Bernard Besret: la utopía de Boquen
En las calurosas tardes de la primera semana del pasado agosto, a la sombra de un tilo en Champigny-sur-Veude, tranquilo pueblecito francés rodeado de extensos campos de girasol y de maíz, leí con entusiasmo y desazón a la vez la tesis doctoral de Béatrice Lebel-Goascoz: Boquen entre utopie et révolution 1965-1976 (Presses Universitaires de Rennes, 2015). Una historia apasionante cuyo protagonista es Bernard Besret.
Hace tiempo dejó de ser noticia, pero sigue siendo una figura refrescante, inspiradora. Un hombre profético, visionario y valiente. Un hombre de alma mística, de ojos abiertos, de palabra arrebatadora. Libre y fiel al fuego que le habitaba y le sigue habitando. Durante una década decisiva de la historia que nos ha tocado vivir, lideró un movimiento vigoroso de reforma espiritual, cultural, política. Sucedió en los años 1965-1976, tan cercanos todavía, pero tan lejanos ya.
Era una época llena de promesas. Desde el fin de la II Guerra Mundial (1945) hasta 1980, sobre toda la Tierra se alzaron arcoíris de esperanza. Más de 50 países de África, Asia y América colonizados por estados europeos obtuvieron la independencia. Un mundo justo, fraterno y libre parecía posible. Diversos mayos como el del 68 francés ondearon las banderas de la utopía, sacudiendo los cimientos del orden establecido. Una refundación de la política y de la economía, una revolución social, cultural, espiritual estaba germinando. En la Iglesia Católica Romana, un papa italiano conservador y muy mayor, convocó de manera inesperada el Concilio Vaticano II (1962-1965) bajo la consigna del aggiornamento o puesta al día. Que ventanas y puertas se abran, proclamó. Viejos cerrojos cedían. Multitudes de jóvenes, que todavía llenaban las iglesias de Europa y América, podían soñar. En América Latina, la oprimida, proliferaban comunidades cristianas de base, inspiradas por la teología de la liberación. Otra Iglesia nacía: una Iglesia comunión de comunidades diversas y libres, sin jerarquías; Iglesia hermana más que madre, compañera más que regente, diálogo más que magisterio, carisma más que código, fermento más que credo, cuidado de la vida y de la tierra más que culto al dios del cielo. Inspiración y aliento, no estructura de poder.
Desde el día de su primera comunión, Bernard Besret, precoz niño bretón, había abandonado la vieja Iglesia institucional y pronto inició el camino al interior que le irá abriendo a horizontes y anchuras sin dentro ni fuera. A raíz de la muerte de su madre a sus 13 años, sintió más intensamente la Llama de amor viva sin nombre y sin forma arder en lo más profundo de su ser. Se volvió buscador. Leyó a Aristóteles, Leibniz, Aldous Huxley, Laozi… Crecía en él un profundo deseo de vida retirada en algún tipo de ashram o monasterio. Un día, en 1952, a sus 17 años, un compañero de liceo le habló de su reciente visita al monasterio de Santa María de Boquen (Bretaña) –que en bretón significa “Espino blanco” y en vasco equivale a “Arantzazu”, coincidencia que me llena de emoción–. Allí, un monje cisterciense, también bretón y carismático, Alexis Presse, acababa de restaurar el antiguo monasterio en ruinas y de reiniciar un proyecto innovador de vida monástica, ligada a la cultura bretona. Inmediatamente, Bernard fue a verlo y quedó fascinado. Un año más tarde, Dom Alexis lo recibió como novicio y entre los dos se creó una profunda sintonía de inspiración y de proyecto.
A pesar de las resistencias del joven monje a todo orden clerical, el abad Alexis lo ordenó sacerdote y lo envió a Roma a estudiar filosofía y teología. Su personalidad seductora, su hondura espiritual, su impresionante capacidad intelectual, su palabra cautivadora hicieron que muchos quisieran tenerlo a su lado. El Abad General de la Orden Cisterciense lo hizo su asistente personal, un obispo bretón lo llamó a acompañarle en el Concilio Vaticano II (1962-1965) como su teólogo particular. En las todopoderosas Curias vaticanas de Roma se le abría el futuro más brillante, podía ascender a lo más alto del escalafón. Pero a nada de eso aspiraba Bernard. Se volvió a Boquen. Allí, durante 10 años, floreció el espino y dolieron las espinas.
En 1964, debido a la grave enfermedad de Dom Alexis (fallecería un año después), y a petición suya, la Orden cisterciense nombró abad a Bernard. A sus 29 años, tomó el relevo de su referente espiritual. Afluyeron multitudes de jóvenes y adultos, estudiantes y profesores de Bretaña y de París, líderes del 68, militantes sociales, campesinos y urbanitas de aquí y de allá. Soñadores y activistas de todo tipo. Católicos críticos, protestantes, ateos, homosexuales, divorciados vueltos a casar… todos eran acogidos por igual. Por allí pasaron también Y. Congar, M.D. Chenu, M. Légaut, J. Moingt. La belleza del lugar, la liturgia innovadora, el silencio y la oración profunda, la sublimidad del canto polifónico compuesto (o improvisado a modo de jazz) por Bernard y cantado por él mismo junto con dos de sus compañeros, la elegancia del joven abad y su palabra encendida los arrastraba.
