La fe radiante de Dietrich Bonhoeffer (y IV)
R.M.B. : Nuestra labor como seres humanos, según Bonhoeffer, “no es un problema religioso: es vivir las alegrías y los sufrimientos tras las huellas de Jesús. Interiorizar, cuestionar nuestra conciencia moral, huir del individualismo y de la autosatisfacción que ofrecen las obras piadosas y la búsqueda de la salvación”. “Nuestra obra de hombres es la fe”. ¿Cómo debemos interpretar esta afirmación?
J.A.: Lo resumiría diciendo: para Bonhoeffer, el ser o el destino último, verdadero, del mundo y de la humanidad es vivir la vida y asumir el destino de Jesús, de “Cristo”. Pero también cabría decir a la inversa, aunque el pastor teólogo no propuso explícitamente esta formulación invertida: el ser y el destino de Jesús o del “Cristo” consistió en realizar y dar cumplimiento al ser y al destino del mundo, al ser y al destino del ser humano en el mundo. Ser “mundo” consiste en ser en relación, formar un único cuerpo armónico en devenir religado. Y ser “humano” consiste en ser hijo e hija, hermana y hermano, en hacerse prójimo, en recibir y darse, y en encontrar así la salud y la salvación, la bienaventuranza o la dicha de vivir. Cosmología, antropología, cristología, teología… no se refieren a realidades yuxtapuestas ni a capas superpuestas; se refieren a una única Realidad con Alma. Y esta Realidad, de por sí, no tiene nada que ver con religión alguna: con credos, cultos, espacios y personajes “sagrados”, espíritus, dioses, cielos ni infiernos del más allá…, creaciones culturales humanas todas ellas, para bien y para mal
Observo de paso: para Bonhoeffer, la diferencia entre el Jesús histórico y el “Cristo de la fe” no tiene relevancia. Para muchos cristianos y teólogos de hoy, entre los que me cuento, “Cristo” es, independientemente de la literalidad de los dogmas cristológicos, el nombre tradicional cristiano de la plenitud humana liberada, es más, el nombre de la Creación liberada en la fraterno-sororidad universal de los vivientes y de todos los seres; en cuanto al hombre particular Jesús de Nazaret, es la semilla y el anticipo, el testigo o mártir y profeta precursor, no único ni perfecto, de la plenitud crística, horizonte de nuestra vida.
Pues bien, ser “Cristo” significa para Bonhoeffer (y para mí) “ser para los demás”, o diríamos, mejor, ser inseparablemente desde, por, con y para los demás, todos los seres. Y conlleva darse hasta morir. Y en eso mismo consiste en última instancia ser persona humana, o bonobo, petirrojo, gusano, agapanto, agua, bosón, estrella, galaxia o agujero negro… Ser desde, con y para y darse hasta morir: eso es lo que hizo Jesús, aunque no fuera perfecto. Se dio y fue crucificado. Pero morir por darse es vivir, es resucitar a una vida que no muere, a la Vida que late en todo cuanto es, desde la partícula a las galaxias (o incluso universos) sin fin. Como Jesús. Como todos los vivientes, como todos los seres que forman un único cuerpo cósmico: el mundo.
El “trabajo” o la “misión” del cristiano es vivir las alegrías y los sufrimientos de la vida humana en el mundo con Jesús, como Jesús. Pero también a la inversa: el “trabajo” o la “misión” del Jesús particular o del “Cristo universal” es gozarse de las alegrías humanas y cargar con las tareas y dolores humanos, vivir cargado con el peso del mundo y animado por la “materia” que es en el fondo pura energía, que no sabemos qué es ni de dónde viene, pero de la que emergen constantemente nuevas formas de ser y de vida. En eso consiste la “mundanidad” o la “intramundanidad” de Dios.
