Xabier Lete: la dignidad en la muerte

Él era maestro de la palabra, pero junto a Lourdes Iriondo, su querida compañera de toda la vida, y a ejemplo suyo, había adquirido también la sabiduría del silencio. Y ahora que su voz ha callado del todo, fundida con la Palabra, en el Gran Silencio, seguramente nos invitaría a todos a callar, a callar también sobre él. Pero creo que merece la pena que hablemos de él, y más merecería que le dejáramos hablar precisamente ahora, desde su gran silencio sonoro. Yo, por su amistad y por la pena, quiero sumar un humilde homenaje a su memoria, a ese puñado de melodías y de poemas que valen toda una vida, un homenaje a su vida, un homenaje a su muerte. Sí, quiero rendir sobre todo un homenaje a su muerte, a la inmensa dignidad con que Xabier Lete la ha afrontado en su larga enfermedad, primero con Lourdes, enferma como él durante muchos años, y luego sin ella, en una soledad penosa, en un desamparo terrible.

Dignidad. Esa es la primera palabra que me brota de lo más adentro al evocar a Xabier Lete. Ha sido un hombre y una vida sin pose, llena de dignidad, como su mismo porte. Como su palabra siempre franca, siempre exigente y poderosa como un volcán en erupción. Como su denuncia de toda ideología y de toda dictadura de derechas y de izquierdas, de toda patria absoluta y violenta. (“Que nadie pisotee ni una flor al borde del camino, en nombre del jardín-paraíso del porvenir”). Como su itinerario espiritual, desde una religión moralista y dogmática sin espíritu hasta el total agnosticismo, por dignidad, por libertad; y desde un agnosticismo sin aliento, de nuevo hacia la fe, llevado por el misterio y la belleza de los paisajes navarros y las montañas de Aragón, interpelado por las sólidas homilías del obispo Setién en las misas oficiales de Loiola y de Arantzazu –a las que acudía en su calidad de Diputado de Cultura en Guipúzcoa–, conmovido por una Presencia misteriosa en el canto de la Salve de los monjes de Leire al final del día, perturbado por una repentina mejoría en aquella noche de 1989 en que, moribundo –y a pesar de ser aún agnóstico– recibió la unción de los enfermos… Volvió a la fe, pero no a aquella fe ni a aquella Iglesia que había abandonado por dignidad, sino a una nueva fe profunda y libre en el Misterio de la Belleza y de la Compasión, la fe de Jesús exigente y liberadora, una acompañada de preguntas y dudas, llena también de dignidad.

Especialmente digna ha sido la lucha tenaz por la vida a lo largo de 25 años de enfermedad incurable. Admirablemente humana fue la frágil entereza con que soportaron la enfermedad tanto él como Lourdes, ambos enfermos de muerte, y su decisión común de vivirla juntos con dignidad y responsabilidad. Extraordinariamente digna ha sido la consciencia, la responsabilidad, la libertad con que, llegada la hora, Xabier ha vivido su muerte, no como un episodio fatal, sino como sello de su vida, como su último y decisivo paso adelante, hacia la otra orilla. “Creo que se debieran vivir los últimos años con dignidad, y morir serenamente”, había dicho. Sus últimos años no han sido, ciertamente, tan dignos como él deseó, pero la muerte sí. Murió como deseó vivir y como deseó morir: suavemente, serenamente, humanamente.

Recuerdo con emoción aquella conferencia que pronunció en el Koldo Mitxelena de San Sebastián en enero del año 2007. Xabier Lete contó cómo ella y él se fueron reconciliando con la muerte. Ambos padecían una grave enfermedad incurable. La muerte, ese desenlace inexorable pero abstracto y sin forma, de pronto se convirtió para ellos en un horizonte cercano y concreto. Ellos no apartaron los ojos. La miraron de frente, la observaron con realismo; formularon todas las preguntas, todas las hipótesis, con naturalidad, sin morbo alguno; el uno al otro se dijeron todas las angustias; pusieron nombre propio a todos los miedos, de uno en uno. Y todo ello mientras la enfermedad les iba minando el cuerpo y a menudo el ánimo, ¡qué hay de más humano! La enfermedad presente y la muerte próxima les estrecharon, sí, pero no de ánimo, sino la una junto al otro. Y mientras más se estrechaban, más se ensanchaban. Se fueron haciendo más comprensivos y magnánimos, más atentos y delicados. La vida era un bien escaso y precioso, y aprendieron a cuidarla, aprendieron a cuidarse; era sobre todo ella la que cuidaba de él. Y mientras iban padeciendo las heridas comunes del cuerpo, se iban curando las heridas comunes del alma. Mientras luchaban juntos contra la muerte, se reconciliaban juntos con la vida, con toda la vida, con todo el pasado, con todos los errores, con todos los daños. Y entendieron más que nunca que el amor es más fuerte que la muerte.

Lourdes y Xabier fueron perdiendo el miedo a la muerte. Cobraron clara conciencia de que lo malo de la muerte no es que se muera, sino el cómo se muere. Y se dijeron que si ha de ser humana la vida, también ha de serlo la muerte. Que al igual que somos responsables de la vida para cuidarla y vivirla, hemos de ser igualmente responsables de nuestra muerte para acogerla, cuidarla y vivirla, y, para poder vivirla, hemos de poder decidir sobre ella de la manera más humana y responsable. Lo más cruel e insoportable de la muerte, en su caso, era que uno de los dos muriese dejando al otro sin compañía, sin soporte, sin consuelo. Y, a sabiendas de que para muchos oyentes iba a resultar inmoral y escandaloso, Lete confesó con la mayor naturalidad: “La piedad y la responsabilidad nos llevaba a Lourdes y a mí a desear morir juntos. Sabíamos que eso iba a ser muy difícil, porque la sociedad no tiene dispuestos tales procedimientos. Hay muchos obstáculos que impiden esa salida: éticos, deontológicos, legales y, en el caso de los creyentes, teológicos. Llevo dentro de mí un interrogante que me provoca un gran desgarro: el ordenamiento biológico de la vida, con sus cumplimientos fácticos, ¿es eso lo que debemos aceptar con fatalidad diciendo que es mandamiento y voluntad de Dios? ¿Cómo sabemos que esa es la voluntad de Dios? Yo creo que Dios nos hizo seres con razón y sentimiento, y que por lo tanto también somos corresponsables en las decisiones y dilucidaciones que tienen que ver con nuestra vida”. Y con la muerte, se sobreentiende.

Así hablaba Xabier Lete dos años después de la muerte de Lourdes. Cuando, en las Navidades del 2005, ella se fue, él se hundió en una honda pesadumbre, de la que la poesía le salvaba intermitentemente. De ahí brotó su libro más bello de poemas (Egunsentiaren esku izoztuak, “Manos heladas del amanecer”). Pero su obra más bella ha sido su muerte, corona de su vida. Él deseaba morir, no por cobardía, sino por responsabilidad. No por evasión, sino por estima de la vida. Escoger su propia muerte, una muerte serena, en la confianza profunda y oscura de que la dulce mano de Lourdes, como la dulce mano de Dios, le esperaba al otro lado, que es el lado de más acá de nuestra misteriosa vida, ¿no habría sido para Xabier un gesto de dignidad humana, divina?

(Publicado el 14 de diciembre de 2010)