¿A dónde? A una nueva vida monástica, a una comunión abierta más allá de toda clausura, de la distinción canónica entre monjes y laicos, de la rígida separación entre hombres y mujeres, de la rúbrica litúrgica. A una nueva Iglesia carismática y fraterno-sororal sin clases ni jerarquías, sin clérigos, religiosos y laicos, sin límites entre ortodoxia y herejía, una Iglesia de comunión sin anatemas. A un mundo libre y hermanado, sin desigualdad ni sumisión, sin hambre ni exclusión ni fronteras cerradas, a una revolución sin violencia. A un nuevo cristianismo espiritual y aconfesional, sin separación entre sagrado y profano, sin vinculación necesaria a ningún credo, sin lectura literal de la Biblia y de los dogmas, sin pretensión de exclusividad ni de superioridad sobre otras religiones o sobre la ausencia de toda religión, un cristianismo con sacramentos desacralizados, un cristianismo místico y político y ecofeminista liberador, un “cristianismo crítico, lírico y político”, en palabras de Bernard Besret.
¿Pero era posible? Lo fue mientras él estuvo allí y, con su carisma personal, limó desavenencias y buscó equilibrios. La pregunta decisiva es, me parece: para la Orden cisterciense y la institución católica ¿era tolerable la evolución de Boquen y la continuidad allí del joven abad? ¿Por qué no habría de serlo? Pero de hecho no lo fue. El motivo o la excusa final se produjo cuando Dom Bernard, el 20 de agosto de 1969, fiesta de San Bernardo, ante un millar de personas, pronunció una sonora conferencia sobre “Boquen ayer, hoy y mañana”. En ella soltó, como quien no quiere la cosa, la idea de abrir un año sabático para que todos los clérigos y religiosas/os pudieran discernir y abandonar o mantener su compromiso de celibato. ¡Escándalo en la Iglesia católica!
Dos meses después, el 15 de octubre, el Abad general de la Orden cisterciense destituyó a Dom Bernard como abad, conminándole a abandonar el monasterio antes del fin del mes. A partir de ese momento todo fue más difícil. Las posiciones se radicalizaron peligrosamente. En el monasterio, la contestación eclesial amenazaba con ahogar la búsqueda del silencio, la revolución política parecía eclipsar la aspiración mística. En las instituciones eclesiales, los márgenes de tolerancia se fueron estrechando y multiplicándose las reconvenciones. Acorralado y atrapado, en octubre de 1974, Bernard dejó el monasterio y el sacerdocio clerical, sin trámites ni papeleos de por medio, emprendió otra vida y siguió por libre su búsqueda de silencio y comunión. En el otoño de 1976, la Orden y la jerarquía católica expulsaron del monasterio la comunidad tanto monacal como laica que aún permanecía en “Santa María del Espino”, e impusieron la entrada de otra congragación contemplativa femenina, alejada de la utopía de Alexis, Bernard y compañeras y compañeros de la “Comunión de Boquen”. Un gran sueño, uno más, se desvaneció. En octubre de 1978, Juan Pablo II fue elegido papa; en 1979, Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido; en 1981, Ronald Reagan, presidente de los EEUU. Los sueños se malogran uno tras otro, pero nunca se malogra la esperanza activa sin apego a ningún logro.
En 1997, Bernard Besret viajó a Shangai para crear un museo de ciencias. Allí conoció maestros taoístas. Desde su jubilación, reparte su tiempo entre su casa de Plougrescant (Bretaña) y China, donde anima un monasterio taoísta junto con un monje chino amigo. Bernard sigue siendo monje en búsqueda de otras utopías inalcanzables, animado por el Espíritu, la Ruah, el Aliento que sopla donde quiere, que crea y recrea sin cesar y transciende fronteras, que vibraba sobre las aguas del génesis. Lo sentimos vibrar también hoy si abrimos los ojos y atravesamos fronteras.
Al final del epílogo con que cierra la tesis de B. Lebel-Goascoz, Bernard Besret escribe (en 2014): “A lo largo de estos años [1965-1975] he vivido lo que, con un poco de humor, me permito llamar ‘la gracia de la des-conversión’.
Todo eso me queda ya lejos. A lo largo de los cuarenta años transcurridos desde entonces, he vivido otras varias vidas, pero sin perder jamás el hilo rojo que las une todas, a saber, una confianza inquebrantable en el fondo último de lo real del que no dudo que es, pero del que evidentemente ignoro qué es.
Boquen no habrá sido más que un grito. El grito de los hombres y de las mujeres sedientas de agua viva. Hace mucho tiempo que dejó de escucharse, pero de vez en cuando percibo su eco. A veces incluso hasta en China”.
Aizarna, 28 de septiembre de 2022