? Ahora bien, es imposible que, en la pugna por el poder, lo alcancen todos. ¿Quién lo alcanzará, pues, y qué será de quienes no lo alcancen? ¿Quién accederá al privilegio divino de la vida sin fin, a la posesión de toda la información y al ejercicio de todos los poderes? ¿Y qué hará con el resto esa élite “divina” omnipotente? ¿Qué pasará si el Homo Deus hace con nuestra especie lo que nosotros hemos hecho con todas las demás? Certificaría el definitivo fracaso evolutivo del Homo Sapiens. El horizonte me aterra.
Tal vez he trazado una historia y un futuro del Homo Sapiens de tintes demasiado pesimistas. No obstante, creo profundamente en la potencialidad inagotable que alberga la materia, y creo en las posibilidades ilimitadas de la evolución. También en sus riesgos. Cada posibilidad está acompañada de un riesgo. Las posibilidades y los riesgos de la evolución en la Tierra dependen hoy, como nunca hasta ahora, de esta especie maravillosa y contradictoria que somos. Y creo firmemente que lo mejor puede prevalecer sobre lo peor, pero solo si aplicamos en ello todas nuestras energías.
Las ciencias serán indispensables para hacer que la vida sea mejor, e incluso para mejorar nuestra especie (salud, memoria, armonía, paz, humildad, bondad, felicidad…), para mejorar nuestra especie física, psíquica, espiritualmente. Buena falta nos hace.
Pero las ciencias no bastarán, pues siempre dependerá de quién las controle y a quien sirvan. Para que todas las mejoras lo sean de verdad, será también indispensable una espiritualidad profunda, que consiste en aprender a vivir la única humanidad divina, siendo más felices con menos, aceptando gustosos decrecer para ser en comunión solidaria con todos los vivientes empezando por los últimos, en el Corazón Divino desendiosado de todo lo Real. El Espíritu de La vida nos llama a hacer lo que podamos para que los seres posthumanos que vayamos a crear, cosa que parece segura, sean de verdad “divinos”, es decir, desendiosados. Es nuestro máximo reto espiritual y político, y lo debemos intentar aun en el caso de que sea tarde.
(21 de enero de 2018)