Nuestra tarea cristiana es una y doble, dice Bonhoeffer: “orar y hacer justicia”, y ambas tareas son “mundanas”. No son dos tareas ni actividades paralelas y consecutivas. Orar no es dirigir oraciones a una divinidad para que nos ayude, ni es refugiarse dentro de sí. Orar es respirar y ser a fondo, expresar y desplegar a fondo nuestro ser, encontrarse a fondo consigo y con todo, con y en el Corazón del todo, con y en la justicia y la paz de todo. Hacer justicia no es mera acción, es obrar y vivir encarnando arriesgada y libremente, solidaria y gozosamente, nuestro ser profundo y verdadero, la inspiración profunda de nuestra fuente interior. En eso consiste el “cristianismo arreligioso”.
Nuestro “trabajo humano es la Fe”, pero la fe no tiene que ver con creencias, sean religiosas u otras. Es la confianza en esa inspiración que emana de lo más hondo del mundo, que permite vivir a fondo –en un marco religioso o no religioso, pero más allá de todo marco– nuestras tareas y fiestas, éxitos y fracasos, alegrías y sinsabores, certezas y perplejidades, y “arrojados en los brazos de Dios” con “Dios” o sin “Dios”.
R.M.B. : Jesús será “el último” y “sus palabras no pasarán”. Nos queda por vivir lo “penúltimo”, y podemos comprobar lo difícil que es hoy ese tiempo, y lo probable que es que siga siéndolo.
“No olvidar nunca que somos terrenales, y que la muerte y la resurrección están ya presentes en nosotros”, como testimonió Bonhoeffer hasta su último aliento.
J.A.: “Último” y “penúltimo”… Son categorías que valen para situar los objetos o los sucesos, o a nosotros mismos, en las coordenadas espacio-temporales del mundo: la penúltima casa de la calle, el último día del mes… Si estas coordenadas no son aplicables ni siquiera a la realidad infra-atómica, a las partículas atómicas, ¡cuánto menos a eso que constituye nuestro ser profundo, que es uno con el ser profundo de todos los seres! Lo último se vive y se juega en lo penúltimo, en el espacio y el tiempo de nuestra historia, en nuestra forma terrestre, pero no está delimitado por el espacio y el tiempo. Nuestro ser profundo es eterno.
Eterno en esto que llamamos tiempo y espacio, nuestro mundo visible. La eternidad no significa que dura sin fin, ni lo que comienza después del tiempo. La vida eterna es la vida en bondad feliz, la vida como gracia de recibirse y darse. La vida que no nace ni muere. La “vida divina” en todo, la vida verdaderamente humana o el aliento o el espíritu cósmico de la vida. Los cristianos la llamamos la vida crística, y la celebramos encarnada en la figura de Jesús, hombre particular y símbolo crístico universal a la vez.
Dar la vida en nuestra finitud abierta al infinito, en medio de nuestras miserias y grandezas, gozos y penas: en eso consiste la resurrección. Resucitamos en vida, como Jesús resucitó en su vida libre y dada, en su compasión sanadora, en su comensalía abierta, en su libertad solidaria. La vida es transformación incesante, en cada latido y respiración. Cuando cesan los latidos y la respiración, se culmina la transformación incesante en que consiste la vida en su forma terrestre, y se abre a la gran transformación: el aliento se hace uno con el Aliento, la vida con la Vida. La llamamos muerte, pero es la pascua, el paso final de esta forma que somos hacia la Plenitud sin forma en todas las formas, en un proceso que se extiende de lo que llamamos materia-energía a lo que llamamos vida en todas las formas de vida. Un proceso que es a la vez terrestre y cósmico, y en su fondo transciende las medidas estrechas del espacio y del tiempo. Cada día es el principio de la creación y el fin del mundo regido por el poder injusto. Materia sintiente, viviente, amante, caminamos en la gran comunión cósmica hacia el Amor, hacia la plenitud de la Vida más allá de los límites de nuestro amor herido, de nuestra vida limitada.
