El signo de Saint Merry
En Les Halles de Beaubourg, antiguo Mercado de Abastos de París, enteramente transformado en los años 70 del siglo XX y convertido en corazón comercial, cultural, artístico del París contemporáneo, hay una joya singular: Saint Merry, una bella iglesia gótica del s. XVI, de estilo flamígero, que ha sido llamada “pequeña Notre-Dame”. Todo un museo de arquitectura, escultura, pintura y vidrieras, monumento de obligada visita turística. Y centro de culto católico con misa dominical para una veintena de personas mayores dispersas en los bancos.
Pero la iglesia de Saint Merry des Halles de Beaubourg, casi pegado al Centro Pompidou –emblema de encuentro intercultural e icono de la modernidad cultural parisina– es mucho más que un monumento artístico y que un templo-museo de culto tradicional católico. Es un lugar viviente lleno de espíritu y de humanidad. Es una iglesia abierta, sin fronteras dentro/fuera, sagrado/profano, creyente/no-creyente, una iglesia donde no cuentan los papeles en regla, ni la religión, ni la ortodoxia doctrinal, ni la orientación sexual, ni la identidad de género. Un espacio de encuentro de cristianos, pero igualmente de toda clase de gente: trabajadores, estudiantes, intelectuales, marginados, homosexuales, transexuales, buscadores, y practicantes de otras religiones, grupos de defensa de Palestina, de inmigrantes, de clochards… Y un lugar de encuentro de músicos y artistas, y sala de conciertos y de creación y exposición de arte.
La humanidad es su credo. La acogida es su culto. La creatividad es su signo. Y los domingos, después de la misa parroquial, se reúnen entre 200 y 300 personas venidas de aquí y de allá para otra forma de misa, la celebración –esmeradamente preparada por voluntarios durante la semana– de la memoria de Jesús, compartiendo sin prisa palabra, pan y vino –la vida– alrededor de una larga mesa, donde el sacerdote participa, pero no es el centro. Y todo ello en lenguaje nuevo, comprensible para todos, como en Pentecostés. ¿Cabe decir más? Es símbolo de una Iglesia en transformación en un París en transformación, en un mundo en transformación.
Pero no sé si debía haber dicho “es” o “era”. Aquí me empieza a doler. En efecto, el Centro Pastoral –digamos comunidad eclesial– Saint Merry sito en esa iglesia acaba de ser cerrado por fulminante decreto del Arzobispo de París, Monseñor Aupetit. Un arzobispo, el gran François Marty, padre conciliar del Vaticano II, lo abrió en 1975, al igual que otros Centros similares de Iglesia alternativa en París, ¡qué tiempos aquellos de aliento posconciliar! Otro arzobispo, 46 años después, de vuelta de aquel espíritu de renovación eclesial, lo acaba de cerrar el 1 de marzo. Las razones son excusas. Punto. ¡Cómo han cambiado los obispos y los tiempos, y los seminarios! Con que era esto la primavera del papa Francisco… ya lo vamos entendiendo.
Cuando hace justo un mes, unos amigos de París, miembros de esa Comunidad, me enviaron la carta en la que el obispo anunciaba su decisión irreversible, sentí estupor, y una gran pena por la Comunidad y su proyecto truncado. Pero no es hora de lamentaciones, sino de reflexión serena y de serena determinación.
Miro los 46 años de la Comunidad de Saint Merry como verdadera encarnación –no la única– de la nueva Iglesia que hizo vislumbrar, vislumbrar nada más, el Concilio Vaticano II (1962-1965). A pesar de que llegó tarde y de que sus documentos, incluso los mejores, son textos ambiguos de compromiso, con todo, este Concilio resultó fue un potente catalizador de los mejores anhelos de reforma. Obispos, sacerdotes, teólogos, muchísimas religiosas y religiosos y, sobre todo, numerosas comunidades y movimientos de base en Europa y América Latina abrieron las puertas, respiraron aire fresco y soñaron una nueva Iglesia, convertida al evangelio y al mundo actual, hecha compasión, diálogo y liberación, aliada de los empobrecidos, Iglesia sin la distinción clérigos-laicos, hermana de todas las Iglesias y religiones, y de todos los hombres y mujeres que viven del Espíritu más allá de todo templo, dogma y religión.
Luego, muy pronto, vino lo que vino, todo esto que pasa. En realidad, la primavera conciliar apenas duró un par de décadas. Primero fueron las dudas de Pablo VI. Después, desde 1978, las certezas sin fisura de Juan Pablo II: había que reconducir las veleidades sugeridas por el Concilio a los dogmas contrarreformistas del Concilio de Trento (contemporáneo riguroso de la construcción de la iglesia de Saint Merry) y a la doctrina contramodernista del Vaticano I del silo XIX.
La clausura del Centro de la Comunidad Saint Merry es el último signo del fracaso del Concilio Vaticano II, un claro síntoma del camino a la ruina seguido por la Iglesia Católica de la mano del papa polaco (1978-2005) y de Jeph Ratzinger, su cabeza pensante primero como Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (1981-2005) y sucesor suyo después como papa Benedicto XVI (2005-2013).
¿Y el papa Francisco? La semana que viene cumplirá ocho años de pontificado. Ocho años para llevar a cabo una reforma incierta de la Curia vaticana: unos cardenales sustituyen a otros, clérigo por clérigo. Ocho años para organizar tres sínodos de cardenales, arzobispos y obispos, con unos pocos laicos invitados en calidad de oyentes. Ocho años para nombrar por primera vez a una mujer como subsecretaria del próximo Sínodo –si bien compartiendo el cargo con un religioso agustino–, y para, por primera vez, otorgar el derecho a voto a una mujer en esa asamblea vestida de obispo y cardenal. Eso es todo. Lo fundamental del anacrónico aparato conceptual, moral e institucional sigue exactamente donde estaba. El clericalismo sigue vigente, la pirámide jerárquica sigue intacta con el papado absoluto como fundamente y cima.
El clericalismo es la raíz del conflicto del Centro Saint Merry que ha llevado a su cierre. El poder último residía, al fin y al cabo, en un párroco nombrado por un obispo nombrado por un papa. Un mundo clerical de varones clérigos. No culpo a nadie. El sistema es la clave del problema.
Amigas, amigos de la Comunidad Saint Merry, desde aquí os expreso todo mi apoyo y mi ánimo, mi gratitud ante todo. Y mi mejor deseo: que sigáis creando y podáis seguir animando la vida como mejor os inspire el Espíritu, en ese o en otro lugar, fieles a la memoria de la novedad pascual, y libres de tutelas, poderes y llaves clericales, como Jesús. Que viváis en paz.
Aizarna, 7 de marzo de 2021