Un testigo de los últimos momentos de Dietrich Bonhoeffer cuenta que sus últimas palabras, en el patio del campo de concentración de Flossenbürg, mientras se dirigía desnudo a la horca a sus 39 años, fueron: “Este es el fin; para mí, es el principio de la vida”.
R.M.B. : La última palabra para el teólogo …
Nadie, ni Dietrich Bonhoeffer, tiene la última palabra, aunque a todos nos llega un momento en que dejamos de ser dueños de nuestro aliento y cesa nuestra voz, que sigue sonando en todas las voces. El último aliento que el profeta mártir entregó prematuramente inspira nuevas palabras que prolonguen la profecía de su martirio.
¡Qué poco duró la voz de Dietrich! ¡Ojalá hubiera prolongado su vida y hubiera podido seguir desarrollando su discurso teológico durante las décadas de los 40 a los 90 del siglo XX, cuando Europa en masa emprendió el camino de la superación de una espiritualidad y de un cristianismo anclado en unas categorías religiosas ininteligibles e inservibles! Un camino que el resto de los continentes también recorrerán más pronto que tarde. En mayo de 1944 escribió: “Las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer”. A él lo enmudecieron, pero el eco de sus palabras y de su silencio continúa resonando. Y a nosotros y a los que nos sigan –si hay quien nos siga– nos toca prolongar su testimonio martirial, su oración y su labor por la justicia más allá de la palabra, pero también su palabra, su reflexión teológica. A nosotros nos toca arriesgar nuestra propia palabra siempre penúltima.
Llevamos muchas décadas de retraso después de las últimas palabras de Bonhoeffer que, a su vez, quiso recuperar siglos de retraso de la Iglesia que se dice seguidora de Jesús, y apuntó más allá de la religión y de la imagen teísta tradicional del Misterio último y fontal. Karl Barth, el teólogo referente más descollante e influyente de las Iglesias protestantes de los años 40 y 60, se sintió desconcertado por la teología del último Bonhoeffer, por su apelación a un “cristianismo arreligioso”, se pronunció contra él y contra unos pocos que se atrevieron a tomar su relevo (Harvey Cox, Vahanian, Robinson, Van Buren, Altizer, Hamilton, Tillich…). Las Iglesias, tanto las protestantes y anglicanas como la católica y la ortodoxa, se abrieron a ciertas reformas institucionales, pero siguieron aferradas a los significados tradicionales de los dogmas fundamentales.
Este camino ha fracasado ya o fracasará. La fidelidad a la Tierra, al Evangelio de Jesús y al testimonio de Bonhoeffer, exige una transformación más profunda que ninguna otra que se haya dado en la historia del cristianismo, salvo aquella transformación que llevó al movimiento de Jesús a convertirse en religión patriarcal, clerical e imperial. El Evangelio, la humanidad, la Tierra y el eco de las palabras del pastor teólogo exigen reinventar un “cristianismo arreligioso” en un mundo arreligioso: reinventar a Dios más allá del teísmo; redescubrir a Jesús como Cristo más allá del significado literal de los dogmas; reaprender a leer toda la Biblia y su inspiración más allá de la letra; reimaginar una Iglesia más allá de todos sus pilares religiosos, patriarcales, clericales.
Tal vez sea ya demasiado tarde para emprender esa radical revisión teológica e institucional y para que las Iglesias, “orando y haciendo justicia”, sean realmente fermento de un mundo nuevo. Ya no poseen la masa social necesaria para ello. Pero, a corto y medio plazo, no veo otra alternativa para lo que vaya quedando de las comunidades cristianas: o intentarlo o resignarse a convertirse en gueto cultural y reliquia de museo. En cualquiera de los casos, el Aliento de la Vida seguirá animando el corazón de la Tierra, de la humanidad, del universo entero.
Rose-Marie Barandiaran – José Arregi
Toulouse – Aizarna, 2022
(Publicado en GOLIAS Magazine 211, julio-agosto 2023, pp. 29-34)